Sin eme
final, sí, y no como el conocido emporio turístico levantino. Me refiero al
ventorro que se levantó junto al charco
del río Jerte que, desde principios de los años sesenta del siglo pasado, lleva
ese nombre. Allí descubrió uno el verano y los baños, acaso lo mejor de esa
temporada en la que priman el tedio y la indolencia. Hablo, claro está, de la
infancia, verdadera patria del hombre, según Rilke. Y de esa edad, los veranos,
donde acaso hayamos sido casi todos más felices. Veranos interminables, que
duraban, a la manera de Bergson, más que todo el resto del año junto, ajenos a las
obligaciones escolares y al clima adverso que acortaban sobremanera cualquier
atisbo de dicha.
Eso fue
antes de que aparecieran en escena las piscinas y el benemérito 600, al menos en mi casa. El que nos
permitió veranear en playas del sur, como Punta Umbría (y sus malditos
mosquitos) o del norte, como Villagarcía de Arosa (y sus estupendos mariscos). No
era comparable coronar con el seína la
Cuesta de la Media Fanega que las Portillas del Padornelo y de la Canda, pero
algo une ese hecho épico: los mareos, cruz que desde temprano me ha acompañado
cada vez que me he subido a un coche o a cualquier otro vehículo (incluido el
tren) que conduzca otro.
Aunque
a Benidor, fundado por un señor al
que apodaban El Cordobés por su
parecido con el torero del salto de la rana, subía un autocar los domingos, mis
padres, mi hermano Fernando y yo íbamos en el Dos Caballos gris, versión furgoneta, de don Benedicto Izquierdo
Conde, Bene, amigo y jefe de mi
padre, al que éste llevaba alguna de las contabilidades de su pluriempleo. A la
expedición hay que agregar a sus hijos (dos o tres, según) y, cómo no, la
sandía, que recuerdo rodando por el suelo a lo largo del viaje. Como a la Nacional
110 Plasencia-Soria (Benidor está en
el kilómetro 20) no le faltaban numerosas curvas y el coche tenía una
suspensión, digamos, blandita, es fácil suponer en qué grado de descomposición llegaba
uno al ameno paraje. Ni siquiera el descubrimiento del cancho de Napoleón (por
el parecido, decían), invariable acertijo del enojoso camino, lograba evadirme
de mi estado de postración a causa del revoltijo.
Al
llegar, lo primero era ocupar la mesa (con forma de rueda de molino) donde
pasaríamos el día, bajo un frondoso emparrado. Los habituales siempre iban a
parar a los mismos sitios, que se respetaban, o eso supongo. Me parece estar
viendo, sobre el mirador que da al charco,
a la familia Bayle, pongo por caso, y justo debajo, durante horas y horas y sin
protección, a mi madrina tomando el sol.
Domingueros
de pro ―para los días laborables estaba La
Trucha o La Isla―, nuestra jornada particular era tan previsible como la
vida de entonces. Porque era un río, el fondo era de rollos. Para eso estaban
las sandalias cangrejeras. Para no
quemarnos, la Nivea. Y para no
ahogarnos, flotadores. La vigilancia de los padres era intensiva y los baños,
cortos.
Tras
pasar por el bar para comprar el vino y la gaseosa, comíamos. No faltaba la
ensaladilla rusa, el pisto de tomate, la tortilla de patatas, los filetes
empanados y las croquetas de huevo, especialidad de mi madre. Y la bien rodada
sandía, por supuesto, que antes había permanecido en el agua del río para que
se refrescara.
Lo peor
del día era la siesta. Con diferencia. Tres eternas horas de digestión minaban
la paciencia de cualquiera. Tanto que, cuando ya era posible bañarse, las ganas
eran pocas o ninguna, más si tenemos en cuenta que sobre el charco había caído
ya la sombra. Matábamos en tiempo jugando. Y recogiendo moras de los zarzales
que había en la carretera que subía a El Torno, por encima del significativo
puente que domina el lugar y desde el que se tiraban los muchachos más atrevidos
y algunos mozos del pueblo. Nos encantaba ver el charco desde lo alto (y a
Carballo buceando con el pincho), entrar en la garita que aún se conservaba e
imaginar nuestros saltos futuros.
Una
merienda-cena cerraba la larga jornada veraniega. Al anochecer, con la fresca, recogíamos.
A la altura del Regino (otro célebre ventorro
de la época, en el kilómetro 15), ya había olvidado uno los buenos ratos pasados
y se disponía a abordar con la debida resignación el resto del accidentado
trayecto. En casa nos esperaba otra tórrida noche placentina.
Nota: Este artículo inauguró la serie "Cerca de aquí. Estampas de estío", del diario HOY, el pasado 1 de agosto. El dibujo que lo ilustra es obra de mi primo Luis Ramón Valverde Lorenzo, profesor y arquitecto.