Verónica Aranda
Reino de Cordelia, Madrid, 2017. 104 páginas.
Verónica Aranda (Madrid, 1982) une a su condición de
poeta la de traductora (del portugués, sobre todo) y la de viajera (su blog, Poesía nómada).
Dirige, además, una colección
de poesía hispanoamericana en la editorial Polibea. Aunque muy joven, ha
publicado ya numerosos libros: Poeta en
India, Tatuaje, Alfama, Postal de olvido, Cortes de
luz, Senda de sauces, Café Hafa, Lluvias Continuas. Ciento un haikus, Otoño
en Tánger y Épica de raíles.
Algunos de ellos fueron galardonados; como éste, Premio “Ciudad de Salamanca”,
que le otorgó un jurado constituido, entre otros, por Asunción Escribano,
Fermín Herrero, Juan Antonio González Iglesias, José Luis Puerto y César
Antonio Molina.
Una cita de María Zambrano abre este libro unitario,
editado con primor, que gira en torno a la realidad y a la metáfora de las
islas (“Nadie te enseña / a contemplar las islas”). Un viaje real a las del
Egeo y el Jónico (que marcan las dos primeras partes), “islas / de sugerentes
nombres”, que se convierte en otro interior en el que prima el misterio (“toda
isla es un enigma”) y el deseo. El cuerpo está ya en el primer poema, al borde
del agua. En los baños: “Soy una nadadora ensimismada”, dice. Y el seductor
erotismo, explícitamente lésbico. En medio de un paisaje reconocible que Aranda
logra separar de lo masivo y lo turístico, por más que a eso remitan títulos
como “Santorini” o “Mikonos”. No estamos ante una poesía descriptiva, aunque el
vocabulario no evite nombrar un mundo poblado de cal, limoneros, tamarindos,
higueras o salitre. El mundo de la luz (“y la luz es tan blanca / que nos torna
elocuentes”) y el verano (“un verano que soñé interminable”). Una luz que, a
través de la palabra, llega a deslumbrarnos. De tan nítida.
Los poemas son breves y están muy bien hilvanados,
como fragmentos de un diario íntimo. El lenguaje, conciso y sentencioso:
epigramático. Predomina lo sugerente y sensual. La emoción cadenciosa. La
atención contemplativa.
No faltan homenajes de lectora: Cavafis, Elytis,
Laina, Papadiamandis (al que dedica un hermoso poema)...
La tercera parte, que da título al libro, es más
hermética y misteriosa, en clave más honda, cruda y personal, donde se atisba,
mediante términos clave (dualidad, equilibrio, templanza, estigma,
insomnio...), la inquietante presencia del conflicto, la enfermedad o el
desamor. La casa de la vida.
Alejandro López
Andrada
Hiperión,
Madrid, 2017. 120 páginas.
En
la amplia bibliografía de López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957)
encontramos novelas, recopilaciones de artículos y libros de poesía, la mayor
parte premiados. De diecisiete de ellos ha seleccionado Antonio Colinas los
poemas que componen esta antología que celebra treinta años de oficio, de 1985
a 2015. No estamos, con todo, ante un poeta canónico ni sus versos aparecen
habitualmente en florilegios y manuales, lo que no obsta para que algunos
lectores y críticos los tengan en alta estima. Así, Colinas, que firma el
sustancioso prólogo del volumen, donde alude al “dolor extremado” como “perfil
de la nada” (“Pongo la mano encima del dolor”); a la pérdida de la patria de la
infancia y del paisaje; a la esperanza que se cifra en la memoria de un mundo
humilde y rural ya malogrado; a su trabajo con “el lenguaje de la sencillez”,
de “palabras limpias y claras”; a la fidelidad a su voz de este poeta con
raíces; a una poesía, en fin, “que salva al que la lee”.
Se
abra por donde se abra, el lector comprueba que López Andrada es autor de un
solo libro. Y no lo digo como demérito. Me limito a constatar un hecho. Desde
el primer poema hasta el último el tono permanece y, con él, los temas, los
sentimientos, las obsesiones y cuanto favorece, en suma, la creación de un
universo lírico propio.
La
melancolía, por ejemplo, teñida de tristeza o de nostalgia. O la naturaleza,
viva a pesar de los cambios, que él conoce tan bien y a la que nombra con
precisión: animales, vegetales... O las heridas que vienen de la Guerra Civil. O
la muerte, simbolizada en las ausencias.
La
meditación se realiza desde la soledad (“La soledad me habita”), en su retiro de
Los Pedroches. Desde lo autobiográfico y familiar. Desde lo cercano. Desde la
conciencia de la pérdida. Con un vocabulario rico pero asequible, lleno de
palabras clave, metáforas sencillas y personificaciones imaginativas. “Las
mujeres zurcen la luz”, escribe. O: “mi vida está sentada en una piedra”.
Más
allá, porque “vivo en la humanidad de las palabras”, destaca una inquietud
moral. Por los otros. El minero, el campesino, la viuda…
En
el poema final, del que toma el título la obra, habla de alcanzar “la claridad
perdida, la mano de mi madre, el vano ayer”.
Nota: La reseñas de los libros de Verónica Aranda y Alejandro López Andrada se publicaron el pasado viernes, 23 de marzo, en El Cultural.