23.7.24

Estar es suficiente

Bonilla (Jerez, 1966) publica su poesía selecta o escogida. Ha prescindido de muchos versos. La edición, que pudo titularse Siembra, agrupa poemas de Partes de guerra, El Belvedere, Buzón vacío, Cháchara, Poemas pequeñoburgueses y Horizonte de sucesos. Seis libros en treinta años bastan para reconocer su maestría.
Una cita apócrifa de Lee Marvin anuncia el carácter juguetón de su escritura, antisolemne sobre todo, no sólo ingeniosa u ocurrente.
Bonilla descree de los “temas poéticos”: “Encuentras poesía en todas partes”. Habla de la infancia, el amor (desamor mediante), la muerte (“lugar del que procedo y al que voy”)…
Ha venido escribiendo sus poemas “como relámpagos”, lo que contrasta con su cualidad de memorables. Bastantes, mentalmente. Aspiran, confiesa, a la levedad, el humor, la áspera melodía, la reflexión acerca de lo poco que somos y lo milagroso que es estar vivo, el canto de las cosas cotidianas... Extrañeza y deslumbramiento. Porque “la realidad no es todo lo que hay”. Para describirla, usa metáforas que no lo parecen. “La poesía se propone pronunciar una verdad intolerable”, asevera.
“Aviso” comienza: “Yo escribo poesía traducida”. Sostiene que los originales superan a las versiones: “La poesía casi siempre / es la declaración de una impotencia”. No lo parece después de leer la suya. Aquí, la inteligencia suma. Una lucidez ácida y escéptica que asienta en la ironía y las paradojas su razón de ser. La eterna lucha entre alegría y tristeza. Contra “ese gas letal que es el pasado”. En busca de la identidad perdida: “soy tantos que no sé quién soy”. “Si pudiera elegir, sería un río”.
De sus poemas, de corte epigramático, se podría decir lo que él de los almendros: “Están ahí tan solo, limitándose a estar, / no ser más que eso, una forma de estar / es su forma de ser”.

Juan Bonilla
La Veleta, Comares, Granada, 2024. 212 páginas. 19 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.



A ras de tierra

Publicado por Visor (que circuló sus tres entregas anteriores), en colaboración con la Fundación Gerardo Diego, este volumen reúne la poesía escrita por Díez (Santander
, 1976) en los últimos veinticinco años; esto es, los libros Combustión, Desguace y Belleza sin nosotros, así como una selección revisada de sus primeros poemas y un inédito, Besar la tierra, que contiene el extenso poema que da título al conjunto (tomado de JRJ).
En “Unas palabras previas” alude a sus versos como un adentrarse “en la espesura de lo que desconozco”. Afirma que siempre ha andado “royendo los mismos huesos”, que tiende “a escribir con palabras sencillas” e intenta “decir con poco”. Que quiere comunicarse. El resultado: “un canto”.
Juan Manuel Romero menciona su “honradez sencilla” y califica esta poética como “sobria y meditativa”. Austera, clara, realista, propia de un contemplativo que aspira a “contar con sencillez algo que tiene profundidad y que no es obvio”. Su reto. Acaso la palabra más adecuada para señalar ese impulso, previo “estado de asombro”, sea extrañeza.
Consciente de que “los poemas de cada uno […] solo los puede escribir cada uno”, ha trazado su propio camino, perfectamente distinguible. En soledad, a la intemperie. Al amparo del aurea mediocritas horaciano. Contra los mortíferos “excesos”.
La identidad es un tema central. Además, el paso del tiempo, el dolor, la vida, la muerte (la de su hermana, por ejemplo), el amor o los otros. Capital es su visión del descenso (hundimiento,  caída). “Lo difícil”, según Zambrano. Bajar “de nosotros mismos y de tantas quimeras y espejismos inútiles y conectar con lo esencial, que es sencillo, cercano, que está a ras de tierra”, matiza Díez.
Sus palabras “extienden sus raíces”, “se agarran a lo que significan”. Justifican una obra que canta “a lo que ya perdí, / a lo que espero”.

Con sol dentro. Poesía reunida (1999-2024)
Marcos Díez
Visor, Madrid, 2024. 322 páginas. 18,00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

 


 

 

 

 

 

 

 

21.7.24

Rosa Regás

Ha muerto la inquieta Rosa Regás, ya nonagenaria, en su masía de Llofriu, en el Bajo Ampurdán, donde se retiró hace años sin que eso quiera decir que fue ajena a lo que pasaba. En Cataluña (era, por cierto, una antinacionalista militante) y, consecuentemente, en España y en el mundo, algo natural en una persona cosmopolita, miembro de honor y musa de la elitista y barcelonesa gauche divine. Tampoco se fue, digamos, de la literatura, a la que se consagró desde muy joven. Su último libro, de este mismo año, Un legado, es en realidad una larga conversación con la periodista Lídia Penelo que subtituló "La aventura de la vida", una suerte de testamento vital. 
En lo personal, esta mujer libre a la que tuve la suerte de tratar, es la editora de La Gaya Ciencia, su propio sello (antes había trabajado en Seix-Barral), donde publicó a José Ángel Valente sus libros más oscuros: Material memoria y Tres lecciones de tinieblas, o a José María Álvarez la primera entrega (en el 74) de su monumental Museo de cera; la compañera de jurado en los premios literarios que organizaba el Ayuntamiento de Almendralejo (una noche tuvo una bronca monumental, así de impetuosa era, con Sánchez Adalid, que no tenía culpa); la cómplice generosa en las gestiones para la publicación de mi primera novela, que ella conoció como miembro del jurado de otro premio: el Nadal, donde aquélla fue finalista y Regás había ganado años antes con su exitosa novela Azul. Asistió por sorpresa a su presentación madrileña, una comida con críticos (Miguel García-Posada, Carlos Álvarez-Ude...), en la que intervino activamente. Como de ciertos músicos, diría que lo mejor de ella era el directo. 
Estuvo muy vinculada a esta tierra extremeña, sí. Cuando era directora de la Biblioteca Nacional (en la fotografía de arriba está en su vestíbulo junto al entonces Director General de Cultura Chema Corrales), visitábamos esa santa casa con los premiados al fomento de la lectura en bibliotecas y centros educativos regionales. 
Recuerdo también que fue la presidenta del jurado del premio "Dulce Chacón" de Zafra (prestigioso galardón entre desaparecido y reinventado) el año que lo ganó Fernando Aramburu con Los peces de la amargura
Cuando le pedimos un texto para el libro Miradas sobre Extremadura, que publicó la Editora Regional en 2008, escribió el que copio a continuación (con el tácito permiso de la editorial), poco conocido seguramente para la mayor parte de las personas que la leyeron y la apreciaron. Descanse en paz.

EXTREMADURA

Extremadura desde la mirada curiosa de mis veinte años, Extremadura de montes dorados salpicados de la oscura sombra de sus encinas. Extremadura de caminos apenas transitables, de pueblos oscuros y escondidos, de nubes movidas por el azul de un cielo tan diáfano como nunca lo había visto. Badajoz, un solo edificio de muchas alturas en una ciudad sometida aún, apagada y con residuos de una posguerra que no había tenido tiempo de borrarse ni el hambre ni la represión porque ni siquiera había terminado. En el piso más alto una anciana con el pañuelo anudado bajo la barbilla mira a lo lejos como si buscara en vano el reguero de una vida que ha ido borrándose de sus recuerdos pero no ha logrado desprenderse de la conciencia. Inmóvil, de pie, apoyada en la barandilla de una escuálida terraza permanece inmutable al viento y al desnudo paisaje que se extiende hasta la última línea del horizonte. Así está cuando me voy y del mismo modo permanece cuando al cabo de unas horas vuelvo, oscuro el cielo de otoño, azotado el paisaje por ráfagas poderosas. E inmóvil sigue hoy en el trasfondo de mi memoria como la imagen del exilio de tantos hombres y mujeres que tuvieron que borrar su quehacer, su tradición, el nudo de su vida con el campo y la casa que les había cobijado durante generaciones para renacer en un ámbito gélido y desconocido de unas cenizas apagadas ya y dar el pan y la vida a los hijos que no tenían lugar en la tierra de sus mayores.

Volví a Extremadura al cabo de veinte años a un paisaje de la Vera, surcado por un arroyo donde un amigo de Plasencia estaba convirtiendo un establo de luz incierta y poderosas vigas de madera en su nueva casa. Anduve por caminos perdidos entre rebaños de ovejas y cerezos en flor, y dormí aquella noche en la posada de un pueblo recortado en la cima de una montaña cuyo nombre he olvidado, entre sábanas de hilo blanco y aroma de almidón.

Más tarde viví unas semanas en Plasencia e inundé mi alma con las piedras de sus conventos igual que hice años después con el sombrío monasterio de Yuste. Paseé por las callejuelas de Cáceres y sus iglesias, y visité su museo de piedras cortadas con la pericia de los romanos. Conocí las fiestas alegres de Villanueva de la Serena o Almendralejo, fui varias veces a Zafra y me enamoré de sus plazas porticadas. Y un día volví a Badajoz para asistir a una boda en una capilla junto a la carretera que va hacia el norte, y más tarde aún descubrí aquel glorioso museo, potente torre que albergó durante siglos a los proscritos de la historia del lugar.

Han pasado muchos años y conozco tantos rincones ocultos y conocidos de Extremadura que a veces al llegar a ella por la carretera bordeada de retamas y adelfas tengo la impresión de que vuelvo a casa. Como si aquella imagen primera que me abrió sus puertas me hubiera concedido el don del regreso que ella misma y tantos otros miles de paisanos nunca pudieron alcanzar.

17.7.24

Manual de espumas: 100 años

Parece indiscutible que la Fundación Gerardo Diego, tantos años capitaneada con solvencia por la poeta Pureza Canelo, sigue siendo una de las más activas de España, sobre todo en lo que respecta a la edición o coedición de libros. Los dos últimos que han caído en mis manos, la poesía completa de Marcos Díez (con Visor), que acabo de reseñar en El Cultural, y una edición "semi-facsímil" de Manual de espumas, de Gerardo Diego (con papelesmínimos), en el primer centenario de su publicación en Cuadernos Literarios. 
Como todos los libros del sello que dirige Imanol Bértolo, este es precioso. Al valor de los versos, que cada lector ponderará, se suma el prólogo que le ha puesto su editor literario, el poeta y crítico Juan Marqués. Sólo por esas pocas páginas, donde habla de Diego, sí, pero también de la poesía (poco: "no se deja nombrar, se deja aludir"), los poemas y los poetas, ya hubiera merecido quitar el sobre de plástico transparente en el que llegan los delicados ejemplares de esa exquisita casa madrileña. Después de leer ese perspicaz delantal, cuesta mucho menos adentrarse en la obra del santanderino y hasta disfrutar de "uno de los libros vanguardistas más amables que se dieron en esos primeros años de osadías, cuando todo era especialmente confuso y alegre, entretenido y estimulante". 
Procedentes del Archivo Gerardo Diego y del de la Autoridad Portuaria de Santander, cierran el volumen un puñado de bonitas fotografías de época. De los muelles a principios del siglo pasado, del poeta, solo o con Huidobro (al que visitó en París durante el verano de 1922, año en el que, entre la primavera y el otoño, escribió su libro, "en la paz feliz de la playa cantábrica"), así como de la cubierta de la primera edición y del retrato que para ella le hizo Moreno Villa. 

12.7.24

Misteriosa claridad

José Mateos (Jerez de la Frontera, 1963), que publicó en Reunión los poemas escritos entre 1983 y 2003 y ofreció en Poesía Esencial los primordiales, agrupa ahora en un solo volumen la poesía que ha publicado a lo largo de los últimos treinta años, en concreto, sus libros Una extraña ciudad  (del que selecciona cinco poemas agrupados bajo el rótulo de “Primeros poemas”), Días en claro, Canciones, La niebla, Cantos de vida y vuelta, Otras Canciones, Un sí menor, Primavera, año cero, La hora del lobo y el inédito Tratamiento y delirio.
Conviene recordar que es autor de libros de prosa que, en rigor, resultan inseparables de su faceta poética. La complementan. En ellos “me acerco de una manera más explícita, más incisiva, a algunas preguntas y revelaciones que están latentes en mi poesía”, explica. “Mi escritura se concentra en profundizar y en dar vueltas a lo mismo: el asombro por la belleza del mundo, por la compasión humana y el escándalo por el mal, por el sufrimiento y el acabamiento de la vida”, concluye.
La lectura continuada de sus poemas refuerza su “impresión de estar escribiendo un solo libro, el único libro por entregas”. La coherencia es absoluta. El estilo, cuidado, en busca de “lo exacto y esencial”, de “factura clásica”, señala en su amical y poético prólogo Vicente Gallego. Sin perder nunca de vista lo popular, en el sentido más genuino del término. Las canciones, por ejemplo. De ahí que su voz cuide hasta el extremo la música que cada verso imprime. Todo desde la discreción (consustancial a su persona) y la honestidad, sin la “impedimenta” de la retórica y del ingenio, con un eficaz “ahorro de grandilocuencias” (Gallego dixit). Y ello, paradójicamente, enfrentándose a asuntos complejos que resuelve, de forma honda y sencilla, desde lo meditativo (y lo aforístico), sin caer en veleidades metafísicas, aunque transite por el filo de lo sagrado. Aquí, la “misteriosa claridad”, a la que llegamos por los “pasadizos secretos” de las palabras, que crecen desde el silencio “como / nace el musgo en la piedra”, en la “luz tenue” de los atardeceres. “No a lo más, sino a lo menos”, como San Juan de la Cruz. Sus maestros, Unamuno, Machado, Dickinson (lo “natural desvelado”), JRJ… Y Zurbarán, Gaya, Pedro Serna…
La soledad, la muerte, el miedo, el dolor, la enfermedad, el mar, Dios (“Un Dios que se concibe ya no es Dios”), el amor, la infancia (“inmarchitable”), la amistad, el tiempo (“esa única patria: los recuerdos”, lo perdido y lo eterno) son temas que vienen y van, como algunas personas (su padre o su madre, pongo por caso) y lugares: Trafalgar, las ruinas de Bolonia… Y los árboles y los pájaros. También se reiteran algunos símbolos: la noche, la sombra, las nubes, la niebla… Lo hímnico se impone a lo elegíaco; la alegría (“Vive y alégrate”) a la desdicha, tan presente en su vida y en su obra. Alude en ocasiones a una inconclusa “revolución de la mirada” y en lo contemplativo cifra este delicado acuarelista no poco de su visión lírica: “Lo que miras”. “Escribe lo que has visto”.
La enfermedad, “frontera indecible”, centra el tono de sus dos últimos libros. En el inédito, un extenso poema, con una naturalidad que sobrecoge: “Ahora toca decir cada detalle”. “Morir tiene sabor a almendra amarga”, anota. Con todo, el “deslumbrante misterio de estar vivo”, le impulsa a confesar: “Celebro / la suerte de haber sido el huésped de la vida / por un poco de tiempo”. De “canto de gratitud” habla Gallego. “Yo sólo soy lo que dejó la muerte”, dice. ¡Es tanto!

Los nombres que te he dado. Poesía reunida (1983-2023)Los nombres que te hedado. Poesía reunida (1983-2023)
José Mateos
Sevilla, Fundación José Manuel Lara. Vandalia, 2024. 448 páginas. 20 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.



 

27.6.24

Lecturas preveraniegas

Centrado en las reseñas de El Cultural y, en contadas ocasiones, en las que publico en Turia y en El Cuaderno, quedan atrás menciones a libros que uno ha disfrutado, lecturas intensas que hubieran merecido unas notas en las que compartir con otros su feliz existencia. A falta del tiempo para hacerlo, y ante la llegada de un largo y cálido verano que preveo lleno de novedosas obligaciones familiares, uno, enemigo declarado de las listas, copia aquí el título de un puñado de libros que, hablo por mí, me han parecido sobresalientes. Sólo eso, mera mención, pero algo es algo. Empiezo por la poesía. En concreto, por tres títulos de poetas jóvenes. 
Hacerse una foto en el espejo del baño (Ultramarinos), de Julio Fuertes, recoge poemas escritos entre 2006 y 2011 y me ha parecido un libro muy especial y sorprendente, novedoso en el mejor sentido. De esos sobre los que cuesta escribir pero que uno intuye necesario. Novelista, músico y traductor, de acuerdo, pero, al menos una vez, poeta. Su editor, Unai Velasco, confirma, para definirla, el término usado por su autor: el de "escritura vigoréxica". Y añade un adjetivo: "sentimental". Reconoce, en fin, que es "conmovedora". 
La zona luminosa (Hiperión), de Alejandro Ruiz de la Puente, incide en todo lo contrario, la tradición, pero al cabo resulta igual de moderno que el anterior. Qué natural resulta que debajo del título se indique que mereció el premio "Antonio Carvajal" de poesía joven. Y qué orgulloso ha de sentirse el poeta granadino de discípulos así. Poetas del XXI que dominan la métrica y son capaces de componer sonetos a los que calificar de dignos herederos de los áureos. 
Música para tigres (Renacimiento), de Alejandro Bellido, uno de los responsables de la revista onubense Centauros, ha publicado un libro amable, irónico y lleno de guiños amorosos y literarios (Garcilaso, Salvago, Botas) con el que el lector pasará un rato estupendo. Le ha salido muy “asturiano”; “anafórico”, diría, por aquello de la revista y no lo señalo como algo negativo, al revés. No es esa mala escuela. 
No deja de sorprenderse uno con los haikus de Susana Benet, que reincide, y cuánto se lo agradecemos sus lectores, con Alma de caracol (La Garúa). ¿De qué pasado / regresan esas flores / blancas de adelfa?, leemos. Y: Eso que siento /ante la flor marchita, / es haiku o no?
Haikus y otras japoneserías reúne Jordi Doce en Agua blanca, una delicatessen cuidada por Fernando Menéndez, que la ilustra, en tirada de 15 ejemplares numerados y firmados. Tan sugerentes como este par: Entro en el parque: / la quietud me responde / a cada paso. Vino y se fue: / la niebla hecha jirones / en la maleza.
A ras del universo (Númeror) es el segundo libro de Eduardo del Pino, profesor de Filología Latina de la Universidad de Cádiz. Ya cometamos aquí el primero. La edición es preciosa y lleva un prólogo de Fidel Villegas. El mar está en el centro del libro. Por él navega (también por el cielo en un planeador) y a sus orillas ve pasar el tiempo (en sus tres direcciones). En playas que visita y que pasea, como otros lugares, cercanos (Rota, Guadarrama) y más lejanos (Lovaina, pongo por caso, que da título a un hermoso poema). Todos lo son. Me llama mucho la atención su sintaxis, por eso indiqué antes su condición docente y de qué materia.
Hablar de mis poemas yo no sé: / son como hijos tardíos o vendimia a destiempo, escribe este poeta tardío al que conviene seguir. 
Lo mismo que a Juan Peña. Ya reseñamos en este blog sus libros Destilaciones y Yacimiento, así como la antología (de sus primeros poemas) La misma monotonía. Publica ahora en Vandalia El último poema, con el que ganó el premio Hermanos Machado. Su claridad alumbra al lector como lo haría una vela en la noche oscura de una casa de campo. Serenidad, aceptación, asombro. Poesía de la memoria, genuina. De la verdad. Vital sin entusiasmo. Lejana de cuanto es superficial y vano. La edad, los olivos, el amor, un viejo sillón de cuero, un salpicón de marisco o una playa pueden inspirar poemas que nos llegan sin querer al alma. Sí, porque todo es natural en esta poética de la bondad donde el poeta sólo aspira a que sus versos ajusten mi vida / a un ritmo cadencioso, / sin tropiezos, / ni quiebros disonantes. // La vida que me sueño y que no es / y es la mía
La almeriense Papeles del Náufrago lanza su sexta entrega de autorretratos, esta vez los de Aurora Luque. El cuidado librito, con selección de Antonio Lafarque, lleva por título Nadar en una misma. No somos más que tiempo devorado, reza el verso de la contracubierta. 
Vayamos con la prosa, no sin mencionar antes los títulos de tres novelas. Una, ya leída y reseñada (para TURIA, por lo que se hará larga la espera): Arde ya la yedra (Tusquets), de Gonzalo Hidalgo Bayal, que ha publicado una de sus mejores obras. Las otras dos están aún pendientes lectura: El niño (Tusquets), de Fernando Aramburu (con guiño placentino incluido) y Río Cárdeno (De la Luna Libros), de Juan Ramón Santos, dignísimo discípulo, permítaseme el honroso término, del citado Bayal que con esta nueva entrega fija aún más su genuino territorio literario. 
Tenía pendiente -uno no da más de sí- la lectura de alguno de los celebrados libros de María Belmonte, pero El murmullo del agua. Fuentes, jardines y divinidades acuáticas (Acantilado) no se me ha escapado. Y cuánto me alegro. Sólo espero que haya una segunda entrega que continúe el trayecto desde donde aquí lo deja, en las "Aguas barrocas". Me gusta aprender con ella, sí, pero también acompañarla en su viaje vital, digamos. Lo más personal casa perfectamente con lo erudito. 
Y otra lectura pendiente, la del magnífico Los lugares y el polvo (Elba), de Roberto Peregalli, un ensayo enjundioso "sobre la fragilidad y la belleza" que a un obseso por la noción de lugar y por lo espacial en su conjunto tenía que llegarle al alma. Cuántas iluminaciones contiene y qué oportunas reflexiones sobre la arquitectura ("Las fachadas", "Lo gigantesco", "Las ruinas"), el paso del tiempo ("La pátina") y otros puntos de interés como "El blanco" o "La luz". 
Luis Leal, pacense de Évora, ha dado a la imprenta A salto de mata (aCourela do Alentejo), donde reúne aforismos, apuntes de un diario, reflexiones, etc. en las dos lenguas que domina: su portugués materno y el español adoptivo. El tono es poético. Es uno de esos libros que tanto me gustan, híbridos; más interesantes cuanto quien los escribe, como hace al caso, es un hombre que piensa y siente de manera ejemplar y distinta. 
José Luis Melero, bibliófilo de pro y a pesar de eso escritor, nos ofrece una preciosas plaquette, digna de la señalada condición: Un viaje a Itzea (Ediciones La Ventolera), con ilustraciones de Pepe Cerdá. Ningún destino mejor para un barojiano confeso que la casa familiar de los Baroja en Vera de Bidasoa, frontera francesa. Un delicioso relato para amantes de los libros, sin duda. Mejor si aprecia los del autor de El árbol de la ciencia
Un buen amigo suyo (y mira que tiene), el poeta Fernando Sanmartín, publica el Pregón de la XVIII Feria del Libro Viejo y Antiguo de Zaragoza (Asociación de Libreros de viejo y antiguo de Aragón), que no deja de ser otra maravilla propia de un letraherido singular que en cada entrega nos ofrece una verdadera joya. 

NOTA. La fotografía que ilustra esta entrada corresponde a la biblioteca de Richard Macksey, quien fuera profesor de Crítica Literaria y Literaturas Comparadas en la Johns Hopkins University de Baltimore.

19.6.24

Vigilar lo invisible

En el libro Este otro orden. Poesía reunida (1979-2016) compiló Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) su poesía publicada hasta entonces; poemas de, entre otros, La secreta labor de cinco inviernos, Vida del topo, En familia, El que desordena y Pérdida del ahí. Complementarias, las prosas de Para qué sirven los charcos, Los pormenores, La vida mitigada, El murmullo del mundo, La belleza de lo pequeño; los relatos de El descendiente y Los cocineros se aburren a las cinco; las novelas Calle Feria y Años de mayor cuantía; las recopilaciones de artículos periodísticos Salvo error u omisión y Cerezas en el escondite, así como los ensayos Dos poetas de la generación de los 50: Carlos Barral y José Ángel Valente (con José Manuel Diego) o Abordajes.
En Eolas (la edición es, justo es reconocerlo, preciosa), aparece ahora El que menos sabe. No, digámoslo pronto, ni es un libro más ni fruto de los ocios jubilares. Me atrevería a decir que es uno de los fundamentales de su bibliografía y, más allá, una aportación sustancial al panorama de la poesía española contemporánea, aunque sólo nos demos cuenta de ello un puñado de lectores (la dichosa minoría), conocedores (o no) de la ejemplar, coherente trayectoria del zamorano afincado en León. Mejor para nosotros. Nada peor que esa poesía vacía que celebran, según dicen, tantos.
A estas alturas de la vida, cuanto el poeta tenga que decir debería decirlo sin ambages, al margen de cualquier aparato retórico, de la manera más clara posible. Es el caso. Tal vez sea, por eso, la entrega más emotiva de las suyas, o en la que las emociones y los sentimientos fluyen con más naturalidad, sin que falten por ello los pensamientos (“y sus desolaciones”). No se puede negar que la tradición de TSS no es la de la línea clara, la llamada figurativa o de la experiencia. Sin embargo, peca aquí poco de silenciario o hermético, si es que cabe tal denominación para aquello que necesariamente ha de decirse de forma parca y enigmática. En la de TSS, por generalizar, la precisión lo es todo.
De tres partes consta El que menos sabe. En el umbral, una cita de Miyazawa: “Ser tildado por todos de inútil / sin que se me alabe / ni se me importune. /Alguien así / querría llegar a ser…”, y un poema prologal (una suerte de poética”): “Las buenas intenciones”. A la búsqueda de “la deshuesada sabiduría de la confusión”. “Me alejo / de lo hondo también. // Por allí nunca sabe a compasión el pensamiento”, leemos. Termina: “La vida así: un quehacer / sin el permiso oscuro de los nombres”. Y “Quehacer”, precisamente, se titula la primera sección, la más amplia del volumen. Se abre con un elocuente epígrafe de Cavafis: “El artesano pone su obra por encima de cualquier otra cosa; debe, pues, destruirse por ella”. Lo explica muy bien en poemas como “El esmero”, el quinto de la espléndida serie “Almanaque desconcertado” (la memoria, la autobiografía): “Pero siempre el esmero (…) Siempre el esmero: ese modo de estar en lo otro”. “Siempre que necesito salvar algo de la desatención” piensa en el plato de sopa que subía con sumo cuidado desde la planta baja a la superior en la casa de su infancia. De eso trata el poema. La anécdota, como en tantos otros casos, le permite centrarse en la categoría. Así sucede en los otros cuatro de “Almanaque…”: “Mercado de abastos” (“Primera vez sin mi madre”), “Todavía no” (el colegio, las bofetadas), “Ana Blandiana y una mujer del barrio de San Lázaro” (“pesar la pena como se pesan lágrimas”) y “Ratos perdidos” (“Tarde de tienda quieta y locura numeral”, en la zamorana calle Feria, la del negocio familiar y la novela).
A esa tarea artesanal donde priman la atención y el esmero se refiere TSS en poemas, pongamos, metapoéticos como “La canción del zahorí” (“Pero no entre los brillos / de la facilidad”, ni “en el galope desmandado  / de las exhibiciones del oficio”, ni “en la luz frontal de los excesos”, pero sí “que su trato sea extraño”, “que su entrega / se dé entre música sin sombra”, “en las traseras azotadas del revés del idioma”) o “A toda costa” (“a eso que, para siempre, harás sitio / aun sin razón ni abecedario / suficiente. // Poesía”.
De lo menudo, diría Fermín Herrero, otro de su estirpe, se ocupa en “Utensilios”. “Valorar lo pequeño y lo inmediato es, seguramente, la mayor subversión que puede llevarse a cabo en este mundo tendente a la grandilocuencia y al rendimiento en todos los órdenes”, confesaba el poeta a Vicente Duque hace poco. En “Bastón” recuerda el de su padre. En “Exigua” se fija en “una grieta de la luz [que] / salta todavía sobre el aliento indeciso / de la noche”. En “Ventisca” deja paso al aforismo, a la súbita anotación: “Ventisca de palabras extraviadas que vuelan más allá de los moldes oscuros del pensamiento”. En “Viaje de invierno” defiende el frío (“al norte, al norte”, dice en oro poema) por lo mismo que en “Extenuación” se queja amargamente del calor: “Larga es la tarde y sus hirvientes itinerarios amarillos” (un versículo que evoca, a modo de homenaje, alguno de su maestro Gamoneda).
A la edad y sus indignidades destina poemas como “Desperfectos” (“criaturas entregadas al desgaste. // Eso somos. Tú, yo, todos. / Nada de permanencia”), “Comportamiento de los huesos” (“¿De qué avisan los huesos?”), “Los desentendimientos”, “Desvelado” y “Ante una ventana de febrero” (“Resistir. Ahora es resistir”, leemos, con la guerra de Ucrania al fondo).
“Poética de las inmediaciones” nos lleva “en busca de lo árido”, donde la ciudad termina y empieza el campo, lugares frecuentados por TSS en sus paseos, metáfora, en fin, de la vida y los seres. (Utensilios, bastones, fríos y calores, ventanas o extrarradios, no hace falta explicarlo, son metáforas o símbolos en manos de Sánchez Santiago, mucho más que meras realidades al uso.)
“Niño entero que miro” está escrito para su nieto Álex: “Tú que mejoras el mundo / solo porque estás vivo”. Tan cercano y conmovedor como el que dedica a su amigo Tomás Salvador (“te fuiste solo”).
Los “Cuatro poemas de 2020” son “Pandemia” (“vigilar / lo invisible, como los poetas”, “y ahora que el mundo es un lugar extraño”), “Canción de ánimo” (“aunque oigas solo, ahí, el jadeo asustado / que a todos nos retiene / en la espesura atroz de nuestros domicilios”), “Himno de los adverbios turbios” (“el fervor ciego de vivir”) y “Especie de plegaria” (tú ampárame, / al menos que seas tú, // poesía”).
Hermosísimos me han parecido “Sitios donde cabe tu corazón” (“en el ojo solar de los imperdibles”) y “El que menos sabe”, que da título al libro: “Soy el que menos sabe. Todos me adelantaban. Vivo de preguntar”. “Eso es lo mío. // Esperar…”. “Qué oficio extraño este”. “Te aplauden por llorar”, concluye. A la extrañeza, por cierto, remite casi todo en la poesía de TSS, la forma más humilde de la perplejidad o del asombro.
“Territorio” habla del suyo, como en “Fervor”. De las “conversaciones con la cercanía”, del “triste señorío triste / de los prestigios”. “Mi patria, la única patria / que me importa / tiene la escasa estatura de lo inadvertido / y cabe en el relámpago de los párpados”. "Allí, “lo que sabe vivir a solas / y sin ruido”. Como su poesía. Como él.
La juventud es rememorada en “A su debido tiempo”, cuando “nos venía a buscar la despreocupación”. “De aquel desorden de la dicha, ¿quién se acuerda ya?”.
La segunda parte del libro, “acotado del ojo”, se escribe con minúscula. Tal vez para subrayar la cercanía de unos versos dedicados a la obra de distintos artistas, destinatarios concretos, empezando por Giacometti. El resto, amigos o personas a las que conoce y cuyas obras le inspiran. Pintores, dibujantes, escultores de su ámbito geográfico castellano y leonés.
La última parte es muy especial: “Quieta casa ya”. “…madre…” pone el principio. La casa es la familiar y sobre ese regreso al lugar natal planea su muerte. Escrito en prosa poética y trazas de diario (va fechado, entre junio de 2019 y octubre de 2023), poco cabe comentar. Son poemas, digamos, intransitivos. Establecen un diálogo con ella (“Tú, que solo sabías estar en los asuntos sedosos de la suavidad”). Arma con ellos un relato acerca de lo que ocurre con los objetos, las fotografías (“En estas fotografías cabe la muerte”) y otros enseres a punto de perderse para siempre. A los que sólo puede salvar ya la palabra. Lo ha definido su autor como “un ejercicio de desposesión”. Allí, “el olor de las terminaciones”. “La palabra «nosotros» ya no alcanza a nombrarnos”. “Ella fregándose las manos con exageración contra el mandil y él con sus escasas palabras minuciosas”…
Para terminar, “Nana última”, con cita de Zagajewski (”ya soy / demasiado viejo para ser huérfano”): “No sabemos / lo que pueden los muertos hacer / con su quietud”. “Y no acabes de irte del todo nunca”. “Mientras por ahí queda flotando, /ea, ea, ea, /algo mal nombrado, algo indefinible, / parecido al sabor de la palabra madre”. Y otra cita, de su admirado Valente: “caer del aire, disolverse como / si nunca hubieras existido”.
“Los poemas de El que menos sabe merodean por los territorios limítrofes con lo olvidado, lo humilde y desatendido. Son las afueras de las consignas, de las frases hechas y lo estridente: es la vida de otro modo”, escribe José María Castrillón en la contracubierta, con un guiño añadido: las cinco últimas palabras forman el título que dio Ángel Campos Pámpano, íntimo amigo de TSS, a su poesía completa.
Cuando cerramos el libro, de una rara intensidad, por infrecuente, persiste la certeza de que  no hemos leído cualquier cosa. Y que Tomás Sánchez Santiago no es un poeta cualquiera.

El que menos sabe
Tomás Sánchez Santiago
Eolas, León, 2024. 152 páginas. 18,00 €

 NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.

12.6.24

Donde se olvida el olvido

Rivero Taravillo (1963) ha escrito un libro de tono grave, meditativo y elegíaco, ni solemne ni sentimentaloide, dividido en siete series, que induce al lector a pensar si el anuncio de que padece una grave enfermedad es aquí testimonial o premonitorio. “Carga y gravamen” sirve, al empezar, de paradigma. La melancolía se impone: “este hombre de hoy / sin porvenir”, “Esa agua estancada, eso soy yo”, “No hay nada en que no haya fracasado”, “Paseo mi cadáver”… En las múltiples evocaciones de la infancia (globos, témperas), en los recuerdos de sitios y viajes (Grecia, Irlanda, México, San Francisco…). “Qué extraño pegamento, la memoria”, escribe, y “El pasado es pegajoso”.
Mediante un ritmo peculiar elaborado a golpe de encabalgamiento (“Tal vez busquemos en el verso, / en su armonía y ritmo, / el ritmo y la armonía / que no hay en nosotros”), RT hace frente a la extrañeza de las cosas y se acerca, no sin ironía, a lo más humilde y cercano: una hormiga, el jabón, las patatas, una etiqueta, torres eléctricas con cigüeñas. Al desnudo, sin ambages: “Va siendo hora de hablar de mí”. Esto es, de la vida (“una inscripción grabada / sobre el vaho”) y la muerte: la de la gata Lolita, la propia, la de tantos. “Siempre encadenados a / la muerte”, “tanto crecer y para nada”, “tanto gasto de tiempo”, “¿Y no penden de un hilo nuestras vidas?”. “Formas de la destrucción” titula la cuarta parte del volumen, la más amarga.
Esta “labor lunática”, la poesía, sirve también para celebrar la existencia. En “El deseo”, por ejemplo, o cuando “un mirlo en el jardín / viste de fiesta”. “El hombre más curtido se estremece / ante una flor que abre y lo interpela”. De palabras, sí, “el prolijo escudo de armas / del escritor”.

Antonio Rivero Taravillo
Pre-Textos, Valencia, 2023. 154 páginas. 22,00 €
 
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

El pasmo de estar aquí

Como explica en su lúcido prólogo Jordi Doce, a los diecisiete poemas que el poeta venezolano (Barquisimeto, 1930) destinó en Gestiones al diálogo poético con su maestro Rilke se suman cuarenta y tres inéditos, los que componen este libro inesperado, siquiera sea por la avanzada edad de su autor. Precisamente desde Gestiones, el poeta viene realizando “un viaje hacia el despojamiento verbal y cierta ligereza”, anota pertinentemente Doce. De ello es buena prueba este, menudo pero sustancial, de iluminaciones y no de deslumbramientos, donde Cadenas muestra y no demuestra, a través de poemas muy breves y sin título, propios de su “decir exiguo. “Pocas veces en nuestro idioma la palabra se presenta tan desnuda, tan inerme y vulnerable”.
Admira del praguense su lentitud, “poeta de la espera, de la infinita paciencia”.
No estamos aquí ante el Rilke “extraño”, “desterrado” y “solitario” de Gestiones, sino ante el dotado para “dar a las cosas su vida, su realidad más íntima”. Al leerlo, Cadenas se lee a sí mismo.
“Ibas / hacia donde no llega / ningún camino”, comienza. Y sigue: “Iniciabas / socavando / certidumbres”. “Aprendo a ver, repetías”, lo que coincide con la visión de este poeta de la mirada: “Les hablaste a los hombres para que se mirasen”.
“Todo era / un desaprender /en pos de la totalidad”, leemos. Y: “Enseñas sosiego”. Cree que su infancia “se volvió hondura”. “Dijiste / para mostrar el pasmo / de estar aquí”, sentencia. En “el ahora / eterno”.
Se fija Cadenas en su errancia, “de país en país”, y en su no pertenencia.
En la sección II, la nuclear, “El viajero andaba”, “Llegué a ti tarde” y “Pasé a tu lado”, tres poemas hermosísimos.
“Tu obra: un leve llevar de la mano / a donde ser sin más y vivir se conciertan”, concluye.

Rafael Cadenas
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2024. 80 páginas. 11 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL

 

Tan sin vida

Llamero (Salamanca, 1984) se dio a conocer con Autobús de Fermoselle, premio Hiperión. Los inútiles inauguró la colección Isla Elefante y este inicia otra dentro del mismo sello: Endurance (Resistencia), como el rompehielos de Shackleton. Podría decirse que ella también lleva a cabo su particular expedición al Polo Sur, y tampoco termina bien. Su viaje, la enfermedad y muerte de su padre (“Todo fue y será siempre para ti, papá”), tema único del volumen, el más extenso de los suyos, aunque lo que prime aquí, por encima de otra cosa, sea el inmenso amor de una hija por su progenitor: “toda tu ternura por herencia”. “La armonía del afecto”. “La vida emocionada”. “Quién me podrá amar como tú hiciste”.
Para abordar esa pérdida opta por un tono directo y testimonial, dialogado y casi prosaico, adherido a la realidad y sus penosas circunstancias. Literatura, la justa. Si de metáforas hablamos, “la bestia” (el cáncer), “el verdugo”, “la noche”, “la sombra”…
Desde el descubrimiento del mal hasta los episodios posteriores al deceso, la hija anota minuciosamente cuanto ocurre, sí, pero, más allá, lo que pasa por su cabeza ante “la tempestad” que crece. “La vida / con toda su muerte”. En la “terrible soledad”, en el “callar severo”, porque “el verbo es siempre de los vivos”. Y el sentir, “incomprensible”. Estar, “un exiguo fulgor”. “Ahí va mi padre, / tan sin vida”.
Al lado de los cuidados (“papá, niño mío”), los recuerdos. Sonidos, olores, lecturas. “La felicidad de entonces”. La luz de los veranos. “Estoy siendo tu memoria”. En un poema toma él la palabra: dicta su testamento.
“Te parecerá que son poemas / pero es nada más que un llanto / que no acaba”, escribe. Y, ya en el epílogo, “solo la belleza y el amor nos salvan de lo irremediable”.
 
Maribel Andrés Llamero
Isla Elefante, Palma, 2024. 170 páginas. 15,00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

2.6.24

Escrito queda

Jesús Munárriz
Huerga & Fierro, Madrid, 2023. 98 páginas. 12 €
 
Álex Susanna pedía tranquilidad a los que escriben mucho. “Los poetas que más nos gustan, ¿por cuántos poemas nos gustan?”. Más de veinte libros lleva publicados Munárriz (San Sebastián, 1940). En los últimos cinco años ha dado tres nuevos a la imprenta pero sus lectores no se cansan. Porque no es cuestión de cantidad ni de años, sino de que transfieran su sabia necesidad, como hacen estos.
La ironía, marca de la casa, está ya presentes en el título. Y lo común, a través de una polisémica frase hecha. Con los poetas, “gente rara”, empieza. “Si cuenta el qué, cuenta otro tanto el cómo”. Con su oficio, sabe de qué habla. Su finísimo oído canta. “Sólo lo bien medido y calibrado, / si es cierto y justo y ágil y preciso, / fija y transmite a veces la belleza”.
La muerte (“Visitas”, “Nocturno”, “Chequeo”) sobrevuela, pero sin angustias: “Terminaremos todos como todo termina: / sin más, aniquilados”. “Cada día su afán, / sus defunciones”. Para conjurar a “la pelona”, el humor siempre al quite: “Estoy divinamente, / aun siendo ateo”. Léase “Cacao”.
Ni falta lo moral (“Lo que de verdad cuenta se revela en la acción, / que ordena el pensamiento e impulsa la emoción”) y lo político: la Guerra Civil (“Vuelve el 36”), las fosas comunes, el neoliberalismo. “Respetémosle”, pide para el suicida. “La vida rara vez es justa”.
Los poemas de la sección “Materiales” (“Piedra”, “Aguas”, “Ríos”, etc.) demuestran la versatilidad de Munárriz, su capacidad para cambiar el paso. Su poesía es todo menos aburrida. Así, en “Erratas”, que tanto recuerda al letrista de canciones que fue.
“Yo sólo sé escribir de lo que pasa”, afirma, y que ningún crítico nunca le dejó tan contento como cuando un niño en Bogota le dijo: “Tus poemas son chéveres, poeta”. 

NOTA: esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

29.5.24

Cuanto sé de mí

Bajo el significativo título de Acto de presencia, Carlos Alcorta (Torrelavega, 1959), gestor cultural, crítico literario y por encima de todo poeta, reúne «en orden cronológico, toda mi poesía publicada si exceptuamos los poemas incluidos en libros colectivos y los poemas de circunstancias –algunos felizmente inencontrables–  escritos a lo largo de casi cuarenta años de dedicación a la poesía». Entre ellos, Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Ahora es la noche (2015), Tiempo vivo (2019), Aflicción y equilibrio (2020) y Fotosíntesis (2020).
Sí, deja fuera poca cosa (haikus y fragmentos de diarios) e incorpora un libro inédito y valioso: Los demonios del mediodía, que fecha en 1997. Reconoce que no puede leer un poema suyo «sin sentir la necesidad de corregirlo», por lo que el curioso podrá entretenerse comparando las variaciones entre las versiones originales y estas, algo que al lector común no debería interesarle demasiado. A uno, nada. Por razones de edad, somos rigurosamente coetáneos, he venido leyendo las sucesivas entregas de Alcorta a medida que se han ido publicando, lo que no obsta para que entienda esta compilación como un libro nuevo y distinto, una suerte de milagro que sólo la relectura de poesía permite. Un libro, por cierto, muy bien editado por la gijonesa Trea.
En vez de invitar a un especialista a redactar un prólogo para la ocasión (se me ocurre mentar a Luis Alberto Salcines, que tan bien conoce la poesía cántabra en general y la de nuestro autor en particular), Alcorta opta por poner al frente de sus poemas una poética escrita por él mismo que se limita a nombrar como «Nota preliminar».
Para curarse en salud, cita a Hans Magnus Enzensberger: «Un texto poético no es más que lo que es. Por eso es inteligible por sí mismo o no lo es. Cualquier aclaración desde fuera, aunque sea del poeta mismo, es inútil y hasta enojosa. El poeta que comenta su obra está dándose su propio juicio, reconvirtiendo a otro lenguaje el poema que era ya lenguaje poético». No era necesario traer a colación al alemán. Su texto tiene la lucidez suficiente y el lector puede confiar en que lo que allí se razona es veraz.
Resulta interesante, como indica, «establecer las conexiones entre el poeta de ayer y el poeta de hoy». Por eso ha mantenido los primeros libros publicados, «pese a que, como justifiqué en su momento, mantenga con ellos serios re­paros». El caso es que «sin esos poemas de aprendizaje, evidentemente inmaduros (…) probablemente no hubiera escrito los poemas posterio­res». A esta afirmación le sigue una sugestiva argumentación en torno a la denominada «poesía del silencio», «una retórica gastada», dice; para él, un «callejón sin salida». «Sentía que me estaba vaciando como poeta, que no podía expresarme plenamente», sostiene. Entonces, «se apoderó de mí la urgente necesidad de explorar otros caminos para reflejar con mayor fidelidad mi experiencia como un ser humano incapaz de vivir la vida con plenitud, incapaz de solventar los problemas inherentes a toda existencia, incapaz de ponerle fin al dolor, lo que se trasmutó poéticamente en un ininterrumpido examen de conciencia (…) más o menos enmascarado y sujeto a las fobias y filias de la memoria». En nuestro ámbito, adicto a las simplificaciones, la crítica diría que cambió la poesía del silencio por la de la experiencia, corriente preponderante en la Generación de los 80, la suya, a pesar de que nunca haya sido incluido en su nómina canónica. Pero no, esa simplificación no basta. Su apuesta fue bastante más seria y tuvo más importancia que ese supuesto cambio de rótulos ochenteros.
Reconoce Alcorta que «si algo no ha variado (…) ha sido mi cons­tante preocupación por el lenguaje». También la base autobiográfica. O su gusto por lo metapoético. Opta, en suma, por una poesía «más descriptiva que lírica», «de carácter confesional», apegada a la realidad, aunque esta participe tanto de lo vivido como de lo imaginado. Porque, según él, todo «poema es un artificio» y el personaje que lo protagoniza un ser de ficción. Son reveladores los párrafos que dedica a interpretar lo biográfico en relación con lo que el poeta acaba transmitiendo en el poema, que es y que no es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Nunca, subraya, estamos ante un «acta notarial». «Porque quien escribe no es otra cosa / que un tahúr, un prestidigitador». Está bien traída la cita de Von Rezzori que abre Compás de espera: «Siempre he sido –y sigo siendo– proclive a fingir, de cara a mí mismo y a los demás, sentimientos que en realidad sólo experimento n grado muy reducido».
Entre fondo y forma, «la idea debe prevalecer», puntualiza. Sin olvidar «el dominio técnico», que diría Salinas, prefiere «transmitir la emoción». De ahí que elija el tono conversacional, tan propio de la poesía que más le interesa: la anglosajona. Con una debilidad por su vertiente americana: la de Robert Lowell, pongo por caso. Los numerosos epígrafes que encabezan libros y poemas dan buena cuenta tanto de su capacidad lectora como de sus filiaciones poéticas. Se declara «afín a la poética realista».
«El yo del poema es un reflejo del autor, su historia personal sustenta el arma­zón del poema, pero necesita para completar su significado la complicidad del lector». Al fin y al cabo, «la intención del poeta es convertir una experiencia personal en colectiva». Para facilitar ese acercamiento, no duda en usar la cortesía orteguiana de la claridad, no en vano reconoce que utiliza una «especie de equilibrio narrativo, no muy lejano a la prosa». Puede que en detrimento del misterio. También del hermetismo gratuito, de la «oscuridad semántica», diría Eliot. Con la firme determinación, eso sí, de exigir al lenguaje su «máxima precisión». El poema entendido como «ejercicio de conocimiento».
Al final de su enjundioso texto, hace suyas las palabras de otra norteamericana, Marianne Moore: «Puesto que en todo lo que he escrito hay versos cuyo interés principal lo he tomado prestado, y aún no he logrado pasar de este método híbrido de composición, creo que los agradecimientos son un gesto de honestidad».
Tras el parapeto teórico, el lector se enfrenta a los poemas, que es lo que aquí más importa. Llega el momento de confrontar ideas y realidades. Poética y poesía. La prueba del algodón lírico. Desde el comienzo se aprecia que la recién mencionada «honestidad» está en el adn de Alcorta. No ha mentido. A la sequedad y la elipsis de sus primeros libros (un par), con influencias de «Octavio Paz, Valente o Celan» (léase «Cuerpo a cuerpo», que evidencia la lectura del mexicano), le siguen muchos más, en torno a la decena, donde se impone esa poética figurativa a que hemos hecho alusión a través de sus propias palabras.
La reunión de todos ellos, salvo las excepciones consignadas, conforman a mi parecer un libro único, siquiera dividido en partes. No niego que, a medida que avanzaba, tenía la sensación de que la poesía de Alcorta se fortalecía, algo que se aprecia bien en sus últimas entregas; según creo, las más logradas.
A lo largo del tiempo (y de esas páginas), el tono diarístico, de anotaciones a pie de día; el meritorio uso del encabalgamiento, que tanto refuerza su personal forma de decir; la presencia de lo amoroso, eje cardinal de esta poesía, amor y desamor mezclados, con Marta al fondo; las metáforas marinas, naturales en alguien que siempre ha vivido en la costa; lo meditativo y su discurso, de estirpe cernudiana; la memoria, que por eso escribe: para que no fenezcan los recuerdos; la amistad y los amigos, evidente a tenor de las numerosas dedicatorias, entre las que no faltan los nombres de dos inseparables compañeros de aventuras literarias y vitales: los poetas Rafael Fombellida y Lorenzo Oliván; el fracaso, el dolor, la culpa, el alcohol: «Mi fuerte de problemas soy yo mismo»; la muerte, que protagoniza, por ejemplo, uno de sus libros más genuinos: Aflicción y equilibrio (2020), escrito con motivo del fallecimiento de su padre; la propia escritura, que «es la trampa. Yo el señuelo»; la mirada, tan importante: «Quien aprende a mirar, aprende a ser»; los lugares: «La Camargue», «Punta Uía», Parma, «Monte Dobra», «Burial Hill», «Sounion», Lisboa, etc.; los aforismos que se cuelan en forma de verso: «Escribir es solo / una forma de cobardía», «Esperar es creer en el futuro»; la naturaleza, en especial el clima, con constantes llamadas al momento del día en que se está o a los cambios de la luz que iluminan el mundo; la preocupación por el paso del tiempo, ya patente en su primerizo «28 años y un día»; la identidad, las «cuestiones personales», como el título de su poema, ese viaje interior a sí mismo («¡Qué poco sé de mí!») del que da cuenta en «Confesión», «Estado de ánimo», «Examen de conciencia» o «Formas de vida»: «Ten paciencia. Resiste», porque, aunque «detesto las confidencias, dice con Chatwin, «creo que un hombre es la suma de sus cosas»; la tristeza: «De mis padres heredé esta afición / secreta a la melancolía y cierta / propensión –al parecer, injustificada– al victimismo que tantos dolores / de cabeza me causa»; la soledad («Estoy hablando de cómo un hombre solo / se ve a sí mismo solo como un hombre») y el silencio («esta patria»); y, por fin, la vitalidad, a pesar de todos los pesares, una actitud que resume bien este verso: «Vivir , no pensar, vivir únicamente».
He hablado de la identidad y muy significativos son, en ese sentido, los poemas que se agrupan (algunos son monólogos dramáticos), a modo de espejo, en la sección «Conversaciones privadas» de su libro Corriente subterránea: Paz, Machado, Steichen, Torga, Pushkin, Cernuda…
En lo relativo a la preocupación metapoética y al «arduo ejercicio de la escritura», destaco para terminar algunos versos paradójicos: «Escribir es solo / una forma de cobardía», y «Sí, la escritura es la mejor defensa». En otro sitio leemos: «Hice, para engañarme, para encontrar sentido / al desorden, de la literatura / razón de mi existencia desde la época / escolar (…) / sin saber que se escribe / a la desesperada, Tratando de olvidar / la vida que se vive, huyendo de una muerte…». No veo mejor manera de concluir esta reseña que tal vez anime al lector a acercarse a la poesía de Carlos Alcorta; un poeta, como diría Jane Hirshfield, verdadero.


Poesía reunida, 1986–2020
Carlos Alcorta
Trea, Gijón, 2023. 668 páginas. 25, 00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 37 de la revista NAYAGUA, página 256.