Salvo el último día, desayunamos en la cafetería Katerinas, en Rue Lafayette, a la vuelta del hotel, que está en Rue Allal Ben Abdellah. Y. tomaba café con leche en vaso y una tostada con tomate, aceite y ajo. Uno, té de menta y tortilla francesa. Además, por sistema (como en todos los locales), unas aceitunas verdes y negras aliñadas y una botellita de agua fría. No hizo falta repetir nunca la comanda: el camarero la retuvo desde el primer día.
Me encantan los cafés tangerinos, sus cómodas terrazas donde los hombres (rara vez mujeres) ven pasar el tiempo sentados pacientemente durante horas; solos o charlando entre ellos; trabajando incluso, móvil mediante.
Nos atrevimos a ir a la medina. Al zoco, dice Y. Paseamos hasta la Plaza 9 de abril (para ella, todavía la de España). Despacio. Observándolo todo. La Pensión Villa Caruso, por ejemplo, y otras casas que vuelven del pasado. Los exuberantes jardines cerrados, pasto del abandono y del olvido. Los edificios racionalistas que aún conservan su fría elegancia a pesar de las mellas de la desidia.
Nos detuvimos en la casa donde nació Y., en la calle Libertad (Rue Liberté), justo al lado de la citada plaza, la de la puerta Bab el Fahs. Una calle, por cierto tan larga como céntrica, la que va desde la Place de France hasta el Zoco Grande (a medio trayecto, el hotel Minzah); una plaza que enlaza el famoso Boulevard Pasteur (donde está la Librairie des Colonnes) y la Avenue Belgique (donde está la Galería del Cervantes). En su tramo final, que desemboca en esa plaza que hace referencia a la visita, en 1947, de Mohamed V, donde está el Cinéma Rif, esto es, la Cinémathèque de Tánger, huele intensamente a especias. Las que venden en grandes locales abiertos (y hierbas, perfumes, cremas, etc.), como el turístico Palace Herbal.
A pesar de ir por la sombra y de nuestro paso lento, pronto el calor, intenso y húmedo, hizo mella y, tras callejear durante más de dos hora y adquirir, como cualquier turista, unos imanes para los frigoríficos de madres e hijos y unas cajas de té, que compramos en un bakalito (en casa de mi suegra se consume té verde o moruno a diario, como he contado alguna vez, un rito que queda reflejado en el libro que antes cité), salimos agotados del laberinto. A nuestro pesar, es cierto. Hicimos escala en La Española. A ella hace mención Ángel Vázquez, el autor de La vida perra de Juantita Narboni: "de paso me pediste que te trajera de La Española una docena de bizcochitos de plantilla". Aunque los cisnes de merengue, una especie de magdalena de Proust para Y., ya no existan, pudimos degustar sendos tés y aliviar (en mi caso) el sudor (la camisa, empapada) y ese cansancio que los de tierra adentra sentimos cuando la humedad nos ataca sin compasión, de manera inclemente, en las ciudades costeras. Después, el baño en la piscina del hotel fue reconfortante. Qué maravilla. Un sencillo chapuzón, dos brazadas, otras tantas inmersiones y como nuevo.
A las dos y media habíamos quedado para comer en el Consulado de España en Tánger. Invitados por la cónsul, Aurora Díaz-Rato, y su marido, Ignacio. Nos conocimos en Suiza, donde ella fue embajadora de España (en Berna) y más tarde representante permanente de nuestro país ante la Oficina de las Naciones Unidas (en Ginebra), en casa que nuestros amigos Jorge y Christophe tienen en Grandson.
La sede del consulado es espectacular. Una hermosa villa rodeada de árboles y jardines que se compró a un potentado inglés en 1929, si no me equivoco. Mejor que la casa, con estancias palaciegas y una decoración a la altura, fue la conversación, alejada de cualquier atisbo de artificio diplomático. La vida y sus alegres y amargas circunstancias acapararon el grueso de la charla. Con unos anfitriones, eso sí, fuera de lo común.
Sirvieron la comida (salmorejo, cuscús de pollo y helado de limón) en una bonita galería de madera pintada en tono azul que daba a la piscina y a la parte trasera de la mansión, donde se enseñoreaban unas altísimas palmeras dignas de un enclave africano.
El consulado está en el barrio de San Francisco (donde Gaudí llegó a diseñar una iglesia) o de Iberia (por un anuncio que estuvo durante años en lo alto de un edificio de la Plaza Koweit). Allí se levanta la catedral, el Hospital Español y los centros educativos "Severo Ochoa" y "Ramón y Cajal", muy cerca de la Mezquita Mohamed V.
Acordamos reunirnos a las seis en la puerta del hotel para ir caminando hasta la Galería del Cervantes, enfrente del consulado de Francia, a dos pasos del omnipresente Gran Café de París. El aire acondicionado nos recibió a todo trapo. Menos mal. Fui cargado desde Plasencia con una americana azul marino que no llegué a ponerme. Cuando pegunté a la cónsul por el protocolo al respecto, me dijo tajante que nadie esperaba que la llevase puesta y que no era necesaria si no quería deshidratarme apropiadamente vestido. Me acordé de cómo mi abuela Feli le afeaba a mi padre, un año tras otro, que no se pusiera una chaqueta, como el resto, para acudir (como miembro de la asociación de padres) a la fiesta de fin de curso de mi colegio que se celebraban en el Teatro Alkázar. Por una vez, padre, el polo bastó.
La sala acogía, qué suerte, la muestra “Estampas marroquíes (1903-1927)”, del pintor, ilustrador y grafista Mariano Bertuchi Nieto (1884–1955); un clásico, sin duda.
El acto se desarrollo con la sala llena y sin aspavientos. Quiero decir que el director del Cervantes nos fue presentando con sustanciosa brevedad y que fuimos leyendo nuestros poemas por orden alfabético. Se nos dijo que enviáramos cinco. Claro que no todos escribimos poemas líricos y cortos. Los de uno, por ejemplo, ocupaban apenas tres páginas del pulcro y cuidado cuadernillo (con calidad tipográfica e impreso en un papel digno) que se editó para la ocasión. No es el caso de Alba Cid, que compone poemas extensos y narrativos, lo que el irónico Biel Mesquida no se olvidó de comentar a la gallega en cuanto tuvimos en las manos un ejemplar. Medio cuadernillo, vino a decir con la debida gracia, era suyo. Nos reímos los tres. Ella leyó primero. Y muy bien.
Las lecturas de Dalila Fakhri (una joven alta y guapa tocada con hiyab) y Fadma Farras (baja de altura y vivaracha) cautivaron a todos. La primera escribe en árabe y la segunda en amazig o bereber. El alfabeto tifinag de esa lengua impresiona. Como la recitación, puro canto, de los versos de Farras. Y con qué salero los dijo. Aunque Mesquida criticó que leyéramos las traducciones mientras leían las poetas (lo mencionó antes de recitar los suyos en catalán), para no perder la musicalidad de los versos, resultaba muy chocante confrontar lo que oíamos con lo que leíamos, poemas de un alto contenido feminista, algo que no encajaba con la tradición de esa cultura nómada y milenaria. O eso creía uno.
Mesquida, que tiene una voz grave y profunda, advirtió también al comenzar su lectura que no le gustaba que la gente aplaudiera después de cada poema. Con aplausos o sin ellos, volvió a demostrar que la suya es una poesía genuina, que impone su ritmo con independencia de que se sepa catalán o no.
Aziz Tazi, hispanista, profesor en la Universidad de Fez pero formado en la de Valladolid, escribe en español, así que no fui el único en usar la lengua universal que justifica la existencia del Instituto Cervantes. A ser el último estoy acostumbrado desde la infancia (como dedujo Piqueras). Procedí a leer los cinco poemitas que envié en su día y, por aquello de la brevedad y para compensar, añadí uno más, éste un poco más largo. Todos, como expliqué al principio de Más allá, Tánger. Era lo lógico, ya que estaba en la ciudad que inspiró ese libro. Confieso que en algún momento se me quebró la voz, emocionado al evocar pasajes de la vida en ese lugar de mi mujer y de su madre, ellas sí, tanjawis, de adopción o de nacimiento.
Puso la guinda Sheila Blanco que interpretó a capela un par de canciones preciosas. Mejor cierre, imposible. Con todo, aquello duró lo justo: una hora. Nada más peligroso que una melopea liricoide.
No sin saludar a algunos asistentes (la cónsul y su marido, unas poetas malagueñas, un poeta sevillano que vive allí y me recordó que una vez me envió un libro publicado por él en Renacimiento del que no hablé, etc.), nos retiramos a cenar. Todos quedamos en vernos al día siguiente. En la presentación de Matria y en el consiguiente recital, ahora con piano incluido, de Blanco.
Para no variar, cenamos en el jardín del Chellah. En casa, como quien dice. Y pescado, como es natural. En esta ocasión, éramos veintitantos. Sí, tocamos a poco. Se sumaron, con respecto a la noche anterior, directivos de la Fundación Baleària, con su presidente, Ricard Pérez, al frente. Tampoco faltó una persona fundamental en esta historia: Maribel Navarro, alma del Instituto y su coordinadora de Cultura, natural de Larache, a la que ya habíamos saludado en la Galería. Y también, si no recuerdo mal, la jefa de estudios: Asunción Pastor.
Y. y yo hablamos con los más cercanos. Otra vez estábamos sentados en una esquina. Es lo que tienen las mesas largas. Junto al profesor Tazi, que se retiró pronto, a quien nos encontramos al día siguiente desayunando en el cafetín habitual.