31.1.20

Felipe Núñez y Gabriel y Galán


La fotografía de Miguel Ángel Lama (hecha a petición mía, gracias) está tomada de las obras completas de Galán que ha publicado Delirio bajo el título Gabriel y Galán. Poesía. El epílogo es de Fernando Rodríguez de la Flor. 
Me ha sorprendido que una editorial tan exigente, exquisita y vanguardista, digamos, en el sentido más laxo del término, se haya atrevido con semejante proyecto. Es verdad que al poeta popular extremeño por excelencia (nacido, paradójicamente, en Frades de la Sierra, provincia de Salamanca) se le sigue leyendo y, sobre todo, recitando tanto en las tierras castellanas como en las nuestras. (Aquí en Plasencia, con motivo del 150 aniversario de su nacimiento, se preparan grandes fastos.) Por eso me ha extrañado más este breve texto de mi paisano Felipe Núñez (al que cabe aplicar los mismos términos que más arriba he asignado a la casa editora de Fabio de la Flor) en defensa del autor de "Lo inagotable" y que, por eso, divulgo (con el tácito permiso del escritor placentino y del editor). Lo ha titulado (muy a lo Núñez) "Necio prejuicio y soberbia urbanita". Uno, que conste, lo suscribe. Y hasta se alegra por este gesto galaniano, lleno de jeito, de nuestro airado y siempre joven poeta. Genio y figura. 

30.1.20

Dos triestinos: Giotti y Saba

Hilario Barrero publica en sus Cuadernos de Humo, con el número veintiocho, una verdadera delicia poética. Se trata de Dos poetas triestinos: Giotti y Saba. Los poemas, seleccionados y traducidos por otro neoyorquino de residencia, José Muñoz Millanes, dan fe de lo que el ensayista explica, y con qué lucidez, en su breve introducción, que empieza: "Las fechas y una ciudad, Trieste, aproximaron a los poetas Umberto Saba (1883-1957) y Virgilio Giotti (1885-1957). Además, ellos y sus respectivas familias se relacionaron (Giotti sintió un amor platónico por la mujer de Saba, Lina, que le inspiró un par de poemas) y los dos se comentaban sus escritos antes de publicarlos". Más adelante escribe que su poesía "se caracteriza por una modestia que puede llegar a confundirse con provincianismo y falta de ambición estética. Pero, por el contrario, en esta modestia estriba su intensidad, que surge al sentir la grandeza de la vida en lo mínimo: en los detalles cotidianos, en los matices de los cambios del tiempo y de las estaciones, en los instantes pasados en el hogar junto a las personas queridas o en los lugares habituales de la ciudad y sus personajes humildes". Y añade que su poesía "es delicada porque en ella lo excepcional se da en la sencillez, en la normalidad de los días y los lugares: en una ondulación dichosa de la realidad: “Todo se mueve alegremente, como si / todo estuviera contento de existir” (Saba)".
Precisa Millanes que ambos "constituyen una anomalía en la literatura italiana del siglo XX. Poetas de la sencillez, los ensalzó Montale, el poeta por excelencia de la complejidad. Poetas de la felicidad doméstica y de la normalidad amenazadas, fueron defendidos de la acusación de anacronismo por Pasolini, el enemigo implacable del orden burgués: 'El anacrónico, el marginal Saba es el más efectivo de todos nuestros poetas. Precisamente por su incapacidad natural para adaptarse ha terminado siendo quizá el poeta más típico, si no el más representativo, de este período literario'". Por último, y a propósito de la mencionada "sencillez" "que "a simple vista puede parecer conservadora", destaca que "la crítica ha puesto de relieve que se trata, en cambio, de un sofisticado minimalismo: de una difícil sencillez cultivada, producto de una depuración".
Poemas de Giotti, como "Otra vez", "La cortina" u "Otoño", o de Saba, como "La tarde", "Lugar amado", "Árboles", "Últimos versos a Lina", "Fedra" o "Momento", son elocuente verdad de su excelencia. Elijo, con todo, uno de Saba que tiene ahora para mí el don de la oportunidad. 

Los amigos muertos

Los amigos muertos reviven en ti,
y las muertas estaciones. Que tú existas
es un prodigio; pero aún otro lo excede:
que en ti yo recobre un tiempo mío que fue.

Un país recorro que ya
no existía, remotísimo, sepultado
por mi voluntad de vida. Es éste
el bien o el mal, no lo sé, que me has hecho.

27.1.20

Antonio Franco

Mucho más que unas pocas palabras torpes y apresuradas, como las mías de ayer en Facebook, se merece Antonio Franco en el momento de su muerte. Permitidme que se las dedique. No estoy más sereno que hace veinticuatro horas, cuando los mensajes cómplices y al unísono de los hermanos Sáez y de María José Hernández me avisaron de la que, aun anunciada, ha sido una muerte prematura y sorpresiva: a traición. 
La enfermedad de Antonio, entrevista por Jordi Doce y por mí, a través de unas cartas cruzadas con Granada, nuestro enlace, digamos, en la Fundación Ortega Muñoz, nos hacía presagiar hace semanas lo peor. Cuando ella volvió a aludir de pasada a ello hace poco, pregunté con indirectas a Antonio (él era de hablar por teléfono y yo de escribir cartinas) y su lacónica respuesta me hizo temer que la cosa no iba bien, lo que me confirmaron los amigos citados más arriba, a quienes acudí preocupado. 
Los recuerdos, cuando sucede algo así, se agolpan. De entre ellos, ayer, al entrar en Badajoz a media tarde por donde solía, con el sol dorando el mágico perfil de la Alcazaba y toda esa línea de cielo que nunca me he cansado de mirar, la que justifica en buena parte esa belleza que suele robársele a esa ciudad fronteriza, de entre esos recuerdos, decía, rescato uno especial: los dos en el espléndido balcón de su casa (un piso muy alto, cerca del hotel Zurbarán) viendo atardecer. La vista era aérea. El Guadiana a nuestros pies. A lo lejos, Portugal, un país que adoraba. Un país que une (me niego a hablar en pasado) a cuantos, como él, iniciaron a principios de los ochenta del siglo pasado una lusa y tranquila revolución silenciosa e ilustrada, basada en hechos, a favor de la absolución cultural de esta tierra tan querida como irredenta. Él fue de los que se quedó. Sus logros, aunque no sólo, están centrados en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC). Esa fue, esa es, su gran obra. La de un hombre deliberadamente ágrafo que conocía bien el arte y que tenía, lo más importante, criterio. De base universal, sin anteojeras. Ni terruñero ni paleto, lo que nunca le perdonaron algunos paisanos. Los del "patatal", como él decía; con representación en todos los rincones de Extremadura. Actualísimo: un adelantado de las instalaciones, la poesía visual o el vídeoarte, así como de todas las manifestaciones artísticas (de orden conceptual) que llegaron a  través de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y de Internet. Será difícil que alguien sea capaz de hacerse cargo de esa herencia: el museo era él. 25 años le contemplan. De su defensa numantina habría mucho que decir. De cómo consiguió sostenerlo sin apenas presupuesto y con escasos apoyos institucionales y políticos. 
Y al lado de la museística, otra labor fundamental de Antonio. Junto a Clemente Lapuerta, fue el alma de la Fundación Ortega Muñoz, con sede en el MEIAC, cuyos fondos alberga. No se le escaparon, como los de su admirado Barjola, ahora en Gijón, al que está dedicada una muestra en el museo (hasta el 29 de marzo). 
Tampoco podemos obviar su defensa de la fotografía. De la de autor y de la escondida en los archivos personales y familiares. O del land art
Destacaba en las redes Jordi Doce su defensa del arte y no olvidaba mencionar la poesía, "aunque no se sepa tanto". Nosotros sí. Porque gracias a él existe la colección Voces sin tiempo, que ambos dirigimos. Y la revista Suroeste también cuenta con el apoyo de la Fundación. (Antonio Sáez, su director, me contaba que estuvo hablando con él del último número el viernes en su casa y que su hijo llamó al día siguiente para pedirle un par de ejemplares.) No es casualidad que desde hace muchos años las lecturas del Aula de Poesía "Díez Canedo" tengan lugar en una sala del museo. Ni que, por poner un ejemplo, la presentación del número extraordinario de la revista Turia dedicado a Luis Landero se celebrará allí. 
De su amor por la literatura (algunas exposiciones del MEIAC así lo atestiguan) dice mucho que una vez pusiera en mis manos los originales de los poemas de Timoteo Pérez Rubio, el marido extremeño de Rosa Chacel, responsable, ya se sabe, de la evacuación de las obras del Museo del Prado durante la Guerra Civil. Le aconsejé, no sin antes disfrutar de esa bonita primicia, que la edición (aún pendiente) de ese legado era labor de filólogos y le insté a que contara con nuestros buenos amigos Lama y Bernal. 
Camino del tanatorio, donde coincidimos con Isabel Pérez y Luis Sáez, donde dimos el pésame a uno de los hermanos de Antonio y a su hijo, pasamos por la puerta del restaurante Azcona (qué buenos momentos). A la vuelta, supongo que en El Vivero, acabamos una día Fernando Pérez, él y yo para comer un arroz. Ellos eran íntimos desde los tiempos estudiantiles de Sevilla (donde coincidieron con Paco Muñoz, el consejero de Cultura que nos reunió en su equipo a los tres y a quien no me he atrevido a llamar). Fernando ya no estaba bien. Con todo, aquella comida fue memorable, como lo era siempre compartir conversación con dos de las personas más clarividentes con las que uno ha tenido la suerte de tratar, sobre todo en lo que respecta a la situación de Extremadura y a los pasos que habría que dar para lograr, ya decía, su definitiva salida del atraso cultural y educativo, que era y es lo mismo. Si se emparejaba que participaran en la charla Ángel Campos o Julián Rodríguez... Y ya ninguno está. Una constatación que me llena de amargura y de espanto. 
No haría falta añadir que, a pesar de lo que acabo de afirmar, ninguno fue reconocido con medallas ni academias, algo que confirma, triste evidencia, que la mediocridad y la injusticia, no nos ha abandonado ni, me temo, nos abandonarán nunca. Que los de Argamasilla, queridos amigos muertos, campan, como siempre, a sus anchas. Así nos va. 
En lo que a Plasencia respecta, fue jurado del Salón de Otoño y apoyó las reivindicaciones de la asociación Trazos del Salón para que sus fondos viniesen a esta ciudad. Participó incluso en una mesa redonda a ese propósito. Como me decía ayer Santiago Antón, fue un amigo. 
Queda ahora recordar, sí. Quedarse de verdad con lo que importa. Como aquel día en Las Mestas, pongo por caso, con Buñuel y Las Hurdes como argumento. O en las sesiones deliberatorias de los Premios "Extremadura a la Creación", donde Antonio hizo una labor tan importante. En el castillo de Alburquerque, en los saros culturales (con una copa en la mano) o en los entierros, como en el de Fernando en Santa Marta (uno de sus pueblos, junto a Torre de Miguel Sesmero, donde casualmente nació en 1955). La última vez que estuve con él fue en el velatorio de Julián, en Cáceres. 
Sigo viéndolo con su media sonrisa (entre tímida y melancólica), con el bigote que tenía cuando le conocí hace treinta años (y que nunca fui capaz de quitarle), con su camisa oxford azul celeste, su americana oscura y su abrigo negro (casi nunca le vi vestido de otra forma, pocas con corbata). Elegante, sin duda. Por fuera y por dentro. Educado y cariñoso. Frágil en su resistencia. Buena gente. Un amigo de verdad. 
Lo más importante será seguir su senda. A pesar de los pesares. La que siguieron los ya citados maestros (al menos para mí) y otros que, por suerte, siguen aquí, dispuestos a mantener viva esa preciosa pero delicada llama. La que conduce a la consecución de un arte riguroso que va de lo local a lo universal, ni regionalista ni ensimismado; abierto, como él quiso, a América y Portugal; con un pie en la tradición y otro en la vanguardia. 
Termino. He estado corrigiendo estos meses de atrás el que será mi primer libro de diarios. Menudea entre esas páginas. Al lado de otros amigos queridos que se fueron por desgracia para siempre. Con uno de ellos se cierran, precisamente, esas notas. Lo que no me podía imaginar es que a esa larga lista de pérdidas tendría que añadir, antes de que Porque olvido viera la luz, el nombre de Antonio Franco. Quería que lo leyera. No es justo. 

Nota: La fotografía es del diario Hoy.

25.1.20

EL VIAJE INVERSO

Este es el epílogo de la antología DIÁSPORA: POETAS EXTREMEÑOS EN EL «EXILIO» (1955-1993), editada por Víctor Peña Dacosta y publicada en Ediciones Liliputienses.


En su reciente discurso de ingreso en la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes, el periodista José Julián Barriga Bravo afirmaba: “esta es la primera y principal lacra, el más importante baldón de nuestra historia. La emigración constante del talento es la causa y razón del retraso de Extremadura. Cuando actualmente lamentamos la pérdida que para el patrimonio biológico de Extremadura supone la emigración de los jóvenes, en cuya formación la sociedad no escatimó ni tiempo ni recursos, no ocurre nada diferente a lo que sucedió, desde los tiempos más remotos, con el éxodo de las élites intelectuales extremeñas. La emigración del talento es como si fuera una maldición que ha acompañado a esta tierra a lo largo de la historia”. 
Antes había dicho que Extremadura vivió “a lo largo de su historia tres momentos de esplendor: los tiempos de Augusta Emérita, el siglo de Oro y de los Conquistadores, y el empuje intelectual del siglo XIX”. Cita, en fin, una consideración del profesor Ricardo Senabre, que constataba la constante “emigración de inteligencias que fructificaron fuera”: “Si Extremadura no acierta a imprimir un giro de ciento ochenta grados a sus comportamientos culturales pretéritos –hechos también de paro y de emigración– sucederá algo cuya probabilidad teórica suelen negar los historiadores: que la historia... volverá implacablemente, inexorablemente, a repetirse”. 
Las “cavilaciones” del de Garrovillas, que también afectan a los pobres poetas (en tanto que sujetos culturales), “terminan en el momento de la creación de la Universidad de Extremadura, en 1973”, y concluye que “Extremadura continúa expulsando talento fuera de sus fronteras”. Puede que esto vuelva a ser ahora así, aunque con posterioridad al periodo histórico analizado las cosas sucedieron de otra manera. Hasta que, como expliqué en un reciente artículo del diario HOY, la cosa se volvió a “joder” (con perdón), por evocar a Zavalita en la celebrada novela de Vargas Llosa Conversación en La Catedral
Tal vez fue un espejismo, pero lo cierto es que con el impulso de esa universidad dividida en campus provinciales, a principio de los ochenta, los de la aprobación del Estatuto de Autonomía y los albores de la democracia, un puñado de escritores y artistas decidieron quedarse a vivir en su tierra y durante unos años, pocos, lograron ese giro radical a que aludía el crítico y catedrático. Ya me he referido otras veces a ese momento (cuando nos pusimos, por fin, en la hora de España) y este no es el sitio para entrar de nuevo en detalles. El caso es que uno pertenece a esa generación no inclinada al éxodo, propensión que había abocado a esta región pobre y periférica al atraso cultural y a una secular incuria. 
No hace falta nombrar a los que hicieron posible esa alternancia de ciclo porque están en la mente de la mayor parte de los presuntos lectores de esta antología y a algunos de ellos ya los menciona Víctor Peña Dacosta en su prólogo. 
En el pequeño patio literario extremeño se ha mantenido durante demasiado tiempo la falacia de “los de dentro” y “los de fuera”. La manida metáfora de Miravete (ese puerto que hoy es túnel) como frontera entre escritores nacidos aquí pero que están fuera y los que permanecen en el terruño. El juego, al fin y al cabo, ha sido tan centrípeto como centrífugo. De ir y volver. Acaso porque, como ha dicho el escritor húngaro Lázsló Krasznahorkai (autor de El último lobo, relato de un viaje a Extremadura), “en occidente escapamos para regresar al mismo lugar en un sinsentido perpetuo”. 
Con todo, digo trampa porque a la hora de la verdad lo único que importa son los libros y estos, por suerte, no saben de territorios, menos aún en un mundo líquido y globalizado. De los aspectos sociológicos han de ocuparse otros. Por lo demás, los de fuera y los de aquí, por seguir con el dichoso marbete, colaboraron casi a partes iguales en la normalización literaria y artística de Extremadura; Luis Landero y Santiago Castelo, madrileños de residencia, y Ángel Campos Pámpano o Basilio Sánchez, residentes en Badajoz y Cáceres, respectivamente, pueden servir de ejemplo para justificar lo que digo. 
Los que permanecieron, con ayuda institucional, a qué negarlo (y en este punto conviene nombrar a Juan Carlos Rodríguez Ibarra y a Francisco Muñoz Ramírez, dos de los principales artífices de ese apoyo), agrupados en torno a la Asociación de Escritores Extremeños (una militancia sin carné), se ocuparon de fundar editoriales y revistas, de crear aulas y talleres literarios, amén de numerosos empeños más que forman parte de ese momento dulce al que me vengo refiriendo. Un hito, sí, del que podemos sentirnos orgullosos. Siquiera sea porque las promociones posteriores, como destaca Peña, se han beneficiado de esos humildes, sólidos logros. Él mismo, sin ir más lejos, pudo escuchar en su instituto a poetas y novelistas relevantes del ámbito nacional o asistir a las clases magistrales de Gonzalo Hidalgo Bayal en su taller de la Universidad Popular placentina. Como le pasó a Elena García de Pareces con Manuel Simón Viola en Don Benito. Otros, como Álex Chico, que también conoció la poesía contemporánea a través de las Aulas Literarias, pudieron publicar su primer libro en la Editora Regional de Extremadura, en cuyo catálogo se recogen numerosas óperas primas de autores aquí incluidos o mentados, extremeños de dentro y de fuera.
Cita Barriga Bravo al bibliófilo Antonio Rodríguez Moñino, su famosa pregunta: “¿Qué región o provincia española puede presentar durante el siglo XVI un haz de nombres entre los que figuren dramáticos como Torres Naharro, místicos como san Pedro de Alcántara, escriturarios de la talla de Arias Montano, médicos como Arceo, historiadores como Hernán Cortés, filósofos como Fr. Luis de Carvajal, filólogos como el Brocense, músicos como Juan Vásquez, teólogos como el padre Maldonado, matemáticos como el cardenal Silíceo, poetas como Francisco de Aldana el Divino, épicos como Luis Zapata, todos ellos nombres de primer orden en su especialidad y escogidos al azar entre tantísimos otros?” Otro tanto, salvando las debidas distancias, podría decirse del grupo de ilustrados que a principio del XIX protagonizaron los grandes acontecimientos de ese siglo convulso o de los animales melancólicos (Luis Sáez dixit) que a finales impulsaron la creación de la Revista de Extremadura. A pesar de eso, cuando llegaron los de la generación de la Democracia, como la denominó con acierto el crítico Ángel L. Prieto de Paula, seguíamos en el maldito erial. Sin apenas referencias; vivas, sobre todo. Por otro lado, entonces, después y casi siempre esos nombres correspondían a extremeños de nacimiento, sí (incluso dando por bueno el dudoso paisanaje de Aldana), pero, en suma, gente de paso, muchas veces desde su azaroso, circunstancial nacimiento. Caso del almendralejense Espronceda, el pacense Enrique Díez Canedo, el valentino José María Valverde o el emeritense Félix Grande, por acercarnos sólo a los últimos siglos. Caso contrario es el de Andrés Trapiello, leonés con casa en la trujillana Sierra de los Lagares, extremeño de adopción y de derecho, lo que justifica de sobra, más allá de cuanto ha escrito sobre esta apartada provincia desde Las Viñas, su último libros de poemas: Y, una obra que, según él, “es homenaje únicamente a ese solitario rincón del campo extremeño”. 
Aun dando por hecho que todo poeta es un exiliado (y un judío, al decir de la rusa Marina Tsvietáieva) y que para sentirse en el exilio, según creo, ni siquiera es necesario salir de tu lugar de nacimiento, ha hecho bien Peña en evitar el término o, cuando menos, entrecomillarlo, además de precisar su sentido en la mencionada introducción; así, escribe: “Probablemente el calificativo ‘exiliados’ nos queda grande y sólo estamos ligeramente desplazados, descolocados o buscando ubicación”. De ahí que prefiera el de “expatriados”. O el más poético de “extraños”. En nuestros pueblos, habrían adoptado, por elocuente, el de “emigrante”, que es el que siempre se ha usado para estas situaciones. Luego, el antólogo recalca: “el exilio es un tema muy serio”. Sin duda. No se puede tomar ese concepto en vano, más después del desprestigio al que ha sido sometido recientemente por algunos políticos catalanes huidos de la justicia o ciertos vates con tendencia a la verbosidad. 
Aunque uno, si tenemos en cuenta que no me he movido en mi vida, como quien dice, de mi ciudad natal, no sea el más indicado para hablar de diásporas, soy consciente de que no todas las partidas obedecen al mismo motivo. Las de los escritores, unas se fundan en razones laborales de mera subsistencia, supongo que las más, y otras, con su toque frívolo, en busca de la fama literaria que algunos despistados siguen ubicando en la capital del reino. Eso por no hablar de los “exiliados” sobrevenidos, gente que estuvo y al cabo se fue. Es el caso de Felipe Núñez, acaso el más significativo, por raro, de los nombres aquí recogidos, autor de una obra breve y excepcional que simboliza el ingreso de nuestra poesía en la modernidad. Maestro indiscutible de muchos de nosotros. Cuando se marchó a Salamanca, lo hizo con la sensación de que se le expulsaba de su tierra, a la que entonces sentía, más que como madre amorosa, tal injusta madrastra. Dije antes, de pasada, que lo que importaba no era, a la postre, de dónde es un poeta y dónde vive (por mucho que defienda mi convicción de que eso influye en su manera de ser y de decir), sino los poemas que escribe. Esto, no se olvide, es una antología. De versos, para más señas. La excusa del paisanaje es secundaria, aunque pertinente. “¡Denme versos!”, exigía el realacadémico Víctor García de la Concha en una de las innumerables polémicas que han poblado el corral lírico hispano. Y de eso se trata. Es lo que justifica este florilegio donde se mezclan personas de diversas edades y desiguales estilos. Los poetas nominados pertenecen a distintas generaciones (no hablo de grupos cohesionados o de tendencias concretas) y gastan, en efecto, múltiples poéticas. Normal. Lo que distingue a un poeta de otro es su voz, y si no la hay o no es propia, malo.En la actualidad, conviven en nuestra pequeña literatura, y en activo (pues siguen publicando libros), poetas de la edad de los Novísimos (Pureza Canelo o José Antonio Zambrano), de los 80 (el citado Basilio Sánchez o Ada Salas), del 2000 (Antonio Sáez, Irene Sánchez Carrón o Javier Rodríguez Marcos) o millennials (caso de Álex Chico o Víctor Peña, que no por antólogo deja de ser uno de los poetas más representativos del momento). Lo ocurrido en 2018, sin ir más lejos, un auténtico annus mirabilis poético en el que confluyen una serie de títulos dignos de elogio, justifica una continuidad significativa. Del mismo modo que la denominada “poesía de la experiencia” pasó por aquí sin pena ni gloria (ningún extremeño está entre los más conspicuos representantes de esa tendencia dominante a finales del pasado siglo), la parapoesía, esa suerte de poesía que en realidad no lo es, carece entre nosotros de practicantes reconocidos en las listas de los libros más vendidos (que es donde se juega esa liga), lo que no deja de ser una buena noticia. 
Dejando a un lado el polémico término de “literatura extremeña” (si bien los curiosos pueden acudir de inmediato a los sabios trabajos de otro resistente, el profesor Miguel Ángel Lama, donde recibirán sobrada información al respecto), nunca han faltado en este angosto rincón voces y versos capaces de situar a la literatura escrita por extremeños en un lugar destacado y destacable del panorama poético hispanoamericano, algo todavía menos discutible desde que José María Cumbreño fundó Liliputienses con clara vocación ultramarina. 
Termino. Puede que falten nombres y sobren otros, cada lector es un crítico en potencia, pero no cabe duda de que estamos ante un puñado de versos que se bastan y se sobran por sí mismos, sin necesidad siquiera el andamiaje intelectual que esta antología sustenta. Esa es mi conclusión, la de este epílogo a buen seguro prescindible escrito por alguien que celebra sin complejos el landeriano jeito de nuestra poesía. Tal vez por aquello que escribió María Zambrano (de ascendencia extremeña por parte de padre), en Delirio y destino, y que a uno le gusta recordar: “Y Extremadura, la romántica, la que dio a España los pocos románticos que hubieron casi, en su silencio más hondamente poético aún. De Extremadura no han surgido los mejores poetas de España ciertamente, pero ella es quizá entre todas las regiones, la poesía”.

21.1.20

Mujeres, hombres (y viceversa)

1. Ya he comentado aquí más de una vez que leo poesía sin que me importe en absoluto quién la ha escrito, si un hombre o una mujer. En ocasiones, al leer, eso se nota (o se hace notar) y en otras, no. Sí, la firma al pie del poema o del libro delatan el género, pero, insisto, a uno eso le da igual O es poesía o no, y punto. Lo digo porque, en alguna ocasión, alguien, a favor de estos insidiosos y dictatoriales tiempos de la corrección política y del feminismo a ultranza, ha tenido la desfachatez de acusarme de lector o crítico escorado, digamos, hacia los poetas, cuando, en rigor, no es cierto. Con la cantidad de libros escritos por mujeres que se publican ahora, eso ya es estadísticamente imposible. Buena prueba de mi inclinación natural hacia la poesía, pongamos, femenina es este puñado de libros que me han sacado estos días de un llamativo bloqueo lector que me tenía, por inédito, asustado. Lo achaco a la considerable cantidad de libros que siguen llegando a esta casa. Libros, uno a uno, deseables y hasta maravillosos, no me cabe duda, y que agradezco recibir, pero que, sin embargo, puestos uno encima de otro acaban por formar un muro de papel capaz de desanimar al más borgeano. Con todo, no sin esfuerzo (¿cuál sí, cuál no?), he logrado disfrutar de, por ejemplo, dos libros editados, con el primor que acostumbra, por papelesmínimos (de Imanol Bértolo), esto es, Camuflaje, de Lupe Gómez (traducido por Antón Lopo del gallego), y Poemas de la izquierda erótica, de la guatemalteca Ana María Rodas. No tengo tiempo de reseñarlos, pero, como del resto de los que voy a mencionar, al menos daré testimonio de su alta calidad. 
La aldea, el campo, la madre y la infancia son protagonistas del primero, de tono cercano, melancólico, autobiográfico e intimista. Allí, en la Galicia profunda, que viene a ser la España real en cualquier parte. Y digo España pero debería decir el mundo. Lo universal que toda poesía que lo es instaura.
En el segundo, Rodas despliega todas sus armas de mujer para ofrecernos un libro (publicado por primera vez en 1973, pero que no ha perdido un ápice de frescura) descarado, genuino, erótico, verdadero y, al cabo, sorprendente. Un gran libro, sin duda, adelantado a su tiempo (más si tenemos en cuenta su lado ultramarino) y que demuestra que en la poesía "femenina" (a pesar de lo que digan algunas) estaba casi todo inventado. Un vendaval, este de Rodas. 
Distinta en todos los sentidos me parece la poesía de Emma Villazón, boliviana y muerta prematuramente. Dos libros y un tercero póstumo e inconcluso conforman su obra completa. Lumbre de ciervos se reedita, seis años después de su primera edición, en otra elegante editorial, Ultramarinos, en una selecta colección que dirige el poeta Unai Velasco, la misma donde se publicó el libro de Xaime Martínez que ganó el Nacional de Poesía Joven el año pasado. 
Poeta elíptica, que diría Zagajewski, lo hermético juega con lo real en una interesante partida donde la densidad lingüística se alía con el más sugerente misterio. No, no siempre se llega a la comprensión, si es que en poesía este término resulta pertinente. Lo que sé es que, a pesar de esa dificultad, los versos de Villazón te atrapan y sus intermitentes iluminaciones te compensan, por nítidas y poderosas. A uno con el poema "Parlamento" le habría bastado. Y con la carta de M. Tsvetáieva a R. M. Rilke que se reproduce en la página 36: "Te conviertes en poeta (si acaso es posible convertirse en él, si no se es desde el nacimiento), para no ser francés o ruso, para ser —todos. En otras palabras: tú eres poeta porque no eres francés".
Por cierto, también en Ultramarinos se publica la segunda entrega de la Poesía reunida de la también gallega Chus Pato, en traducción de Gonzalo Hermo, uno de los jóvenes poetas más acreditados en la preciosa lengua de Rosalía.
La bejarana Yolanda Izard ganó con Lumbre y ceniza la última edición del premio Miguel Hernández. Publica el libro Devenir (la veterana colección fundada por Juan Pastor). 
"A veces pienso que la poesía me ha abandonado", escribe. No lo creo. Este libro lo demuestra. Ahora que tanto se lleva la figura del padre, tanto en narrativa como en poesía, con resultados logrados y con algún ejercicio penoso que prefiero no señalar, Izard titula la segunda parte "Mi padre". Ahí están acaso los mejores poemas del conjunto. Reflexiona sobre la poesía, más misterio para el poeta que para nadie. Evoca su mundo familiar perdido. La luz de la felicidad y la sombra de la tristeza. Me gusta, por elegir, su "Me acuerdo" o el homenaje a Celan y a otros líricos cadáveres.
Otro libro exigente, hondo y gustoso, publicado en la bonita colección La Gruta de las Palabras de Prensas de la Universidad de Zaragoza (que dirige Fernando Sanmartín), es Derivas (qué cubierta tan sugerente, por cierto), de la periodista radiofónica Lara López.
Un viaje a Grecia (que siempre es más que eso), al paisaje y al mito, con aires de diario (las notas a los poemas dan pistas), centra, se podría decir, una indagación acerca de la vida donde la observación, mediante la mirada meticulosa de los detalles, ofrece al cabo esas claves existenciales que el lector asume como propias. 
Dejo para el final otra pequeña joya: las Rubaiyat de Omar Jayam que, a partir de la edición de 1859 de Edward FitzGerald, Victoria León ha traducido (pura poesía) para Reino de Cordelia (que dirige el periodista leonés Jesús Egido), y que va ilustrada con dibujos de Willy Pogány (como el que ilustra esta entrada) y con prólogo de Luis Alberto de Cuenca.

¡Llenad la copa, entonces, y os diré nuevamente 
que el tiempo se desliza veloz bajo los pies! 
No ha nacido el mañana. El ayer ya está muerto. 
Pero, ¿qué ha de importarnos, si es tan dulce el ahora?"

18.1.20

Sobre el debut poético de Garrigues Walker


Antonio Garrigues Walker
Huerga & Fierro, Madrid, 2019. 116 páginas

El jurista AGW (Madrid, 1934), rara avis de liberal español, había dado a la imprenta libros de Derecho y de política, uno de dibujos y sabíamos que era dramaturgo (autor de sesenta obras de teatro); pero es ahora, a los 85 años, cuando se da a conocer como poeta (algún poema suyo leímos en Sibila) y publica su ópera prima lírica.
En la breve introducción afirma que “Siempre he escrito poesía y siempre lo haré”, que “forma parte de mi vida“. Por herencia de padre, amigo de los del 27. Fue Pepín Bello quien en un viaje en coche a Venecia le contó todo acerca de “aquellos genios entre los que destacaba siempre a Lorca. Y eso me hizo Lorquiano para siempre jamás”.  
Con la inocencia del recién llegado, tras aseverar que no sabe “cómo clasificar o adjetivar mi poesía” y que “no me preocupa mucho el tema”, aclara: “Estoy contento –a veces muy contento– con ella”. Por lo mismo, concluye: “tengo una intensa sensación de vértigo, de peligro, de inseguridad. Dudo si será un fracaso esplendoroso o un éxito grande, o aún peor, ni una cosa ni otra. Es lo que tiene ser, a mi edad, un primerizo”.
He leído este libro no sin cautela, lo confieso. La valoración es positiva. Dignidad no le falta. Se ve a las claras que la poesía ha acompañado siempre a AGW y que, amén de practicarla, la ha leído. No es poco. Basta con fijarse en la fecha que figura al final de cada poema. El más antiguo es de 1974 (hay otro de esa década, ninguno de la siguiente, algunos de los noventa y los más de lo que va de siglo) y el más reciente (varios) de este mismo año.
Su tono es clásico. De clásicos, ya se dijo, contemporáneos, aunque no falten matices castellanos áuricos. La marca de Lorca, pongo por caso, es perceptible en el uso de ciertas imágenes (“Es la imaginación lo que nos salva”) y en el leve irracionalismo que adoptan algunos versos. Su Lorca es neoyorkino.
Los poemas son extensos y discursivos y el ritmo es sugerente y muy cuidado: suenan muy bien, más quizá leídos (teatralmente) en voz alta, a lo que se alude en uno de ellos.
Son poemas, pongamos, de la experiencia, en el más amplio y poco tendencioso sentido. Los que puede escribir un hombre ya mayor que ha vivido intensamente. Alguien que ha conocido y tratado a muchas personas (con don de gentes y mucho mundo, se decía antes) y con grandes dosis de empatía y resiliencia. Lo menos parecido, se me antoja, a un poeta al uso. De ahí que sus poemas sean tan vitales. Tan claros y directos. Lúcidos. Y que su lenguaje se adapte tan bien a lo que quiere expresar.
Consta de tres partes. En la primera, “Corazón acerebrado”, el amor prima. Más que el amor (y esto es algo extensivo a toda la obra), las mujeres, verdaderas protagonistas de un volumen que se titula como se titula. Por eso la muerte es el asunto de la segunda parte, “Homenajes”, donde la mera presencia del dedicado a Santiago Castelo (¡excelente!) justificaría por sí solo la publicación de este libro.
En la tercera “El sabor de lo oscuro” (donde está el emocionante “Diálogo de una madre sobre su hijo”), sorprende la carga política. Se critica sin concesiones a la izquierda y a la derecha, se rememora una matanza escolar en Osetia, se oye el silencio en Fukushima y el miedo de “la gente” en todas partes, verdadero culpable de seguir tolerando los abusos de “los que mandan”.

Nota: Esta reseña se publicó en El Cultural el pasado 17 de enero de 2020 con el título "Garrigues Walker, un poeta lorquiano" (a partir de ahora las recensiones del suplemento llevarán título).

16.1.20

Exilios


Víctor Peña Dacosta es el antólogo y prologuista de Diáspora. Poetas extremeños en el «exilio» (1955-1993), un libro más que interesante publicado por Ediciones Liliputienses al que uno ha puesto un breve epílogo (que un día de estos daremos aquí). 
Cada poeta, de Felipe Núñez a Francisco José Chamorro, contesta, salvo en un par de ocasiones (una la del recién citado Núñez), a un cuestionario. Esta es una de las preguntas y parte de la respuesta de Jesús García Calderón (Badajoz, 1959), que a uno le ha parecido tan elocuente como veraz. 

¿El tema del exilio es importante en tu obra? ¿Qué poemas o versos crees que reflejan mejor la añoranza por un espacio —simbólico o real— perdido? 

"Debo aclarar que el exilio, en mi opinión, opera también de manera inversa para muchos poetas que se quedaron. Los poetas extremeños que tanto he leído y admirado creo que han sentido y sienten una especie de exilio invertido. Se exilan pero lo hacen, como regla general, en el interior de sus convicciones, resaltando su pertenencia al lugar en el que habitan, quizá un poco hartos del desolador panorama que los rodea. Muchos buenos poetas viven una especie de exilio vital en Extremadura y procuran compartirlo con los que tuvimos que marcharnos. Parece que tuviéramos la necesidad de agruparnos periódicamente y configurar una pequeña patria".