23.4.19

Una carta de Ida Vitale

Hoy 23 de abril, Día del Libro, hago pública, con el permiso expreso de su autora, esta carta de Ida Vitale, a quien dentro de unas horas el Rey de España hará entrega del Premio Cervantes. Porque creo que muestra a las claras quién es y cómo la excelente poeta uruguaya. La recibí unos meses después de que publicara en ABC un artículo sobre su primer libro publicado aquí, Reducción al infinito, y de que Juan Cerezo, nuestro editor en Tusquets (el "Juan" del mensaje), le enviara un ejemplar de Mecánica terrestre.
Agradezco a Aurelio Major, que cuidó la edición de su poesía reunida (también en Tusquets), su amable mediación.


1 de abril de 2003.

Álvaro amigo: Le llevo sobre la conciencia desde hace una vergüenza de meses. Traspapelé el correo en que Juan me enviaba su dirección y ahora ya hace tiempo que volvió a enviármelo y yo con mi gratitud a cuestas. Gratitud que no se dice muy fácil y que no olvidé a pesar de mi silencio ante la generosidad de su querer difundir entusiasmo por ese libro que sale allá tan lejos y tan equivocado de tiempo. Pero mi demora encontró justificación: entre tanto y en medio de tareas que se me traslapan unas sobre otras, encontré  Mecánica terrestre. Lo leí en Montevideo, ciudad con mar, pero ciudad, una ciudad extraña, a la que pertenezco, lejos del campo, y entonces en lo que primero reparé fue en la presencia de éste, líricamente cargado de melancolía, nostalgia, de la inmensa suficiencia de lo ínfimo; su visión  me  resulta espejo, donde creo que se conforma la que por ahora adopto como su imagen en mí, y en donde se agolpan las muchas densidades que piden atención a cada página. Envidio esos Lugares del sueño, donde hacer que se encuentren Borges y Klee, ellos justamente. Y como siempre leemos el presente en los pasados de la poesía, me asalta esa infinita, candente, sucesiva guerra contra cuyo horror golpeamos hoy, otra vez y siempre tan en vano. Y qué sorpresa encontrarme con el nombre de Álvaro Ruiz Abreu, con el que estuvimos varias veces en México, encantador, como su mujer, con el que podría haber puesto a prueba esa imagen de usted que estoy armando. Este libro me dejó con mucho deseo de conocer lo anterior (lo buscaré en la biblioteca de Austin, al regreso).
Perdóneme que esta carta aparte de tardada, sea tan escasa. Salgo de una gripe, pronto iremos a París, tengo que entregar un librito que saldrá en México y todo se me encima.
Pero esto es apenas como agitar un pañuelo al pasar corriendo frente a su ventana.
Reciba un abrazo muy grande de su amiga. Ida Vitale.

(Nota: La fotografía es de Samuel Sánchez. De 2013 y se publicó en El País.)

20.4.19

Sobre algunas lecturas recientes (con perdón)

El País. Alberto Manguel en Mondion (Francia), 2013. GETTY
Si tuviera que hacer caso a los "me gusta" de mi muro de Facebook, desistiría de escribir esto. Cada vez que publico allí (al mismo tiempo que en el blog) alguna reseña, el número de likes es mínimo. Sí, ya sé que estamos hablando de espejismos, pero significativo, al cabo, resulta. Como uno hace estas cosas por amor al arte, procedo. A costa de hablar para unos pocos, que es a quienes, por otra parte, me he dirigido siempre. 
De la avalancha habitual, libros leídos y otros que nunca podré leer, rescato unos cuantos. No por nada, está claro, lo que no significa que los que silencio sin remedio no sean tan dignos como estos de figurar, ay, en un escrutinio. Por ejemplo, y para que no se me acuse de pecar de poético, Señor de las periferias (Pre-Textos), de Jesús Montiel, una suerte de biografía del escritor Robert Walser que es mucho más que eso. Por cómo está escrita (con voluntad de estilo). Por los aforismos que contiene ("La escritura es una loca perseverancia", "Un poeta nace para incomodar", "El verdadero fracaso es no saber fracasar"). Y por la poesía que guarda, aunque esta confesión desmienta lo que dije más arriba. Mi fascinación por el personaje, eterno paseante por senderos que se bifurcan entre la pasión por escribir y la locura, es antigua, pero este breve ensayo literario la ha acrecentado aún más. Una delicia, sin duda. 
Jordi Doce vuelve y nos sorprende de nuevo con La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana contemporánea (Saltadera), que reúne dieciséis ensayos sobre poetas en inglés de ambos lados del Atlántico: Charles Tomlinson, Ted Hughes, Sylvia Plath, Geoffrey Hill, Seamus Heaney, John Burnside, John Ashbery, Allen Ginsberg, Kenneth Koch, Charles Simic, Joseph Brodsky, Paul Auster, Sharon Olds, Anne Michaels y Jeffrey Yang. La mera enumeración abruma. Si a eso unimos la perspicacia crítica, la prosa elegante (siempre cortés con el lector) y la lucidez lectora de Doce... Ah, y qué edición más bien hecha.
(Con uno de estos autores, el gran Simic (éste sí), iba a celebrar Doce un encuentro el mes próximo, pero una inoportuna, lamentable caída casera del poeta de origen serbio ha obligado a cancelar esa lectura madrileña.) 
Por seguir con la prosa, de acontecimiento (según para quién, lo sé, lo sé) habría que calificar la salida a escena de la Prosa completa (Ediciones Encuentro) del poeta y sacerdote británico Gerard Manley Hopkins, victoriano a su pesar, gran dibujante, autor de El naufragio del Deutschland (que uno leyó en la edición de Adonais), cuya poesía han publicado en España, entre otras, La Veleta, Renacimiento, Visor o Vaso Roto. 
El ensayo introductorio del traductor, Gabriel Insausti (que acaba de agrupar un puñado de excelentes aforismos en Estados de excepción, Libros al Albur) es elocuente y nos da todas las pistas necesarias para calibrar el alcance de lo que viene después: textos ensayísticos (en defensa de la Belleza y de la Verdad, de la dicción poética...), páginas de diarios, cartas, sermones... No falta una útil cronología sobre la vida del escritor jesuita.
Digo diarios y no puedo por menos que citar los últimos que he leído, de Hilario Barrero, toledano en Nueva York desde hace cuarenta años, que publica en Renacimiento una nueva entrega de los suyos bajo el título de Prospect Park, un parque de su barrio: Brooklyn. Son de los años 14 y 15. Allí, sus ciudades del alma (Toledo, Nueva York y Gijón), su despedida del trabajo por la jubilación, los paseos y trayectos en metro por las calles de aquella mítica ciudad, las cenas y visitas a vecinos y amigos, la música y los conciertos, el Greco, las muertes (de perros y personas) y el amor y la vejez, que no dejan de ser los asuntos centrales (dos en uno) de estas prosas escritas con un estilo peculiar e inconfundible, en absoluto plano o anodino, donde se cuela sin remedio la melancolía. 
Y ya metidos en harina poética, ahora sí, me limitaré a mencionar Habitable, una antología de Pureza Canelo (titulada como uno de sus primeros libros) que se incluye en el catálogo de la famosa colección rayada de Renacimiento (donde, por cierto, apenas si encontramos poetas extremeños). La edición es de José Teruel, quien vuelve a demostrar en el prólogo (un texto de ineludible referencia para estudios posteriores) su categoría de máximo especialista en la obra exigente y singular de la poeta de Moraleja, que el año pasado nos regaló uno de sus mejores obras: Retirada. Aunque leerla otra vez es como leerla por vez primera, destacaría el avance de unos poemas de un libro futuro, Aire donde estuvo una casa, versos que prometen y por eso le dejan a uno con ganas de más. Sí, sí, retirada...
También en Sevilla reside, como la recién citada casa editora, Antonio Rivero Taravillo que, incansable, da a la imprenta dos nuevos libros. Uno de aforismos, Vida en común (en Libros al Albur, como el de Insausti), donde brilla su sutileza y su sentido del humor (más si de vivir con otros en estos tiempos convulsos se trata), y otro de poesía: Svarabhakti (de título, ya se ve, sencillo -en el enlace anterior se explica su sentido- y lo publica Maclein y Parker), en el que vida y literatura se entremezclan sin solución de continuidad. No sabemos dónde acaba la una y empieza la otra, tal y como nos tiene acostumbrado este inquieto sevillano (de Melilla) con raíces mexicanas e impronta irlandesa. El amor, los libros, los escritores (Prados, Rulfo)... Para saber más, puede consultarse la reseña del libro que apareció en la revista Mercurio firmada por Luis Alberto de Cuenca. Lo mejor, con todo, leerlo.
Los últimos días de Plinio el Viejo (Ars Poetica), de Ignacio Cartagena, es un libro curioso. Por inhabitual. A veces recurrir a la nota editorial es lo mejor, sobre todo si, como suponemos, está redactada por el autor. Así, "Plinio el Viejo es el pseudónimo, no se sabe si real o inventado, de un profesor de lenguas clásicas de un instituto de provincias" Aquí "se enfrenta a la última etapa de su vida: los postreros años de enseñanza, la jubilación, la vida reposada, las manías, las inapetencias, las lecturas, la relación con su mujer y sus hijos, las rutinas médicas y hospitalarias y otros meandros que conducen al previsible desenlace final". Lo que no se dice en estas líneas es que lo mejor del libro no es esto, sino lo bien escrito que está, lo que justifica a la postre que la poesía lo sea. Y ésta lo es. Pueden comprobarlo. 

16.4.19

Carlos Alcorta lee el "siroco"

La trayectoria poética de Álvaro Valverde (Plasencia,1959) es, sin lugar a dudas, una de las más coherentes del panorama poético español de las últimas décadas. Desde su primer libro, Territorio, publicado en un ya lejano 1985, hasta ahora que publica El cuarto del siroco, poco ha cambiado. Si acaso en sus últimos libros asistimos a una depuración lingüística, fruto, sin duda, del convencimiento con el que algunas certezas vitales han arraigado en su mente. El entusiasmo del joven veinteañero ha dado paso a un hombre asentado en su madurez que ha visto cómo la vida trascurre velozmente («Y uno se pregunta de repente: / “¿qué ha pasado?” / y no sabe qué responder / o lo evita pues teme la respuesta»), pero también a alguien que ha cumplido muchos de sus propósitos y ha sabido aquilatar el valor de las cosas verdaderamente importantes. Al fin y al cabo, Álvaro Valverde ha elegido ser «un hombre, sólo alguien / que funda su destino / (como el mejor aqueo) / en la digna certeza de la muerte», una muerte inevitable que resulta menos traumática cuando se está en paz con uno mismo y los problemas morales no parecen obstaculizar la existencia cotidiana.
     El cuarto del siroco es un libro extenso y variado. El propio poeta nos pone en antecedentes: «Los poemas que componen este libro han sido escritos en lo que va de siglo. […] Poema a poema, cabe precisar. Tal vez sea éste mi libro menos unitario. De hecho, la ordenación es, en general, cronológica». Estas palabras confieren, desde mi punto de vista, mayor entidad simbólica al libro. Me explico. No es mérito menor el conseguir escribir un libro unitario cuando ese ha sido el propósito inicial, pero tiene mucha mayor relevancia cuando esa unidad proviene de un modo de hacer natural que tiene más que ver con la solidez del pensamiento —parafraseando a Wallace Stevens, Valverde habla de   una «naturaleza pensativa»— que con propósitos más o menos espurios. Valverde ha adquirido una seguridad expresiva que no precisa de grandilocuencias ni nebulosidades. Algunos de estos poemas parecen haber surgido de una identificación absoluta con el entorno, como «Mínima», apenas un trazo, un boceto que, sin embargo, hace vibrar algo indefinido en nuestro interior (ocurre lo mismo, sin saber muy bien por qué, con algunos cuadros, con ciertos fragmentos musicales). En otros poemas, el titulado «Aquí» es un buen ejemplo, el relampagueo de una idea fugaz es sustituido por una serena meditación temporal o existencial (o ambas simultáneamente): «Estás sentado solo frente al valle / con un libro en las manos / que abandona a ratos / para poder mirar, / con la calma debida, / cuanto la vista alcanza», comienza el poema, que finaliza con los versos siguientes: «Permaneces aquí / por propia voluntad: / es éste tu lugar. / Tú eres él». Pocas veces uno tiene la oportunidad de leer unos versos que trasmiten tal serenidad, tal armonía (El Tratado de armonía, de Antonio Colinas no parece ser ajeno a esta visión), un valor este que, en el ideario vital de Álvaro Valverde, se considera primordial. Lo podemos comprobar también en el que, para este lector, es, junto con otro poema imprescindible, «Mujeres», uno de los mejores poemas del libro: «El lector»
    La doctrina poética de nuestro poeta no admite duda alguna. Su poesía está escrita con la sencillez y la discreción de un lenguaje común que busca la claridad sin despreciar, por supuesto, el lado misterioso que se pliega en su reverso. Valverde parece escribir de igual forma que vive el día a día, su poesía está hecha de lugares familiares, de hechos cotidianos, de personas de su entorno más cercano, de detalles y cosas, en apariencia, insignificantes. Del poema «A modo de poética» son estos versos: «Como el agua, / que, toda claridad, es espejismo / que revela cercano lo distante. […] Como el agua, metáfora y verdad. / Sí, como el agua» que confirman lo dicho, pero quizás sea aún más explícito el titulado «La poesía», que transcribimos completo: «La poesía, / sus elucubraciones, / los asedios / que gravitan en vano / —teóricos, abstrusos— / sobre ella. // La poesía / que hoy sólo se me antoja / tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a quien padece sed». La escritura es para Álvaro Valverde ese cuarto del siroco en el que poder refugiarse cuando acucian los problemas o la existencia se vuelve insoportable: «Uno quisiera —escribe en el poema de igual título que el libro—/ que en las horas peores de la vida, / cuando todo se vuelve violento vendaval / y las cosas se ocultan tras un velo de polvo, / existiera una estancia semejante. / Un lugar recogido, a modo de refugio, / en el que cobijarse / del triste pensamiento de la muerte». La muerte en abstracto y la de familiares y amigos en particular está muy presente en este libro, tal vez porque su sombra comienza a perfilarse en los gestos del propio rostro. Pero Álvaro Valverde, por fortuna, todavía está lejos de ser el personaje «Aquél que se levanta cada día / y piensa que la muerte se le acerca». Álvaro es mucho más parecido a ese «[Que] resiste sereno a la intemperie. / Aquél que no consigue / ni darse por vencido», porque, a pesar de la sensación de nostalgia por lo perdido y de la constatación de la brevedad de la vida que nos embarga después de leer El cuarto del siroco, se impone un pacífico bienestar, el del deber cumplido con los demás y, en especial, con uno mismo, como delatan estos versos: «Eres allí ese hombre / que sueña con ser otro; desconocido para sí, pero al que sientes / con tanta convicción / como a ti mismo».
* Reseña aparecida en la revista Turia 129-130

15.4.19

Robayna en EC

Por el gran mar
Andrés Sánchez Robayna
Galaxia Gutenberg, Madrid, 2019.  

El profesor, traductor y ensayista Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) reunió su obra poética en el volumen En el cuerpo del mundo (Galaxia Gutenberg, 2004). Después llegaron La sombra y la apariencia (Tusquets, 2010) y las antologías: El espejo de tinta. Antología poética, 1970-2010 (Cátedra, 2012) y Al cúmulo de octubre. Antología poética, 1970-2015 (Visor, 2015).
Por el gran mar, número dos de la nueva colección de poesía de la editorial barcelonesa, se abre con una cita del primer canto del Paraíso dantesco (per lo gran mar dell’essere), el del ser y el del tiempo, y consta de treinta y cinco fragmentos sin título que componen un extenso poema iluminado, a partes iguales, por la memoria y el deseo. Los lectores de Robayna advertirán de inmediato el parecido, salvadas todas las distancias, con El libro, tras la duna, su obra más personal y celebrada, de la que ahora, por cierto, Sexto Piso publica una nueva edición con prefacio de Yves Bonnefoy. Como en aquella (o en La roca), el imaginario insular está muy presente. Nombres de árboles, plantas o aves de las islas, así como algunos términos particulares de ese territorio que Robayna ha levantado a base de palabras. Y la luz, el viento, los barrancos, la playa, las olas… Símbolos, metáforas. Al fondo, “el mar de la infancia”. Y la casa familiar: la madre y la campana, que tañe sin cesar desde el pasado: “El recuerdo no yace: gira y gira”. “Me acerco hasta los lindes del recuerdo / como hacia el fuego el animal nocturno”, escribe. Y: “El recuerdo / me lleva hasta el lugar al que regreso / no en el presente, sino en la presencia”. El tiempo, su concepto –entre intempestivo y detenido– es esencial aquí: “Amor mío, que el dios de lo imposible / deponga su impiedad, destruya el tiempo”. Reminiscencia, una palabra clave. Así, “los ojos / de un niño renacido en el recuerdo” miran ahora en él. Es el mismo niño que, sin saberlo, “iba a amarte, muchos años más tarde”. ¿A quién? A una de las protagonistas de este libro: la que fuera su mujer, pero con la que sigue dialogando más allá de “la verdad de la muerte”. Ahí, el “férvido deseo, la verdad de los cuerpos”. En medio del dolor. Robayna escribe: “No es tarde: amas aún”. “Te vas y estás presente”. “Siento aún el calor de su mano en la mía”.
“Necesitamos un lenguaje para nuestra ignorancia”, leemos. El que, hondo y misterioso,  “bajo el sol de la memoria”, gravita en estos versos que beben de la mística (se cierran con una cita del Cántico espiritual), los metafísicos ingleses (Herbert, por ejemplo), Leopardi y Valente. Del Romanticismo, JRJ o el Eliot de Four Quartets. Un lenguaje tan plástico como filosófico, meditativo y paradójico, de la contemplación y los sentidos. Inspirado, sí, pero preciso, muy medido. Por donde se desliza la leve aliteración, el elegante endecasílabo, el sutil encabalgamiento. Porque “Escuchar es leer”.
“En la violencia de la luz” o bajo las estrellas y los astros (“Ah, mañana nocturna”), la armonía se abre paso. De súbito. Y sorprende al poeta y deja perplejo al lector. Como la abubilla “casi irreal” que “se perdió en el aire de mayo. Y allí sigue, / giratoria y estática, / en lo desconocido”.

Nota: Esta reseña se publicó el pasado viernes 12 de abril en El Cultural.

14.4.19

El camino en sí

“Nació en Canadá. La enseñanza del griego antiguo es su sustento de vida”. Esta es la escueta nota biográfica que aparece en la solapa del libro que comentamos, escrito por la poeta Anne Carson (Toronto, 1950) a partir de su viaje desde St. Jean Pied de Port hasta Finisterre siguiendo el Camino de Santiago. Pero antes de entrar en materia convendría recordar al lector que de esta profesora de varias universidades de su país y de Estados Unidos se han publicado no pocos libros en España. De poesía, La belleza del marido, Decreación, Hombre en sus horas libres y Autobiografía de rojo, traducidos, respectivamente, por Ana Becciu, Jeannette L. Clairond y Jordi Doce. En prosa, Eros, dioptrías, Albertine. Rutina de ejercicios y Nox, editado este mismo año también en Vaso Roto (como otros títulos citados), un libro singular no sólo en lo que se refiere a su formato: una caja que contiene “una reproducción xerográfica de un cuaderno elaborado tras la muerte del hermano de la autora que incluye texto, fotografías y cartas, impresiones de chorro de tinta pegadas a las hojas, manuscritos, pinturas y collages”, según el crítico Ben Ratliff. Además, sus páginas no están numeradas y el texto está doblado en forma de acordeón.
Tipos de agua lleva en el original inglés un subtítulo que no se corresponde exactamente con el de su edición española (la versión al castellano es, por cierto, de Sara Cantú Pérez de Salazar): An Essay on the Road to Compostela, es decir, que estamos ante un ensayo que, al mismo tiempo (si hay alguien innovador en la lírica contemporánea es Carson), participa del diario y de la poesía. En realidad formaba parte de Plainwater, un volumen publicado por primera vez en 1995, donde se reunían ensayos y poemas.
Si se me permite la digresión, cuando leí este libro tenía muy cercana la experiencia de un familiar argentino que había hecho el Camino. Gracias a las redes sociales, se podría decir que uno fue acompañándolo. Por otro lado, siempre he querido realizar ese mítico viaje. Esa es la ventaja del lector: a falta de emprenderlo, puede caminar por estas páginas como si aquello hubiera sido posible.
El ensayo está dividido en breves capítulos (que a veces pasan por poemas en prosa), uno por día y lugar, aunque algunos sitios se repitan. Cada fragmento del diario va encabezado por la cita de un poeta japonés con dos excepciones: sendos epígrafes de Antonio Machado.
La primera anotación es del día 20 de junio y se sitúa en St. Jean Pied de Port. La última, en Finisterre y el 26 de julio.
Otra cosa curiosa es que al final de muchos capítulos se alude a los peregrinos y, siguiendo la fórmula “Los peregrinos...”, se afirma o se concluye algo, en especial mirando hacia la tradición y el pasado. Con frecuencia, esas pocas líneas dan en un aforismo o una sentencia.  Por ejemplo: “Los peregrinos eran personas que amaban un buen enigma”. O esta otra, que parafrasea el solvitur ambulando de Fermor: “Los peregrinos eran personas que resolvían las cosas mientras caminaban”. Y: “Los peregrinos eran personas a quienes les sucedían cosas que sólo suceden una vez”.
Por lo demás, ella se considera una peregrina (“yo, una peregrina”) y va acompañada en su trayecto por un hombre, al que denomina “mi Cid”, interesado por los “aspectos históricos” de la ruta, lo que permite habilitar en el texto un juego entre sentimental y amoroso que constituye una de sus líneas centrales. “Caminamos codo a codo, en diferentes países”. “¿Quién es este hombre? No tengo ni idea”, dice. Y: “Temo que no te amo lo suficiente”. Lo califica de “amante nervioso”. Y añade: “yo solo tengo atisbos de su vida”. “El deseo carnal está ausente”, precisa. Duermen en habitaciones separadas.  “Cómo es la conversación de los amantes”, se pregunta. “Llegas a entender el viaje porque has tenido conversaciones, no al revés”. Y, en fin: “El amor es el misterio dentro de este caminar”. Su Cid, suele hacerlo delante de ella. Le gusta el calor (“Nací en el desierto”). Bebe vino. En un momento dado alude a la soledad de “dos personas que están sentadas en un bar, que no se aman”. “Hay un silencio que se apodera de dos personas”. Escribe: “Eres tú quien está sola”.
Por ser el que es, el viaje de Carson es, ante todo, un viaje interior. Eso no significa que no abunde lo exterior, la mirada (“Las formas de la vida cambian a medida que las observamos, nos cambian por haber mirado”): las descripciones del paisaje (acompasadas a su estado de ánimo), los cambios de clima (bastante frío y lluvioso para ser verano). La Meseta, la montaña de León, Galicia… En esa “vida viajera”, “te vuelves adicta al horizonte”, confiesa. “Hay un impulso de caminar. No se puede uno detener”. “Lo inesperado nos impele a avanzar”. Y ahí, la luz (“Todo es oro”, “La luz es asombrosa, un martillo”, que no se ve en las fotografías), la vegetación, la niebla, los lobos, las montañas, la luna, el agua: “Tipos de agua nos ahogan”, repite. “Nos filtramos hacia el oeste”. “Vivimos en aguas que brotan del corazón”. Más que una metáfora.
Mencioné antes la palabra aforismo y bien está que consignemos que menudean a lo largo del texto. Así, cuando afirma: “una conversación es un viaje”, “Un peregrino es una persona que está tramando algo”, “Las sorpresas nos transforman en niños”, “Las distancias guardan silencio”, “El conocimiento es un camino”, “Cada peregrino da en el clavo a su manera”, “El tiempo es un camino”…
La pareja llega a Santiago de Compostela el 25 de julio, fiesta del Apostol. Les recibe, en la catedral, “como un beso”, el Pórtico de la Gloria. Pero aún deben continuar viaje hasta Finisterre, por poco que le entusiasme a ella la idea. Allí está “el fin del mundo”.
Carson se pregunta en el libro: “¿Hay dos formas de conocer el mundo?” Y responde: “Una manera sumisa y otra devoradora”. Y concluye: “Ambas terminan más o menos igual”. Ella se retrata y dice: “Soy una peregrina (no novelista) y la única historia que tengo que contar es el camino en sí”. Luego vuelve a preguntarse: “¿Cuál es la vida de un peregrino después de que deja el camino?”.

Tipos de agua. El Camino de Santiago
Anne Carson
Madrid, Vaso Roto, 2018. 

Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 129-130 de la revista TURIA

10.4.19

Cuaderno Ático


























Ya está por fin en el aire el número 10 de Cuaderno Ático. En esta nueva entrega contamos con poemas y textos inéditos de Lorenzo Oliván, Álvaro Valverde, Sara Caviedes, Juan Andrés García Román, Ben Clark, Martín López-Vega, Esther Muntañola, Ballerina Vargas Tinajero - María Hidalgo, Lawrence Schimel, Efi Cubero, Agustín María García López, Rosario Bolaño Charo Bolaño Wilson y Yoandy Cabrera.

Traducciones de ocho poemas de Thodorís Saringuiolis, a cargo de Manuel González Manuel Gonzalez Rincon y dos poemas de Gabriele D’Annunzio, cuya versión firma Ángel Sobreviela.

En la parte gráfica, ilustraciones interiores de Esther Muntañola (que nos vuelve a regalar por otro número más la imagen de portada) y de Katherine C. Shaw.

La versión en PDF (navegable) se puede descargar este enlace:

Mi agradecimiento a Juan Manuel Macías, director de la revista, y mi enhorabuena por estas diez espléndidas entregas. Por ahora.

8.4.19

Aramburu y mi padre

Hoy cumple años mi hija Leticia y hace diecinueve que murió mi padre. Sí, los dichosos contrastes de la vida. Para recordar a Ramón en este aniversario echo mano de un hermoso texto de Fernando Aramburu, de su libro Vetas profundas, que acaba de aparecer. Se publicó por primera vez el 5 de febrero de 2015 en el suplemento Territorios del diario El Correo. El extremeño Hoy lo dio cinco días más tarde. 


Paseos con el padre

Necesitamos palabras. Las necesitamos a todas horas, en cualesquiera circunstancia. También durante el sueño o cuando estamos solos. Es cosa triste no tener nada que decirse. Por lo general, las palabras están en nosotros, en nuestra competencia lingüística, esperando a ser dichas, escritas, cantadas; pero no siempre es así. A veces las necesitamos en momentos especiales y no acuden a la boca que quisiera pronunciarlas, a la mano que se empeña en escribirlas. Momentos particularmente emotivos, intensos, dolorosos, que no se dejan expresar articulando el lenguaje de la manera acostumbrada.
Se nos ha muerto, pongo por caso, un ser querido. Deseamos evocarlo, rendirle homenaje o despedirlo con una nota necrológica, con unas pocas frases para una esquela mortuoria, dignas de la estimación que le tuvimos o de sus méritos. En fin, es nuestro propósito honrarlo sin caer en las trivialidades propias de quienes se limitan a despachar un trámite o de los que por desgracia (o por formación deficiente) no están dotados del debido talento.

Perspectiva del poeta

En tales ocasiones, no haremos mal en pedirle a la poesía que nos provea de palabras; se entiende que de palabras hondas, consoladoras, bellas. Cierta clase de poetas cumple con singular acierto dicho cometido. Son aquellos que conciben el poema como un espacio para la meditación a partir de una mirada serena, a veces conciliadora, a veces crítica, hacia las cosas comunes, los paisajes y las gentes de cada día. Sus poemas adoptan a menudo la forma de un soliloquio caracterizado por la expresión clara y sobria, con rasgos narrativos. Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es un destacado cultivador de este género de poesía.
En 2008, Valverde publicó Desde fuera, libro de poemas en el cual se incluye, con el título de 'Entonces la muerte', una serie de cuatro piezas dedicadas a la muerte de su padre, acaecida unos años atrás. El difunto no aparece en el texto singularizado con nombre propio ni señas personales. Uno de los poemas sitúa el fallecimiento en un hospital. Otro alude al hábito que practicaban padre e hijo de pasear juntos por el campo. Dichos detalles confieren humanidad a la figura rememorada, pero son transferibles a otros hombres y están, por consiguiente, lejos de trazar un retrato individual.
Al lector, pues, no le cabe otra posibilidad que situarse en la perspectiva del poeta. La novela, el cine, el teatro, admiten espectadores de vidas ajenas. La poesía, no. El poema se asume o nos negará su sustancia poética. Por fuerza el padre fallecido es el del propio lector (reemplazable en el pensamiento por otro ser querido), como también es del lector, durante la lectura, la voz del poeta. Esta implicación sin fisuras hace que la poesía pueda proporcionarnos las palabras de las que a veces carecemos en los momentos especiales de nuestra vida.
La cuarta pieza de la serie evoca los paseos del padre y el hijo por el valle del Jerte, no lejos de Plasencia. Y no sólo los evoca: los actualiza en forma ritual tras haber asumido el hijo la ausencia física del padre. Porque una cosa es morir y otra desaparecer, borrarse para siempre en la memoria de los vivos, a lo cual se opone el poema. Este ha sido escrito desde la superación del duelo, simbolizado por la tormenta reciente. Disipadas las nubes negras, interiorizados el dolor y la pena, el poeta entiende que ahora el padre fallecido perdura como recuerdo, pero también como destinatario de su amor inquebrantable. Y puesto que el buen tiempo y la hermosura del paraje invitan a hacer camino, el poeta reanuda el hábito que lo vinculó con su padre, al par que mantiene vigente, en la esfera de la conciencia, dicho vínculo.
Se trata de un paseo en dirección contraria al rumbo de la muerte. Recordemos los célebres versos de Jorge Manrique: «Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar,/ que es el morir.» En el poema de Álvaro Valverde, el poeta remonta el río al modo de quien retrocede en el tiempo y se dirige de vuelta hacia su infancia, textualmente hacia las fuentes de la vida; por tanto, hacia las épocas pasadas en que su padre aún vivía, lo cual constituye una forma de reencuentro.
Y, en efecto, allí está el padre transformado en los componentes actuales del paisaje. El hombre aquel que un día de tantos perdió la vida consiste ahora en río y cerezos, en bancales y cascadas, con los que le es posible al hijo huérfano cruzar la mirada o entablar diálogo. Todo es igual a primera vista (la flora, los accidentes del terreno, la luz de la tarde), pero un factor nuevo confiere apariencia familiar al paraje. Se abre allí, en aquellas soledades naturales, un espacio de honda intimidad, incluso de recobrada camaradería. Por obra del amor filial, el padre no sólo reside en el paraíso. Es el paraíso.

Fidelidad y afecto

Lo imaginamos hablando con el hijo a través del canto de los pájaros, mediante el rumor de la corriente o de las hojas agitadas por el viento. Se da a este punto un encaje admirable entre la emoción y la escritura, sin el cual un texto, aunque contenga versos, difícilmente se constituirá en poema, entendiendo por poema el lugar donde se da, donde ocurre en grado de excelencia (o punto menos) la poesía. Y no admira menos el que la complejidad del mensaje se compadezca con un estilo claro y llano, lo que prueba una vez más que los poetas, para decir cosas profundas, no necesitan ser oscuros. Todo se entiende y nada es trivial en estos versos de Álvaro Valverde.
El poema entero es una invocación serena a la figura del padre. A él están dirigidas las palabras, con él habla directamente el poeta. Te has muerto, pero yo hago que vivas, aunque no en tu cuerpo, y seguimos juntos como en los viejos tiempos. Tal es la idea sustentadora de este poema conmovedor.
Aquellos paseos de ambos por la campiña extremeña no se limitaban a un simple y quizá deportivo pasatiempo. Brindaban, además, la ocasión para que el hijo se adentrase de la mano paterna en los secretos de la naturaleza, obtuviese provechosas lecciones de vida, se formara en el respeto de los animales y las plantas, desarrollara el gusto estético y aprendiera los criterios morales que hacen de nosotros hombres positivos.
Hay en el poema de Álvaro Valverde gratitud, fidelidad, afecto, pero también un noble gesto que en mi modesta opinión constituye uno de los mayores homenajes que pueda hacérsele a un progenitor: el de mostrarles los hijos a los padres su disposición a hallar satisfacción, bienestar, alegría, en las cosas sencillas (tal vez «vulgares o anacrónicas», dice el poeta) que nos rodean y, por tanto, en el mundo no exento de infortunio en el que fueron sin su voluntad depositados. Ello implica para los padres una grata confirmación. ¡Qué mayor victoria contra la condición trágica de la especie que haber propiciado un hijo dotado para la felicidad!


Todo me lleva a ti; así, esta tarde
abierta al cielo azul que ha sucedido
al airado negror de la tormenta,
bajo esta luz que, más que vespertina,
me parece cegante y de mañana,
cuando atravieso el valle
y vuelvo a Jerte, sin saber por qué,
siguiendo no sé bien qué raro impulso,
curva a curva, ya sabes, cauce arriba,
hasta las mismas fuentes de la vida.
Todo es igual, pero también distinto,
y me remite a ti. Y las cascadas,
y los bancales y el río y los cerezos
parecen ser mirados por tus ojos
y a su través me hablas todavía
y vuelves a explicarme lo que importa:
sentirse aquí, feliz, y rodeado
de cuanto cualquier hombre necesita:
la luz, el campo, el árbol, la montaña,
cosas, tal vez, vulgares o anacrónicas
pero que nos confortan y nos salvan;
los seres y las fuerzas de ese mundo
solar donde vivías;
donde, para mi bien, conmigo vives.

Nota. En la fotografía, mi padre con catorce años. Está fechada el 6 de febrero de 1944 y dedicada "A mi buen amigo Orantos".  

4.4.19

A Semente na Neve

Del muro de Luis Leal en Facebook, traductor del último libro de Ángel Campos Pámpano que publica la Editora Regional de Extremadura.

Álvaro Valverde recordou, com razão, que Ángel Campos regressa a Lisboa. Quiseram as circunstâncias que o acompanhasse, fruto de “A Semente na Neve”, até à Fundação José Saramago, no próximo dia 9 de Abril.
Eu, cada vez mais habituado a traduzir coisas, tenho dificuldade em enunciar a capital do meu país, a cidade à qual, na minha meninice alentejana, se ia fazer pela vida ou terminá-la... Porém, é linda, “la ciudad blanca”, tal como Ángel a viu, com o Tejo a desaguar em qualquer alma ibérica.

Álvaro Valverde recordó, con razón, que Ángel Campos regresa a Lisboa. Quisieron las circunstancias que lo acompañase, fruto de “La semilla en la nieve”, hasta la Fundación José Saramago, el próximo día 9 de Abril.
Yo, cada vez más acostumbrado a traducir cosas, tengo dificultad en enunciar la capital de mi país, la ciudad a la cual, en mi niñez alentejana, uno iba a buscarse la vida o a terminarla… Sin embargo, es preciosa, “la ciudad blanca”, tal cual como Ángel la vio, con el Tajo desembocando en cualquier alma ibérica.



1.4.19

El "Meléndez" (en Facebook)

"El poeta Álvaro Valverde gana el II Premio Nacional de Poesía Meléndez Valdés con el libro “El cuarto del siroco”. Un jurado formado por Jordi Doce (presidente), Aurora Luque, Efi Cubero, Antonio Reseco, Elisa Moriano, Fran Amaya, Piedad Castrejón (y yo, como secretario, con voz y sin voto), acordó ayer noche en Ribera del Fresno otorgarle este galardón por un libro “de plena madurez” donde Valverde, “uno de los poetas de referencia de la literatura española actual”, plasma “su evolución como poeta y como hombre”. Los otros cinco finalistas han sido Ada Salas, Guillermo Carnero, Basilio Sánchez, Erika Martínez y Ben Clark. El premio, convocado por el Ayuntamiento de Ribera del Fresno, reconoce el mejor libro de poesía publicado en España en los años 2017 y 2018". José María Lama

"«Desde un territorio personal, presenta un lenguaje muy limpio, despojado de cualquier artificio y, sin embargo, formalmente impecable», según Jordi Doce Chambrelan, quien considera que Álvaro Valverde, «uno de los poetas de referencia de la literatura española actual», ha alcanzado «su plena madurez»". Página "Juan Meléndez Valdés"

"Poesía. Ganó "El cuarto del Siroco" y Álvaro Valverde. En realidad gana, y así debe ser, un libro de poesía. No el autor, no un poema: un libro. Duele, es duro, debatir. El jurado se la juega al margen del libro o del creador de un solo libro de poesía. Entre los tres que al final quedaban, como justamente debe ser en estos casos, estaba entre mis preferencias este libro, pero los tres, los seis, eran excelentes. Los libros apasionan porque respiran y viven, no me valen innovaciones porque no hay poesía innovadora. Al rascar en los versos, descubrimos estratos muy antiguos, y así debe ser. Amo la Poesía. Los creadores nos seguirán por siempre fascinando. Me apetece felicitar a todos los apasionados, razonables, que aman y defienden lo que defiendo y amo: La Poesía. Enhorabuena a Álvaro, Basilio, Guillermo, Ada, Ben, y Erika. Y también a mis compañeros peleones de un jurado ejemplar: Jordi, Elisa, Aurora, Antonio, Fran, y José Luis, Piedad... A todos mi admiración profunda y mi respeto. Y felicidades a Ribera del Fresno que ama, con su alcaldesa al frente, la Cultura". Efi Cubero

"Qué alegría!!!! Esa maravilla de 'El cuarto del siroco' que nos ha regalado Álvaro Valverde habla de todo y de todos nosotros. Qué merecido premio y eso que entre los finalistas hay otros títulos maravillosos, como los de Ada Salas y Basilio Sánchez, entre otros". Juce Iglesias

«Cierro los comentarios sobre el premio Meléndez Valdés con las menciones a un homenaje y a un busto del poeta. El busto es el que el Ayuntamiento de Ribera del Fresno regaló, personalizado, a cada miembro del jurado. Una magnífica pieza de escayola de la escultora Carmen Goga. El homenaje es el que hicimos al poeta Antonio Cabrera. Hace dos años él fue uno de los finalistas del premio. El día 21 de abril de 2017, tras el veredicto del jurado, le envié un wasap diciéndole que el premio lo había ganado Jordi Doce. Quizá fuera el último acto público de poesía en el que estuvo involucrado antes del accidente. Unos días después, el 1 de mayo, se resbaló en Serra (Valencia), en casa del también poeta Carlos Marzal, jugando con un niño a la pelota. Desde entonces está tetrapléjico, inmovilizado en una silla de ruedas. El viernes lo recordamos en el anuncio del II Premio "Meléndez Valdés", otorgado a Álvaro Valverde, y leímos su poema "Autorretrato", del libro "Corteza de abedul"». José María Lama