Por Antonio Luis Ginés
Algunas antologías son necesarias. Ayudan no solo a aproximarse a una trayectoria, sino también a tener otra perspectiva de conjunto de la misma, y a la vez ir comprobando las líneas y la posible coherencia que se establece en una poética a través del tiempo. Ésta de Álvaro Valverde es una buena ocasión de ahondar en su obra, de conectar con su escritura, en una especie de conversación -en voz baja- de alguien frente a un espejo, en el que se nos invita a compartir ese reflejo frente a las cosas y al paso de las estaciones. Lo inmediato llega a la retina, la apariencia de las formas y las siluetas, las relaciones que se producen en ese contacto, en esa mirada que primero traza un perfil descriptivo, y luego lleva a una reflexión más profunda y hacia lo universal, nada somera. No hablamos tan solo del trazado de los espacios, sino cómo luego se hilvana la composición de los mismos, cómo los habitas y dotas hasta de cierto movimiento, cierta vida. Ahí reside una de las claves de la poesía de Valverde, en esa impronta personal con la que dota a cada poema, y que con el paso de las lecturas y los años, se vuelve más consistente si cabe. No es cuestión de quedarse solo en lo meramente contemplativo, eso no es arañar ni la superficie; la mirada necesita ir más allá, y el sujeto poético hace su particular apuesta y arriesga hacia otras latitudes, profundizando más allá de lo táctil, lo que vemos o podemos tocar. El punto de partida -en muchas ocasiones- es lo concreto, el espacio físico, y desde ahí desde la voz avanza hacia lo emotivo o lo sensorial, va construyendo en base a una ensoñación-recreación, aunque en ese juego de equilibrios tal vez priorice conservar la esencia de dicho espacio, antes que lo emocional pueda distorsionarlo demasiado. Como por ejemplo sucede con los lugares –hay una buena serie de poemas que así lo testifican- , en una especie de recreación que despierta los sentidos, que dota casi de respiración propia a cada pieza, y en los que la imaginación también se proyecta con distintas posibilidades. La construcción de un paraíso íntimo que, al evocarse, se lanza hacia el exterior, un paraíso que refleja ese sentimiento hacia una tierra y una experiencia. La meditación es el origen, cierto -ya en el título se avanza como algo más que una simple consigna- y desde ahí se lleva a cabo el proceso de evocación como una construcción que crece hacia distintas direcciones, dándole forma a los posibles huecos, revitalizando –parece que de pronto, pero detrás hay una elaboración- la escena, haciendo que esta cobre pulso propio. Pero también la poesía tiene otra función: convierte algo de lo vivido o recreado en algo misterioso. Las cosas permanecen en las cosas, dice el autor, lo que somos, lo que fuimos, conceptos como fugacidad, belleza, nostalgia de las cosas y las vivencias, de lugares y momentos que no esconden esa lucha, desde la quietud activa de la reflexión, contra el tiempo y sus devastaciones. Una poesía rítmica, melódica que sale al encuentro del lector desde el primer instante, que suscita la emoción de ese encuentro con la propuesta que el autor nos va desvelando, que sacude, sobrecoge y sobre todo contagia esa sensación de calma lúcida.
Selección y prólogo de José Muñoz Millanes
Editorial: Pre-Textos. Valencia, 2024.
Editorial: Pre-Textos. Valencia, 2024.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en el suplemento Cuadernos del Sur del Diario de Córdoba (22/2/2025).
La ilustración es de Ramón Gaya, en la cubierta del libro.