"En mi casa no entran libros, no me gustan los libros, prefiero leer en el libro abierto que es el corazón del hombre". Esta frase entre lírica y lapidaria ha sido pronunciada por uno de los más genuinos representantes de la música hispana, Julio Iglesias. La ha recogido y comentado en su bitácora el poeta sevillano Enrique Baltanás. Lo ha hecho sin acritud, que diría otro sevillí, éste del mundo de la política. Opino, como aquél, que la cosa no es para rasgarse las vestiduras. Ya he dicho y repetido que uno, que defiende sin tapujos los libros y la lectura, lo hace sin ningún afán proselitista. Con el humilde convencimiento, sí, de que leer proporciona un placer y una intensidad añadidos que la vida común se merece y, en consecuencia, los mortales que pasamos por ella con más pena que gloria. No menos convencido, como ha recordado Steiner, de que leer no nos hace necesariamente mejores seres humanos. Suele sacar a colación el ejemplo de los nazis, capaces de leer un sublime poema de Rilke y a continuación ponerse, como si tal cosa, a gasear judíos. Muy leído era, al parecer, nuestro anterior presidente del gobierno y, salvando las distancias, no le tembló el pulso a la hora de embarcarnos en una guerra atroz e ilegal que es lo que no hubiera hecho, a mi modesto modo de ver, una buena persona.
“El saber (y el sentir), dice Baltanás, no se transmite sólo a través de los libros”. Estoy de acuerdo, faltaría más, aunque como reconoce en su reflexión sobre las palabras del insigne autor de Gwendoline, “no concibo una vida sin libros, no podría habitar una casa que no estuviese atestada de estantes rebosantes de libros”. Vamos, lo que podría decir cualquier letraherido, más de esos viciosos hasta el extremo, de los que no se contentan con leerlos sino que además los escriben. Y sin embargo no es el caso de todos. Miren lo que ha dicho a su paso por Badajoz, el polígrafo José Antonio Ramírez Lozano, quien después de jactarse de que este año ha publicado cinco libros (luego dicen del pobre Trapiello), y al preguntarle por el que estaba leyendo, ha dicho que ninguno, que él escribe. Matizó que “se hace mucha publicidad de la lectura y muy poca de la escritura”. De un plumazo tiró por tierra los famosos versos de Borges y, cómo no, esas teorías (a buen seguro caducas) de que es imposible escribir (bien, preciso) si antes no se ha leído. Y mucho. Por eso, bien está que él ya no lo haga (acaso porque, como dice un malvado amigo común, se limita a leerse a sí mismo), pero que recomiende eso a sus alumnos es, cuando menos, una temeridad.
Como en el caso de su colega artístico, tampoco me escandalizan las declaraciones del de Nogales. Al fin y al cabo, para escribir tantos libros y ganar tantos premios es imposible dedicar tiempo a otra cosa, la lectura inclusive.
A éstos y a otros les parecen inservibles las campañas de fomento de la lectura. Algo parecido le debe ocurrir al director de la Biblioteca “Bartolomé J. Gallardo” de Badajoz, Feliciano Correa, pues en su artículo de la semana pasada, a pesar de ponderar los esfuerzos realizados en los últimos tiempos en ese terreno (de los que él mismo es partícipe), venía a decir que, hagamos lo que hagamos, estamos condenados a seguir siendo los últimos en lo que a los índices de lectura se refiere. ¡Menudo panorama!
Menos pesimista se mostraba hace unos días Santiago Cambero, otro columnista de HOY que recalaba en el mismo tema.
En Mérida, otro amigo, Juan Manuel de Prada, arremetía también contra las dichosas campañas al tiempo que reconocía lo que aquí se estaba haciendo. Será, supongo, porque esto no es comparable a lo que se limitan a hacer por ahí fuera. Ay, las excepciones.
Recuerdo que uno de los objetivos básicos del Plan destinado a su fomento era que el de la lectura fuera un asunto que apareciera en la radio, en la televisión y en los periódicos, como un paso previo, pero necesario, a su presencia en las conversaciones habituales de la gente. Visto lo visto y leído lo leído, eso ya ha empezado a ocurrir. Bienvenida sea pues la controversia, la discrepancia y el debate. Después, quien quiera leer que lea. Con una salvedad: que el que quiera, pueda. Y que lo haga sin demasiados problemas. Que al menos no tenga que enfrentarse con los que nos han lastrado durante siglos y nos han llevado a la penosa situación de la que, sin duda, ya hemos empezado a salir. Mal que les pese a los agoreros.
HOY, 11 de junio de 2005“El saber (y el sentir), dice Baltanás, no se transmite sólo a través de los libros”. Estoy de acuerdo, faltaría más, aunque como reconoce en su reflexión sobre las palabras del insigne autor de Gwendoline, “no concibo una vida sin libros, no podría habitar una casa que no estuviese atestada de estantes rebosantes de libros”. Vamos, lo que podría decir cualquier letraherido, más de esos viciosos hasta el extremo, de los que no se contentan con leerlos sino que además los escriben. Y sin embargo no es el caso de todos. Miren lo que ha dicho a su paso por Badajoz, el polígrafo José Antonio Ramírez Lozano, quien después de jactarse de que este año ha publicado cinco libros (luego dicen del pobre Trapiello), y al preguntarle por el que estaba leyendo, ha dicho que ninguno, que él escribe. Matizó que “se hace mucha publicidad de la lectura y muy poca de la escritura”. De un plumazo tiró por tierra los famosos versos de Borges y, cómo no, esas teorías (a buen seguro caducas) de que es imposible escribir (bien, preciso) si antes no se ha leído. Y mucho. Por eso, bien está que él ya no lo haga (acaso porque, como dice un malvado amigo común, se limita a leerse a sí mismo), pero que recomiende eso a sus alumnos es, cuando menos, una temeridad.
Como en el caso de su colega artístico, tampoco me escandalizan las declaraciones del de Nogales. Al fin y al cabo, para escribir tantos libros y ganar tantos premios es imposible dedicar tiempo a otra cosa, la lectura inclusive.
A éstos y a otros les parecen inservibles las campañas de fomento de la lectura. Algo parecido le debe ocurrir al director de la Biblioteca “Bartolomé J. Gallardo” de Badajoz, Feliciano Correa, pues en su artículo de la semana pasada, a pesar de ponderar los esfuerzos realizados en los últimos tiempos en ese terreno (de los que él mismo es partícipe), venía a decir que, hagamos lo que hagamos, estamos condenados a seguir siendo los últimos en lo que a los índices de lectura se refiere. ¡Menudo panorama!
Menos pesimista se mostraba hace unos días Santiago Cambero, otro columnista de HOY que recalaba en el mismo tema.
En Mérida, otro amigo, Juan Manuel de Prada, arremetía también contra las dichosas campañas al tiempo que reconocía lo que aquí se estaba haciendo. Será, supongo, porque esto no es comparable a lo que se limitan a hacer por ahí fuera. Ay, las excepciones.
Recuerdo que uno de los objetivos básicos del Plan destinado a su fomento era que el de la lectura fuera un asunto que apareciera en la radio, en la televisión y en los periódicos, como un paso previo, pero necesario, a su presencia en las conversaciones habituales de la gente. Visto lo visto y leído lo leído, eso ya ha empezado a ocurrir. Bienvenida sea pues la controversia, la discrepancia y el debate. Después, quien quiera leer que lea. Con una salvedad: que el que quiera, pueda. Y que lo haga sin demasiados problemas. Que al menos no tenga que enfrentarse con los que nos han lastrado durante siglos y nos han llevado a la penosa situación de la que, sin duda, ya hemos empezado a salir. Mal que les pese a los agoreros.