A
utoridades,
ribereños, señoras y señores. Un año más nos reunimos aquí para celebrar la
concesión del Premio Nacional de Poesía “Meléndez Valdés” a un libro valioso. El
mejor de los publicados en España en los últimos años según un amplio jurado de
críticos y lectores, si tenemos en cuenta el riguroso y limpio proceso de elección
en dos fases de que consta. En esta tercera convocatoria, que la maldita
pandemia ha retrasado un año (por lo que excepcionalmente se han seleccionado obras
de 2019, 2020 y 2021), ese libro es He
heredado un nogal sobre la tumba
de los reyes y su autor el cacereño del 58 Basilio Sánchez.
Con él ya había conseguido el Premio Internacional de Poesía de la
Fundación Loewe, el Loewe, acaso el más acreditado de la poesía hispánica. En
su trigésimo primera edición. Era el segundo poeta extremeño que lo ganaba. Por
sorpresa, dos años después lo conseguía un tercero. Lo digo porque no suele
reconocerse el altísimo nivel de la poesía escrita por poetas extremeños y
menos dentro de nuestra tierra. Por ignorancia, prefiero suponer. De ahí que
para el jurado que me he honrado en presidir haya sido tan satisfactorio que el
“Meléndez” haya recaído en un paisano, lo que no desmerece ni limita su ámbito,
sino que viene a demostrar, ya decía, que la calidad de nuestra lírica es, con
galardones y sin ellos, excelente. Como excelentes eran, por lo demás, las
otras obras finalistas: Sacrificio, de Marta Agudo
(2021); confía en la gracia, de
Olvido García Valdés (2020), quien, por cierto, acaba de de recibir el Premio "Reina Sofía"; Jardín
Gulbenkian, de Juan Antonio González Iglesias (2019); Incendio mineral, de María Ángeles Pérez López (2021); y ‘La rama
verde’, de Eloy Sánchez Rosillo (2020).
Comentaba en mi blog un día después del fallo que, en mi ya larga
experiencia como miembro de distintos jurados literarios, esta había sido la
ocasión en la que acaso más complejo resultó elegir el libro vencedor. Estaba
formado por la catedrática de Literatura de la Universidad de Córdoba
María Ángeles Hermosilla; la poeta Ada Salas; la escritora y presidenta de la
Asociación de Escritores de Extremadura, Isabel Pérez; el director de la
Editora Regional de Extremadura, Luis Sáez; la alcaldesa de Ribera del Fresno,
Piedad Rodríguez; y la directora del Área de Cultura de la Diputación de
Badajoz, Emilia Parejo. Actuó como secretario, con voz pero sin voto, el
escritor José María Lama.
El debate fue arduo (con intervenciones memorables) y las votaciones, por descarte
y por estimación, numerosas. Como sostuvo uno de sus componentes, porque se
partía de libros de una bondad indiscutible donde no era la calidad técnica o
literaria lo que se juzgaba. En la decisión pesaba, por encima de otras consideraciones,
el gusto personal: lo subjetivo, que no es un término sospechoso cuando a las
personas que deciden se les presupone responsabilidad y, sobre todo, criterio.
Son (somos) lectores. Precisamente un grupo de lectores, el de Ribera,
conformado por vecinos del pueblo, el que facilita el voto que la alcaldesa
lleva al jurado, optó también por el libro de Basilio Sánchez. En las dos
últimas ocasiones, el voto de ese jurado popular ha coincidido con el del otro
tribunal lo que no deja de ser significativo.
Volviendo a Basilio Sánchez, el protagonista de esta velada, y a su libro, recordaré
que con otro anterior, Esperando las
noticias del agua, ya estuvo entre los finalistas de la segunda edición de
este certamen.
Como me decía un amigo, por su trayectoria (dilatada y exitosa, con
abundantes reconocimientos, sí, pero, lo que es mejor, construida con libros de
fuste), de sobras merece el “Meléndez”. Diré más, aunque suponga entrar en el
pantanoso terreno de lo privado y personal, sé bien que Basilio Sánchez escribe
una poesía apegada a la vida. A su vida. Por eso no caben distingos entre el
poeta y el hombre. Ni, yendo aún más allá, entre éste y el médico que es. Por
eso, debido a su cabal y agotador trabajo durante la pandemia del covid al
frente de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Cáceres, también es
digno de esta recompensa, siquiera sea por un efecto, digamos, simpático.
Su primer
libro, A este lado del alba, obtuvo en 1983 un accésit del
premio Adonais. A esa ópera prima le siguieron: Los bosques interiores, La
mirada apacible, Al final de la tarde, El cielo de las
cosas, Para guardar el sueño, Entre una sombra y otra y Las
estaciones lentas. En 2010 publicó su poesía reunida: Los bosques
de la mirada. Después han llegado Cristalizaciones, Esperando las noticias del agua
y He heredado un nogal sobre la tumba
de los reyes.
La mayor parte
de estas obras merecieron algún premio. Además de un accésit en el Gil de Biedma, Sánchez ha obtenido el
Unicaja, el Tiflos, el Extremadura a la Creación, el Ciudad de Córdoba o el
Loewe.
Conviene mencionar dos libros
en prosa de su bibliografía: El cuenco de la mano y La
creación del sentido. Dos entregas, cabe matizar, que podrían pasar, en
sentido estricto, por poéticas. Por el asunto del que se ocupan y la escritura
que las identifica.
De He heredado un nogal
sobre la tumba de los reyes puedo decir (con palabras ya escritas en una reseña
que publiqué en la revista Cuadernos
Hispanoamericanos) que culmina una carrera poética de fondo. Forjada libro
a libro. Por necesidad. Con coherencia y honestidad. Fiel a una poética que la
atraviesa (casi) de principio a fin. Y digo fin aunque sepa que tiene un libro
a punto de publicar y que, por tanto, su desenlace está lejos.
En una entrevista concedida a Nuria Azancot para El Cultural, Sánchez comentaba: “Utilizando una imagen del poeta peruano Eduardo Chirinos, percibo mis libros como planetas solitarios que giran alrededor de su propio eje, pero sometidos todos a unas mismas leyes de movimiento, a un orden cosmológico superior que no es otro que la idea que yo tengo de la poesía. Concibo la creación poética como una especie de diario del espíritu, como una forma de anotar y de poner en relación la vida de uno mismo con el mundo que nos rodea tal y como el poeta consigue percibirlo a lo largo de las diferentes etapas por las que va pasando. He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes es una expresión más, sin duda incompleta, pero reveladora, de mi forma de decir y de vivir en el tiempo. En lo formal, es un paso más hacia la naturalidad y la transparencia”.
Dividido en tres partes y una coda; está compuesto por sucesivos fragmentos (a su imán, que diría Lezama Lima), sin título, que fundan su unidad de sonido y sentido en un lenguaje claro y austero (“Amo la austeridad de los que escriben / como el que excava un pozo”), y en un ritmo muy particular también y muy logrado que se aprecia, sobre todo, al leer los poemas en voz alta. Lo comprobaremos pronto.
Al decir de su autor, un hombre de talante contemplativo,
tiene un “carácter de libro de meditaciones” (también lo ha denominado
“cuaderno de campo de un naturalista”) construido con lentitud (“Amo lo que se
hace lentamente”) en la soledad (“Siempre supe estar solo”) y el silencio (“El silencio
es la elegancia absoluta”). En efecto, a esa tradición, la meditativa
(escrutada en su día por Valente) se adscribe esta poesía del pensamiento (que
siente). Lo que no obsta, como señala Colinas, para que tienda “a lo surreal,
al irracionalismo”. Por eso es normal que a veces el lector pierda pie
(“Ninguno de nosotros / está aún preparado para lo incomprensible”) y, sin
entender, vislumbre, absorto en la enigmática belleza de unos versos que a
rachas devienen versículos, algo del todo adecuado si tenemos en cuenta la
honda espiritualidad que emana del conjunto.
A través de las cosas (“Acercarnos con afecto a las cosas /
nos permite intimar con lo sagrado / que permanece en ellas”). En medio de la
naturaleza (tan presente aquí): “Dichoso el que, sentado / bajo los grandes
árboles / que iluminan de verde las mañanas del mundo, / no renuncia al regalo
de lo inmenso”.
Su tono es hímnico. Hay “una celebración tenaz de lo que
existe”. Porque aún se oye el último eco
de “la canción del paraíso”. Porque, evocando a Claudio Rodríguez, “El
mundo se nos revela siempre en un estado / de perfecta ebriedad”.
A pesar del dolor (léase el precioso poema de la página 68,
que comienza “No hay azafrán ni clavo”) y la muerte (de nuevo el médico
intensivista) y de que nadie sepa “cómo estar en el mundo”: “Es verdad / que en
la idea del jardín subyace oculta / la idea del sufrimiento, / la de que
prevalece / sobre el orden de la naturaleza / el orden de los hombres”. No en
vano esta poesía se distingue por su alta carga de humanismo.
No falta en él la reflexión acerca de la poesía. Así, leemos (en
forma de aforismo): “Los poemas que nos hacen mejores / son los que nos
devuelven / a ese estado anterior / en el que era posible, / en nuestras
relaciones con el mundo, / conducirnos con naturalidad, sin artificio”.
“La poesía no explica ni argumenta. / La poesía sólo llama a
las cosas”. Es “el oficio del espíritu”.
“Vivir en las palabras, / asumir el fervor como una forma
secreta de penuria / lo decide uno mismo”.
“Escribir un poema es andar sobre las aguas, / confiarnos a
lo bueno del mundo”.
“Uno escribe un poema para sentirse vivo”. Y añade: “para que
otro descubra que está vivo”.
Y, desde la compasión: “La poesía / no es una ambigüedad del
corazón, / es una forma / de sentirte tú mismo siendo otro, / de asumir la
existencia de los otros / como si fuese tuya”.
Armonía sería un término muy adecuado para definir de una vez
la obra de alguien que confiesa: “Las palabras son mi forma de ser”. Resalta,
en fin, la importancia de la verdadera poesía, en rigor la única posible, ajena
a las modas, las ocurrencias y la prisa. Porque sólo desde la tradición se
puede alumbrar lo nuevo.
Enhorabuena, Basilio, y gracias.
NOTA: Leí este discursino, en mi condición de presidente del jurado de la tercera edición del Premio Nacional de Poesía "Meléndez Valdés", el pasado 27 de mayo en Ribera del Fresno.