Fabio Morábito podría ser un personaje de Lejos de Egipto, la autobiografía de André Aciman. Como éste, nació
en Alejandría (1955). Su
infancia transcurrió en Milán. Su idioma materno, el italiano. A los 15 años
llegó a México y aprendió español. En esta lengua ha escrito toda su obra
literaria, tanto narrativa (es autor de cuentos y novelas: “Es de la
prosa de donde realmente se alimenta un poeta para crear más poesía”)
como lírica, compuesta por cuatro libros, uno por década (“Hay que
descansar de escribir poesía, porque la poesía es un lenguaje sumamente
artificial”): Lotes baldíos (1984), De lunes todo el año (1992),
Alguien de lava (2002) –reunidos
los tres en La
ola que regresa (2013)– y Delante
de un prado una vaca (2011); y por tres antologías: El verde más oculto, Un
náufrago jamás se seca y Ventanas
encendidas. El quinto (que se titula igual que una amplia selección
de sus poemas publicada en Francia por Seuil) es el que comentamos y ve
la luz al inicio de un nuevo decenio. Consta de cinco partes y los poemas
carecen de título. En la primera reflexiona sobre la propia escritura: “Escribo
prosa mientras junto / valor para los versos”. Versos, cabe matizar, que con
ser deliberadamente prosaicos nunca dejan de ser líricos: “que mis poemas
rezumen prosa / sin desbordarse de los límites del verso”. Consiste en “hacer
caber en la envoltura lírica / el máximo de utilidad”. De “las casas rodantes”,
“aprendí que los poemas / se escriben en papel cuadriculado”. Él los concibe con
“métrica mental”, aunque apoyado en “versos impares”.
Traductor de Montale y Saba, confesó a Olmo Balam
que el triestino “me convenció de que yo podía ser poeta por su mirada
al ras de las cosas, sin mayores pretensiones y apegada al vivir cotidiano”. De
eso se trata: “La vida es escarbar y a cada cual su cielo”. Porque “puede que
la escritura sea el único refugio desde el cual puedes sentirte real”. “La mía
–dice Morábito– es una mirada obsesiva”. Su poesía, “velocidad pura” que destila
y comprime el lenguaje. “Concentración”, en una palabra. Para elevar a
categoría lo anecdótico. A base, claro, de imaginación. Una caja de madera
convertida en autobús, por ejemplo. “Soy un experto en resplandores”. “No la
cosa, sino los ojos que la han visto”.
Cree que todos sus libros tratan de responder a la pregunta:
“por qué las piedras no se abren”. Ahí radica el misterio, que no falta en esta
poesía transparente. “Todo viene al caso si estás vivo. / Todo”, podría ser su
lema. Y eso sirve para pasar un invierno en la Antártida (donde “no prosperó la
pelambre”), ir a Puebla sin perderse, echar de menos las guitarras y los
ceniceros de los aviones o colgar sábanas en la azotea. Por medio, deliciosos
poemas de amor que hablan de la sutileza de Morábito. De su melancólica ironía
y su humor: a este hombre se le lee con una sonrisa en los labios, incluso
cuando se refiere (“Qué final!”) a la muerte de su padre: “como si para morir
fuera preciso / estar en buena forma”.
La errante juventud perdida y el insomnio, la madre y la
infancia (con hermano y sin perro), los ciegos y los mudos (como en su novela El lector a domicilio), los cuadros y
los muros, los mapas y los besos, los gallos y los ríos le inspiran poemas
memorables. “Escribo para que me oigan, no para ser leído”, afirma.
Fabio Morábito
Visor, Madrid, 2021. 108 páginas. 12 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.