16.4.19

Carlos Alcorta lee el "siroco"

La trayectoria poética de Álvaro Valverde (Plasencia,1959) es, sin lugar a dudas, una de las más coherentes del panorama poético español de las últimas décadas. Desde su primer libro, Territorio, publicado en un ya lejano 1985, hasta ahora que publica El cuarto del siroco, poco ha cambiado. Si acaso en sus últimos libros asistimos a una depuración lingüística, fruto, sin duda, del convencimiento con el que algunas certezas vitales han arraigado en su mente. El entusiasmo del joven veinteañero ha dado paso a un hombre asentado en su madurez que ha visto cómo la vida trascurre velozmente («Y uno se pregunta de repente: / “¿qué ha pasado?” / y no sabe qué responder / o lo evita pues teme la respuesta»), pero también a alguien que ha cumplido muchos de sus propósitos y ha sabido aquilatar el valor de las cosas verdaderamente importantes. Al fin y al cabo, Álvaro Valverde ha elegido ser «un hombre, sólo alguien / que funda su destino / (como el mejor aqueo) / en la digna certeza de la muerte», una muerte inevitable que resulta menos traumática cuando se está en paz con uno mismo y los problemas morales no parecen obstaculizar la existencia cotidiana.
     El cuarto del siroco es un libro extenso y variado. El propio poeta nos pone en antecedentes: «Los poemas que componen este libro han sido escritos en lo que va de siglo. […] Poema a poema, cabe precisar. Tal vez sea éste mi libro menos unitario. De hecho, la ordenación es, en general, cronológica». Estas palabras confieren, desde mi punto de vista, mayor entidad simbólica al libro. Me explico. No es mérito menor el conseguir escribir un libro unitario cuando ese ha sido el propósito inicial, pero tiene mucha mayor relevancia cuando esa unidad proviene de un modo de hacer natural que tiene más que ver con la solidez del pensamiento —parafraseando a Wallace Stevens, Valverde habla de   una «naturaleza pensativa»— que con propósitos más o menos espurios. Valverde ha adquirido una seguridad expresiva que no precisa de grandilocuencias ni nebulosidades. Algunos de estos poemas parecen haber surgido de una identificación absoluta con el entorno, como «Mínima», apenas un trazo, un boceto que, sin embargo, hace vibrar algo indefinido en nuestro interior (ocurre lo mismo, sin saber muy bien por qué, con algunos cuadros, con ciertos fragmentos musicales). En otros poemas, el titulado «Aquí» es un buen ejemplo, el relampagueo de una idea fugaz es sustituido por una serena meditación temporal o existencial (o ambas simultáneamente): «Estás sentado solo frente al valle / con un libro en las manos / que abandona a ratos / para poder mirar, / con la calma debida, / cuanto la vista alcanza», comienza el poema, que finaliza con los versos siguientes: «Permaneces aquí / por propia voluntad: / es éste tu lugar. / Tú eres él». Pocas veces uno tiene la oportunidad de leer unos versos que trasmiten tal serenidad, tal armonía (El Tratado de armonía, de Antonio Colinas no parece ser ajeno a esta visión), un valor este que, en el ideario vital de Álvaro Valverde, se considera primordial. Lo podemos comprobar también en el que, para este lector, es, junto con otro poema imprescindible, «Mujeres», uno de los mejores poemas del libro: «El lector»
    La doctrina poética de nuestro poeta no admite duda alguna. Su poesía está escrita con la sencillez y la discreción de un lenguaje común que busca la claridad sin despreciar, por supuesto, el lado misterioso que se pliega en su reverso. Valverde parece escribir de igual forma que vive el día a día, su poesía está hecha de lugares familiares, de hechos cotidianos, de personas de su entorno más cercano, de detalles y cosas, en apariencia, insignificantes. Del poema «A modo de poética» son estos versos: «Como el agua, / que, toda claridad, es espejismo / que revela cercano lo distante. […] Como el agua, metáfora y verdad. / Sí, como el agua» que confirman lo dicho, pero quizás sea aún más explícito el titulado «La poesía», que transcribimos completo: «La poesía, / sus elucubraciones, / los asedios / que gravitan en vano / —teóricos, abstrusos— / sobre ella. // La poesía / que hoy sólo se me antoja / tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a quien padece sed». La escritura es para Álvaro Valverde ese cuarto del siroco en el que poder refugiarse cuando acucian los problemas o la existencia se vuelve insoportable: «Uno quisiera —escribe en el poema de igual título que el libro—/ que en las horas peores de la vida, / cuando todo se vuelve violento vendaval / y las cosas se ocultan tras un velo de polvo, / existiera una estancia semejante. / Un lugar recogido, a modo de refugio, / en el que cobijarse / del triste pensamiento de la muerte». La muerte en abstracto y la de familiares y amigos en particular está muy presente en este libro, tal vez porque su sombra comienza a perfilarse en los gestos del propio rostro. Pero Álvaro Valverde, por fortuna, todavía está lejos de ser el personaje «Aquél que se levanta cada día / y piensa que la muerte se le acerca». Álvaro es mucho más parecido a ese «[Que] resiste sereno a la intemperie. / Aquél que no consigue / ni darse por vencido», porque, a pesar de la sensación de nostalgia por lo perdido y de la constatación de la brevedad de la vida que nos embarga después de leer El cuarto del siroco, se impone un pacífico bienestar, el del deber cumplido con los demás y, en especial, con uno mismo, como delatan estos versos: «Eres allí ese hombre / que sueña con ser otro; desconocido para sí, pero al que sientes / con tanta convicción / como a ti mismo».
* Reseña aparecida en la revista Turia 129-130