31.5.22

La luz que nace del dolor

Dionisio López (Cáceres, 1978) publica a los cuarenta y cuatro años de edad su primer libro de poemas: Los nombres de la nieve. Un título, por cierto, que me lleva a aquel otro de Los nombres del mar, la antología de poesía portuguesa contemporánea que publicó a principio de los ochenta del siglo pasado mi añorado amigo Ángel Campos Pámpano en la recién creada Editora Regional de Extremadura y que tantos poetas nuevos nos descubrió. O a Memoria de la nieve, de Julio Llamazares (del que, por cierto, se incluye una cita en Los nombres de la nieve), por no hablar de libros que llevan también esa hermosa, sugerente palabra en su rótulo, como aquel inolvidable Principio y fin de la nieve, de
Yves Bonnefoy, que tradujo Jesús Munárriz para Hiperión hace treinta años.
Ya dijo Octavio Paz que la biografía de un poeta está en sus poemas. De López sabemos, además de lo dicho sobre su lugar y fecha de nacimiento, que se formó como filólogo, rama de Hispánicas, en su ciudad natal y en Salamanca; que su interés por la lectura le ha llevado a impulsar varios blogs, unos en su condición de profesor (ahora en el IES “Castillo de Luna” de Alburquerque, donde coordina el premio de relatos “Luis Landero”) y otros como crítico, en la actualidad, Aves de paso, adscrito a la revista Grada.
Aunque ha publicado relatos y poemas en revistas y obras colectivas y ha adaptado textos dramáticos de distintas épocas, esta es, en rigor, ya se dijo, su ópera prima.
No, lo normal no es publicar por primera vez un libro de poesía tan tarde. Es más, suele repetirse que la poesía es un arte joven o de los jóvenes (echan mano, para reforzar esa opinión, de Rimbaud o de Claudio Rodríguez, geniales talentos precoces) y López, con no ser mayor, tampoco es un artista adolescente. Creo que eso le favorece: no ha tenido que pasar el mal trago de arrepentirse por la prematura edición de un libro inmaduro, que es lo que le ocurre, siendo generoso, al 90% de los poetas. Las prisas, vuelvo a los lugares comunes, son malas consejeras, más en poesía. Para bien, no es su caso.
Si importante es el libro, su contenido, en lo que entraremos más adelante, no lo es menos el continente, su edición. Él ha tenido suerte. Los nombres de la nieve ve la luz en una colección consolidada y de impecable factura que dirige el extremeño Paco Najarro.
El paisanaje, sin ser determinante, se aprecia, en positivo, a la hora de mencionar a algunos poetas extremeños que han publicado sus obras en RIL, que así se llama la editorial, con sedes en Barcelona y Santiago de Chile. Puedo mencionar, de los más recientes, a Luciano Feria (que tiene en ese catálogo su poesía completa), Carmen Hernández Zurbano (Esa flor parece un pájaro), Víctor Peña Dacosta (Obsolescencia programada) y José María Cumbreño (No hace falta que entiendas lo que pone en tu camiseta).
Por seguir con la edición y por aquello de que, como suelo decir, el primer poema de un libro está en su cubierta, Los nombres de la nieve se abre con un precioso dibujo a color de Javier Fernández de Molina (hay dentro del libro otros dos en blanco y negro, al comienzo y al final), un pintor con el que tanto trabajó el mencionado Ángel Campos, quien eligió un motivo suyo para ilustrar la portada de su poesía completa: La vida de otro modo; un libro, por desgracia, casi póstumo.
Como suele ocurrir –al menos a mí–, después de ojear la cubierta con detenimiento, fui a  las solapas y después, por fin, a la contracubierta. Allí, esta breve nota del periodista y poeta Javier Rodríguez Marcos: La vida pone a veces a prueba a la poesía y le demanda un nombre para aquello que no lo  tiene. A sangre y fuego, terriblemente. Si no sirve entonces, no servirá nunca. O solo será retórica, ejercicio de estilo. Mejor callar entonces. Los nombres de la nieve nace de una de esas pruebas, de uno de esos momentos en que las palabras se confunden con un aullido y construyen un salmo negro no nacido para alabar a Dios sino para maldecirlo. Sabemos que la nieve quema. El libro que ha escrito Dionisio López, también.
Sus palabras me desconcertaron. Para bien. No suele prestarse JRM a ese juego literario del “hablar por hablar” que tanto se estila. No, no se prodiga. Es parco. Y certero. Un buen lector con criterio. ¿A qué se refería?
Ya dentro, tras un par de citas (de Llamazares, lo apunté antes, y del diccionario: la definición de la palabra “nieve”), los poemas. Gozo y extrañeza mediante, me dispuse, lápiz en mano, a leerlos. Debo aclarar que, si bien no es una novela y, en consecuencia, carece de trama novelesca, me cuesta desvelar su contenido. Preferiría que quien se acercara a él lo hiciese como uno lo hizo: con absoluta inocencia, sin saber lo que iba a encontrarse. Eso no le ocurrirá a quienes lo hagan después de leer esta reseña, por más que mi lectura sea, como casi todas, tan personal como intransferible. Nadie lee dos veces el mismo libro.
“Memoria” es un poema-prólogo donde dice: “Hoy llego aquí ajado de sombra y fuego”. Se hace alusión en él a una “luz fúnebre”. Se establece desde el principio una clara conciencia del lenguaje: “la palabra –antorcha del tiempo–” que va a alumbrar esta “historia  (lo que implica un carácter narrativo: de diario o de relato) de carne, luz y sueño. // De nieve y de silencio”. El lector se prepara para lo peor, en lo que al asunto general de la obra se refiere. Eso que en los enojosos comentario de texto escolares llamábamos “el tema”.
El “Libro primero” se titula “Blanco”. Consta de diez poemas (como cada una de las dos partes siguientes), sin título salvo uno, el último: “La ley de Dios”.
Se abre con una bien elegida cita de Cernuda: “Aunque solo dure unos días, la luz parece eterna”.
El tono es metafórico. Sustentado en palabras clave como “nieve” (término ambivalente: positivo y negativo: la frialdad y la belleza), extraña para un extremeño, que la disfruta o la sufre poco. Y en el primer poema, “Mi hijo”. Es el protagonista, digámoslo pronto, de este libro. Su muerte, conviene precisar. O su ausencia que, al mismo tiempo, es inevitable presencia. Ya antes tuvieron que enfrentarse a uno de los hechos más trágicos que puede depararte la vida escritores como Umbral, en Mortal y rosa, o poetas como Piedad Bonnett y Chantal Maillard, a quienes se les murieron dos hijos que se llamaban Daniel y que no tuvieron más remedio que escribir sobre esa terrible eventualidad.
A pesar de todo, la contención y la sobriedad dominan el conjunto, por complicado que sea bregar con tan delicada materia.
Los poemas adoptan una suerte de voz oracional, religiosa. De ritual incluso. Cristiana en su simbología. En un momento dado López habla de “este salmo”.
La métrica es irregular. No atenta a la medida sino al ritmo, esa música que impone el oído del poeta, quien escribe, o eso parece, en un estado de inspiración que, en contados momentos, adopta el aire de la escritura automática de los viejos surrealistas.
Basado en la imaginación tanto como en la realidad. Con un problema latente: el autor trata de nombrar lo innombrable. De decir lo inefable. Que, ya se ve, puede ser dicho, por doloroso o difícil que sea. Para eso, por lo demás, se escribe poesía.
El lenguaje, sin embargo, es claro, de vocabulario sencillo y palabras “gastadas”, por decirlo con Jaime Gil de Biedma. Que busca la naturalidad hasta donde ello es posible. En algunas ocasiones, sí, un discreto alarde retórico. Una aliteración, por ejemplo: “Arados aromas del aire”. O el uso puntual de la rima. Esta es una poesía culta, no vulgar parapoesía.
“Paso a paso voy a ti”. Al hijo. “Tu ausencia agranda el mundo”, leemos, una de las muchas paradojas que admite este discurso en los límites, entre la palabra y el silencio. El que marcan los espacios en blanco que hay entre los versos.
Dije “nieve”, pero hay otras palabras clave, así las he llamado, como “mar”, “luz”, “ojos” (“Recorrí el río de la muerte / a través de tus ojos”).
“Rozas como un ángel lo invisible”, reza otro de los versos que subrayo. Y: “Darás a luz a tu hijo muerto”, uno de los mandamientos del poema que cierra la primera serie.
La segunda, “Silencio” es acaso la más honda y emotiva. Donde encontramos tal vez los poemas más logrados. Varios con título. El XI termina: “Que ya solo vivo en la voz de los muertos”. Fundamentales son también para la conformación de este libro unitario, con un deliberado sentido de la composición, el XII (“el oquedal de mi vida”), el XIII (“Oración del silencio”, uno de los más largos, escrito en minúsculas y sin signos de puntuación, donde leemos: “nadie dice su nombre” –que tiene ocho letras, por cierto, ¿el mismo que el del padre?–), “carne violeta”, “eco roto”).
En el XIV, “Insomnio”, hace mención a “un dios callado y cobarde”. “Ciego”.
En el XV, formado por tres partes, un estribillo: “y polvo, y polvo”. “Una oración de vómito y odio”, señalo con el lápiz. “Un invierno perpetuo”. “Este luto secreto”. “Esta lejanía pegada a mí”.
“Yo no sé ya quién soy”, confiesa más adelante, lo que nos lleva a la poesía indagación de la propia identidad. Y como terapia. Y, ante todo, como consuelo. Sólo al escribir lo que pienso y siento soy capaz de entender lo que me pasa, parece explicarnos el poeta.
En “Carta al padre” (XX), una fecha: 28 de marzo de 2013. “Y no conoceremos la risa de tus nietos”.
“Azul”, el libro tercero, se abre con un epígrafe de Claudio Rodríguez: “Tú no sabías que la muerte es bella / y que se hizo en tu cuerpo”. Se atisba una esperanza: “Pasarán estas tardes de silencio y la pena…”.
Sobre todo el libro pende una atmósfera, un clima, un tiempo (tardes, estaciones). Es brumoso y melancólico, algo que a uno se le antoja muy portugués.
“La última costa”, como el memorable libro de Francisco Brines, se titula el poema XXIII. Y allí: “Hemos llegado al fondo del camino / –lo sé–“.
Hay, preciso, otros homenajes en el libro. Explícitos, como el poema “Albertiana”, o no tanto: a Lorca, Machado, Rubén Darío…
En el XXV, “Claro de luna”, ve a su hijo. Su cuerpo. Jugar. Recorrer el pasillo. Marchar.  “Igual que cae la nieve / crece tu recuerdo en mí”.
“Vienen de tu muerte estas palabras”, leemos en el XXVII, un verso que justifica la existencia del libro y que lo explica. El poema termina: “Y juego como un niño / a ser, en silencio, tu padre”. ¿No es emocionante?
En el poema siguiente leo estas palabras que podría haber escrito el recién mentado Brines, autor de Ensayo de una despedida: “Acaso todo cuanto escribimos / no es más que una lenta despedida, / un adiós que no podemos cerrar”. Y finaliza: “Desde el silencio de la noche / de una pantalla de hospital / brota de ti la luz”. Lúcido, exclama al fin: “Nunca va a parar esta tormenta”.
Se cierra la sección con “La mirada triste de los héroes”. De pronto salimos al exterior. Hasta ahora, estábamos encerrados en interiores, tanto físicos como mentales. Desde dentro mirábamos todo. A través, como en la pandemia, de ventanas. Ahora no, estamos fuera, en el campo, “jugando a ser el niño que nunca fuiste, / el que eternamente serás”. Otra paradoja. “Y huele a hogar y a sueño”. Y “a viaje a la universidad y a novias y derrumbes. / Huele a vernos como hombres, / tú y yo”. Más adelante: “Nieva sobre mis ojos”. El último verso compara lo visto con “la mirada de Dios”.
En “Pavesa”, el breve poema-epílogo, el círculo se cierra. Concluye: “No apagaré en mí / la luz que nace del dolor”. Un dolor, y termino, que ha sido capaz, por paradójico que resulte, de dar a luz este libro tan conmovedor como verdadero. Luminoso al cabo.
Vendrán más libros. A buen seguro, más felices.
 
Los nombres de la nieve
Dionisio López
Ril Editores. Ærea|carménère. Barcelona, 2022

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.
 

30.5.22

De Praena

Cuerpos de Cristo
Antonio Praena
XIX Premio Emilio Alarcos
Visor, Madrid, 2021. 64 páginas. 12 €
 
Tras Historia de un alma, Antonio Praena (Purullena, Granada, 1973), fraile dominico, publica un libro tan breve como compasivo que se divide en dos partes de trece poemas cada una.
En la primera, “Vosotros”, los protagonistas son personas con las que se ha cruzado (a veces poetas: san Juan de la Cruz, Lorca, García Baena) y los versos dan cuenta del amor, la amistad, el deseo, el dolor y la muerte. Desde la gratitud: “Dar gracias es tan solo / bendecir la grandeza / de aquellos cuya gracia recibimos”.
La segunda, Ecce homo, se centra en la muerte temprana de un amigo. Entabla con él un diálogo que es a la vez un monólogo. Son poemas hondos y meditativos donde el prosaísmo que impone “lo real” es reconducido gracias a un hábil sentido del ritmo que eleva su tono lírico. Entre las vacilaciones de la fe “cuando rompe la muerte / la dulce comunión de los amigos”, la vida como sueño y teatro (“Dios mismo es quien nos sueña”), “las cosas esenciales”, las llagas o las “ficciones verdaderas”, se abre paso la luz del “fracturado”: “Se obstina en lo difícil la esperanza”.
Si algo consigue transmitir este libro es consuelo. Lean “Dinteles”.

NOTA: Esta breve reseña se quedó atrás. A mi pesar. 

Torremozas

Escribe Marta Porpetta para recordar que la editorial que dirige, Torremozas, fundada por Luzmaría Jiménez Faro, cumple cuarenta años. Una feliz noticia. ¡Enhorabuena!
Mucho antes del Me Too y otras reivindicaciones femeninas y feministas, Torremozas ya estaba ahí. En defensa de la poesía escrita por mujeres. Su catálogo incluye casi mil títulos.
No soy radical en esto, ni en nada, pero reconozco que su esfuerzo no ha sido baldío. A pesar, incluso, de que, según creo, nunca han faltado libros excelentes no escritos por hombres en otras editoriales. En todas, cabe precisar. Libros excelentes, buenos, regulares y malos, por supuesto, que el género no me parece determinante en esta cuestión. La poesía, de hecho, no lo tiene. 
Les invito a leer "Editar contra el olvido", donde se concreta la destacable labor de Torremozas.
¡A por otros cuarenta más! Por lo menos. 

28.5.22

La Gala del Alfonso: 50 años

Hace una semana que se celebró en el Teatro Alkázar de Plasencia la Gala del Cincuenta Aniversario del colegio público "Alfonso VIII". Tuvo que aplazarse por culpa de la pandemia, pero por fin, ya digo, tuvo lugar. 
Destacaría, en primer lugar, lo bien organizada que estuvo, algo que no era difícil de imaginar si tenemos en cuenta el rigor y la solvencia de las personas que componen el equipo directivo del centro: Javier Juanals (que pronunció en único discurso de la noche), Amelia Trancón y Ricardo Arroyo. Ellos y el resto del claustro, por supuesto. 
En esta memorable ocasión contaron con la colaboración de dos actores (María Marcelino y José Ángel Guillén Kalvotxe) y un presentador que estuvo a la altura: Paco Muñoz, hijo de un conocido maestro del colegio. Tan suelto como un profesional. Miembros del AMPA también se movieron con discreción entre bambalinas, como los operarios del teatro.
Pusieron la música actuales y antiguos alumnos: los de sexto de Primaria (bajo la dirección de Ana Fernández) y un grupo de cámara formado por los hermanos Miguel y Javier Juanals, Víctor Núñez y Ana Campo, quien además cantó junto a Beatriz Tejeda. La selección fue muy bien elegida y mejor aceptada por el numeroso público asistente. 
La Gala, en fin, se dividió en cinco partes. Tras un breve vídeo con imágenes pretéritas (elaborados por los citados Ricardo Arroyo, Kalvotxe y Rubén Gil), se iban entregando los reconocimientos. Siempre, se recordó de continuo, "en representación" y no sólo a título personal. Por orden, “Historia de nuestro Colegio” (a miembros de las distintas comunidades educativas a lo largo de estos 50 años: maestros, alumnos, familias…): Bonifacio Cruz Rebosa, Máximo Merchán Vega, Juan Antonio Expósito (el más aplaudido de la noche) y Urbano García Alonso; “Actividad Extraescolar” (a empresarios, promotores culturales, educadores y dinamizadores del ocio y tiempo libre, jóvenes, personalidades públicas…): Santos Sánchez González, AMPA Alfonso VIII/Patricia Alonso Hernández, Isidoro Cordero Prieto, Mamen Blanco Morcillo; “Cultura y Arte” (a artistas plásticos y visuales, escritores, actores, músicos, profesionales del arte y la cultura…): Álvaro Valverde Berrocoso, Fernando Castro Flórez, Andrés Sánchez-Ocaña Núñez Misterpiro y Miriam Cobo; “Medioambiente. Deporte. Salud” (a deportistas, científicos, ingenieros, ecologistas/defensores del medioambiente, profesionales de la salud…): Florentino Galaviz Barrio, Enrique Márquez Calle, Mariano Hoya de la Cruz y Salvador Vaquero Montesino; “Valores. Superación y logros personales. Solidaridad” (a promotores y miembros de ONGs, voluntarios, personas con especiales logros personales, con valores sociales y de servicio a la comunidad, solidarias…): Isabel Ramos Moreno, José Miguel García García, Agustín Torres Herrero y Diego Neria Lejárraga.
Uno de cada grupo respondió a una pregunta formulada por el presentador lo que evitó esas patéticas y prolijas intervenciones de agradecimiento que vemos en este tipo de celebraciones. 


A pesar de la duración (más de dos horas), no se hizo ni larga ni pesada y aunque la carga emocional era alta, todo transcurrió con la debida sobriedad y el comportamiento en el patio de butacas fue respetuoso y participativo.  
Conviene ponderar la callada pero efectiva labor de quienes hicieron posible la Gala. Había muchas horas de trabajo detrás. Que todo fluyera como lo hizo, con naturalidad, sin ningún sobresalto, demuestra que acertaron. Gracias. En nombre propio y, si se me permite, en el de tantos y tantos maestros y maestras, alumnos y alumnas, padres y madres que a lo largo de cincuenta años se han sentido arte y parte de un colegio que ha hecho historia. 




23.5.22

Caleidoscopio

Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960) ha reunido su poesía en sucesivas entregas. La primera, Poesía: 1979-1987 (Hiperión, 1992). Después, Trama de niebla (Tusquets, 2003), donde agrupa lo escrito hasta 2002: Paraíso manuscrito, Los vanos mundos, Pruebas de autor, La mala compañía, Sombras particulares (premio Loewe)Vidas improbables (premios Nacional y de la Crítica), El equipaje abierto Escaparate de venenos. Por último, Libros de poemas (Visor, 2009), que incorpora lo publicado hasta 2008 (incluye La misma luna). Posteriormente llegaron Las identidades y Ya la sombra.
Dedicado a tres amigos y maestros muertos: Ángel González, Caballero Bonald y Francisco Brines, se abre con una cita del ilustrado extremeño Meléndez Valdés y dos epígrafes donde se aclara que “color”, en referencia al título, “significa alguna vez razón o causa”, según Covarrubias.
Desde el primer poema, “Entonación del sinsentido”, el lector toma conciencia de que no está ante “un libro más” (aunque en rigor lo sea), secuela, digamos, de una valiosa serie que la inmensa minoría ha acreditado. Es quizá, vaya eso por delante, su libro (en sentido estricto, por unitario) más hondo y filosófico, lo que tratándose de FBR no significa que esté cargado de veleidades metafísicas. Al revés. A los sesenta de su edad (“60 cumpleaños” titula un poema), el poeta sabe lo que se juega. “Esto va / de mal en peor. // Mi tiempo se ha agotado”, se lee en otro que es y no de Laforgue. Por eso, lejos de la repetición, las mañas del oficio y lo déjà vu, este libro aporta algo sustancial a su obra y suma en esa cadena de aciertos a que hacía mención. “Siendo, afanosamente, en lo que hacemos”, dicho con talante landeriano.
La identidad (“nunca fui quien te dije que era”) es acaso la cuestión principal sobre la que gira esta suerte de caleidoscopio vital, un símbolo recurrente en su poesía. Contra la fugacidad (“Aprende la lección de lo fugaz”) y el tiempo (“en el tiempo ilusorio / que miden los relojes detenidos”), en medio de la extrañeza (“La vida que se fue no ocurrió nunca”, “todo confluye en la extrañeza / de lo que es y no es y está en sí solo”) y ante la amenaza del vacío y de la nada (“ese vagar sin meta en torno a qué”). No dejamos de asistir a una conversación entre el yo que escribe (“ser eterno y fugaz y no ser nadie”) y su sombra (“vas contigo y vas solo”), ese “otro” al modo borgeano (como en “Canción de los temores”) que para existir tiene que valerse, por escéptico que sea, de las palabras (o de su eco): “inestable la voz de quien se nombra”. Y lo hace entre la realidad (del mar, por ejemplo) y la imaginación (esa “magia blanca” que nunca falta), pero sin perder nunca de vista la literatura. Por eso la presencia de lo teatral y de la ficción (que aportan, tal fantasmagoría, la debida distancia) resultan ineludibles. Como los guiños literarios: Pound, Pessoa, Lawrence, los clásicos...
Traductor de Eliot, otro maestro, usa con habilidad el monólogo dramático, otra táctica de distanciamiento, como en el pessoano “El tramo final…”, uno de los sustanciosos poemas extensos del conjunto. Destacaría, además, “La tempestad”, “Jardín de Armenta”, “Los gorriones” (“¿Nada es inocente de sí mismo?’”), “Las artes y las ciencias”, “Aparición de Ezra Pound en Venecia” o “Silvia”, memorables versos de amor compuestos con maestría para su mujer. Al final, otra lección: “Recuérdate en el tiempo y no te duelas”. 

Felipe Benítez Reyes
Visor. Palabra de Honor. Madrid, 2021. 84 páginas. 20 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CULTURAL

21.5.22

Atlas Juncosa

Del confinamiento por culpa del covid han surgido también, aunque cueste decirlo, cosas positivas. Libros, por ejemplo, que de otro modo tal vez nunca se habrían escrito. Puedo citar La vida en suspenso, de Jordi Doce. O este, escrito por el mallorquín Enrique Juncosa (Palma, 1961). Se encerró en Andratx y empezó a escribir una suerte de memorias de viaje que le permitieran recorrer de nuevo el mundo sin salir, qué remedio, de su cuarto. El autor de Libro del océano es uno de nuestros poetas más cosmopolitas. El suyo es, además, un cosmopolitismo natural, no literario o impostado, propio de alguien que ha visitado muchos rincones del planeta y ha residido en numerosos sitios. 


Cuarenta (por aquello de la cuarentena) son los poemas en prosa que componen El pangolín, título elegido por ser ese animal desdentado recubierto de escamas que puede arrollarse en bola y tiene una cola casi tan larga como el cuerpo el presunto primer responsable de la propagación del maldito virus.
Al mismo tiempo, el artista brasileño Iran do Espírito Santo (Mococa, 1963), conocido internacionalmente por sus ambiciosas instalaciones site-specific y por sus esculturas minimalistas de carácter figurativo o abstracto, realiza otras tantas acuarelas, una por poema, donde se impone una sobria y sugerente estética basada en el color, de origen geométrico y aire oriental. "Imágenes flotantes en un espacio blanco", ha expresado alguien. Poemas y acuarelas, que encajan entre sí a la perfección (los une, entre otros factores, la elegancia), han propiciado una exposición en la Galería Senda de Barcelona y un precioso libro coeditado con mimo por Turner
Lo autobiográfico se impone (léase "Londres") en estos textos donde uno no sabe donde acaba la prosa y empieza la poesía y viceversa. No hay límites entre lo narrativo y lo lírico. 
El lenguaje se adapta a la realidad descrita, más o menos barroca, más o menos sintética. Es deliberadamente literario y su voluntad es artística por más que la contención y la mesura se impongan. 
Ordenados alfabéticamente, cada poema (que es como, a buen seguro, prefiere el autor que los llamemos) lleva por título el nombre de un lugar. De cualquier continente menos de la Antártida. Abundan los relacionados con África y Extremo Oriente. "El paisaje es mito", escribe. 
Las descripciones de sitios y personas es lacónica. Cada entrega se compone de sucesivas frases breves que adoptan la forma borgeana de las enumeraciones caóticas. 
En muchas se incorpora el "nosotros" y el amor se abre paso entre itinerarios intrincados y habitaciones de hotel. 
No faltan las referencias literarias, artísticas, arquitectónicas o cinematográficas: quien viaja es un hombre culto que ha comisariado exposiciones (la última de Barceló en Japón, pongo por caso), ha dirigido museos de arte contemporáneo y escribe crítica de arte en revistas y suplementos (ahora en La Lectura). Léase "París". 
El libro te permite visitar y conocer maravillas que de otra manera uno nunca llegaría a atisbar. Hablo de quienes viajamos a través de los documentales de televisión y de los libros, ilusos soñadores de distancias recónditas. 
Si tuviera que destacar algún poema, por aquello de las casualidades, me decantaría por "Hartford", donde visita la casa del poeta Wallace Stevens y recuerda uno de sus versos (el mismo que inserté, dándole la vuelta, en un poema de Las aguas detenidas: "La casa está en silencio, el mundo en calma"). O la visita a La Habana y la casa de otro poeta: Lezama, en Trocadero (la misma que figura -de nuevo el azar- en el centro de Una oculta razón). O, en fin, la de Fermor (hay errata: pone "Fermore", página 71), en Mani (que está en un poema de El cuarto del siroco), donde no se atreve a llamar. Acompaña a este poema una de las acuarelas más bonitas del conjunto. 
El lujo y la belleza dominan este libro ilustrado (en más de un sentido) que, aun así, merecería una edición más asequible; a costa, tal vez, de perder parte de su esencia.
Leo "Mayo en el Gujarat. Cuarenta grados centígrados a la sombra" y me digo que en Plasencia pasa casi lo mismo en este instante. Pobre iluso. Como si  pudieran compararse. 
"En Ratisbona vi el Danubio por primera vez", dice en otra parte. 
No falta Tánger en este largo viaje a la memoria. Ni, durante su estancia en el tempo de Angkor Wat, la evocación de la escena final de la memorable película In the Mood for Love, de Wong Kar-Wai. 
El apoyo al proyecto del Departamento de Cultura de la Generalitat de Catalunya y del Institut d’estudis baleàrics favorece el añadido de un anexo con la traducción de los poemas al catalán, obra de Andreu Gomila. 
He seguido la trayectoria poética de Enrique Juncosa y no me cabe duda de que estamos ante uno de sus hitos fundamentales. Me da un poco de pena, ya se dijo, que no pueda llegar a más lectores (no es sólo una cuestión de precio). Por otra parte, aunque no sea un objeto precisamente manejable debido a sus dimensiones, ¡qué placentero ha resultado leer estos poemas en esta hermosísima edición!



19.5.22

El libro de Esther

Antes de ayer presentamos el libro Arca de tres llaves. Legajos y manuscritos placentinos, de Esther Sánchez Calle. A la prensa por la mañana, en el hotel Palacio Carvajal Girón, y al público, en Las Claras, con presencia del alcalde, por la noche. 
Lo ha publicado la asociación Trazos del Salón con el patrocinio de UNAEX (Consultoría de empresas representada en el acto por Miguel Carrasco y Francisco Javier Antón) y Gráficas Romero (donde edita Salvador Retana las cuidadas obras de La Rosa Blanca). 
Aunque el fin principal de Trazos es la creación en Plasencia de un centro de arte que albergue los fondos del Salón de Otoño y Obra Abierta de la Fundación Caja de Extremadura, en sus estatutos figura la defensa general de nuestro patrimonio. No es la primera vez que, para ello, nos servimos de un invento perfecto y perdurable: el libro; así, hemos publicado los catálogos de las dos exposiciones organizadas por la asociación y las bases teóricas, convenientemente documentadas, de este modesto proyecto. Volvemos de nuevo al libro para reunir un puñado de artículos de la que fuera archivera municipal y es cronista de Plasencia que, paradójicamente, vieron la luz en el Boletín mensual de la asociación, que es digital. Algunos caímos pronto en la cuenta de que merecería la pena llevarlos al papel. Como analógico irredento, doy fe de que parecen otra cosa en ese formato tan sólido como antiguo. "Los diez documentos que Plasencia no puede olvidar", titula Ana B. Hernández su artículo en el HOY sobre la obra. "Un libro dedicado a la memoria de Plasencia", ha dicho por su parte Raquel Rodríguez Muñoz en El Periódico Extremadura. 
El volumen -que incorpora ilustraciones- ha quedado muy bien. Es digno y bonito. Cuesta lo mismo que hacerlo mal, suele decir el alma de Trazos, Santiago Antón, inventor del citado Boletín y principal instigador de su salida a escena en una tirada pequeña y no venal; ejemplares ansiados ya por más de uno. Cualquiera podrá consultarlo, menos es nada, en forma de PDF. 
En la cubierta, fotografiada por Andy Solé (autor de las instantáneas que acompañan este texto, salvo la última), la primera caja fuerte de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Plasencia. 
Lleva al frente dos prólogos. Uno literario, de Juan Ramón Santos -otro funcionario municipal-, donde este se refiere a los buenos ratos de conversación que, por vecindad laboral, pudo mantener con Esther y pondera sus muchas virtudes. Es, a buen seguro, lo destacó el alcalde Pizarro, la persona que mejor conoce la historia de esta ciudad ocho veces centenaria. La tiene en su cabeza, en su memoria, lo que es aún más llamativo. 
El otro prólogo, más técnico, es del profesor e investigador Jesús M. López Martín, que tan bien conoce el Archivo Municipal y a nuestra protagonista. 
La mayor alegría, al menos para mí, es la suerte de reconocimiento que supone para su autora la edición del libro. Se la ve feliz. Como a Paco Morales, su marido, hermano del escritor Javier Morales y tío del poeta y novelista Álex Chico. 
Como no se prodiga, a más de uno le han sorprendido sus dotes divulgadoras y su sentido del humor, tan peculiar como incisivo. 
En los años ochenta, cuando se hizo cargo del Archivo Municipal, sus condiciones eran deplorables. La secular incuria de esta tierra. Han sido años y años de esfuerzo (la mayor parte en una sede húmeda, oscura e insalubre situada en los bajos de la casa de los Sánchez-Ocaña, luego parte del Ayuntamiento) para conseguir que en este momento (ella ya jubilada y con una nueva responsable al frente) sea uno de los mejores de este país. Y con poca ayuda para llevar a cabo esa tarea. La de Isidro Felipe, que debe ser nombrado. 
En 2014, Esther alcanzó el título de Cronista Oficial. Con sobrado merecimiento. En una y otra labor destaca por su solvencia y su profesionalidad. De "historiadora" la califica, y con razón, el mencionado Jesús López. Es verdad. No es una mera aficionada como tantos, dicho con todo respeto, que pululan por las localidades provinciales de la España profunda. Y con libros y libros bajo el brazo, por cierto. No, ese no es el caso de la humilde Esther Sánchez Calle, que no necesita ir por la vida de "erudita a la violeta", por decirlo con Cadalso. Lo suyo son las fuentes documentales. 
Esta es su segunda obra impresa. La otra fue la Guía-Inventario del Legado de Miguel Sánchez-Ocaña, uno de entre los varios archivos importantes, privados e institucionales, que se conservan en Plasencia y que pasó a titularidad municipal gracias a uno de sus hijos, nuestro añorado Antonio, periodista.
De él ha salido uno de los documentos más interesantes analizados en Arca de tres llaves, sobre el viaje fallido de Aranjuez a Lisboa, en el barco Antonelli, para comprobar si el río Tajo era navegable. Qué hermoso sueño. 
Como buena lectora, tiene sentido narrativo y sus artículos, amenos al tiempo que rigurosos, son una suerte de entretenidos relatos bien escritos que a ratos se convierten en apasionantes novelas. Como el dedicado al famoso Boquique, que se echó al monte. Al de Valcorchero, donde sigue su cueva. Más que bandolero, furibundo carlista. Un reaccionario. El informe del subdelegado de policía José Gordon, que lo detuvo, es memorable. Como dice Esther, digno de la serie 'Curro Jiménez'.
Y lo mismo ocurre con los dedicados al abasto de la nieve; a los "enaciados" del Fuero; a la proclamación de la Segunda República (que a punto estuvo de malograrse); a Alfonso X el Sabio (por el que la autora siente, con conocimiento de causa, mucho respeto) y a la primera aparición de nuestra Plaza Mayor en sus Cantigas; al origen del Mercado del Martes o, en fin, al litigio, en el siglo XV, por el cementerio de San Esteban, en la esquina sureste de la Plaza, donde estuvo el Manjuli (en la actualidad, Sabores) y está esa casa de cuento de aire centroeuropeo que tanto atrae, a pesar de ser un pastiche, a los turistas. 
Es un lujo, sin duda, tener como vecina a una persona tan sabia como ella. En su condición de ciudadana discreta y ejemplar, ha hecho mucho por la historia y la memoria de la Muy, esta noble, leal y benéfica ciudad que tanto quiere. Gracias, Esther.




18.5.22

Recobrada memoria


«Con plena seguridad, todos los que conocieron y se acercaron a Ángel Campos Pámpano pueden coincidir en que la gran humanidad suya, por naturaleza proclive a lo sencillo y compartido, no sólo podía cifrarse en esa sensación y memoria física de hombre grande que al saludarte te acogía en un cálido abrazo familiar, sino que bajo esa cordialidad espontánea suya, a su lado se volvían más fáciles las cosas». Así empieza el prólogo del libro Recobrada memoria, un libro ideado por Carlos Medrano –poeta extremeño de la diáspora, residente en Artá, Mallorca– que publica en edición no venal Vberitas, de Don Benito, el sello de Juan Ricardo Montaña donde apareció hace siete años un homenaje semejante, dedicado en aquella ocasión a Santiago Castelo: Aire por aire
Sigue Medrano a propósito de Ángel: «Su labor no fue sólo la de aportar una obra literaria propia a la espera de la mejor fortuna posible sino la incansable manera de concebir su papel de lector y creador inculcándolo de un modo exponencial en todas sus tareas. En su ideario vital estuvo la visión comprometida de elevar a su tierra enriqueciéndola a través del aprecio a las palabras que amaba y cuyo gusto y cultivo quería contagiar a todo aquel que acercara sus ojos a esa vida distinta y superior contenida en la lectura y la escritura, gracias a lo mejor de las palabras». Y, en fin: «Pocas veces la ausencia de un escritor ha concitado a lo largo de todos estos años transcurridos entre quienes lo conocieron el recuerdo emotivo de su persona y de su poesía donde una limpia y reconocible dicción volvía permanente su mundo –desde el más íntimo al físico de los lugares que hizo suyos– con esa consistencia de lo leve que él aprendió del aire y de la luz para nombrarlo».
Por eso, porque su «ausencia» no es tal, ha querido Medrano reunir en Recobrada memoria las voces de un numeroso puñado de amigos que han escrito en su memoria dos sencillos versos, siguiendo el modelo de los dísticos que él compuso para Materia del olvido, publicados, primero, por Antonio Gómez en una de las cajitas de su proyecto arco iris (en 1985), y que, después, pasaron a formar parte de la versión definitiva de Siquiera este refugio tal como quedó recogida en La vida de otro modo, su poesía completa.
«La propuesta planteada –precisa Medrano– fue elaborar un dístico sobre Ángel o cualquier detalle de su obra poética a imagen de los que componen Materia del olvido que él tanto apreció, al marcar desde ellos –y no antes– el arranque de su obra poética canónica». Y añade: «En su nombre este libro ha convocado en torno a la literatura y a la amistad (dos valores que se daban y aprendí como uno solo al asomarme a la escritura poética en Extremadura a finales de los 70) a un buen grupo de aquellos amigos y escritores de nuestra tierra que lo trataron o de los que por edad llegaron a él leyéndolo y han querido participar. A ellos se unen algunos autores más en representación de la inmensa capacidad de Ángel de conocer y relacionarse con todos los que escribían a un lado y otro de Portugal y España».
Suelo decir que el primer poema de un libro está en su cubierta. Ocurre aquí y es obra del citado Juan Ricardo Montaña. Representa una naranja pelada (que parece una flor) y hace referencia a otro de Brian Patten “La naranja robada”, traducido por Carmen Fernández y sus hijas Paula y Ángela Campos Fernández, donde indirectamente se alude a una costumbre de Ángel, desde sus años de estudiante en Salamanca, que consistía en llevar, cuando viajaba, una naranja en su equipaje o «guardar en los bolsillos una cáscara como talismán agradable a cuyo aroma podía recurrir».
Era mi talismán para ahuyentar la idea / de que no había nada luminoso o especial en el mundo, leemos en el poema de Patten.
Tras el prólogo, los dísticos de Materia del olvido con la cita del poeta mexicano José Emilio Pacheco de donde tomó el título: La poesía es la sombra de la memoria, / pero será materia del olvido. Incluido el de “Plaza de Santa Teresa”, donde está uno de los versos más felices de Ángel: De todos los milagros, el del agua.
Delante, una ilustración de Javier Fernández de Molina: “La Rabaza”; una de las que embellecen esta hermosa y sobria edición. Firmadas por sus amigos José Manuel Sánchez Paulete, Hilario Bravo, el mencionado Antonio Gómez, Laura Covarsí y Germán Grau.
Cincuenta y uno son los nombres y, por tanto, los dísticos que conforman el núcleo de esta obra. En la sección “Recupero tu imagen si te nombro”, que se abre con unos versos de Eugénio de Andrade, en la traducción pampiana: Diré entonces: / Un amigo / es el lugar de la tierra / donde las manzanas blancas son más dulces. / […] /  En mis hombros ya siento / su respiración.
Los dísticos están ordenados en orden cronológico, por la fecha de nacimiento de sus respectivos autores. El primero es de Pureza Canelo, la decana del grupo, y el último de Ángela Campos Fernández. También colabora su hermana Paula. Esta es la nómina completa: Pureza Canelo, Pablo Guerrero, José Antonio Zambrano, José María Bermejo, Perfecto Cuadrado, Juan Ricardo Montaña, José Luis García Martín, Gonzalo Hidalgo Bayal, Jean Gabriel Cosculluela, Ezequías Blanco, Manuel Vicente González, Alfonso Alegre Heitzman, Santos Domínguez, Francisca Díaz Fernández, Fernando León, Luciano Feria, Tomás Sánchez Santiago, Basilio Sánchez, José Luis Bernal Salgado, Jesús García Calderón, Elías Moro, Álvaro Valverde, María Rosa Vicente, José María Lama, Carlos Medrano, Serafín Portillo, Juan Manuel Barrado, Miguel Ángel Lama, Javier Alcaíns, María José Flores, Ada Salas, Luis Sáez Delgado, Irene Sánchez Carrón, Diego Fernández Sosa, Javier Morales Ortiz, Julián Quirós, Antonio Sáez Delgado, Suso Díaz, Antonio Reseco, Juan Ramón Santos, Mario Lourtau, José Manuel Díez, Julio César Galán, Luis Leal, Eva María Romero Rivero, Isabel Jimeno, Paula Campos Fernández, Carlos García Mera, Ángela Campos Fernández, Guadalupe Villarreal y Anónimo de Yuste. 
Puedo asegurar que el nivel de los versos es muy alto. El de algunos, excelente. Por ejemplo, los de Jesús García Calderón, de la cosecha del 59. “Paso de La Rabaza” lo titula, y dice: Me hablaron de tu casa encendida en la Raya. / Hay almas que merecen mirar dos horizontes.
Si fuera diplomático, diría que no sobra nadie. Como suele ocurrir en estos nobles empeños, tal vez falte alguien. Me consta que varios convocados nunca respondieron. A otros, por desconocimiento o despiste, no se les invitó. Mencionaré sólo a uno: Eduardo Achótegui. Seamos sensatos: como dejaba caer Medrano, si todos los amigos de Ángel hubieran sido emplazados (no sólo extremeños) y estos, a su vez, hubiesen respondido, el volumen sería ingobernable. Así era Ángel, al que, desde el cariño, llamábamos, en función del momento, de formas diferentes. De eso va lo escrito por su amigo Manolo CerebroCampos te llamaron algunos, hasta Angelito los más amigos, / Pámpano los más chistosos, alguna vez yo sonriente.
Cierran la lista Guadalupe Villarreal y Anónimo de Yuste, lo que extrañará a más de uno. No son otros que el profesor de la Universidad de Extremadura Juan Manuel Rozas, quien utilizó ambos heterónimos para su Cancionero doble. Como el sanvicenteño, nos dejó a destiempo. Hizo mucho por la poesía de esta tierra y, por eso y por cómo era, le quisimos tanto y merece figurar en este elenco. Admiró, con razón, a Ángel.
Uno de los avisados, en buena lógica, fue Luis Landero. Ya fuere porque no leyó bien lo que se le pedía para el libro, ese humilde dístico, o porque la poesía (le confesó a un amigo común) no es lo suyo (aunque por ahí empezara), el autor de Juegos de la edad tardía envió a Medrano el texto en prosa que ahora abrocha, y de qué manera, este homenaje: “Entre líneas y entre amigos”. Comienza: «En noviembre de 1989 presenté mi primera novela en Badajoz. Me acompañaba, muy gentilmente, Manuel Martínez Mediero. No recuerdo el lugar, pero sí que era muy grande, que tenía hechuras de teatro, y que habría unas doce personas, congregadas en las butacas delanteras. Un grupo entusiasta compuesto por gente de mi familia, un par de amigos de la infancia y un desconocido que resultó ser, cómo no, Ángel Campos.
Allí nos conocimos, y desde ese día, gracias a ese atajo sentimental que son las complicidades literarias, nos convertimos de golpe en viejos amigos. Como él era de San Vicente de Alcántara y yo de Alburquerque, desde el primer momento hicimos también nuestra la rivalidad inmemorial entre nuestros pueblos». Ya podéis imaginar cómo sigue.
Más adelante dice: «Fue él quien me hizo escribir lo que sin él no hubiera escrito nunca». Se refiere al libro Entre líneas, que se publicó en la colección Los Libros del Oeste, de El Oeste Ediciones, la editorial que fundó Ángel junto a Pedro Almoril y Manuel Vicente González. El texto de Landero, no hace falta decirlo, es memorable.
Termino. Conté todo esto en San Vicente hace unos días. A modo de alegre primicia. Para ello, pedí antes permiso a Carlos Medrano, artífice de este loable florilegio, quien me lo concedió con agrado. A buen seguro, le hubiera gustado estar allí. Y en realidad allí estuvo. Como Ángel, a quien algunos amigos, a sus palabras y a los hechos me remito, seguimos sin poder imaginar muerto. Por suerte, cada vez que lo recordamos o leemos un texto suyo, resucita. Bendito milagro.

16.5.22

Carta de San Vicente

Un año más, tras dos sin vernos por culpa de la maldita pandemia y tres días después del cumpleaños de Ángel (que habría alcanzado los 65), nos reunimos el pasado viernes 13 de mayo en San Vicente de Alcántara para celebrar el fallo del Premio Hispano-Portugués de Poesía Joven que lleva su nombre y organiza la Asociación Cultural «Vicente Rollano» con la generosa colaboración de distintas instituciones: la Junta de Extremadura, la Asociación de Escritores Extremeños, el IES “Joaquín Sama”, los clubes rotarios de Badajoz, Mérida, Castelo Branco, Cáceres, Évora y Portalegre (INROT-6, representado por Jorge Gruart, amigo y paisano de Ángel), Izquierda Unida y Caléndula Studio. Esta era su octava edición.
Fue un viaje (desde Cáceres -ida y vuelta- en compañía de Miguel Ángel Lama, tanto tiempo después) de esos que merecen la pena, por lejos y a trasmano que para un placentino quede ese bonito pueblo rayano. El reencuentro con tantos amigos (y eso que hubo ausencias significativas: Paula y Ángela, las hijas de Ángel; los Luises, Arroyo y Leal...) fue emocionante. De los habituales, tampoco Yolanda pudo ir esta vez. 
José Juan Cuño y Eva Romero, almas del premio, organizaron un acto sencillo en un sitio precioso: la ermita de Santa Ana, donde, todos lo recodamos al volver allí, en la presentación de la poesía completa de Ángel cayó del techo un cascote que nos dio a todos un buen susto. 
A las palabras de los ya mencionados, del secretario y de uno, se sumaron las de los ganadores, João Rodrigues y Sara Feijoo Soriano. De Portalegre y de Plasencia, respectivamente; esta última, alumna del IES "Virgen del Puerto". Demostraron con sus intervenciones que son dos muchachos con una sensatez impropia de una edad tan turbulenta y convulsa como la suya. Y que creen en la poesía. Sara (que me recordaba de una lectura en su colegio, y mucho antes el mío, San Calixto) reconoció que la ha salvado. 
Creo que el jurado que me honro en presidir acertó eligiendo esos trabajos. Sus cualificados miembros, a quienes agradecí públicamente su desinteresada y eficaz tarea, estaba formado este año por Paula Campos Fernández, hija de Ángel Campos Pámpano y profesora de Lengua Castellana y Literatura en el IES San José de Villanueva de la Serena; Ángela Campos Fernández, hija de Ángel Campos Pámpano y graduada en Humanidades en la Universidad de Salamanca; Antonio Sáez Delgado, Catedrático de Literaturas Ibéricas Comparadas y de Literatura Española en la Universidad de Évora y traductor; Jacinto Haro Ruiz, profesor de Lengua Castellana y Literatura; Alejandrina Merino Zamora, profesora de Lengua Castellana y Literatura; Luis Leal, profesor de Portugués en el IES Rodríguez-Moñino de Badajoz y traductor; Eva Mª Romero Rivero, profesora de Lengua Castellana y Literatura; Ana Isabel Bejarano Gómez, profesora de Lengua Castellana y Literatura en el IES Bárbara de Braganza de Badajoz (que leyó el acta en portugués y nos acompañó a Lama y a mí en la mesa); Mabel Dordio Gamero, profesora de Lengua Castellana y Literatura en el IES Joaquín Sama de San Vicente de Alcántara; Miguel Ángel Lama, profesor de Literatura Española en la Universidad de Extremadura y secretario. 
Muy celebrada fue la idea de Eva de crear una red de centros educativos ÁCP que estará formada por institutos de Extremadura y el Instituto Español Giner de los Ríos de Lisboa en los que Ángel trabajó. El primero, oportuna elección, el "Castillo de Luna" de Alburquerque. Una profesora y dos alumnas del IES representaron al centro en el acto y hablaron de la obra de Pámpano y leyeron poemas suyos.
El contrapunto musical fue de lo más oportuno. Tres canciones bien elegidas: "El sitio de mi recreo", de Antonio Vega; "Resistiré", que en la limpia voz de Carolina, casi una niña, sonó nueva, distinta; y "Alegría", el poema de Hierro, en versión Víctor Mariñas, que cantó y tocó la guitarra. 
La anécdota de la noche fue muy graciosa. Entregamos el premio al joven poeta portugués (Javier Fernández de Molina llegó con el cuadro bajo el brazo -lo más valioso- en el último momento) y dimos por hecho que me tendría que llevar a Plasencia el diploma, los libros y el dinero que le correspondían a la ganadora del accésit. En ese momento de "esto se ha terminado", una voz surgió desde el patio de butacas para decir que ella, la aludida Sara, estaba presente. Sentada junto a sus padres y su hermano. Una sorpresa, un tanto desconcertante, que alegró a todos. 
Tras una animada charla por corrillos en la puerta de la ermita, la comitiva se encaminó, según costumbre, al Litri, donde degustamos las deliciosas especialidades de la casa. En esta ocasión fue en la terraza, al aire libre. Me senté al lado de Jacinto Haro, ciclista de pro, y de la madre de Sara, médico en el hospital de Plasencia, lo que no deja de tranquilizar siempre a un aprensivo. Sobró la "rebequina" que aconsejó José Juan que se llevara (y la americana, que sí porté). Cuando Miguel Ángel y yo (los primeros en salir zumbando, otro viejo ritual) íbamos en busca del coche, el termómetro marcaba 29 grados. Eras las diez y media de la noche. 








11.5.22

Viejos tiempos

Santiago Antón me pasa esta fotografía tomada en Plasencia en los años setenta del siglo pasado. En la editorial Sánchez Rodrigo. Tenía su sede en el edificio que ocupa ahora la delegación de Hacienda, al lado de la iglesia de San Nicolás. 
En el centro de la imagen está Gonzalo, su director, nieto del editor del famoso método Rayas. A su derecha, una jovencísima Pureza Canelo. En el extremo izquierdo, don Leopoldo Corcho Asenjo, sacerdote. Era rector del Seminario Menor cuando trabajé allí, a principio de los ochenta. Una buena persona. Entre Gonzalo y Pureza, Víctor Chamorro, que acaba de morir en el hospital de esta ciudad, aunque vivía en Hervás. No identifico a las dos personas que están a la derecha de la instantánea. 
Se respira felicidad. Aquel fue un ambicioso proyecto fallido en torno a unos nuevos libros de texto de Lengua y Literatura que la llegada de una nueva ley educativa convirtió de golpe en obsoletos. Creo que fue eso, aproximadamente, lo que pasó. Una circunstancia, por cierto, muy española.

PS. Me informan de que el señor de la derecha es Ángel de la Vega. 

9.5.22

El viaje a Las Hurdes del rey Alfonso XIII

Se cumplen cien años del viaje del rey Alfonso XIII a Las Hurdes. Fue en junio de 1922. Con ese motivo, el jueves visitará esa mítica comarca el actual monarca, Felipe VI, tras pasar por Plasencia (donde no estuvo en aquella ocasión su bisabuelo) para inaugurar una nueva entrega, la primera que se celebra en España fuera de Castilla y León, de Las Edades del Hombre: Transitus
Nada mejor para informarse acerca de aquel periplo real (trazado por el placentino Gregorio Manglano Dean), que tan importante fue para la rehabilitación de esas tierras olvidas, como tantas entonces (y no sólo de España), donde vivían seres humanos faltos de la debida dignidad, más allá de la inherente a su humana condición; nada mejor, decía, que leer el reportaje que, en cuatro partes ("De Madrid a Casar de Palomero", "De Casar a Nuñomoral", "De Nuñomoral a Casares de Las Hurdes" y "De Casares a La Alberca"), viene publicando en su periódico, el HOY de Extremadura, el periodista placentino Antonio J. Armero. Sólo podrán hacerlo, es cierto, los suscriptores del diario o quienes lo adquieran en el kiosco. Hoy se da la tercera entrega. 
Preciso que existen antiguas crónicas periodísticas de aquel recorrido. No en vano en la comitiva real iban periodistas. Del ABC, por ejemplo. También es ilustrativo el libro Viaje a Las Hurdes. El manuscrito inédito de Gregorio Marañón y las fotografías de la visita de Alfonso XIII (Madrid, El País/Aguilar, 1994).



Para colmo de bienes, el texto de Armero viene acompañado de numerosas fotografías del viaje (que contrastan con algunas actuales sobre esos mismo lugares). Quizás la más llamativa sea esa en la que aparece el rey al lado de Marañón (instigador principal de la gira) en el río de Los Ángeles. El primero está desnudo y el segundo mantiene sus calzoncillos largos puestos. El calor fue tan agobiante esos días que no pudieron por menos que refrescarse. Cuenta Armero que le pidió a Campúa hijo (quien acompañaba a su padre, Pepe Campúa, fotógrafo oficial de la expedición) que inmortalizara ese momento. «¡Ven Pajarito!, que vas a hacer una fotografía que no me ha hecho nunca tu padre», le dijo.
Por lo demás, siempre he creído que ese viaje tenía una película. O un buen documental, aunque es verdad que ya existe este, con material cedido por la Filmoteca Nacional, propiedad de Basilio Martín Patino:
 
  
Incluso Fermín Solís podría hacer con esa fascinante historia (cargada de significación política, antropológica y social, entre otras muchas cosas) algo parecido a lo que hizo en su maravillosa Buñuel en el laberinto de las tortugas.
Enhorabuena, en fin, a Armero. Lean y vean, merece la pena.



3.5.22

Dos novelas espléndidas

A pesar de mis limitaciones narrativas como lector, qué buena idea tuvieron Paca Flores e Irene Antón, directoras, respectivamente, de las editoriales Periférica y Errata Naturae, al enviarme de mutuo acuerdo, cuánto se lo agradezco, las novelas Concierto sin poeta, de Klaus Modick (traducida por Jorge Seca), y Estar aquí es espléndido.Vida de Paula M. Becker, de Marie Darrieussecq (traducida por Regina López Muñoz). He disfrutado mucho leyéndolas sin prisa.
Sí, es preferible leer las dos. Y en el orden descrito. Se complementan. La pintora Paula Becker (la "M." es de Modersohn, el apellido de su esposo, también pintor) vivió en la colonia de artistas de Worpswede, en el norte de Alemania, cerca de Bremen, a la que el poeta Rainer Maria Rilke dedicó un libro. 
Uno de los fundadores, Heinrich Vogeler, es el protagonista de la primera narración, que gira en torno a su cuadro Tarde de verano o El concierto, en el que no aparece (de ahí el título de la obra) el autor de Elegías de Duino, quien, por cierto, conoció allí a la escultora Clara Westhoff, con la que se casó y tuvo una hija. Eso fue en el verano de 1900, en el que se centra la historia (magníficamente contada) de Modick. También estaban allí Paula Becker y el que sería su marido, Otto. Rilke coqueteó con las dos y ésta pintó uno de los retratos más famosos de Rilke, en realidad inacabado. 
Es cierto que la novela de Modick es más que un mero relato de unos hechos aproximadamente verdaderos (basado en documentos reales, no obstante). Estamos ante una reflexión sobre el arte y la poesía (con sus inevitables contradicciones) digna de elogio. 
Uno, que nunca pecó de rilkeano (aunque haya leído casi todo lo publicado aquí de él), ha tenido ocasión de comprobar en esas páginas que el personaje no sólo me resulta indigesto a mí, más allá de su alta poesía, en la que, lo confieso, nunca he sido capaz de entrar por completo salvo en contadas ocasiones. Por suerte no todo es solemne y sublime en el praguense. Y que perdone el poeta Basilio Sánchez, excelente lector de Rilke, mi torpeza. 
Las descripciones, en fin, son memorables, tanto las referentes al paisaje pantanoso de Worpswede como las de las casas que componían la colonia; la de Vogeler, ahora museo, ante todas. No en vano, aquello era un paraíso. 
Por su parte, Darrieussecq ha escrito una apasionada biografía de Paula M. Becker (con pasajes autobiográficos) que recupera la figura de una pintora que luchó a toda costa por serlo, a pesar de las limitaciones que sufrió por ser mujer. "Estoy convirtiéndome en alguien", escribió en una de sus cartas (podría haber sido en su diario, al que fue fiel). Desde París, ciudad en la que se formó y llegó a residir de forma precaria. 
La novela (por llamar de alguna manera a este texto lírico y fragmentario), escrita en clave feminista (lo habitual en esta época reivindicativa y del Me Too), constata que de aquella colonia de artistas tal vez sea su obra la que mejor ha soportado el paso del tiempo. En el mundo de la pintura, su reconocimiento es un hecho.  
Fue, además, la primera mujer que se pintó desnuda y la autora del "primer autorretrato de una embarazada desnuda en la historia del arte". No es poco y dice mucho de su valentía. 
Dieciocho días después de dar a luz a su hija, muere a los treinta y un años de una embolia pulmonar. 
Su amigo Rainer Maria Rilke le dedicó su poema “Réquiem”.
Son muchos los hallazgos que contienen estos dos libros que, ya decía, uno ha leído con calma, lápìz en mano, y con frecuentes paradas para consultar en internet tal o cual cuadro, tal o cual fotografía o documento. Rilke, Vogeler, Becker, Modersohn... ¡Menuda tropa!