Las cosas fueron aproximadamente así. Al llegar a casa, recogí del buzón el último número de Clarín y, después de ver la película de cada sobremesa (en la Sexta3 casi siempre), me dispuse a hojearlo. Algo sobre mi paisano, el teósofo Roso de Luna, que por una vez no firmaba Esteban Cortijo; una entrevista muy interesante con Sylvie Weil, a propósito de su libro En casa de los Weil. André y Simone (Trotta); poemas de Cecília Meireles y Shakespeare, traducidos respectivamente por E. García-Máiquez y C. Law; una cerrada defensa de la mujer, con Elena Garro al fondo, firmada por Blanca Álvarez; unas notas sobre Roma del poeta Bruno Mesa, que ha estado pensionado en la Academia de España... En Paliques, la sección de crítica, leí con detenimiento la reseña de Martín López-Vega sobre Perros en la playa, de Jordi Doce, y picoteé por el resto de comentarios; por ejemplo, el de Catarina Valdés sobre Francis Jammes (La Veleta publica El luto de las prímulas y a uno le encantó, también en esa colección, Del ángelus de la mañana al ángelus de la tarde, en versión de Díez-Canedo). También reparé en una de las reconocibles cubiertas de los libros de La Isla de Siltolá, ésas que homenajean la primera edición de las Greguerías de Ramón y que a uno tan bonitas y andaluzas le parecen. Caí en la cuenta de que podía tener ese libro en casa. Su editor ha tenido más de una vez la deferencia de enviarme ejemplares de sus distintas colecciones que voy leyendo poco a poco. Fui al estante y, en efecto, allí estaba. Ni lo abrí siquiera. Tampoco leí la reseña firmada por Juan Peña (que he acabado leyendo y que le hace justicia). Eso sí, a sabiendas de que a la mañana siguiente iría al molino, metí el ejemplar en la mochila. Por si acaso.
Tras meses sin pisar el campo, el lugar me pareció más precioso que nunca. Pusimos el motor, regamos el pequeño huerto, Alberto -que se cayó a la garganta, como en los mejores tiempos- recolectó algunos calabacines, podamos el rosal del arco, recogimos los huevos del gallinero, rompí una lámpara con la torpeza que me caracteriza y, por fin, tuve tiempo de sentarme un rato. Había renunciado a dar el paseo.
De la mochilina salió Lauda, que abrí con gusto: el olor del papel, su textura, la tipografía de Ibarra... La cita de Jiménez Lozano que se adelanta a los poemas me predispuso favorablemente. Lo que vino después pertenece a la fiesta que supone toda lectura digna de tal nombre. Más cuando lo es a ciegas. Quiero decir, cuando nada hace presagiar que uno va a leer un libro que puede merecer el calificativo de memorable, el que mejor se ajusta a la buena poesía, según Auden. ¿Quién era Pablo Moreno Prieto? Para mí, un perfecto desconocido. No ahora, que ya he leído su libro. Para empezar, no me cabe duda de que PMP es un poeta. Digno de ese nombre y, más allá, de la tradición que tiene detrás en su condición de andaluz y sevillano. No me extraña que un jurado de poetas le concediera a su libro el premio Fundación Ecoem, que tampoco sé lo que es. Sí sé que, a medida que iba avanzando, el entusiasmo se abría paso en la quietud y, poema a poema, verso a verso, me iba ganando la palabra limpia, la dicción perfecta y el tono serenísimo de Lauda. Puede que el momento álgido, cuando caí en la cuenta de que ya no había marcha atrás, que esa poesía me vencía (o me salvaba) definitivamente, fue al leer "Peña de Arias Montano" y eso que no era consciente de que en la página de al lado me esperaba "Valle de la Vera", que es donde uno estaba, entre el Valle del Jerte y La Vera, que a decir verdad no es un valle. Lo que vino después no fue a menos.
Porque estaba en el campo, ya se dijo, me sorprendieron todavía más sus poemas de la naturaleza, una naturaleza no deshumanizada o salvaje sino doméstica y rural. El campo de los abuelos, el de su infancia. Y en esa naturalidad, del paisaje y de la forma de decir, Nueva York, Lisboa o Tubinga caben sin estridencias, que es lo único que brilla, por su ausencia, en este libro. Su música es callada.
Moreno Prieto escribe Sur con mayúscula. Tampoco me extraña. Su luz ilumina una poesía que tanto tiene que ver, nunca mejor dicho, con la de otro poeta citado en las páginas de Lauda, Eugénio de Andrade.
Gracias a estas sorpresas, a estos descubrimientos, mi fe en la poesía no decrece. Qué alegría más íntima, imposible de trasladar a esta escueta nota, he sentido al leer este libro que me estaba esperando sin saberlo, como cualquier milagro cotidiano, de los de andar por casa. ¡Loado sea!
Tras meses sin pisar el campo, el lugar me pareció más precioso que nunca. Pusimos el motor, regamos el pequeño huerto, Alberto -que se cayó a la garganta, como en los mejores tiempos- recolectó algunos calabacines, podamos el rosal del arco, recogimos los huevos del gallinero, rompí una lámpara con la torpeza que me caracteriza y, por fin, tuve tiempo de sentarme un rato. Había renunciado a dar el paseo.
De la mochilina salió Lauda, que abrí con gusto: el olor del papel, su textura, la tipografía de Ibarra... La cita de Jiménez Lozano que se adelanta a los poemas me predispuso favorablemente. Lo que vino después pertenece a la fiesta que supone toda lectura digna de tal nombre. Más cuando lo es a ciegas. Quiero decir, cuando nada hace presagiar que uno va a leer un libro que puede merecer el calificativo de memorable, el que mejor se ajusta a la buena poesía, según Auden. ¿Quién era Pablo Moreno Prieto? Para mí, un perfecto desconocido. No ahora, que ya he leído su libro. Para empezar, no me cabe duda de que PMP es un poeta. Digno de ese nombre y, más allá, de la tradición que tiene detrás en su condición de andaluz y sevillano. No me extraña que un jurado de poetas le concediera a su libro el premio Fundación Ecoem, que tampoco sé lo que es. Sí sé que, a medida que iba avanzando, el entusiasmo se abría paso en la quietud y, poema a poema, verso a verso, me iba ganando la palabra limpia, la dicción perfecta y el tono serenísimo de Lauda. Puede que el momento álgido, cuando caí en la cuenta de que ya no había marcha atrás, que esa poesía me vencía (o me salvaba) definitivamente, fue al leer "Peña de Arias Montano" y eso que no era consciente de que en la página de al lado me esperaba "Valle de la Vera", que es donde uno estaba, entre el Valle del Jerte y La Vera, que a decir verdad no es un valle. Lo que vino después no fue a menos.
Porque estaba en el campo, ya se dijo, me sorprendieron todavía más sus poemas de la naturaleza, una naturaleza no deshumanizada o salvaje sino doméstica y rural. El campo de los abuelos, el de su infancia. Y en esa naturalidad, del paisaje y de la forma de decir, Nueva York, Lisboa o Tubinga caben sin estridencias, que es lo único que brilla, por su ausencia, en este libro. Su música es callada.
Moreno Prieto escribe Sur con mayúscula. Tampoco me extraña. Su luz ilumina una poesía que tanto tiene que ver, nunca mejor dicho, con la de otro poeta citado en las páginas de Lauda, Eugénio de Andrade.
Gracias a estas sorpresas, a estos descubrimientos, mi fe en la poesía no decrece. Qué alegría más íntima, imposible de trasladar a esta escueta nota, he sentido al leer este libro que me estaba esperando sin saberlo, como cualquier milagro cotidiano, de los de andar por casa. ¡Loado sea!