14.10.11

Venecia adentro
















La otra mañana entró en clase mi compañera I. con un libro en la mano. Te lo ha traído Salvador... Reta..., un amigo tuyo, vino a decir. Pregunté si aún estaba abajo. No, ya se ha marchado, contestó. Di las gracias y guardé el ejemplar en la cartera. Se trataba de Laberinto veneciano, de Marina Gasparini Lagrange. Ya hablé aquí de él. Mi amigo Retana, que me lee, lo tenía en su casa de Gredos y, todo un detalle, me lo bajó.
Empezaré diciendo que no es lo que uno esperaba. Lector de libros sobre Venecia (a falta de pan...), pensé, más allá de los clásicos, en los de Brodsky, Susanna, García Martín... En diarios venecianos o en libros de viajeros que pasan por esa ciudad mítica. Pero no, no estamos ante eso ni tampoco ante una guía al uso. Ni Gasparini, venezolana de nacimiento y residente en Venecia desde 2000, es una diletante o una turista, sino una pensadora en toda regla, de esa rama de la filosofía que linda con lo poético, de ahí que uno recuerde, cuando la lee, a Benjamin o a María Zambrano. Para percibir el alcance de su Laberinto basta echar un vistazo a su completa bibliografía. Basta y sobra.
Dije que no era el libro que esperaba, pero no para concluir que su lectura me haya decepcionado. Todo lo contrario. Eso sí, no es el paseo, insisto, que uno imaginó al principio, sino una honda e inesperada reflexión que hace de este libro de aspecto menudo más de lo que parece.
Son once los capítulos que contiene. Al final de cada uno, van las respectivas notas.
El primero alude al mito, al laberinto como concepto filosófico y literario (Borges, Kafka, Benjamin). El segundo habla de Piranesi, de sus carceri, esos "espacios del alma". El tercero se acerca a Tiziano y a otro mito: el de Apolo y Marsias. En el cuarto es Watteau el protagonista, embarcado "hacia Citera", "un sueño que se encuentra en la distancia". Y Turner y, ante todo, Pierrot, "el rechazado", "el símbolo -según  Gautier- del alma humana", "un hombre que no oculta su debilidad". "La tristeza es una manera de ver", concluye Gasparini. El quinto se centra en el muchacho triste de Lorezo Lotto. En la mirada. En el aprender a ver. Pues "Todo rostro cuenta una historia". Los retratos son, así, "silencios cubiertos de niebla". El sexto alude a Canaletto, Guardini y Tiepolo. "En Venecia se sueña con lo inalcanzable y se roza lo perdido", escribe MGL. Y añade: "En Venecia el pasado no se entierra, se muestra". "Venecia se está hundiendo y nosotros la acompañamos en su naufragio". También apunta una incuestionable verdad que han confirmado casi todos los viajeros que por allí han pasado: "Cada viaje a Venecia es la primera vez". Por eso se da en ella esa sensación de pérdida o extravío: "Venecia nos pierde para que nos encontremos". El séptimo capítulo evoca las campanas y hay en él una referencia personal a ultramar, a Venezuela ("que fue bautizada en el recuerdo de Venecia: pequeña Venecia) y a la ciudad natal de Marina Gasparini, Caracas. A otro lugar, sí, pero también a otro tiempo. Los sonidos de las campanas "colman vacíos y dan tono a la soledad". Son "golpes del alma". Como los de la poesía, son "resonancia de lo sagrado". El octavo gira en torno a la perseverancia y a las pietas. Al ser y al hacer conjugados. Y cita a Lezama: "El cumplimiento de todo destino es  sufrimiento". El noveno, uno de los más hermosos, está dedicado al poeta ruso Joseph Brodsky, el autor de Marca de agua (un libro, para mí, imprescindible e imborrable), el exiliado, es decir: quien escribe en un idioma y vive en otro; el mismo que recaló en Venecia durante "19 diciembres", una ciudad que, a la fuerza, le recordaba a su San Petersburgo natal (Oriente y Occidente), siquiera sea por su naturaleza acuática y por el olor de las algas congeladas. En el capítulo nueve vuelve MGL a la mirada, a la visión como revelación. No en vano Manfredo Tafuri ha dicho que Venecia es una "civilización de la imagen". En el décimo explica cómo "contar" la ciudad es lo importante. Ésta o cualquiera. Y entabla un diálogo con uno de los símbolos venecianos por excelencia: La Fortuna della Dogana, de la que hace una lectura iconológica. Se habla allí de la "Venecia caída", de cómo "los griegos la eligieron (a Fortuna) como personificación de la caducidad, de la decadencia". "En el cuento y en el canto, concluye, Venecia prolonga su hegemonía y poder". Al lado del monumento, por cierto, La Salute. No se puede olvidar que la ciudad fue fundada el 25 de marzo de 421, día de la Anunciación de la Virgen. "Las ciudades, escribe Gasparini, dejan de ser invisibles cuando las contamos". El capítulo final se centra en la escultura de "Orfeo y Eurídice", obra de Casanova, y en la poesía. "A través de la lírica llego a la queja en la soy yo". Rilke y sus Sonetos a Orfeo le sirven de referencia para adentrarse en lo que linda con la vida y la muerte. Porque "cantar es descender". Porque "cantar es ser". En suma, "¿Quién habla de victoria? Sobreponerse es todo", como dejó dicho el autor de Elegías de Duino.