19.9.20

Una gramática del dolor

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Tras residir en distintas localidades castellanas y leonesas como profesor de instituto, se jubiló en León, ciudad donde vive y en la que ejerció sus últimos años de docencia.
Poeta ante todo, ha publicado dos novelas: Calle Feria (Premio Ciudad de Salamanca) y Años de mayor cuantía (Premio Tigre Juan de Narrativa y Premio de la Crítica de Castilla y León), algunos ensayos (como Dos poetas de la generación de los 50: Carlos Barral y José Ángel Valente, con José M. Diego), ediciones críticas y antologías (como una de poemas de Antonio Gamoneda para Alianza Editorial), así como distintos libros de reflexiones y notas, una suerte de diarios que por sus características, personalidad y alcance no tiene parangón en nuestras letras. Para qué sirven los charcosLos pormenores y La vida mitigada quedaron reunidos en El murmullo del mundo, unas prosas que completan y complementan su labor poética. En la actualidad, publica sus “anotaciones” en la revista El Cuaderno bajo el título Los cuadernos pálidos; fragmentos de un libro futuro.
Tras publicar Amenaza en la fiestaLa secreta labor de cinco inviernosVida del topoEn familiaEl que desordena Pérdida del ahí, ha dado a la imprenta Este otro orden. Poesía reunida (1979-2016), con introducción de Álvaro Acebes Arias, una obra a la que se suma la plaquette Ciudadanía.
Compañero de estudios salmantinos de los poetas Ángel Campos Pámpano y Luis Javier Moreno, es como ellos un poeta sin grupo, por más que algunos le vinculen al de Valladolid (el de Miguel Casado, Olvido García Valdés, Miguel Suárez, etc.). Por edad pertenece a la Generación de los 80 o de la Democracia, como reconoció Ángel Luis Prieto de Paula al incluirlo en su acreditada antología Las moradas del verbo.
TSS defiende que “un escritor no es una figura social”. Por lo demás, la soledad es el destino de todo poeta con una voz personal, como hace al caso. 
En su informado y pertinente estudio introductorio, lo destaca el también profesor Acebes Arias, que se declara, poniendo las cartas boca arriba, “amigo cercano” de TSS. Su análisis no desmerece por ello, ¿por qué habría de hacerlo?, aunque el uso del tuteo (“La poesía de Tomás...”, “Tomás...”) difumine la debida distancia que tal vez convenga establecer entre quien escribe y quien lee. No es lo que importa, sin duda, ya que el prólogo, como digo, tiene enjundia y demuestra que Acebes Arias conoce bien la poesía que comenta. Que la ha leído con hondura, y eso que no es fácil, lo que acentúa su logro.
Es verdad que esta “labor literaria” es una “de las más sólidas de las últimas décadas” y que “no necesita reivindicación alguna”, por más que esté lejos de estar reconocida en el canon, ese ente tan abstracto como injusto. Es, sí, “dueño de una voz propia y singular”, de “un decir propio, depurado e intenso”. El de alguien que piensa que “escribir es algo incierto que exige apartamiento y penumbra”, como ha escrito en Para qué sirven los charcos. El de alguien que hace suyo lo que dijo Jules Renard, que “la patria llega donde llegan todos los paseos que puedes dar alrededor de tu pueblo”, lo que la hace, por seguir a Torga, más cosmopolita que provinciana. Un mundo llamado calle Feria. Suyo es el verso “Lo lejos y lo cerca son falsas dimensiones”.
Hay en su obra “una apelación a lo cotidiano”, “a lo invisible”, a “la alegría de una vida oculta y el valor de una vida pública”. Está basada en la memoria (la familiar, entre otras) y “descansa en un profundo humanismo”. En pos de la bondad. Su actitud es humanista y ética. 
Pero es en lenguaje donde TSS da la auténtica batalla. Esa es su verdadera lucha. Denodada, constante. Esa es “su enorme responsabilidad”. En su “preocupación por la palabra” radica la razón de ser de su escritura. Y de su vida. Entre el habla y la mudez. Un “ejercicio de depuración de la palabra” que toma de maestros reconocidos como Claudio Rodríguez, Antonio Gamoneda o Aníbal Núñez. De ahí que la “reflexión sobre el trabajo poético” sea una constante en su poesía. 
Entre los frutos que se recogen de esa búsqueda, la “adjetivación insólita”, que no olvida la lección de Pla, pues el adjetivo es, en efecto, “el gran problema de la literatura”.
Es fácil coincidir con Acebes Arias en sus observaciones sobre su musicalidad y de su dominio del “artificio métrico y retórico”, el uso del endecasílabo y el heptasílabo (y, en sus últimos libros, del versículo). También del encabalgamiento, un recurso primordial. Y otra lección del citado Rodríguez, zamorano como él (TSS es miembro del Seminario Permanente que lleva su nombre): que “la palabra significa en la medida que suena”. Por eso es fundamental que el poeta –un ser atento por naturaleza– realice “un acto de escucha”, que es una de las definiciones de poesía que ha acuñado nuestro autor.
Oír y mirar (junto al de la memoria, el de la visión es uno de los dos reinos en los que se constituye en poeta, según Valente), ya que éste “no es sólo quien ve las cosas de una manera diferente, sino también quien las oye del revés
Se fija Acebes Arias también en la importancia que en esta poesía tiene “lo confesional y lo autobiográfico”, pues nada más lejos de su intención que caminar sobre la nada y convertirla en un juego hermético, dizque vanguardista, a base de palabras. No, por decirlo otra vez con Whitman, quien toca este libro, toca a un hombre.
Siete son los que se reúnen aquí, a los que se añade un puñado de poemas “no recogidos en ningún libro”: Accidentales.
Amenaza en la fiesta, ópera prima de TSS, apareció en Salamanca en 1979. En una edición de autor que iba contrapeada con Limitación del vuelo, de su amigo Ezequías Blanco.
Como suele ocurrir en un primer libro de un poeta muy joven, sin contener la voz personal y plena que caracteriza su poesía, se advierte, cuando menos. Lo que sí encierra, como pasa casi siempre, son los temas o las obsesiones (o las limitaciones, que cada cual le dé el nombre que prefiera) que van a figurar en el resto de los libros que escriba. Que ha escrito. “Por donde no debiera / he abierto el laberinto de los años”, comienza. Como para la mayor parte de sus lectores, es la primera vez que leo esta breve entrega con poemas en los que, como decía, aparece la ciudad como motivo, el verano y la casa, el temor (“¿Será la vida así, / un perpetuo miedo...” o “Salvarse, sí, salvarse. ¿Pero cómo?”), las cosas, lo menudo...
Abre La secreta labor de cinco inviernos (del 85, publicado por la Universidad de Salamanca) el poema “Poética de invierno”, donde leemos: “No debo a nadie tanto / como le debo al frío”. Y a la soledad, como Cernuda. El tono es dolorido. Y desesperanzado (“lo que iba a ser el sino / fatigoso del resto de mis días: / arrastrar, arrastrar, arrastrar mucho”). Y melancólico (“es muy triste vivir entre palabras”). En “Historia de una asfixia”, sobre todo. “He dejado de ser”, dice en “Noli me tangere”.
El amor (“Las hábiles arañas del amor / hace ya tiempo que no tejen para mí”), Zamora (“Aquella ciudad, oscura como un trueno”), el tabaco, los aprendizajes, el silencio (“«Mide bien tus palabras» era solo / otra noble razón / de invitarme a callas poquito a poco”)...
En “Comarca levantada a un solo grito”, un largo poema dividido en nueve cantos, leemos: “Que el tiempo sea el olvido” (2), “La memoria es un grifo mal cerrado / donde el pasado vela” (4), “Porque es en la carencia / donde habrá que buscar aquello que perdure” (5), “Con los años, los actos van perdiendo / el sentido” (6), “Mérito de la luz la permanencia” (7), “Pasan muy pronto los años, las horas son las que pasan lentas” (8), “Cómo no va a doler lo que se pierde” (9).
Vida del topo se publicó en Gijón (1992) y en él insiste TSS en “lo menudo” (se usan para los títulos minúsculas), en los “inventarios” estacionales, en los momentos “estivales” y los veladores de verano. Se vislumbran aquí y allá las lecciones aprendidas. De Aníbal Núñez (en “paisaje”), de Gamoneda (“el álbum del placer”: “¡Oh, los sueros tan blancos de la dicha!”). Conmueven “ocho poemas por la intemperie”, una serie que comienza con el poema “(biopsia)”. “Traspasaste el umbral: todo perdido”, escribe. Y: “Pesan las noches / como plomo en las lágrimas”. Y: “Caries y hollín a cambio de mi vida” (un homenaje, supongo, al primer verso del poema “Capricho de Aranjuez”, del novísimo Guillermo Carnero) o “Qué angosto este pasillo y en mi pecho / hay un ruido de células siniestras”. No cabe duda de que la dolorosa experiencia de la enfermedad es capital a la hora de leer (y, en consecuencia, entender) la poesía de TSS.
A todo poeta, como es lógico, se le empieza a leer por un determinado libro (salvo que se haga a través de una antología, y aún así). Según las estadísticas, y si su poesía acaba siendo de tu gusto, suele ser el que al cabo prefieres de él. No sé si fue eso o que, como creo, es el mejor de los suyos (una designación, lo sé, caprichosa e impertinente), pero En familia (Fundación Jorge Guillén, 1994) es uno de esos libros que pueden marcarle a uno como lector.
Su título no engaña. Antes, en un breve prefacio, esta inquietante pregunta: “¿no es todo libro un abismo?”
“Retrato de grupo”, la primera parte, es “un hurgamiento emocional hacia la memoria de mis orígenes”. Y, como pretendía, los poemas y sus protagonistas flotan en una “atmósfera común –turbia y aturdida–”. Parientes (lejanos y cercanos), padres, primas, criadas... Y un poema esencial, mi preferido: “Mi padre se hace viejo”, donde se condensa la forma de decir de TSS que más me gusta. Claridad y misterio al mismo tiempo. Sentimientos y pensamientos al unísono.
En “Antigua persona conocida” encuentro ecos de Ángel González. TSS es un gran lector de los poetas del 50, no se olvide, y el asturiano fue uno de los maestros de Aníbal Núñez, que tanta influencia tuvo en poetas como él, Ángel Campos o Felipe Núñez.
“A solas con la edad y la memoria”, leemos en “Mudanza”.  O: “Es imposible traducir la dicha”, en “El frío del despertar”. Son versos de la segunda parte, “El soñoliento”, donde el sueño vuelve a cobrar protagonismo, igual que en la tercera: “Suertes del sueño”, donde se incluyen “El desvelado” e “Hypnos”.
“En las siete de la mañana”, el cuerpo, otro motivo de reflexión constante en la poesía que comentamos: “Es el cuerpo otra vez, / es el cuerpo que vuelve / a su sesión terrestre”.
Ciudadanía reúne ocho “estampas” y se publicó por primera vez en Lanzarote en 1994 como plaquette. Se une ahora al corpus de su poesía reunida. Son, cosa rara, sonetos, salvo “El hombre tranquilo” (una serie de cuartetos). Sus títulos: “Domésticas”, “Cajeras” (“mujeres ensopadas por la melancolía”)... De nuevo lo cotidiano. Y la melancolía.
El que desordena (Barcelona, 2006) apareció en el catálogo de la extinta DVD y llevaba un prólogo de Eduardo Moga, director de la colección impulsada por el editor Sergio Gaspar.
Es su libro más enrevesado, al menos al principio, “Seguro en la extrañeza”. Busca deliberadamente “la perdición”. Está escrito por “el que se extraña de lo consabido. Y el que desordena”. “Eras el que ofuscas”, dice. El poeta es “el que enciende la lengua”. “La luz de la extrañeza”. Leemos en “Nuevas preocupaciones”: “(la gestión del poeta: rebuscar / por los suelos de la tarde / las palabras desechadas de los hombres)”. El que sabe “que la vida se conjuga en futuro / (aunque sea casi siempre imperfecto)”. El que merodea en torno a la enfermedad y al cuerpo: “Se trata de la carne: nuestra casa inocente”. Porque “Sí, sólo el dolor y el placer / hacen visible al cuerpo”. El que “Para menos morir” escribe: “No hay hora buena para decir la muerte”. Quien, por fin, explica que “cuando escribes te manchas de ti mismo”. “Qué sé yo / pero... / ahora / ha bajado el azar con su misterio”, leemos. Y: “Ya no sé dónde dejar las palabras”.
Pérdida del ahí es el último libro publicado hasta ahora por TSS, en 2016. Una década le separa del anterior, a efectos de edición. “No tengo de mi lado al lenguaje”, escribe, lo que vuelve a dar en el clavo de su esfuerzo por doblegarlo. Se trata de “pelar palabras”. “¿Se pierden siempre / las palabras que olvidamos”, inquiere. Y a su modo responde: “No, no hay palabras retiradas del mundo”. Con todo, “habrá que cantar”. “Pero di todavía”. Aunque precario e insuficiente, el lenguaje es cuanto tenemos. A la reflexión metapoética dedica precisamente “La fruta está quieta”. Apela, con Gamoneda: “Llévame a las palabras escondidas”. “Y resiste”. Define la poesía como lengua de la sombra.  Proclama: “escarbar: el oficio del poeta”. 
En “Las acumulaciones”, Zamora. El río (tan presente en sus anotaciones diarísticas, al evocar sus veranos perdidos), los árboles (“Pasión silenciosa la de los árboles”, “Nadie, nadie sabe a qué suena la voz pasiva de los árboles”). Y un poema ácido y singular: “Maridos”. Y los viajes. A Praga (“Lo que consuela un reloj en la noche”, leemos en “lección de Holan”), Viena...
“Giran las estaciones como las llaves en manos de los tímidos”, dice. Luego recuerda el cuarto aniversario de la muerte de su amigo Pámpano y la de otro amigo, José Diego. Y aparece otra vez la madre y “los niños del verano” y “las manchas y pérdidas” de la vejez y la vergüenza y el sueño, la noche y el insomnio... “Su corazón / era un polígono asustado”, declara. La poesía, en suma, ese “hermoso desentono”. 
Cierra el volumen Accidentales. Poemas exentos, sin libro, “reunidos en conjunta extrañeza”. Ahí, El Burgo de Osma, donde vivió unos años. Y Luis Javier Moreno, amigo del alma, protagonista de “Otra carta perdida”. Y el verano, necesidad y obsesión, que “viene a por ti”. Como viene, y concluyo, toda la poesía de TSS hacia nosotros, “ahora sí, ahora sí”. Para quedarse, como se dice vulgarmente. Esta edición ejemplar lo propicia. Ya no hay excusas para que cualquier lector exigente de poesía pueda disfrutarla.

Tomás Sánchez Santiago
Editorial Dilema, Madrid, 2019. 507 páginas. 

Nota: Este reseña se publicó en el número 147 de la revista Clarín