22.9.22

Bautista y Sanmartín

 
EL PESAJE DEL CORAZÓN
 
Amalia Bautista
La Bella Varsovia, Córdoba, 2022. 64 páginas. 11 €
 
Amalia Bautista (Madrid, 1962) es autora, entre otros, de Cárcel de amorCuéntamelo otra vezHilos de seda, Estoy ausentePecados (con Alberto Porlán), Roto Madrid (con fotografías de José del Río Mons) y Falsa pimienta. Reunió su poesía en Tres deseos (2006 y 2010). En 2017 publicó en México La sal en nuestros labios y aquí, en 2019, Floricela, un libro de poesía infantil.
Con una voz bien definida y una trayectoria coherente, esta nueva entrega devuelve al lector su mundo particular, asentado en las pequeñas cosas y los sucesos cotidianos, donde la difícil sencillez de sus versos (léase “Agua”, que da título al libro) y su delicado tono intimista desvelan, desde la perplejidad, esos misterios que toda vida entraña. No en vano los elogió Ana Luísa Amaral, con la que coincide a la hora de elevar a poético lo aparentemente menudo. Unas zapatillas de baile, los quitamiedos, una mariposa o soñar con una rata. “El pesaje del corazón” le habría encantado a la portuguesa.
Hay algo de recuento, acaso por el peso de la edad (“Atado de años”), y bastante melancolía (“Pétalos caídos”) en estos poemas dedicados a su madre donde la infancia aflora (“Pero crecemos y olvidamos cosas, / por lo menos, las cosas importantes”).
En “Eco”, las hijas, sus habitaciones vacías. En “Venus del espejo”, las mujeres; los hombres en “El hombre que camina”. La indignación (lo moral) en “Canto de las espigas”. “Fragmentos” revela una poética. No falta tampoco la alegría. “La terraza” y “El tesoro” dan fe de ello.
La tercera parte incluye poemas de amor. Más allá de “lo razonable”. “Siempre tú”, con quien comparte los cuatro ríos: el del “agua fresca”, el de “la lecha más pura”, el “de vino” y el “de miel”. “Vals de las ciudades” y el memorable “Sursum corda” dan la medida de una poesía hecha de realidades, no de humo, como quería el poeta catalán Joan Vinyoli.


CONCIENCIA DEL ENIGMA
 
Evitar la niebla
Fernando Sanmartín
Papeles Mínimos, Madrid, 2022. 50 páginas. 15 €
 
Además de libros de memorias, de viajes, de relatos, dietarios y novelas, el poeta Fernando Sanmartín (Zaragoza, 1959) ha publicado Manual de supervivencia -consejos inútiles-Noches de lluvia en el embarcaderoAntes del hieloInfiel a los disfracesEl llanto de los boxeadoresEl peligro de los círculos e Ir al norte.
Evitar la niebla, que consta de catorce poemas sin título, se abre con citas de Argullol y Modiano, uno de sus maestros, sobre la impresión de errar el camino a diario. Al deber de esperar se refiere la de Nooteboom, al principio de la primera parte y menciona a Aira en el verso inicial porque “dice que somos lo que escribimos”. Lector contumaz e inquieto viajero (“Necesito que no me abandone / lo lejano”), por sus versos pululan numerosos personajes, literarios o no (el rey Juan Carlos “piensa en el monasterio de Yuste”). Y ciudades: Londres, Dublín y, sobre todo, París.
Sanmartín entiende el poema como “este lugar hecho para guarecerme / o conquistar la sed, / la ficción / que refleja / mi última estrategia”. Los protagoniza alguien que es y no es él. Porque yo es siempre otro. Un “desconocido” (“Dentro de mí / tengo una habitación desordenada”) que dialoga habitualmente consigo mismo (la identidad como tema), con una mujer o un médico: “¿Dejará de doler?”. Uno que siente miedo “de lo que no me infunde miedo”.
Suelen ser historias comprimidas, pequeñas narraciones líricas donde menos es más. Escritas con la intención de que parezcan improvisadas, dictadas por la inspiración, veloces y ligeras. Propias de quien se sume en el asombro. Exigen al lector su réplica.

NOTA: Las reseñas de los libros de Amalia Bautista y Fernando Sanmartín se han publicado en EL CULTURAL. 
 

15.9.22

Escaparate


QUIMERA 465 | SEPTIEMBRE 2022


EL CASTILLO DE BARBA AZUL

Poemas inéditos de Álvaro Valverde

12.9.22

Compartiendo el sosiego


MUNDO
Ana Luísa Amaral
Traducción de Paula Abramo
Sexto Piso, Madrid, 2022. 200 páginas. 20 €
 
La profesora, poeta, ensayista y traductora portuguesa Ana Luísa Amaral (Lisboa, 1956), pero residente, desde niña, en Leça de Palmeira, cerca de Oporto, donde murió el pasado 5 de agosto, ya había publicado en España Oscuro (Olifante, 2015) y What's In a Name (Premio del Gremio de Libreros de Madrid, Sexto Piso, 2020), así como la antología El exceso más perfecto, editada por Pedro Serra para la Universidad de Salamanca (2021) con motivo de la concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Sus versos también figuran en los florilegios Portugal: La mirada cercana (Hiperión) y Sombras de porcelana brava: Diecisiete poetas portuguesas (Vaso Roto). En su país está en prensa Poesia Reunida (1990-2021), un volumen que recogerá su obra poética completa. Mundo es su décimo séptimo libro de poesía. En el primer poema leemos: “conmigo compartid / este sosiego”.
“Emily Dickinson [a quien dedicó su tesis doctoral] decía que la poesía es posibilidad. Poesía puede serlo todo porque es una forma de abrirse al mundo y al otro”, señala Amaral. Y entre la realidad más cercana −lo cotidiano (“O de un casi marítimo papel chino”) y lo menudo (“El soplo”)− y la inevitable presencia del semejante −lo ético (“Tren a Cracovia”)− se conforma esta poética que aporta claridad a lo oscuro, luz al misterio. Ella se ha referido a su “mirada diagonal a las cosas”; visión inseparable, cabe subrayar, de su condición de mujer. De mujer feminista, además.
Porque, según ella, “todo poema trata de quien lo escribe”, ese mundo (y la historia y la política) y ese yo (y su genealogía) son, inequívocamente, los suyos.
Observadora nata, atenta a cuanto sucede a su alrededor, trae a sus composiciones a los seres y a las cosas más comunes. Animales (la primera parte, “Casi en égloga, gentes”, es una suerte de bestiario): el ciempiés, la urraca, la ballena azul, la araña, el pez, la abeja, el pavorreal, la gata, etc.; árboles (“Marcas”) y plantas (el jardín ocupa un lugar central en su universo y ); cosas: la mesa, las botas, el cuchillo, la aguja, etc.
Sorprende el salto que da desde lo anecdótico y casual hasta lo sustancial y razonado. Por eso sus finales son tan insólitos como imprevisibles. Para conseguirlo, su lenguaje se adapta a la aparente sencillez y busca la concisión, la sobriedad y la elipsis; algo que aprende de la tradición poética anglosajona, que tan bien conoce. No le hace ascos al humor y a la ironía ni teme pecar de prosaica. Ni a los clásicos, como se aprecia en el romance rimado que dedica a la araña.
La atmósfera dickinsoniana, tan propia de ella, se respira en “El viento y la flor”; ejemplo de un minimalismo que usa con naturalidad.
Destacaría del conjunto los poemas “La mesa” (“Mi patria / es esta sala que se abre a la terraza / y es también la terraza con sus flores…”) , “La lucha” (“Ahora lo que importaba / era sobrevivir , / ser libro”), “Oda al cigarrillo”, “Hoyo negro…” (“Mirar la oscuridad / de lo invisible”) , “La casa y el tiempo” (sobre versos que perdió), “Hablando lenguas” (en Praga) o “Qué será, será: mundos después”.
 
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL

11.9.22

Intenciones preotoñales

Escribí esta entrada hace meses. Sólo ahora, muchas vueltas después y espoleado al final por un chocante comentario de Rosa Berbel sobre "los hombres críticos", me decido a publicarla.

Quería curarme en salud cuando añadí una entradilla con más títulos y alguna explicación al artículo de El Cultural donde sugería la lectura, como se me había indicado, de cinco libros de poemas para el número especial de la pasada Feria del Libro de Madrid. Me sirvió de poco. Le faltó tiempo a un poeta al que aprecio, bien lo sabe, para darme a entender que se sentía excluido. Y en qué tono. Para empezar, cuando envié el texto, ni siquiera había salido su libro. O a mí no me había llegado. O las dos cosas a la vez. Para seguir, no lo había leído, que es la clave. No fue el único en mostrar su malestar. Ya se sabe que el de los poetas (y las poetas, cabe precisar por una vez) es un gremio suspicaz. Demasiados egos revueltos, diría el canario. ¿Tan importante era aparecer ahí? ¿Tan poco confiamos en los libros que escribimos y en su inevitable autonomía? ¿No habíamos quedado en que los suplementos y la crítica no servían para nada? Está uno cansado. De encajar reproches sin sentido; de recibir libros a diario (con un infinito agradecimiento, matizo: me honra ese gesto); de no poder leerlos todos; de limitarme a acusar recibo de su llegada (si tuviera que mandar una opinión de cada uno...); de la añadida carga de conciencia que supone hablar o no en público de ellos... Sí, porque uno no comenta nunca libros que no ha leído. De cabo a rabo, quiero decir. Cansado, en fin, de que el silencio, curiosa paradoja, sea tan gravoso y, sin embargo, el comentario favorable valga nada o casi. Se da por supuesto: "te dedicas a eso", me han escrito. De hecho, no pocos te piden sin ambages una reseña cuando te mandan su ejemplar amablemente dedicado. Ingrata tarea esta. Trapiello ha citado más de una vez a Baroja: "El oficio de reseñista literario es el más triste y deslucido de todos". Cuánta razón. (Por otra parte, el romántico alemán Jean Paul, recuerda Fruela Fernández, decía: "haced que un hombre escriba una reseña y lo conoceréis de veras".) Y para qué, se pregunta uno de continuo. No, no es cuestión de dilapidar el tiempo, en especial cuando se acaba (lo traía a colación Ignacio Echevarría en las columnas que dedicó aquí atrás a la lectura: "Lector en público", 1 y 2). Con lo que cuesta, además, escribir las dichosas reseñas... Por eso, siquiera de momento, abandono. Dejo de comentar en voz alta algunas lecturas, sólo eso. Sin dramatismo, qué necesidad. Simplemente, informo. Para evitar molestos equívocos. Por educación también. No quiero herir a nadie. En lo sucesivo, sólo escribiré las reseñas que me encargue Nuria Azancot para El Cultural y las de Raúl C. Maícas para Turia. Hasta que ellos quieran, claro. Y alguna, por fidelidad, irá a Cuadernos Hispanoamericanos, ahora en manos de Javier Serena. También a Anáfora y a El Cuaderno, donde sé que siempre se me espera. Sí, habrá excepciones. Pocas. Espera una en el penúltimo número de Clarín, una revista que, por desgracia, desaparece. Bien que lo siento. No obsta para que el blog siga siendo mi abierto cuaderno de bitácora, mal que les pese a algunos puristas del género crítico, que desprecian a los blogueros. Pero, insisto, ni puedo ni quiero continuar así. "Escribes mucho", me reprochaba aquí atrás con ironía un amigo. Con razón, a buen seguro. Ahora quiero leer con la debida calma y sin obligaciones, encargos mediante. Cuando desaparezca, eso sí, este bloqueo que me atenaza por culpa de la sobrevenida avalancha. Y cuando, de paso, el maldito calor de este verano interminable cese. Pensaba leer mucho de lo no leído y sin embargo... Ah, y no sólo poesía contemporánea, que últimamente...  Será, de ahora en adelante, ya digo, sin presiones, presuntas o no. Esa enojosa carta, que tan desprevenido me pilló, ha sido una suerte de puntilla. Bien está. 
Me gustó mucho la entrevista que le hizo el poeta y periodista asturiano José Luis Argüelles al crítico literario Francisco García Pérez para la mencionada revista Clarín. "Contra petulantes y otros críticos", se titulaba. Su tono, el de alguien que se siente decepcionado. Allí decía que lo que le gustaba era "hacer descubrimientos, hablar de las obras nuevas que merecen la pena" y no "dar palos". Añadía que una reseña ha de estar "bien escrita" y que la crítica de hoy (él se ha dedicado sobre todo a la narrativa y es especialista en la obra de Benet) era "muy complaciente". Explicaba que "en el primer curso de crítico literario deberían enseñar lo siguiente: nunca vas a satisfacer a todo el mundo". Pues eso. Esa asignatura la tengo aprobada. Y con nota.

4.9.22

Una sorpresa


Miguel Ángel Lama publica en su blog Pura tura la entrada "Jardín privado compartido". Se lo agradezco. También a Yolanda y a cuantos fueron cómplices de una de las sorpresas más agradables de mi vida.