29.3.18

Aranda y L. Andrada

Dibujar una isla
Verónica Aranda
Reino de Cordelia, Madrid, 2017. 104 páginas. 

Verónica Aranda (Madrid, 1982) une a su condición de poeta la de traductora (del portugués, sobre todo) y la de viajera (su blog, Poesía nómada). 
Dirige, además, una colección de poesía hispanoamericana en la editorial Polibea. Aunque muy joven, ha publicado ya numerosos libros: Poeta en India, Tatuaje, Alfama, Postal de olvido, Cortes de luz, Senda de sauces, Café Hafa, Lluvias Continuas. Ciento un haikus, Otoño en Tánger y Épica de raíles. Algunos de ellos fueron galardonados; como éste, Premio “Ciudad de Salamanca”, que le otorgó un jurado constituido, entre otros, por Asunción Escribano, Fermín Herrero, Juan Antonio González Iglesias, José Luis Puerto y César Antonio Molina.
Una cita de María Zambrano abre este libro unitario, editado con primor, que gira en torno a la realidad y a la metáfora de las islas (“Nadie te enseña / a contemplar las islas”). Un viaje real a las del Egeo y el Jónico (que marcan las dos primeras partes), “islas / de sugerentes nombres”, que se convierte en otro interior en el que prima el misterio (“toda isla es un enigma”) y el deseo. El cuerpo está ya en el primer poema, al borde del agua. En los baños: “Soy una nadadora ensimismada”, dice. Y el seductor erotismo, explícitamente lésbico. En medio de un paisaje reconocible que Aranda logra separar de lo masivo y lo turístico, por más que a eso remitan títulos como “Santorini” o “Mikonos”. No estamos ante una poesía descriptiva, aunque el vocabulario no evite nombrar un mundo poblado de cal, limoneros, tamarindos, higueras o salitre. El mundo de la luz (“y la luz es tan blanca / que nos torna elocuentes”) y el verano (“un verano que soñé interminable”). Una luz que, a través de la palabra, llega a deslumbrarnos. De tan nítida.
Los poemas son breves y están muy bien hilvanados, como fragmentos de un diario íntimo. El lenguaje, conciso y sentencioso: epigramático. Predomina lo sugerente y sensual. La emoción cadenciosa. La atención contemplativa.
No faltan homenajes de lectora: Cavafis, Elytis, Laina, Papadiamandis (al que dedica un hermoso poema)...
La tercera parte, que da título al libro, es más hermética y misteriosa, en clave más honda, cruda y personal, donde se atisba, mediante términos clave (dualidad, equilibrio, templanza, estigma, insomnio...), la inquietante presencia del conflicto, la enfermedad o el desamor. La casa de la vida.

Alejandro López Andrada
Hiperión, Madrid, 2017. 120 páginas. 

En la amplia bibliografía de López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) encontramos novelas, recopilaciones de artículos y libros de poesía, la mayor parte premiados. De diecisiete de ellos ha seleccionado Antonio Colinas los poemas que componen esta antología que celebra treinta años de oficio, de 1985 a 2015. No estamos, con todo, ante un poeta canónico ni sus versos aparecen habitualmente en florilegios y manuales, lo que no obsta para que algunos lectores y críticos los tengan en alta estima. Así, Colinas, que firma el sustancioso prólogo del volumen, donde alude al “dolor extremado” como “perfil de la nada” (“Pongo la mano encima del dolor”); a la pérdida de la patria de la infancia y del paisaje; a la esperanza que se cifra en la memoria de un mundo humilde y rural ya malogrado; a su trabajo con “el lenguaje de la sencillez”, de “palabras limpias y claras”; a la fidelidad a su voz de este poeta con raíces; a una poesía, en fin, “que salva al que la lee”.
Se abra por donde se abra, el lector comprueba que López Andrada es autor de un solo libro. Y no lo digo como demérito. Me limito a constatar un hecho. Desde el primer poema hasta el último el tono permanece y, con él, los temas, los sentimientos, las obsesiones y cuanto favorece, en suma, la creación de un universo lírico propio.
La melancolía, por ejemplo, teñida de tristeza o de nostalgia. O la naturaleza, viva a pesar de los cambios, que él conoce tan bien y a la que nombra con precisión: animales, vegetales... O las heridas que vienen de la Guerra Civil. O la muerte, simbolizada en las ausencias.
La meditación se realiza desde la soledad (“La soledad me habita”), en su retiro de Los Pedroches. Desde lo autobiográfico y familiar. Desde lo cercano. Desde la conciencia de la pérdida. Con un vocabulario rico pero asequible, lleno de palabras clave, metáforas sencillas y personificaciones imaginativas. “Las mujeres zurcen la luz”, escribe. O: “mi vida está sentada en una piedra”.
Más allá, porque “vivo en la humanidad de las palabras”, destaca una inquietud moral. Por los otros. El minero, el campesino, la viuda…
En el poema final, del que toma el título la obra, habla de alcanzar “la claridad perdida, la mano de mi madre, el vano ayer”.


Nota: La reseñas de los libros de Verónica Aranda y Alejandro López Andrada se publicaron el pasado viernes, 23 de marzo, en El Cultural.

21.3.18

Carnero dixit

© MARÍA GARRIDO DE LA CRUZ
Por aquello de que hoy es el Día Mundial de la Poesía: "Eso quiere decir que la poesía auténtica es autoconocimiento y terapia, y, como decía Baudelaire, convierte en el oro de la palabra el cieno de la realidad. Los hechos que la desencadenan no son privativos de los poetas, sino patrimonio existencial de todos los seres humanos. Lo excepcional en los poetas es la magnitud del impacto emocional de la existencia, y la necesidad y la capacidad de convertirlo en un discurso escrito.
Quien escribe por ese motivo escribe primordialmente para sí mismo, y para saber más de sí mismo. Decía Cioran que quien quiera ser aquello que ha venido al mundo a ser, debe hacer el vacío a su alrededor. Y Pushkin, en un soneto que tengo enmarcado y colgado en mi estudio, que el poeta debe seguir su camino “firme, tranquilo e insociable”. Ahora bien, el poeta no es esencialmente distinto de los demás, y comparte con ellos los mismos conflictos. Por eso tiene sentido publicar. Y se convierte en necesario porque todos queremos dejar de nosotros mismos una definición y un epitafio, y no los hay mejores que la poesía". Guillermo Carnero, Una poética innecesaria. Fundación Juan March, 2004.

19.3.18

Manuel Díaz López, i. m.

Me enteré de su muerte por el muro de Fernando Pizarro. Falleció el pasado día 7 a los 95 años de edad. Los últimos de su vida los ha pasado en la placentina clínica Soquimex. Recuerdo bien su casa, en la calle de La Tea, donde acudí de niño, una Semana Santa, en compañía de mi tío Paco, cuando uno era cofrade de la Vera Cruz, a la que estuvo tan vinculado. Un caserón, mejor, atestado de libros y otros papeles propios del bibliófilo que fue; entre ellos, una excelente colección de cómics. Dónde habrán ido a parar esos fondos. 
Éramos parientes (su madre y mi abuelo Vicente eran primos), aunque el roce fue escaso entre nuestras familias. En casa siempre fue Manolito Coronado. Así se le nombraba en general. Por su padre, cuyo segundo apellido, menos común, adoptaron los de aquí para referirse a él cuando llegó a la ciudad para trabajar en el catastro. No, no había en ello, por tanto, un ápice de burla. Al revés, tuvo entre nosotros (y no sólo) fama de persona culta y el respeto hacia su figura, reservada y distante, fue norma.
Era soltero y lento de movimientos. Hablaba despacio y con un tono peculiar. Me trató, cuantas veces cruzamos alguna palabra, con amabilidad y afecto.
Trabajó como funcionario en el Ayuntamiento de Plasencia, en labores de intervención y tesorería, si bien ganó distintas oposiciones. Allí coincidió con mi madre, funcionaria e hija y sobrina de funcionarios municipales.
Una buena parte de los rótulos de las calles de esta ciudad son cosa suya (¿le darán una ahora?). Del erudito y estudioso que en realidad fue. "Lo sabía todo sobre Plasencia", se lee en el obituario que firma el tío citado más arriba, presidente de la Asociación Cultural Placentina "Pedro de Trejo", de la que Díaz López fue fundador, presidente durante 50 años y mucho más. Una rancia (en la tercera acepción del DRAE), tradicional entidad que, como se nos relata en su página web, "nace el día 22 de abril de 1954, cuando veintisiete personas con inquietudes culturales se reunieron en Junta General Constitutiva". Entre ellos, claro, Díaz López. Antes, a finales de diciembre de 1941, desafiando la estricta legislación franquista, "varios jóvenes con inquietudes culturales fundaron el denominado Grupo de Estudios Placentinos que, en noviembre de 1949, cambió el nombre por el de Seminario Placentino de Estudios Extremeños Pedro de Trejo, dependiendo orgánicamente del Seminario de igual nombre que por entonces existía en la universidad salmantina".
Se destaca en la mencionada necrológica (en el Extremadura ha publicado otra) que "lo suyo era conversar, y aquí surgen -dice Valverde- los recuerdos de esas noches y madrugadas de la primavera, verano y otoño placentinos, paseando de manera peripatética por los soportales de la Plaza Mayor de Plasencia escuchándole historias, anécdotas, costumbres... de la Muy Noble, Leal y Benéfica Ciudad de sus amores". Me cuentan que en la clínica mantuvo, hasta donde fue posible, una tertulia.
Don Román Gómez Guillén, cura con veleidades organísticas y taurinas, compañero de claustro en el Seminario Menor y vecino nuestro en San Juan, se refería a los de Trejo como Los Venerables.
Uno, ya lo he contado, duró en esa asociación el mismo tiempo que algunos famosos poetas españoles del 50 en el Partido Comunista: un rato. Y todo, o casi, por incluir unos cuantos poemas vanguardistas en una revista literaria a ciclostil que llevaba su logo. Versos ajenos, por supuesto, que uno siempre ha sido poco dado a los volatines, siquiera fueran literarios.
Acompañé de pequeño a mi tío, eso sí, a la fiesta de Navidad, que celebraban en su oscura sede del rincón de la Plaza del Salvador y, como buen placentino, les he seguido siempre la pista, por más que durante lustros su actividad cultural fuera mínima. 
Don Manuel (o Manolo o Manolito) inspiró, sólo eso, al personaje protagonista de mi segunda novela, Alguien que no existe, algo que habrán advertido quienes le conocieron y, de paso (cosa harto improbable), la hayan leído.
Le recuerdo, en fin, ensimismado y solitario, pegado a su paraguas negro, tal vez por culpa de los dichosos vértigos que, según entendido, también le importunaron. Cosa de familia. No pocos días le nombro en clase, pues confundo su nombre y apellidos con los de un alumno que se llama casi igual.
Descanse en paz. 

17.3.18

Carta de San Vicente

Foto de Gema Cuño
De Alcántara, el pueblo del pintor Godofredo Ortega Muñoz y del pedagogo Joaquín Sama y del escritor Fernando Pérez Marqués y del poeta Ángel Campos. El de Eva María Romero Rivero, profesora del IES que lleva el nombre del citado amigo y colaborador de Francisco Giner de los Ríos, profesor de la Institución Libre de Enseñanza, como recuerda la dichosa Wikipedia. Ella me invitó a charlar en su instituto con los alumnos de 2º de Bachillerato, gracias al veterano programa Encuentros Literarios del Ministerio de Educación Cultura y Deportes de España.
Eva fue alumna de Pámpano y, como unos cuantos santeños (con José Juan Cuño a la cabeza), profesa hacia él una admiración tan fiel como incuestionable. Si en este país las cosas funcionaran como es debido, podría haber sido una estupenda profesora universitaria. Tras terminar sus estudios de Filología en Cáceres con un brillante expediente, hizo un selecto curso de doctorado de Crítica Literaria en la Universidad de Santiago de Compostela con su admirado Arturo Casas y con Darío Villanueva, el actual director de la Real Academia. Pero volvió a Extremadura, a San Vicente donde, tras el consabido periplo profesional (trabajó en la Biblioteca de Extremadura), imparte ahora la docencia.
No fue fácil ir y volver de La Raya por culpa del temporal de aquel día. De viento y de lluvia, que de los dos fenómenos hubo, y de sobra. Es verdad que, más allá de la bendición que supone para el campo y para todo, el agua, desbordada en cualquier parte, aportaba al viaje un extra de belleza que el solitario conductor agradecía.
Ya en el aula, con los lectores de Más allá, Tánger, mientras fuera la borrasca arreciaba (se podía observar a través de la amplia cristalera que daba a un patio interior lleno de pequeños árboles en flor), la sesión fue de lo más llevadera.
Soy, digamos, un producto de la lectura obligatoria, un lector que surgió de las que tuve que hacer en COU, de ahí que la defienda sin complejos. Y ellos, tras la pertinente presentación del personaje (que les llevó poco tiempo: la biobibliografía de uno es anodina), empezaron por ahí. Tracy, una chica de origen nigeriano (que además es atleta), resumió a la perfección las dificultades del grupo para abordar la lectura del primer libro de poesía al que se enfrentaban en su vida. Su constancia y las indicaciones de su profesora obraron el milagro, como pude comprobar por sus inteligentes comentarios y sus acertadas preguntas al final de la charla, que fue también una lectura.
Pocas veces, y algunas experiencias ha tenido uno en institutos, pocas veces, digo, me he encontrado con chavalas y chavales tan atentos, con un público tan exquisito como el que tuve la suerte de conocer en el instituto de San Vicente, donde, por cierto, estuve otra vez hace muchos años.
En momentos así, la poesía parece tener sentido. Más del habitual, quiero decir. De una manera más honda. Puede que, como decía aquí atrás Olvido García Valdés, otra profesora ejemplar, porque "como les habla un poema, no les habla nadie". El caso es que la complicidad fue mutua, o eso atisbé, y disfrutamos de un largo rato de algo que podríamos denominar de comunicación poética. Alumnos (se sumaron al acto los de Literatura Universal de 1º), profesores (Fermina Fresneda y otros) y quien escribe esto movido todavía por la emoción y el agradecimiento. 
Prueba de la intensidad de aquella conversación en la penumbra, querido Eliseo, el sudor que uno transpiró en aquellas horas. Y no por el calor, en sentido estricto.
Como todos disponían de su ejemplar, firmé al final unos cuantos. Daba gusto seguir hablando con ellos, que ganaban en las distancias cortas. Orgullosos, imagino, de haber vencido a un temible libro de poesía. ¡Pobre!
La salida del edificio fue memorable también. En Valencia de Alcántara, allí al lado, se midieron en aquella jornada vientos de 100 kilómetros por hora. De película. Y con lluvia. Refugiados en el Litri, seguimos conversando en torno a un frugal refrigerio: un portugués bacalao en salsa y una carne a la plancha con tomate natural. De esa tesis doctoral sobre la presencia de la mariposa en la literatura que sigue pendiente, por ejemplo. O de los desvelos por el premio que lleva el nombre de nuestro querido amigo Pámpano y al que pocos bachilleres se presentan. O de Cernuda.
La vuelta a casa fue aún peor que la ida, sobre todo en el tramo de Cáceres a Plasencia, donde al llegar diluviaba.
Me traje muchas cosas de San Vi, como ellos dicen. Unos dulces y otras delicias (gracias, José Juan). Fervor renovado por la poesía (que acaso se refleje en ese nuevo poema, escrito a partir de una visión, algo fantasmal, de la hermosa y derruida Torre de la Higuera, una aparición en medio del campo, cerca de Malpartida de Cáceres). Confianza en los profesores que resisten, como Eva, y siguen, a pesar de los planes educativos, al pie de la Literatura. Y esperanza, cómo no, en los futuros lectores, en esos adolescentes que nos empeñamos en imaginar ajenos a lo que la poesía pueda decirles. Una batalla, lo sabemos, que nunca estará del todo perdida. 

15.3.18

30 años de Loewe

Con motivo del treinta aniversario de la creación del Premio Loewe de Poesía, que se entregó ayer en Madrid (y de nuevo no pude acudir), Luis Antonio de Villena, miembro del jurado desde su primera edición, antologa en Mareas del mar poemas de los sucesivos ganadores. Ya lo hizo cuando se cumplieron los diez y los veinte años. Aquéllas se titularon, respectivamente, La poesía plural y Los senderos y el bosque. Todas, como los libros del famoso galardón, están en el milenario catálogo de Visor. 

13.3.18

José Antonio, 25 años

HOY
Hoy se cumplen veinticinco años de la muerte del escritor placentino José Antonio Gabriel y Galán. Con ese motivo, su hermano Paco publica en el diario HOY un artículo que nos recuerda su legado. Como poeta, novelista, traductor y periodista. 
Ya podemos confirmar que el próximo otoño se celebrará un homenaje a su memoria. Estará organizado por el Aula de Literatura que lleva su nombre y contará con el apoyo del Ayuntamiento de su ciudad natal, a la que tan vinculado estuvo, sobre todo al final de su corta vida. Será, es, una buena ocasión para leer de nuevo sus libros. 

12.3.18

El discurso de Bernal

Ya llegó el libro con el discurso de ingreso en la Real Academia de Extremadura de José Luis Bernal (Literatura para vivir. El profesor y el poeta, cuerpo a cuerpo) y el de contestación de Carmen Fernández-Daza, tesorera de benemérita institución. 
Pasé muy por encima de ese texto en mi anterior comentario, más crónica social o página de un diario -éste- que otra cosa. Lo leo ahora con una atención que la escucha, por atenta que sea, no permite del todo. 
La poesía, qué si no, centró una intervención dedicada a la memoria de Santiago Castelo. Empieza con su poema "Breve tratado de ignorancia" y termina con "Las palabras", que también pertenece a su último libro, el más logrado, Tratado de ignorancia. Desde el principio pretende huir de la "oratoria académica", aunque la retórica clásica, ya se dijo, nunca le haya sido ajena a Bernal. Conoce, además, demasiado bien ese "arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover", según el diccionario de la Española.
Evocó primero la figura de sus antecesores en lo que respecta a la posesión de su medalla, la número seis. Primero, el escultor emeritense Juan de Ávalos, del que refrescó su primera memoria republicana y, en consecuencia, su posterior depuración, sin que por eso silenciara su labor más conocida: las estatuas del Valle de los Caídos, mausoleo franquista donde descansan los restos del dictador. Después, el poeta Félix Grande, de Mérida como Ávalos, cuya obra analiza desde la admiración con la sutileza crítica que le caracteriza. (Recuerda uno ahora una vieja llamada vespertina del bueno de Félix para preguntarme por la Extremeña, que entonces le reclamaba como miembro.)
Castelo es el siguiente autor mencionado en su discurso. Su amigo y mentor. La expresa voluntad de  aquél para que Bernal ingresara en esa casa se materializó gracias a los votos de sus recientes compañeros de corporación, aunque José Miguel ya no llegara a verlo. Al hablar del de Granja, incluye el poema que le dedicó en la antología de homenaje Aire por aire, editada con el esmero de costumbre por Juan Ricardo Montaña, a quien se cita expresamente. (Ya que lo menciono, aprovecho para enviarle un abrazo con mis deseos de salud.)
Y Juan Manuel Rozas, claro, donde empieza casi todo: el profesor y el poeta, las dos caras públicas de Bernal, en la larga tradición del profesor-poeta. Rozas, su maestro en las aulas de la recién nacida Universidad de Extremadura y el poeta secreto, autor de un poema dedicado a su antiguo alumno que también, en parte, se recoge. Como "Otoño", dedicado a los amigos, tal vez el mejor de Tratado de ignorancia, donde algunos nos reconocemos plenamente. 
Pero hay más poemas, más poesía, en su discurso. De Gil de Biedma, "Apología y petición", que le mandé, como él explica, un día después del fallido referéndum catalán del 1 de octubre, aquella jornada de infausto recuerdo. Y de Borges, el maravilloso "Poema de los dones". Antes había citado al argentino, aquello de "Que otros se jacten...". Lectores somos. 
Por estas páginas pasan otros: Jorge Urrutia, Alberto Manguel, Vargas Llosa, Diego Jesús Jiménez, Ángel González...Y una elocuente imagen: la famosa fotografía de las ruinas de la biblioteca Holland House de Londres, en 1940. 
Da gusto volver sobre aquellas palabras oídas por primera vez entre los muros de un vetusto palacio trujillano mientras la bendita lluvia, fuera, por una vez y con permiso de Borges, no sucedía en el pasado.
Del discurso de Carmen Fernández-Daza, lleno de pasión admirativa, sólo diré que en sus treinta y nueve notas reúne una detallada información bibliográfica acerca de la obra académica y literaria de Bernal. 
Ha querido la casualidad que el librito con los discursos llegue al mismo tiempo que el cuadernillo de la lectura del poeta en el Aula 'Enrique Díez-Canedo' de Badajoz el pasado 8 de febrero, que ha tenido la amabilidad de enviarme José Manuel Sánchez Paulete. Obrigado. Perfecta ocasión para releer sus versos y para conocer un inédito, además de unos pocos poemas no incluidos en libro, como el dedicado a Castelo. Si Pámpano... 
El próximo 25 de abril, qué fecha más bonita, compartiré con el realacadémico charla en Miajadas, en torno a la poesía en Extremadura de las últimas décadas. Será un placer ver de nuevo al amigo y escuchar con atención al maestro.

7.3.18

Olvido García Valdés dixit

©Nacho Orejas
"Hablabas en una entrevista de la importancia de pararse a escuchar, un hábito que parece cada vez más difícil de realizar en estos tiempos en que todo ha de ser inmediato. La poesía, como otras artes, exige reposo y reflexión, ¿tiene cabida en nuestro acelerado mundo actual?", le pregunta Juan León Fabrellas a Olvido García Valdés en una conversación que publica el digital Loblanc.
La autora de Esa polilla que delante de mí revolotea responde: "Sí. Lo comentábamos al principio, precisamente por la aceleración y el vaciamiento que se ha producido en el habla y en la manera de comunicarnos, la poesía es fundamental. Yo eso lo veía en clase (he sido también profesora de Secundaria); los estudiantes, no muy receptivos en principio a la poesía, cuando entraban y conseguían escuchar, quedaban impresionados; como les habla un poema, no les habla nadie. Y en esa edad, tan inquieta, con tantos desajustes e inseguridades, leer un poema era un modo de establecer contacto con alguien que seguramente había tenido también sus preocupaciones o sus angustias".

6.3.18

4.3.18

Con Bernal en Trujillo

Le hubiera gustado a uno tener a mano las bonitas palabras de Trapiello (al que leo estos días, su Mundo es) para describir el extremeñísimo campo de Monfragüe que veía ayer desde el coche, empapado de lluvia, camino de Trujillo, donde siempre me resulta muy grato volver. Llegar hasta el Palacio de Lorenzana, donde tomaba posesión como miembro de número de la Real Academia de las Letras y las Artes de Extremadura José Luis Bernal, fue una pequeña odisea. Las calles, en cuesta y empedradas, eran ríos. En algunos tramos, charcas. Pena de katiuskas. Calado, pero contento, entré en el zaguán palaciego, donde todo eran paraguas y silencio, pues todo el mundo estaba ya recogido en el confortable salón de actos adyacente. Ya allí, amigos como Miguel Ángel Lama, José Antonio Zambrano e Isabel, Antonio Sáez y Susana, Juanra Santos, el propio José Luis... Abrazos y besos. De milagro pillamos dos cómodos sillones situados al fondo de la sala, en pleno pasillo central, lo que nos permitió ver aquello sin interferencias. A nuestro alrededor, numerosos profesores de la Facultad de de Filosofía y Letras de la Universidad de Extremadura, de la que Bernal es decano: Antonio Salvador, las hermanas Montero Curiel (María Pilar y María Luisa) Carmen Galán, Jesús Cañas (con Malén Álvarez), Miguel Becerra... A mi lado, Luis Merino, coautor, con César Chaparro (también presente) y Manuel Mañas, de la edición de Lingua per des, de Erasmo, último libro de la Biblioteca de Barcarrota que rescató la Editora Regional para su modélica colección. Y Joaquín González Manzanares, tan encantador como acostumbra, Eduardo Hernández, el inventor de los cuadernos del viajero de Baluerna, y familiares del nuevo académico, con Isabel y sus hijos a la cabeza. Saludé, entre otros (pido perdón por los olvidos), a Antonio Rivero, Paloma y Teresa Morcillo, Teresa Guzmán, Urbano Domínguez, Carlos García Mera... Y las ausencias, claro, tan llamativas, o más, que las presencias. Sin entrar en detalles poco elegantes, me llamó la atención que no hubiera nadie de la Junta de Extremadura, de la Consejería del ramo. O que a estas cosas no vaya el alcalde del pueblo. 
Con un ceremonial semejante al de la Española (donde asistí una vez a la toma de posesión como realacadémico de Luis Mateo Díez), Bernal fue acompañado hasta el estrado por dos académicos. Uno de ellos debería haber sido Antonio Gallego, que al final no pudo acudir. Y ya que lo digo, pocos, muy pocos, eran los compañeros de corporación que ocupaban sus sillones en torno a su presidente, Javier Pizarro, con el que Lama y yo mantuvimos después una ilustrativa conversación.
Tomó la palabra Bernal y durante una hora nos ofreció el discurso que quienes le conocemos esperábamos. Literatura para vivir. El profesor y el poeta, cuerpo a cuerpo, lo tituló. A esa doble condición ha dedicado su vida, más inclinada al trabajo gustoso del filólogo que al del creador, aunque no por eso haya dejado de ofrecer a sus lectores muestras suficientes de su indudable talla poética. No se olvidó de su maestro Rozas, donde empezó casi todo, ni de su mentor Santiago Castelo. Ni de su familia, sus compañeros de Facultad y sus amigos. Desgranó, en fin, con fina retórica y con la debida pasión, ideas sustanciosas sobre la literatura, los libros y la lectura; sobre las palabras, donde reside su razón de ser como catedrático y como poeta. Al hablar de su familia (su padre estaba allí sentado), se le quebró la voz. 
Eligió a Carmen Fernández-Daza para que contestara su discurso. Lo hizo, sobre todo, desde la admiración. Con ese lenguaje de regustos clásicos que ella utiliza. 
Por suerte, los dos discursos han quedado recogidos en un librito que, por cierto, se agotó antes de que pudiéramos recogerlo. Ya llegará. 
Cuando se acabó el solemne acto, casi dos horas después, nos fuimos nadando hasta La Coria, otro palacio (ya se sabe lo que son estas ciudades extremeñas de provincia), donde pudimos degustar distintas y ricas viandas, de la tortilla de patatas al arroz, pasando por el picadillo y la crema de tomate. 
No hace falta volver a decir que me alegro mucho de que José Luis Bernal ingrese en la Extremeña, tan necesitada de los aires renovadores que él (y otr*s) bien puede aportarle. Por fin un ejemplar representante de la generación que hizo posible que la modernidad literaria prosperase en esta tierra se sienta en la que estuvo llamada a ser la más alta institución cultural de Extremadura. Méritos, a éste sí, le sobran. 
Volvimos a casa dando un rodeo por la autovía. Navegando, se podría decir, por aguas turbulentas. ¡Quién dijo sequía!

1.3.18

De Cataluña

El Roto/El País
Sí, con perdón, ya sé que estamos hartos. Afirmaba el periodista Iñaki Gabilondo, sobre los años más duros de la presidencia de Aznar, que ese hombre, su manera de ser y de gobernar (que "se manejaba con una suficiencia insufrible"), "sacó lo peor de mí". De algunos de nosotros, cabría añadir, también. No dejo de recordar esas palabras cuando un día tras otros leo, escucho y veo noticias sobre Cataluña. Ese asunto, lo diré pronto, le envenena a uno. A muchos, generalizo. Nos ha envenenado, nos está envenenando y va a seguir haciéndolo, a los últimos acontecimientos me remito. Saca, sin duda, lo peor de muchos ciudadanos de este país llamado España entre los que me incluyo. Esa es una victoria constatable de ese anacrónico y perverso nacionalismo provinciano dispuesto a complicarnos, para nada, la existencia. Puede que de entre tanta desazón, tanta rabia y tanta impotencia acabe surgiendo algo positivo, pero no alcanzo a comprender ni el qué ni cuándo. Sólo sé que hay que resistir. Con la mayor entereza moral y desde el democrático convencimiento de que la razón está de nuestra parte. Sí, porque aquí hay partes. La mía es la de quienes defienden la Constitución. No quisiera ponerme estupendo ni descubrir ningún Mediterráneo, pero nos va la vida civil en ello. Como poco.