29.3.18

Aranda y L. Andrada

Dibujar una isla
Verónica Aranda
Reino de Cordelia, Madrid, 2017. 104 páginas. 

Verónica Aranda (Madrid, 1982) une a su condición de poeta la de traductora (del portugués, sobre todo) y la de viajera (su blog, Poesía nómada). 
Dirige, además, una colección de poesía hispanoamericana en la editorial Polibea. Aunque muy joven, ha publicado ya numerosos libros: Poeta en India, Tatuaje, Alfama, Postal de olvido, Cortes de luz, Senda de sauces, Café Hafa, Lluvias Continuas. Ciento un haikus, Otoño en Tánger y Épica de raíles. Algunos de ellos fueron galardonados; como éste, Premio “Ciudad de Salamanca”, que le otorgó un jurado constituido, entre otros, por Asunción Escribano, Fermín Herrero, Juan Antonio González Iglesias, José Luis Puerto y César Antonio Molina.
Una cita de María Zambrano abre este libro unitario, editado con primor, que gira en torno a la realidad y a la metáfora de las islas (“Nadie te enseña / a contemplar las islas”). Un viaje real a las del Egeo y el Jónico (que marcan las dos primeras partes), “islas / de sugerentes nombres”, que se convierte en otro interior en el que prima el misterio (“toda isla es un enigma”) y el deseo. El cuerpo está ya en el primer poema, al borde del agua. En los baños: “Soy una nadadora ensimismada”, dice. Y el seductor erotismo, explícitamente lésbico. En medio de un paisaje reconocible que Aranda logra separar de lo masivo y lo turístico, por más que a eso remitan títulos como “Santorini” o “Mikonos”. No estamos ante una poesía descriptiva, aunque el vocabulario no evite nombrar un mundo poblado de cal, limoneros, tamarindos, higueras o salitre. El mundo de la luz (“y la luz es tan blanca / que nos torna elocuentes”) y el verano (“un verano que soñé interminable”). Una luz que, a través de la palabra, llega a deslumbrarnos. De tan nítida.
Los poemas son breves y están muy bien hilvanados, como fragmentos de un diario íntimo. El lenguaje, conciso y sentencioso: epigramático. Predomina lo sugerente y sensual. La emoción cadenciosa. La atención contemplativa.
No faltan homenajes de lectora: Cavafis, Elytis, Laina, Papadiamandis (al que dedica un hermoso poema)...
La tercera parte, que da título al libro, es más hermética y misteriosa, en clave más honda, cruda y personal, donde se atisba, mediante términos clave (dualidad, equilibrio, templanza, estigma, insomnio...), la inquietante presencia del conflicto, la enfermedad o el desamor. La casa de la vida.

Alejandro López Andrada
Hiperión, Madrid, 2017. 120 páginas. 

En la amplia bibliografía de López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) encontramos novelas, recopilaciones de artículos y libros de poesía, la mayor parte premiados. De diecisiete de ellos ha seleccionado Antonio Colinas los poemas que componen esta antología que celebra treinta años de oficio, de 1985 a 2015. No estamos, con todo, ante un poeta canónico ni sus versos aparecen habitualmente en florilegios y manuales, lo que no obsta para que algunos lectores y críticos los tengan en alta estima. Así, Colinas, que firma el sustancioso prólogo del volumen, donde alude al “dolor extremado” como “perfil de la nada” (“Pongo la mano encima del dolor”); a la pérdida de la patria de la infancia y del paisaje; a la esperanza que se cifra en la memoria de un mundo humilde y rural ya malogrado; a su trabajo con “el lenguaje de la sencillez”, de “palabras limpias y claras”; a la fidelidad a su voz de este poeta con raíces; a una poesía, en fin, “que salva al que la lee”.
Se abra por donde se abra, el lector comprueba que López Andrada es autor de un solo libro. Y no lo digo como demérito. Me limito a constatar un hecho. Desde el primer poema hasta el último el tono permanece y, con él, los temas, los sentimientos, las obsesiones y cuanto favorece, en suma, la creación de un universo lírico propio.
La melancolía, por ejemplo, teñida de tristeza o de nostalgia. O la naturaleza, viva a pesar de los cambios, que él conoce tan bien y a la que nombra con precisión: animales, vegetales... O las heridas que vienen de la Guerra Civil. O la muerte, simbolizada en las ausencias.
La meditación se realiza desde la soledad (“La soledad me habita”), en su retiro de Los Pedroches. Desde lo autobiográfico y familiar. Desde lo cercano. Desde la conciencia de la pérdida. Con un vocabulario rico pero asequible, lleno de palabras clave, metáforas sencillas y personificaciones imaginativas. “Las mujeres zurcen la luz”, escribe. O: “mi vida está sentada en una piedra”.
Más allá, porque “vivo en la humanidad de las palabras”, destaca una inquietud moral. Por los otros. El minero, el campesino, la viuda…
En el poema final, del que toma el título la obra, habla de alcanzar “la claridad perdida, la mano de mi madre, el vano ayer”.


Nota: La reseñas de los libros de Verónica Aranda y Alejandro López Andrada se publicaron el pasado viernes, 23 de marzo, en El Cultural.