Simón Viola (La Codosera, Badajoz, 1955), doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Extremadura, es uno de los más conspicuos estudiosos de la literatura escrita por extremeños y, hasta su reciente jubilación, profesor del Colegio Claret de Don Benito. Desde 2002, codirige el Aula Literaria Guadiana (de la Asociación de Escritores Extremeños) y fue coordinador durante años de un taller de escritura. Desde 2009, mantiene un blog: Notas al margen. Es autor, entre otros, de los libros: Medio siglo de
literatura en Extremadura, La narración
corta en Extremadura. Siglos XIX y XX, Ficciones. La narración corta en Extremadura a finales de siglo, Cuentos extremeños de la generación de fin
de siglo, Literatura en Extremadura.
1984-2009. Vol. II. Narrativa y Periferias.
Ensayos sobre literatura extremeña del siglo XX. También ha editado obras de Reyes Huertas, Francisco Valdés, Manuel Monterrey, Felipe Trigo, López Prudencio o Santiago Castelo.
Nos sorprende ahora con un libro de creación, Fronteras, muy bien editado por el Departamento de Publicaciones de la Diputación de Badajoz que dirige la sin par Antonieta Benítez.
Tras cuatro epígrafes bien elegidos (de Hesiodo, Cercas, Peixoto y Landero), nos explica en la "Nota del autor" que el volumen no sólo reúne textos suyos, sino que incorpora páginas (no demasiadas, a veces sólo párrafos) de su padre, su madre y su hermana. No obstante, la unidad de tono está del todo conseguida. La voz predominante es una y en ella estriba uno de los principales valores del libro.
Estas memorias, que no quiere que sean ni una elegía ni un homenaje, sólo "el pago de una deuda tal vez, el voluntarioso recuerdo de una vida y un mundo atractivos por su belleza intrínseca pero también por su caducidad", recrean, sí, con una intensidad y una precisión dignas de elogio, la dura existencia de sus antepasados: los campesinos extremeños de los que Viola desciende, que vivieron durante el siglo pasado en la frontera más antigua del mundo, La Raya, esa línea imaginaria que nunca fue capaz de separar a los españoles del lado de acá y a los portugueses del de allá, entre otras razones porque eran, más allá de los oficiales documentos de identidad, tanto lo uno como lo otro. Incluso en su lengua, mezcla del castellano y del portugués, como se puede constatar en este libro. Explica el muy citado Marc Badal (el de Vidas a la intemperie) que "somos los descendientes del campesinado. En sentido figurado y literal. Provenimos de un mundo que no hemos conocido y serán otros quienes nos cuenten cómo era. Los campesinos no pueden hacerlo. Han desaparecido y nunca escribieron su historia. Vivimos en el mundo que crearon. No podemos dar un solo paso sin pisar el resultado de su trabajo. Tampoco abrir los ojos sin ver el trazo de su huella. Una obra que es todo lo que nos rodea. Todo aquello que pensamos que es tan nuestro por el hecho de estar ahí. De toda la vida". Antes de que sea demasiado tarde, alguien debería fijar esas vivencias. Porque olvidamos. Porque tarde o temprano, si no lo han hecho ya, van a desaparecer. Ese es el noble empeño de este arraiano de corazón. Con todo, lo más llamativo no es tanto lo que cuenta (y con qué landeriano jeito, ese "dar lo máximo de uno mismo en lo mínimo que hace"), con ser de inestimable interés (más para urbanitas como uno), sino cómo está escrito. Desconocía esta virtud del autor al que, sin embargo, tanto hemos leído en su faceta crítica. Que nadie se llame a engaño, esto es literatura. Más que un simple ejercicio memorístico de un aficionado con pretensiones o el producto de un espabilado que quiere aprovechar la moda de la España vacía.
Me resulta peculiar el uso de la tercera persona para relatar su testimonio. Le distancia de los hechos, es cierto, por más que la verosimilitud se imponga. Se nota a las claras que es más que un mero testigo.
Con la imprevista muerte del padre comienza la narración. Se puede decir que es el verdadero protagonista de cuanto sucede, y ocurren muchas cosas. Viene después la minuciosa descripción del territorio en el que se desarrolla el relato. Porque "los campesinos no poseen -según Badal- una conciencia estética de la naturaleza". Porque "no veían el paisaje". En el centro, Valdecerillos, la finca de los primeros años del autor y ahora de su propiedad. Y al lado, Alburquerque. Y La Codosera, por supuesto. Más adelante, a la busca de una vida mejor, la familia se irá a vivir a La Roca de la Sierra. En esas tierras apartadas, lejos de todo, en medio de ninguna parte, un mundo. Con sus nacimientos, bodas, bailes, cantos, labores... Con abuelos, padres, madres, hermanos, tíos y primos, paisanos... Y el contrabando y los guardinhas y los guardias civiles. Las faenas agrícolas y las ganaderas. Y la caza. Las leyendas, las supersticiones, las curanderas... Los árboles (léase el capítulo "Los olivos), los pájaros y otros animales (los perros, sobre todo), las plantas... Los trabajos y los días, en suma.
También, entre personajes y anécdotas, entre la realidad y la magia, entre recuerdos y olvidos, la vida de un muchacho que se vio obligado a estudiar en un internado emeritense y que terminó el bachillerato en Badajoz. El hijo de unos padres (desde el 60 y ya en un pueblo, tenderos, aunque nunca abandonaran del todo las ocupaciones del campo) empeñados en que la dura supervivencia de alguien llamado a ser campesino trocara en algo distinto.
"Fronteras" se titula un capítulo esencial del libro en el que un judío bautizado, o marrano, huye con los suyos desde Alburquerque a Portalegre, "cruzando con ello dos fronteras, una geográfica y otra religiosa". Ese ha sido nuestro sino.
"Imágenes" es el capítulo final que termina con unas palabras de Moreno Villa sobre otro paisano, Díez-Canedo, que Viola emplea para definir a su propio padre: "Fue jovial, animoso y poeta, jugó limpio, vivió en impecable lealtad y ponderación, no dejó un solo enemigo". Qué orgulloso estaría de su hijo si hubiera podido leer este libro tan áspero como delicioso. Sin duda, en él vive.