Ahora que me doy cuenta, no pudo estar más acertado Álvaro Valverde cuando, para dar título a la antología que publicó hace unos años en La Isla de Siltolá, eligió el de Un centro fugitivo, pues si pensamos en lo que acaba siendo una obra poética ‒la que, llegado el momento (se entiende que cuando ha alcanzado ya una extensión suficiente o significativa), alguien decide antologar‒, su núcleo estaría formado por un puñado de asuntos que ocupan o preocupan al autor y en el que, a base de darles vueltas, de ‒podríamos decir‒ centrifugarlos, se acaban viendo envueltos otros temas en principio menores o secundarios que poco a poco van dando cuerpo al conjunto dotándolo de espesor, de volumen, de complejidad, convirtiendo esa obra en algo parecido a lo que en Filosofía llaman un sistema, una visión completa pero no me atrevería a decir que coherente ‒pues entiendo que no es ese el propósito de la poesía‒ sobre el mundo. Llega entonces, como señalaba, el momento de escoger, de antologar, y supongo que al hacerlo cabe optar por, al menos, dos criterios, el del florilegio, el de lo selecto, el de escoger lo que se considera más acabado y perfecto dentro de la producción del poeta, o el temático, ya sea en torno a lo accidental ‒poemas de amor, de naturaleza, etc.‒ o a lo esencial, lo que se considera que está en el origen, como una suerte de primer motor, de toda esa labor literaria.
Pues bien, esta última posibilidad es la que explora Meditaciones del lugar, la antología de la obra de Álvaro Valverde llevada a cabo por José Muñoz Millanes y publicada recientemente por la editorial Pre-Textos, que articula el recorrido por su poesía en torno a dos nociones que se encuentran ya en el propio título, la de lugar y la de meditación, dos nociones, como Muñoz Millanes señala en prólogo, tan ligadas entre sí como en ese sintagma, en la medida en que, como afirma refiriéndose a autores tan relevantes como Valente, Unamuno o T. S. Eliot, “la composición de un lugar (…) suscita la meditación, una reflexión encaminada a dar sentido a la experiencia”, algo que estaría en el núcleo esencial de la obra del poeta placentino. La idea me parece, desde luego, acertada, pues para corroborarlo solo hay que acordarse de alguno de esos poemas suyos tan frecuentes ‒y podría señalar como ejemplo uno de mis favoritos, “Estela”, de Ensayando Círculos‒ en los que, a lo largo de un paseo (otro motivo frecuente y fundamental en su poesía), la voz se enfrenta a un jardín, a un árbol o a una casa abandonada que suscitan la duda o la reflexión y la llevan a indagar, en último extremo, en el misterio de las cosas.
Esos lugares a los que el autor a menudo se enfrenta son, principalmente, el jardín, el patio o la ciudad amurallada, lugares pequeños y cerrados que, paradójicamente, acaban por envolver toda la realidad entero en un ir y venir no menos paradójico que hace que, cuando el poeta se abre y sale al mundo ‒y estoy pensando en algunos poemas del libro Desde fuera ambientados en ciudades distintas de la propia, pero también, por ejemplo, en el libro Más allá, Tánger en su conjunto‒, la sensación que uno tiene es la de que se acaba fijando en lo que tiene de reducto, de patio, de jardín, de ‒utilizando el título de otro de sus libros‒cuarto del siroco, de lugar donde buscar refugio, no sólo (aunque también) porque el propio mundo es a menudo un lugar inhóspito y desapacible, pura intemperie, sino porque el poeta necesita ‒y vamos con el segundo elemento o noción en torno a la que se articula la antología‒ un espacio para la meditación, para reflexionar, a fin de cuentas, sobre los grandes temas en torno a los que suele girar la poesía, en su caso concreto y sobre todo, la pérdida, el paso del tiempo, lo que somos, lo que fuimos o la huella que dejaremos tras nuestro inestable y precario paso por la vida, todo ello marcado por un aire de melancolía que muchos reconocerán como marca de la casa y que yo diría que es lógico y necesario, porque reflexión y melancolía tienden a ir de la mano aunque sólo sea por una razón práctica, que los alegres, los enérgicos o los optimistas prefieren dedicarse a otros menesteres más felices.
Por esos derroteros discurre, en definitiva, Meditaciones del lugar, un libro en el que no está, claro, todo Álvaro, ni tampoco todos los álvaros (y me estoy acordando, por poner un ejemplo, de un tipo de poemas suyos relativamente frecuentes y que me gustan mucho en los que encarna la voz de un personaje, normalmente histórico, normalmente un escritor o un artista, para descubrirnos, a través de esa voz ajena, una visión del mundo que también es la suya), pero la sensación que uno tiene al leerlo (y es un placer leerlo, no sólo por el contenido, sino también porque los libros de la colección “La Cruz del Sur” son toda una delicia) es la de haber recorrido todo Álvaro Valverde y la de comprender mejor el todo atendiendo sólo a esa parte, la que Muñoz Millanes selecciona siguiendo las pistas del espacio y la meditación. Si acaso, por ponerle al volumen una pega menor, echo de menos que, habiéndose publicado en 2024, no haya incluido también algunos poemas del último libro del autor, Sobre el azar del mapa, de 2023, en el que tan presente están también las nociones de lugar y meditación, tanto en el “Cuaderno de Sofía” como en el “Cuaderno suizo”, buena muestra de esa curiosa jugada de ajedrez del poeta con la que, en lugar de enrocarse en su territorio, el que fundó ya en sus primeros poemarios, lo ha ido desplegando cada vez más, ampliando jugada a jugada la posición de sus piezas en el tablero, para seguir afirmando una verdad, su verdad poética, cada vez más sólida y más grande.
Meditaciones del lugar
Antología poética (1989-2018)
Álvaro Valverde
Editorial Pre-Textos
NOTA: Esta reseña se ha publicado en PlanVe.