Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora
en 1957. Tras residir en distintas localidades castellanas y leonesas como
profesor de instituto, se jubiló en León, ciudad donde vive y en la que ejerció
sus últimos años de docencia.
Poeta ante todo, ha publicado dos
novelas: Calle Feria (Premio Ciudad de Salamanca) y Años
de mayor cuantía (Premio Tigre Juan de Narrativa y Premio de la
Crítica de Castilla y León), algunos ensayos (como Dos poetas de la
generación de los 50: Carlos Barral y José Ángel Valente, con José M. Diego),
ediciones críticas y antologías (como una de poemas de Antonio Gamoneda para
Alianza Editorial), así como distintos libros de reflexiones y notas, una
suerte de diarios que por sus características, personalidad y alcance no tiene
parangón en nuestras letras. Para qué sirven los charcos, Los
pormenores y La vida mitigada quedaron reunidos
en El murmullo del mundo, unas prosas que completan y complementan
su labor poética. En la actualidad, publica sus “anotaciones” en la
revista El Cuaderno bajo el título Los cuadernos
pálidos; fragmentos de un libro futuro.
Tras publicar Amenaza en la fiesta, La
secreta labor de cinco inviernos, Vida del topo, En
familia, El que desordena y Pérdida del ahí,
ha dado a la imprenta Este otro orden. Poesía reunida (1979-2016),
con introducción de Álvaro Acebes Arias, una obra a la que se suma la plaquette
Ciudadanía.
Compañero de estudios salmantinos de los
poetas Ángel Campos Pámpano y Luis Javier Moreno, es como ellos un poeta sin
grupo, por más que algunos le vinculen al de Valladolid (el de Miguel Casado,
Olvido García Valdés, Miguel Suárez, etc.). Por edad pertenece a la Generación
de los 80 o de la Democracia, como reconoció Ángel Luis Prieto de Paula al
incluirlo en su acreditada antología Las moradas del verbo.
TSS defiende que “un escritor no es una
figura social”. Por lo demás, la soledad es el destino de todo poeta con una
voz personal, como hace al caso.
En su informado y pertinente estudio
introductorio, lo destaca el también profesor Acebes Arias, que se declara,
poniendo las cartas boca arriba, “amigo cercano” de TSS. Su análisis no
desmerece por ello, ¿por qué habría de hacerlo?, aunque el uso del tuteo (“La
poesía de Tomás...”, “Tomás...”) difumine la debida distancia que tal vez
convenga establecer entre quien escribe y quien lee. No es lo que importa, sin
duda, ya que el prólogo, como digo, tiene enjundia y demuestra que Acebes Arias
conoce bien la poesía que comenta. Que la ha leído con hondura, y eso que no es
fácil, lo que acentúa su logro.
Es verdad que esta “labor literaria” es
una “de las más sólidas de las últimas décadas” y que “no necesita
reivindicación alguna”, por más que esté lejos de estar reconocida en el canon,
ese ente tan abstracto como injusto. Es, sí, “dueño de una voz propia y
singular”, de “un decir propio, depurado e intenso”. El de alguien que piensa
que “escribir es algo incierto que exige apartamiento y penumbra”, como ha
escrito en Para qué sirven los charcos. El de alguien que hace suyo
lo que dijo Jules Renard, que “la patria llega donde llegan todos los paseos
que puedes dar alrededor de tu pueblo”, lo que la hace, por seguir a Torga, más
cosmopolita que provinciana. Un mundo llamado calle Feria. Suyo es el verso “Lo
lejos y lo cerca son falsas dimensiones”.
Hay en su obra “una apelación a lo
cotidiano”, “a lo invisible”, a “la alegría de una vida oculta y el valor de
una vida pública”. Está basada en la memoria (la familiar, entre otras) y “descansa
en un profundo humanismo”. En pos de la bondad. Su actitud es humanista y ética.
Pero es en lenguaje donde TSS da la auténtica
batalla. Esa es su verdadera lucha. Denodada, constante. Esa es “su enorme
responsabilidad”. En su “preocupación por la palabra” radica la razón de ser de
su escritura. Y de su vida. Entre el habla y la mudez. Un “ejercicio de
depuración de la palabra” que toma de maestros reconocidos como Claudio
Rodríguez, Antonio Gamoneda o Aníbal Núñez. De ahí que la “reflexión sobre el
trabajo poético” sea una constante en su poesía.
Entre los frutos que se recogen de esa
búsqueda, la “adjetivación insólita”, que no olvida la lección de Pla, pues el
adjetivo es, en efecto, “el gran problema de la literatura”.
Es fácil coincidir con Acebes Arias en
sus observaciones sobre su musicalidad y de su dominio del “artificio métrico y
retórico”, el uso del endecasílabo y el heptasílabo (y, en sus últimos libros, del
versículo). También del encabalgamiento, un recurso primordial. Y otra lección del
citado Rodríguez, zamorano como él (TSS es miembro del Seminario Permanente que
lleva su nombre): que “la palabra significa en la medida que suena”. Por eso es
fundamental que el poeta –un ser atento por naturaleza– realice “un acto de
escucha”, que es una de las definiciones de poesía que ha acuñado nuestro
autor.
Oír y mirar (junto al de la memoria, el
de la visión es uno de los dos reinos en los que se constituye en poeta, según
Valente), ya que éste “no es sólo quien ve las cosas de una manera diferente,
sino también quien las oye del revés”
Se fija Acebes Arias también en la
importancia que en esta poesía tiene “lo confesional y lo autobiográfico”, pues
nada más lejos de su intención que caminar sobre la nada y convertirla en un
juego hermético, dizque vanguardista, a base de palabras. No, por decirlo otra
vez con Whitman, quien toca este libro, toca a un hombre.
Siete son los que se reúnen aquí, a los
que se añade un puñado de poemas “no recogidos en ningún libro”: Accidentales.
Amenaza en la fiesta, ópera prima de TSS, apareció en
Salamanca en 1979. En una edición de autor que iba contrapeada con Limitación
del vuelo, de su amigo Ezequías Blanco.
Como suele ocurrir en un primer libro de
un poeta muy joven, sin contener la voz personal y plena que caracteriza su
poesía, se advierte, cuando menos. Lo que sí encierra, como pasa casi siempre,
son los temas o las obsesiones (o las limitaciones, que cada cual le dé el
nombre que prefiera) que van a figurar en el resto de los libros que escriba.
Que ha escrito. “Por donde no debiera / he abierto el laberinto de los años”,
comienza. Como para la mayor parte de sus lectores, es la primera vez que leo esta
breve entrega con poemas en los que, como decía, aparece la ciudad como motivo,
el verano y la casa, el temor (“¿Será la vida así, / un perpetuo miedo...” o “Salvarse,
sí, salvarse. ¿Pero cómo?”), las cosas, lo menudo...
Abre La secreta labor de cinco
inviernos (del 85, publicado por la Universidad de Salamanca) el poema
“Poética de invierno”, donde leemos: “No debo a nadie tanto / como le debo al
frío”. Y a la soledad, como Cernuda. El tono es dolorido. Y desesperanzado (“lo
que iba a ser el sino / fatigoso del resto de mis días: / arrastrar, arrastrar,
arrastrar mucho”). Y melancólico (“es muy triste vivir entre palabras”). En “Historia
de una asfixia”, sobre todo. “He dejado de ser”, dice en “Noli me tangere”.
El amor (“Las hábiles arañas del amor /
hace ya tiempo que no tejen para mí”), Zamora (“Aquella ciudad, oscura como un
trueno”), el tabaco, los aprendizajes, el silencio (“«Mide bien tus
palabras» era solo / otra noble razón / de invitarme a callas poquito a poco”)...
En “Comarca levantada a un solo grito”,
un largo poema dividido en nueve cantos, leemos: “Que el tiempo sea el olvido”
(2), “La memoria es un grifo mal cerrado / donde el pasado vela” (4), “Porque
es en la carencia / donde habrá que buscar aquello que perdure” (5), “Con los
años, los actos van perdiendo / el sentido” (6), “Mérito de la luz la
permanencia” (7), “Pasan muy pronto los años, las horas son las que pasan
lentas” (8), “Cómo no va a doler lo que se pierde” (9).
Vida del topo se publicó en Gijón (1992) y en él
insiste TSS en “lo menudo” (se usan para los títulos minúsculas), en los “inventarios”
estacionales, en los momentos “estivales” y los veladores de verano. Se
vislumbran aquí y allá las lecciones aprendidas. De Aníbal Núñez (en “paisaje”),
de Gamoneda (“el álbum del placer”: “¡Oh, los sueros tan blancos de la dicha!”).
Conmueven “ocho poemas por la intemperie”, una serie que comienza con el poema “(biopsia)”.
“Traspasaste el umbral: todo perdido”, escribe. Y: “Pesan las noches / como
plomo en las lágrimas”. Y: “Caries y hollín a cambio de mi vida” (un homenaje,
supongo, al primer verso del poema “Capricho de Aranjuez”, del novísimo Guillermo
Carnero) o “Qué angosto este pasillo y en mi pecho / hay un ruido de células
siniestras”. No cabe duda de que la dolorosa experiencia de la enfermedad es
capital a la hora de leer (y, en consecuencia, entender) la poesía de TSS.
A todo poeta, como es lógico, se le
empieza a leer por un determinado libro (salvo que se haga a través de una
antología, y aún así). Según las estadísticas, y si su poesía acaba siendo de
tu gusto, suele ser el que al cabo prefieres de él. No sé si fue eso o que,
como creo, es el mejor de los suyos (una designación, lo sé, caprichosa e
impertinente), pero En familia (Fundación Jorge Guillén, 1994) es
uno de esos libros que pueden marcarle a uno como lector.
Su título no engaña. Antes, en un breve
prefacio, esta inquietante pregunta: “¿no es todo libro un abismo?”
“Retrato de grupo”, la primera parte, es
“un hurgamiento emocional hacia la memoria de mis orígenes”. Y, como pretendía,
los poemas y sus protagonistas flotan en una “atmósfera común –turbia y
aturdida–”. Parientes (lejanos y cercanos), padres, primas, criadas... Y un
poema esencial, mi preferido: “Mi padre se hace viejo”, donde se condensa la
forma de decir de TSS que más me gusta. Claridad y misterio al mismo tiempo.
Sentimientos y pensamientos al unísono.
En “Antigua persona conocida” encuentro
ecos de Ángel González. TSS es un gran lector de los poetas del 50, no se
olvide, y el asturiano fue uno de los maestros de Aníbal Núñez, que tanta
influencia tuvo en poetas como él, Ángel Campos o Felipe Núñez.
“A solas con la edad y la memoria”,
leemos en “Mudanza”. O: “Es imposible traducir la dicha”, en “El frío del
despertar”. Son versos de la segunda parte, “El soñoliento”, donde el sueño
vuelve a cobrar protagonismo, igual que en la tercera: “Suertes del sueño”, donde
se incluyen “El desvelado” e “Hypnos”.
“En las siete de la mañana”, el cuerpo, otro
motivo de reflexión constante en la poesía que comentamos: “Es el cuerpo otra
vez, / es el cuerpo que vuelve / a su sesión terrestre”.
Ciudadanía reúne ocho “estampas” y se publicó
por primera vez en Lanzarote en 1994 como plaquette. Se une ahora
al corpus de su poesía reunida. Son, cosa rara, sonetos, salvo “El hombre
tranquilo” (una serie de cuartetos). Sus títulos: “Domésticas”, “Cajeras” (“mujeres
ensopadas por la melancolía”)... De nuevo lo cotidiano. Y la melancolía.
El que desordena (Barcelona, 2006) apareció en el catálogo
de la extinta DVD y llevaba un prólogo de Eduardo Moga, director de la
colección impulsada por el editor Sergio Gaspar.
Es su libro más enrevesado, al menos al
principio, “Seguro en la extrañeza”. Busca deliberadamente “la perdición”. Está
escrito por “el que se extraña de lo consabido. Y el que desordena”. “Eras el
que ofuscas”, dice. El poeta es “el que enciende la lengua”. “La luz de la
extrañeza”. Leemos en “Nuevas preocupaciones”: “(la gestión del poeta: rebuscar
/ por los suelos de la tarde / las palabras desechadas de los hombres)”. El que
sabe “que la vida se conjuga en futuro / (aunque sea casi siempre imperfecto)”.
El que merodea en torno a la enfermedad y al cuerpo: “Se trata de la carne:
nuestra casa inocente”. Porque “Sí, sólo el dolor y el placer / hacen visible
al cuerpo”. El que “Para menos morir” escribe: “No hay hora buena para decir la
muerte”. Quien, por fin, explica que “cuando escribes te manchas de ti mismo”. “Qué
sé yo / pero... / ahora / ha bajado el azar con su misterio”, leemos. Y: “Ya no
sé dónde dejar las palabras”.
Pérdida del ahí es el último libro publicado hasta
ahora por TSS, en 2016. Una década le separa del anterior, a efectos de edición.
“No tengo de mi lado al lenguaje”, escribe, lo que vuelve a dar en el clavo de
su esfuerzo por doblegarlo. Se trata de “pelar palabras”. “¿Se pierden siempre
/ las palabras que olvidamos”, inquiere. Y a su modo responde: “No, no hay
palabras retiradas del mundo”. Con todo, “habrá que cantar”. “Pero di todavía”.
Aunque precario e insuficiente, el lenguaje es cuanto tenemos. A la reflexión
metapoética dedica precisamente “La fruta está quieta”. Apela, con Gamoneda: “Llévame
a las palabras escondidas”. “Y resiste”. Define la poesía como lengua
de la sombra. Proclama: “escarbar: el oficio del poeta”.
En “Las acumulaciones”, Zamora. El río
(tan presente en sus anotaciones diarísticas, al evocar sus veranos perdidos),
los árboles (“Pasión silenciosa la de los árboles”, “Nadie, nadie sabe a qué
suena la voz pasiva de los árboles”). Y un poema ácido y singular: “Maridos”. Y
los viajes. A Praga (“Lo que consuela un reloj en la noche”, leemos en “lección
de Holan”), Viena...
“Giran las estaciones como las llaves en
manos de los tímidos”, dice. Luego recuerda el cuarto aniversario de la muerte
de su amigo Pámpano y la de otro amigo, José Diego. Y aparece otra vez la madre
y “los niños del verano” y “las manchas y pérdidas” de la vejez y la vergüenza
y el sueño, la noche y el insomnio... “Su corazón / era un polígono asustado”,
declara. La poesía, en suma, ese “hermoso desentono”.
Cierra el volumen Accidentales.
Poemas exentos, sin libro, “reunidos en conjunta extrañeza”. Ahí, El Burgo de
Osma, donde vivió unos años. Y Luis Javier Moreno, amigo del alma, protagonista
de “Otra carta perdida”. Y el verano, necesidad y obsesión, que “viene a por ti”.
Como viene, y concluyo, toda la poesía de TSS hacia nosotros, “ahora sí, ahora
sí”. Para quedarse, como se dice vulgarmente. Esta edición ejemplar lo
propicia. Ya no hay excusas para que cualquier lector exigente de poesía pueda
disfrutarla.
Tomás Sánchez Santiago
Editorial Dilema, Madrid, 2019. 507 páginas.
Nota: Este reseña se publicó en el número 147 de la revista Clarín.