La venezolana Marina Gasparini Lagrange, caraqueña del 55, es, entre otras cosas, docente (dictó la cátedra de Necesidades Expresivas en la Universidad Central de Venezuela, donde se graduó en Letras), ensayista, investigadora y coordinadora editorial.
Es autora de los libros Laberinto veneciano (comentado aquí) y Exilios: poesía latinoamericana del siglo XX (también reseñado en este blog).
Tras una prolongada estancia de casi dos décadas en Venecia, con intermedio madrileño (años en los que colaboró con la Escuela Contemporánea de Humanidades y coordinó, por ejemplo, la alianza editorial entre la Fundación para la Cultura Urbana y la colección Visor), reside actualmente en Alcalá de Henares.
Ha editado obras poéticas y artísticas y colaborado con artículos en Prodavinci, "un espacio para las ideas, las conversaciones y los debates". Al fondo, Venezuela, su amado país natal, y lo ocurrido allí desde la llegada al poder del chavismo, que tanto tiene que ver con su errancia europea.
El lector español ha podido disfrutar de sus ensayos en la desaparecida revista asturiana Clarín, donde uno la descubrió.
Su rigurosa labor intelectual (vinculada, en parte, al Instituto Warburg de Londres) se ha centrado en la lectura de las imágenes del arte y la literatura. De ahí, de esas correspondencias, surgen "estas páginas de miradas y silencios, de miradas transformadas en palabras". Lo explica muy bien Miguel Gomes: "Cómo se transforma internamente lo que vemos, cómo dialoga nuestra psiques con la realidad a través de la visión y cómo en esta la memoria, el sentir y la imaginación se conjugan". Sí, "tales son las indagaciones fundamentales" de este libro, Elocuencia de la mirada, que publica Kálathos, una editorial con ADN venezolano que se ve obligada a publicar su catálogo, por razones políticas, en España. Consta de diez ensayos.
Que la poesía es algo omnipresente y nuclear en su obra lo demuestra que cuatro de las cinco citas iniciales sean de poetas: Rafael Cadenas (su maestro), Anna Ajmátova, José Ángel Valente y Chantal Maillard. Aluden, en orden de aparición, a la importancia de la visión (por encima del tema), al imposible olvido de quien "dio la vida por una mirada", a que "ver no es mirar sino cegar o deslumbrarse y a que "ver, al fin y al cabo es una escucha". Antonio Muñoz Molina, el único prosista, anima a "confesar que se ha mirado". Es lo que ha hecho Gasparini. No conformarse con mirar, con contemplar una y otra vez este o aquel cuadro, con visitar en numerosas ocasiones este o aquel museo, con leer con insistencia este o aquel libro. Ha dado fe de ello con palabras. Sin olvidar nunca a Horacio, su ut pictura poesis ("como la pintura así es la poesía", "la poesía como la pintura"). "¿Acaso no es la poesía —leemos en la página 29— la realidad de los que ven y revelan la otra cara de lo evidente?". Por su parte, Gabriela Rangel ha destacado su "escritura despaciosa y cosmopolita". ¿No son cualidades de lo poético?
Como cuenta en "Al lector", todo empezó con unos libros, "los de siempre" ("las Metamorfosis de Ovidio, las Etimologías de Isidoro de Sevilla, la Iconología de Cesare Ripa, la Biblia de Jerusalén y los Apuntes de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke") y una mesa de madera ("un gran escritorio que ya no tengo"). Gasparini se pregunta: "¿Cuál es el hilo invisible que une estos ensayos?". Y se responde: "Quizá es la necesidad de dar voz a lo invisible".
Está muy bien traída por Gomes la afirmación de que "el ensayo, a fin de cuentas, es un espacio visionario donde priman no las respuestas, sino las preguntas". En la página 51 leemos: "Las preguntas más que las respuestas han guiado mi pasión por las imágenes que dan vida a la literatura, el arte y sus correspondencias".
En I Frari, esto es, la iglesia de Santa María Gloriosa dei Frari, en Venecia (este libro, por razones vitales, es muy veneciano) cuelga Pala Pesaro, el cuadro de Tiziano que representa la Ascensión de la Virgen (su verdadero título). A ese lugar y a esa imagen vuelve una y otra vez Gasparini. Porque "esos lenguajes silentes son caligrafías anímicas que llaman a un reconocimiento". "Mirada involucrada" llama la autora a su método. Pues bien, en la esquina inferior derecha de la pintura del seiscientos un muchacho mira no donde todos lo hacen, sino al espectador. Nos busca con su mirada. Franca, limpia. Su nombre, Leonardo Pesaro (se le ve en la cubierta del libro). "Su rostro es memoria escrita en mis días", escribe Gasparini, quien sabe que "ver en el arte requiere detener la mirada en lo que no siempre logramos ver con nuestros ojos abiertos, ver es relacionar lo mirado con nuestro ojo interno, ver es entonces una experiencia de lo invisible que observamos desde nuestra interioridad". Y entonces recuerda lo que dijo Starobinski: "Ver es un acto peligroso". Ella añade que "requiere de un aprendizaje".
A otras obras de arte que se guardan en esa iglesia dedica el resto del ensayo que termina con un poema de Juarroz. Antes confiesa: "Soy en la paciencia y la mirada".
Las hilanderas, de Velázquez, es el motivo del siguiente análisis. Allí leemos: "El arte es la trascendencia que conoce el secreto de la mirada y su misterio". Que "nace de la vida y la representa".
Cristo ante Pilatos, de Tintoretto, es el motivo del tercer ensayo. Está en la veneciana Sala dell'Albergo. Anota al final lo que Michaelle Ascencio le enseñó: "que todo texto escrito nace de la necesidad de iluminar oscuridades con un destello, con una palabra".
Otro cuadro de Tintoretto, el Juicio final, una obra "vertical" e impresionante conservada en la iglesia de la Madonna dell'Orto, es el motivo del cuarto. Cita allí a su admirada María Zambrano, aquello de que "es imposible compartir el propio infierno pues, al comunicarlo, la emoción que lleva la palabra lo transmuta en purgatorio". Por el tema de la muerte por agua, trae a colación a Eliot. Después a Kafka, que visitó la ciudad lacustre. ¿Hay relación, conjetura, entre Tintoretto y Titorelli, el pintor de El Proceso?
Al "asombro en la mirada" del escritor y viajero Cees Nooteboom se dedica el quinto. "La pintura era para él otro modo de viajar", leemos. Y que "Todo comienza con una mirada". Lo único que sabía hacer cuando empezó a viajar. Era un "amante del ver y del asombro" (por eso escribió poesía, matizo). Una de sus máximas: "Escribir para conocer". "Ver y leer en las obras de arte es comenzar a interrogarlas, es establecer un diálogo en el que la mirada nos lleva de la mano por caminos nunca antes transitados". El viaje, "una ventana abierta a nuestra curiosidad". Un cuadro, "un enigma mudo". El autor holandés no volvía a Venecia, regresaba, "como se retorna a lo que pertenecemos".
Al placer del paseo y a la pausada contemplación de los cuadros se refiere "Caminando por el Museo del Prado". Donde busca sin buscar, nos cuenta. Un trabajo gustoso cada vez más complicado debido al descontrol que impera últimamente en la pinacoteca (incluidas fiestas con DJ). Cita de nuevo a Zambrano: "el arte que es visto como arte es distinto que el arte que hace ver. Que nos hace ver, agregaría con precisión". “Busco algo que no sé nombrar", sigue. Luego, obras de Rembrandt, Teniers, Reni, Tiziano (y su Carlos V), Velázquez, Zurbarán (el preferido, recuerdo, de la autora de Claros del bosque) Goya... Y El descendimiento de Van der Weyden, tan literaturizado, en el que se detiene más.
En el séptimo ensayo cambia de asunto. O eso parece. Lo destina a reflexionar sobre algo que conoce perfectamente, y que sufre: el exilio. Ese reino. Y esa maldición, según se mire, que afecta a tantos miles de compatriotas suyos. Y no solo, bien lo sé. Pero no, no se olvida el arte y sus representaciones. Se sirve esta vez de uno de los cuadros más emocionantes de la historia: el Perro semihundido de Goya (al que dedicó uno de los cursos que imparte a través de Internet). Lo considera "la imagen interiorizada de quien ha visto en su soledad y extrañamiento". Una de sus "pinturas negras". Del exilio dice que "es un viaje sin retorno", "nos permite vernos como extranjeros en un lugar que es, a la vez, propio y ajeno". Apunta que "la pregunta por la patria es una inquietud de exiliados". La patria, "un lugar donde el «ser» es también un «estar»", "el sentimiento que transforma la extrañeza en interioridad", "aquello que no podemos perder sin perdernos nosotros con ello". Menciona a Steiner, lo de que "la verdad está siempre en el exilio". Y otra vez Zambrano, a la contra: "Amo mi exilio". "Y es que todos, parcial o permanentemente, habitamos en el desarraigo". "El desterrado es un extranjero". Como Ulises. Y trae a colación a Albert Camus y su famosa novela. "Conozco el exilio", declara. "Su color suele ser blanco como la página no escrita". Y lo relaciona con el desierto. Y con la eliotiana Tierra baldía. Concluye: "A cada quien su patria. A cada quien su exilio. A todos la amplitud de su reino".
A la peste, "imágenes de una enfermedad", consagra el octavo ensayo. Se ve que está escrito en tiempos de pandemia. Empieza por la Ilíada. Se centra después en dos cuadros: el San Sebastián, de Mategna, y La vieja, de Giorgione. "La enfermedad es un silencio que entra en el cuerpo sin palabra que la anuncie. Zeus, dice Hesiodo, le quitó la voz a la enfermedad". "La peste conoce un único tiempo: el presente", "olvida conjugar el porvenir". Va más tarde a La peste escarlata, de Jack London, y, a costa de la "pobreza de la lengua", recala en Cadenas, un puerto seguro.
La peste precisamente tituló su novela acaso más conocida Camus. A él (y a algunas de sus circunstancias vitales, tanto en Argel como en Francia), a su "ciudad contaminada", atiende el penúltimo, penetrante ensayo. Acaba con una cita de sus Carnets: "Tengo necesidad de escribir cosas que, en parte, se me escapan, pero que son prueba precisamente de lo que en mí es más fuerte que yo mismo". (Aprovecho estas lúcidas palabras del Nobel, para subrayar que detrás de los ensayos de Gasparini se embosca en realidad una poética, algo que el lector atento ya habrá deducido por cuanto he comentado hasta llegar aquí.)
El último capítulo de Elocuencia de la mirada, el epílogo, se titula "Una cartografía del aliento". El más personal del conjunto. Ahí, la inspiración, una "palabra que está en el origen de estas líneas". Y la respiración: "Con reverencia he palpado el aliento que soy", y cita a Anne Carson. Constata que, sin desplazarse, da vueltas, "deambulo hacia una única meta: la escritura". Cree, con Lezama, que "sólo lo difícil es estimulante", por más que ella cumpla con la frase de Ortega: "La claridad es la cortesía del filósofo". Gasparini finaliza con estas palabras verdaderas: "Escribir es respirar fuera del silencio. Es respirar venciendo el silencio". ¿Qué se puede añadir?