Como otro sábado cualquiera de los últimos, pongamos, quince años (que podrían ser veinte), Y. y yo compartimos vinos y cañas con M. J. y Gonzalo por la plaza y calles aledañas. Plasencia y sus rutas. La nuestra ha tenido a lo largo de estos años las justas y necesarias variaciones. Antes de ayer, por ejemplo, hubo novedad: entramos en el recién inaugurado bar que ahora está donde antes estuvo la sucursal del cacereño Gran Café, algo que uno atisbó un síntoma de cambio en esta ciudad entre el norte y el sur y que quedó en nada. Aquí la gente es de bares, no de cafeterías. Y no de cualquiera: éste no estará en nuestra ruta. Antes de empezarla, Gonzalo había advertido: sólo dos, que si no tendremos tarde "modorra". Lo decía por nuestra actuación en Salamanca. Peor lo tenía uno, que iba a conducir. Al final fueron tres los riberas que tomó. Para mí, cañas sin alcohol. Un castigo.
A las seis en punto salimos hacia Salamanca los cuatro. De plaza a plaza, por más que las comparaciones sean odiosas. A las ocho menos diez, al salir del Novelty (tres manzanillas y un té), aquélla era un hervidero y Gonzalo debió temerse lo peor. No dijo nada: es de buen conformar. Un grito unánime salió de bares y terrazas: el Atletico de Madrid, su equipo de toda la vida, acababa de proclamarse campeón de Liga. A pesar de eso, contra todo pronóstico, aunque de eso no habíamos hablado, la carpa estaba llena. Puntuales, empezamos. Como le sugerí a Isabel Sánchez, nuestra anfitriona, había dos cómodas butacas y una mesita. La mesa tradicional de las presentaciones, con su tapetito verde o rojo, rompe cualquier diálogo. Y empezamos a hablar. Nuestra amistad, dije, no es sino una larga conversación que empezó hace más de treinta años, cuando él era un incipiente novelista recién casado y yo un aspirante a poeta que iba a casarse. Y hasta ahora.
La cosa dio para hora y cuarto, más o menos, pero podríamos haber seguido allí mucho más tiempo. Muchas anotaciones que llevaba se quedaron en eso. Tampoco era cuestión de cansar o aburrir al personal que, en un silencio tan llamativo como respetuoso, sólo interrumpido por las risas (ves, del humor y la ironía bayalianas no hablamos lo debido) que provocaba tal o cual comentario del de Higuera de Albalat, se mantuvo expectante de principio a fin. Ojalá alguien grabara lo que dijo el autor de Campo de amapolas blancas (que en parte transcurre en Salamanca, donde hizo la mili), porque sus palabras, cargadas de sentido, merecerán ser recordadas. También porque este hombre no se prodiga. De hecho, comenté al empezar la charla, había pensado en él cuando leí en la primera línea del artículo sabatino de Muñoz Molina: "Hay una belleza en el gesto del que dice no", lo que él suele decir casi siempre.
Dimos, o eso creo, buena cuenta de una ejemplar trayectoria literaria digna de elogio. Sorprendió por su elocuencia y su humildad; para quienes tenemos la fortuna de conocerlo, nada nuevo. Es así.
Al terminar, mientras él atendía a lectores y amigos, saludé al joven poeta Andrés Catalán (que traduce a Frost) y, con mucho afecto, abracé a Antonio Colinas que se acercó con su mujer (otra María José) al acto. Hablamos de la Feria, del pregón, de su nuevo libro, que tanto me ha gustado y del que ya he entregado una reseña, de Ada y Felipe Núñez y quedamos, como siempre, en vernos con más calma.
Asistieron a la conversación don Gonzalo algunos placentinos: media familia Juanals-Márquez (padres de estudiante salmantino), Marian Mendo (maestra que trabajó, oh casualidad, con Javier en Casatejada) y, entre otros, Felipe Peral; o su doble, no sé.
Con Paco Bringas e Isabel, cerramos la velada en el Berysa, el más nuestro de los bares salmantinos, otra vez, ay, con cerveza sin alcohol, acompañada, eso sí, de jamón y una exquisita "papada".
La vuelta a casa fue, cómo no, serena y conversada. Al despedirnos, algo cansados, me da que nos sentimos un poco más amigos, lo que no es poco.