Ayer se entregaron en Cáceres los Premios "Extremadura a la Creación". Fue una noche intensa y calurosa, demasiado calurosa. El sudor, a veces, no sólo es fruto de la temperatura ambiente.
Entre los premiados estaba Basilio Sánchez al que estimé primero, en el Cáceres provinciano de los 70, como persona y luego he llegado a admirar como poeta. De ahí mi alegría. Una alegría que tenía que compartir con Tomás Segovia, a quien conocí ayer pero al que, en rigor, conocía desde hace mucho también, por el mero hecho de haberlo leído. Con uno y con otro (y con el cantaor Miguel de Tena) compartió uno ayer comida y, lo que es más importante, conversación. Con todo, más allá de las hilarantes anécdotas que cruzaban, por ejemplo, Marisa Blanco y Segovia sobre Tito Monterroso, lo mejor de la charla se lo adjudica uno a las dos mujeres que tenía más cerca. Lógico, dirá cualquiera, eran las que tenías al lado. Es verdad. De lo que hablaba la citada Marisa, y Maribel, la mujer de Basilio (otra joven amiga), y la de Miguel, poco puedo decir. Pero sí de lo que contaban Isabel Verdejo, viuda del pintor Ramón Gaya, y María Luisa Capella, profesora de la UNAM, exiliada española en México como él y esposa de Tomás Segovia. No voy a relatar lo que dijeron. Uno se limitaba, sobre todo, a escuchar. Con la emoción de quien se reconoce ante las compañeras de dos artistas inigualables, que fueron además grandes amigos. Real, pura historia. No, no voy a caer en la torpe frase al uso, ni a mencionar lo de detrás o de delante. De lo que no cabe duda es de que la vida de Ramón y de Tomás, de Gaya y de Segovia, hubiera sido otra sin la presencia inteligente y elegante de estas dos mujeres. Por lo oído, supongo que también ellas han vivido o viven felices a su lado. Una obviedad: las palabras y los gestos lo dicen todo.
Isabel había venido a Extremadura en el 66 del siglo pasado. Volvió a principios de los 90, a la casa trujillana de Trapiello. Recordaba esta tierra como lo que es: una maravilla, no importa el orden. María Luisa estaba encantada con el descubrimiento. Y con la comida, como su amiga. ¿Quitamos el elemento sorpresa?, dijo alguien. No soy de los que se documentan cuando visitan nuevos lugares y prefiero, si es posible, el asombro, por precario que sea a estas alturas de la televisión y de los siglos. Lo dijo Gumucio, el escritor chileno: no estamos preparados para Extremadura. Pues eso.
Al despedirnos, Tomás Segovia nos entregó un ejemplar dedicado de Llegar, su último libro. En la edición mexicana de Ediciones Sin Nombre. Aquí lo publicó Pre-Textos (Borrás, otro íntimo amigo de ambas familias). Ese pequeño volumen fue sólo una parte del tesoro que ayer nos trajimos a Plasencia desde Cáceres. ¡Menudo botín!
Entre los premiados estaba Basilio Sánchez al que estimé primero, en el Cáceres provinciano de los 70, como persona y luego he llegado a admirar como poeta. De ahí mi alegría. Una alegría que tenía que compartir con Tomás Segovia, a quien conocí ayer pero al que, en rigor, conocía desde hace mucho también, por el mero hecho de haberlo leído. Con uno y con otro (y con el cantaor Miguel de Tena) compartió uno ayer comida y, lo que es más importante, conversación. Con todo, más allá de las hilarantes anécdotas que cruzaban, por ejemplo, Marisa Blanco y Segovia sobre Tito Monterroso, lo mejor de la charla se lo adjudica uno a las dos mujeres que tenía más cerca. Lógico, dirá cualquiera, eran las que tenías al lado. Es verdad. De lo que hablaba la citada Marisa, y Maribel, la mujer de Basilio (otra joven amiga), y la de Miguel, poco puedo decir. Pero sí de lo que contaban Isabel Verdejo, viuda del pintor Ramón Gaya, y María Luisa Capella, profesora de la UNAM, exiliada española en México como él y esposa de Tomás Segovia. No voy a relatar lo que dijeron. Uno se limitaba, sobre todo, a escuchar. Con la emoción de quien se reconoce ante las compañeras de dos artistas inigualables, que fueron además grandes amigos. Real, pura historia. No, no voy a caer en la torpe frase al uso, ni a mencionar lo de detrás o de delante. De lo que no cabe duda es de que la vida de Ramón y de Tomás, de Gaya y de Segovia, hubiera sido otra sin la presencia inteligente y elegante de estas dos mujeres. Por lo oído, supongo que también ellas han vivido o viven felices a su lado. Una obviedad: las palabras y los gestos lo dicen todo.
Isabel había venido a Extremadura en el 66 del siglo pasado. Volvió a principios de los 90, a la casa trujillana de Trapiello. Recordaba esta tierra como lo que es: una maravilla, no importa el orden. María Luisa estaba encantada con el descubrimiento. Y con la comida, como su amiga. ¿Quitamos el elemento sorpresa?, dijo alguien. No soy de los que se documentan cuando visitan nuevos lugares y prefiero, si es posible, el asombro, por precario que sea a estas alturas de la televisión y de los siglos. Lo dijo Gumucio, el escritor chileno: no estamos preparados para Extremadura. Pues eso.
Al despedirnos, Tomás Segovia nos entregó un ejemplar dedicado de Llegar, su último libro. En la edición mexicana de Ediciones Sin Nombre. Aquí lo publicó Pre-Textos (Borrás, otro íntimo amigo de ambas familias). Ese pequeño volumen fue sólo una parte del tesoro que ayer nos trajimos a Plasencia desde Cáceres. ¡Menudo botín!