Ayer murió mi madrina. Se llamaba Manuela Sañudo Martínez, aunque todos la llamábamos Loli, y era prima hermana de mi madre. Se quedó huérfana de padre a los diez años (falleció el mismo día que su hija los cumplía) y su madre, la tía Sofía, fue una tercera abuela para mí. No he olvidado sus visitas vespertinas con pequeños caramelos. Venía de su trabajo en el taller de costura del manicomio, como se decía entonces. Como ella, Loli, soltera por vocación, empezó su vida laboral muy pronto. No pocos de aquí la recordarán de sus años en Butano. De trabajo podría calificarse también su actividad política, como bien sabe el alcalde Pizarro (a quien tanto estimaba), sobre todo en época electoral. Era militante del PP. La última vez que la vimos tal como era fue precisamente el 10 de noviembre; en el colegio donde votamos pasó la larga jornada como tantas otras veces, saludando a unos y otras. Al día siguiente, un ictus y una aparatosa caída en las escaleras de su casa, no sabe uno qué fue antes y qué peor, la postraron en una cama de hospital, primero, y en una triste residencia de ancianos, después. Hasta ese momento, Loli era la alegría personificada. Tenía don de gentes. Era simpática, extrovertida y sonriente. Muy dicharachera. Hablaba hasta por los codos, una habilidad que, por desgracia, también perdió. Su discurso se volvió del todo incoherente en sus últimos meses de vida.
Su familia y sus numerosos amigos, no digamos ya conocidos y saludados (que pasaron a cientos por su habitación en el hospital), hemos sufrido mucho viéndola así, tan distinta de como fue. Por eso, en cierto modo, nos alivia su inesperada muerte. Sólo nos consolaba que ella no era consciente de su penosa situación, o eso preferíamos creer.
Menciono a sus amigos y a sus amigas, las más, y no puedo olvidar la fidelidad y el cariño con que la trataron al final de su vida (y siempre), entre otras, Pili Orantos, mi primera maestra, que la llegó a tener unos días de sorprendente mejoría en su casa (su hijo Ángel era también ahijado suyo y quien iba a convertirse en su tutor legal), María Eugenia o Mari Carmen. O sus primas Marinita y Mari Ángel, a pesar de las limitaciones que imponían la salud y la edad. No fueron las únicas.
En casa de mi madre, Loli era una hermana. Para mí, menos tal vez para mis hermanos (aunque Fernando ha estado ahí desde el primer momento, acaso el más duro, y hoy oficiará su funeral), fue más tía que otras más cercanas por razones de parentesco. Para Yolanda (siempre se llevaron estupendamente) y mis hijos (a Leti la llamaba "mi reina"), una persona muy querida a la que echarán mucho de menos.
No la olvidará tampoco nuestra familia argentina, a los que acogió en su casa cuantas veces pasaron por Plasencia. Con el primo Gonzalo recorrimos hace un par de años Trujillo (de donde procedían), con una emocionante visita a la que fuera casa familiar.
Ya no habrá más martes de mercadillo, ni baños en la piscina municipal, ni conversaciones callejeras, ni campañas electorales, ni partidas de cartas con las amigas, ni viajes a Zafra, ni Navidades compartidas. En mis recuerdos, hasta que duren, siempre estará. Desde aquellos primeros que aún retengo del patio con limonero de la calle Santa Ana que visitaba de niño. O al ver en las estanterías de mi biblioteca la poesía completa de Juan Ramón Jiménez y el ejemplar de El Aleph dedicado por Borges que un día me traje de su bonita casa.
Descansa en paz, querida Loli.