Incordiantes razones que no vienen al caso me impidieron, como tenía pensado, escribir algo a propósito de mi jubilación, lo que sí hizo en su muro de Facebook Carlos Medrano, un detalle fraterno que le agradezco. Mi intención era haberlo publicarlo el día 1, como hizo mi amigo, el primero de esta nueva realidad, pero, ya digo, no pudo ser. Jubilarse es, aunque ordinario, uno de esos hechos decisivos, o eso dicen, en la vida de cualquiera. De cualquiera que haya trabajado algunos años y sobreviva para poder hacerlo. Han sido cuarenta cotizados, para ser exactos, de ellos treinta y cinco en la administración pública. Primero como maestro nacional, así se llamaba cuando ingresé por oposición en el Cuerpo; luego, como profesor de EGB y, por fin, como maestro de Primaria. De funcionario del Estado (un término que detesto cada día más, ensuciado por unos y por otros) a funcionario (transferido) de la Junta de Extremadura. Cosas de la descosida España autonómica.
A pesar de reunir las condiciones necesarias para retirarme, quería seguir en la escuela. Ya lo hice el curso pasado, cuando los plazos se habían cumplido a mi favor. Me gustaba mi trabajo, el horario era llevadero, los muchachinos eran cómplices necesarios y tenía unos compañeros excelentes. Ah, y tenía el colegio a cuatro pasos de casa. Pero llegó el coronavirus y la pandemia y el teletrabajo y las videoconferencias y el infame papeleo burocrático y mis expectativas cambiaron radicalmente. Así no, me dije. Por respeto a mis alumnos y a mí mismo. Esa presunta normalidad servirá para otras profesiones y otras tareas, pero no para la de enseñante. De niños, matizo.
Al fondo, crecía la amenaza de cambios en la ley. Ante la duda...
Reconozco que mi educación católica (y el pequeño moralista que, a su pesar, uno lleva dentro) me hace sentir culpable por no estar a las duras junto a mis compañeros en esta anómala y hasta peligrosa situación. No puedo evitarlo. Tampoco puedo ocultar que me siento aliviado, y no sólo por mi hipocondría. A mis antiguos compañeros les deseo lo mejor. Salud, sobre todo. Y santa paciencia. Profesionalidad y valía les sobra. Los muchachinos saldrán adelante, seguro.
Por lo demás, a diferencia de otros, metódico y rutinario como soy, carezco de planes de futuro. He vivido siempre sin ellos. Ni en lo personal (por seguir con los tópicos jubilares, esto no ha empezado demasiado bien) ni en lo literario. La poesía, a diferencia de la prosa, es muy suya y sopla cuando quiere y le viene en gana, poco importa que tengas o no tiempo. La crítica es otra cosa, por más que me haya impuesto la máxima contención. Está uno muy cansado de leer para escribir acerca de lo leído, la verdad. Una cosa es leer lápiz en mano, una judía costumbre, y otra tomando notas para la reseña posterior, lo que no deja de ser un tanto enojoso. De las pilas de libros que aguardan, mejor no hablo, aunque si de algo no reniego en esta nueva vida, y en cualquiera, es de la lectura.
Me gustaría viajar, pandemia mediante, como a cualquier pensionista que se precie, pero me temo que lo del Inserso ya no funciona. En la liga del Cervantes (viajes para escritores) se puede afirmar que nunca he jugado. Espero, en fin, seguir con los paseos, que no dejan de ser pequeñas excursiones asequibles y provincianas. Sí, día a día. Paso a paso. Mañana...
Nota: La fotografía es de Javier Juanals Castro, mi antiguo director, y está realizada en un aula del colegio Alfonso VIII de Plasencia.