Después de comer, sentado en el porche del molino, a lo largo de una siesta del todo veraniega, con una música de fondo de lo más natural: el agua de la garganta y el canto de los pájaros, leí ayer -con una inocente cabezada intermedia- Fámulo, de Francisco Ferrer Lerín, el libro que publicó Tusquets el pasado año y con el que el barcelonés afincado en Jaca ganó hace unos meses el Premio de la Crítica. Era, lo confieso, el segundo intento. No es fácil esta poesía que uno, por cierto, no había tenido ocasión de leer con la atención debida. Algún poema suelto y poco más. Craso error: está a la altura de las más alta.
Como uno es perro viejo en esto de la lectura, no forcé la situación y espere el momento debido. Y la situación, añado. No creo que le vaya mal a este libro único por muchas razones el sitio, el "enclave propicio", donde di buena cuenta de él: lejos de todo, bajo los árboles, enfrente de las rosas rojas que trepan por la fachada de la casa y de las blancas que rodean el arco que uno ha llamado siempre, precisamente por eso, "de las rosas". Y, ya se dijo, con el ruido de la garganta y el de esas aves a las que el ornitólogo Lerín podría poner nombre.
Sí, quien se acerque a esta poesía tendrá que dejar de lado cualquier intento genealógico. No me cabe duda -y al autor tampoco- de que se pueden rastrear autores y poéticas y habrá comparatistas que lo hagan. Allá ellos. Prefiere uno leer, esto y todo, con la naturalidad de quien se adentra en un territorio ignoto y, cauto y hasta asustado por la experiencia, va descubriendo, entre la perplejidad y el asombro, un mundo nuevo. En este camino, que hay que ir desbrozando con cuidado, hay zonas pantanosas y claros espléndidos, boscosas oquedades y elevaciones solemnes. Nada en él, o mejor casi nada, parece conocido: tal es la fuerza de su origen. Otros dirán que lo escribió un sabio o un raro, que un personaje de novela o un bartleby que dejó de serlo. Uno, que un poeta. Y basta.
No todos los días se topa uno con un libro así. Que tenga editor -y no cualquiera, Juan- demuestra que la poesía, cuando de veras lo es, sabe encontrar su lugar. Como ha dicho Ferrer Lerín: "Llegados todos a la mayoría de edad, puedo ser leído sin amparo ni filtros". ¿Quién se atreve?
Como uno es perro viejo en esto de la lectura, no forcé la situación y espere el momento debido. Y la situación, añado. No creo que le vaya mal a este libro único por muchas razones el sitio, el "enclave propicio", donde di buena cuenta de él: lejos de todo, bajo los árboles, enfrente de las rosas rojas que trepan por la fachada de la casa y de las blancas que rodean el arco que uno ha llamado siempre, precisamente por eso, "de las rosas". Y, ya se dijo, con el ruido de la garganta y el de esas aves a las que el ornitólogo Lerín podría poner nombre.
Sí, quien se acerque a esta poesía tendrá que dejar de lado cualquier intento genealógico. No me cabe duda -y al autor tampoco- de que se pueden rastrear autores y poéticas y habrá comparatistas que lo hagan. Allá ellos. Prefiere uno leer, esto y todo, con la naturalidad de quien se adentra en un territorio ignoto y, cauto y hasta asustado por la experiencia, va descubriendo, entre la perplejidad y el asombro, un mundo nuevo. En este camino, que hay que ir desbrozando con cuidado, hay zonas pantanosas y claros espléndidos, boscosas oquedades y elevaciones solemnes. Nada en él, o mejor casi nada, parece conocido: tal es la fuerza de su origen. Otros dirán que lo escribió un sabio o un raro, que un personaje de novela o un bartleby que dejó de serlo. Uno, que un poeta. Y basta.
No todos los días se topa uno con un libro así. Que tenga editor -y no cualquiera, Juan- demuestra que la poesía, cuando de veras lo es, sabe encontrar su lugar. Como ha dicho Ferrer Lerín: "Llegados todos a la mayoría de edad, puedo ser leído sin amparo ni filtros". ¿Quién se atreve?