Autobiografía de
papel se
publica después de Autobiografía sin vida, dos libros complementarios donde Félix de Azúa demuestra que se puede escribir sobre la propia vida sin que ésta apenas intervenga, dando prioridad a las ideas. Allí el protagonismo fue para las artes; aquí, para las letras.
Se aclara, además, que se trata de dar testimonio de una experiencia común a una generación. Estamos, en consecuencia, ante un “caso” (“mi caso”). “No es el discurso de un yo, sino el de un caso”. Con límite de fechas: entre 1960 y 1980.
Por medio, un cambio. El del
concepto de cultura. Entre un “mundo literario tan desaparecido como la
Atlántida”, que él conoció (tal los nacidos antes de los setenta) y la
aparición de lo que denomina “democracia total”, el igualitario “todo vale”
posmoderno. El fin del canon y la jerarquía que fijaban, por decantación, las
élites y las oligarquías, en vigor durante siglos, a favor de que cualquiera es
escritor o artista y cuanto haga, bueno. De ahí a lo mercantil, a la obra de
arte considerada como producto de la industria cultural, hay un paso. O ni eso.
En orden de intervención, el
libro aborda la poesía, la novela, el ensayo y el periodismo, los géneros que
ha venido practicando Azúa, los mismos que ha ido, sucesivamente, abandonando. A
cada uno le dedica dos capítulos (a la poesía, tres). En el primero reflexiona
(ensaya) sobre lo general y en el segundo aterriza en lo particular.
A la poesía dedica páginas lúcidas
y melancólicas. Tras reconocer su tradicional “estatuto superior”, su “origen
sagrado”, la consideración romántica de “arte supremo”, explica el derrumbe de
la “gran fortaleza de la literatura” apoyándose en la obra de un grupo de poetas
y pensadores que le sirve para ejemplificar esa metamorfosis con trazas de caída.
En lo personal, cuenta cómo “un
puñado de ilustrados en un país salvaje”, esto es, los Novísimos, efectuaron el cambio interior (habitado por el
“cainismo”: o católico o judío) hacia un tipo de poesía no castiza, de “religión
lingüística”, con “protagonismo del significante”, “lenguaje de lo
incomunicable”, rupturista hasta cierto punto, pues él y sus amigos pertenecen
a la última generación que tuvo maestros, “que enlazó respetuosamente con el
pasado”. Los del “descubrimiento inconsciente
de la posmodernidad” y la cultura de masas.
Cuando comprendió que sus poemas
no estaban a la altura de la alta misión de la poesía, convertida en mercancía
o letras de canciones, abandonó su práctica (“fracasé como poeta”) y se pasó a
la novela.
Un novelista es “un poeta que
quiere ser leído por las masas o por lo menos por un gran número de ciudadanos”.
Cuestión de estadísticas. Quien publica novelas “acepta de buen grado la
mercantilización”. Después de analizar la historia y situación de ésta en la época
contemporánea, llega a conclusiones como que su triunfo es reciente y su
valoración académica baja. Aterriza en el contexto español y vuelve sobre
garbanceros (”línea castiza”) y cosmopolitas (él y los suyos: Marías,
Vila-Matas, etc.), con parada y fonda en Benet (maestro indiscutible), Ferlosio
y Mendoza, amén de constatar, entre otras cosas, que la “liberación del
cainismo” fue posible gracias a los hispanoamericanos.
En ese camino de la “decepción”,
el paso siguiente fue el del ensayo. “Muerta la religión, queda el ensayo”,
escribe. “Somos los primitivos de nuestra era” y “aún estamos ensayando cómo se
sobrevive en una sociedad sin dios y sin ayuda externa”. El arte –su historia,
su crítica- ha sido en sus “tentativas” lo más relevante y sobre ello vuelve,
más perspicaz que nunca, a fin de desenmascarar esa impostura.
Justifica Azúa su paso por el
periodismo (el género que más ha ampliado su espacio fáctico) en función de su
importancia para la divulgación de ideas y para hacer literatura. Más desde que
llegó esta veloz revolución tecnológica globalizada en el que nos movemos,
donde “todos somos periodistas”. La televisión, Internet, los blogs… Al fondo,
la omnívora “democracia total”, ese monstruo que condiciona y dirige nuestras
vidas y que en el futuro tal ver llegue a ser “un estado totalitario feliz”.
Cierra el volumen –“breve
reportaje”, dice– un ameno capítulo sobre el fin de los sombreros, prendas que
evitaban que se escapara “la vieja costumbre occidental de pensar, de perder la
mirada por encima del gentío”. Y una promesa: “explicarme a mí mismo cuál fue
mi principio. Mi Génesis”. Esperamos.
Nota: Esta reseña ha aprecido publicada en el número 359, octubre de 2013, de la revista Quimera.