30.6.21

Mapa de la poesía hispánica: 1990-2020


CARACOL, Revista do Programa de Pós-graduação em Língua Española e Literaturas Española e Hispano-americana. Faculdade de Filosofia, Letras e Ciencias Humanas. Universidade de São Paulo, publica en su número 21 (2021) el amplio "Dossiê: Mapas da poesia hispânica" / "Dossier Mapa de la poesía hispánica", con un total de 1.230 páginas. Se centra, en concreto, en los últimos treinta años: de 1990 a 2020. Ha sido coordinado por los profesores Margareth Santos (de la mencionada universidad brasileña) y Alessandro Mistrorigo (docente en la Ca’ Foscari de Venecia). En "Mapas de la poesía hispánica: una cartografía en cinco superficies", explican ambos sus propósitos. 
En lo que a uno respecta, contesto a un detallado "Cuestionario" (de la página 483 a la 487) y publico en "Poemas" uno inédito: "Desvelo" (página 780). 
No se puede negar la ambición y rigor del empeño. Tiempo habrá, verano mediante, de ir dando buena cuenta de su contenido. 

26.6.21

La poesía de Julio Martínez Mesanza

Julio Martínez Mesanza (Madrid, 1955) se licenció en Filología italiana y trabajó en el Ministerio de Cultura y en la Biblioteca Nacional de España
 al lado de su mentor y amigo Luis Alberto de Cuenca. Ha sido director de los centros del Instituto Cervantes de Lisboa, Milán, Túnez, Estocolmo y Tel Aviv, donde reside actualmente, y fue responsable de la dirección académica en la sede central de ese organismo oficial.
Forma parte de esa generación que ha sido nombrada por los antólogos de distintas formas: “postnovísima”, según Luis Antonio de Villena; “de los 80”, según José Luis García Martín; o “de la Democracia”, según Ángel Luis Prieto de Paula. “Es biológicamente inevitable pertenecer a una generación determinada. Después, se comparten unos presupuestos y otros, no”, ha comentado a este propósito. Y: “Yo tampoco pienso que mi poesía se ajuste por completo a la definición de línea clara”, aunque con frecuencia se le sitúe en las colmadas filas de la “poesía de la experiencia”.
A libro de poesía por década, es autor de Europa (en sucesivas ediciones: 1983, 1986, 1988 y 1990, al que habría que sumar Fragmentos de Europa 1977-1997, de 1998), Las Trincheras (1996),  Entre el muro y el foso (2007) y Gloria (2016, que recoge poemas escritos entre 2005 y 2016, Premio Nacional de Poesía en 2017).También de la antología Soy en mayo (2007), prologada por Enrique Andrés Ruiz.
Ha traducido poesía italiana tanto clásica (Miguel Ángel, Sannazaro, Foscolo, Dante) como contemporánea (Montale).
De 2006 a 2020 publicó el blog Cuestiones naturales.
En una entrevista concedida en 2018 a Jaime Cedillo (El Cultural), Mesanza afirmaba: “he dicho por ahí que eso de la unidad de los libros de poesía es una superchería. Se escriben poemas. Si el poema es tan largo como un libro, el libro será unitario. Hay algo de muy artificial en esos libros en los que, pretendidamente, cada poema está en función del conjunto, pero, leído aparte, dice muy poco. Si un libro está hecho de poemas que, en su mayoría, no valen nada, ¿qué más da la unidad? Por lo demás, sí, yo hago pocos poemas, pero, al final, sumados todos los de una vida, puede que sean demasiados”. Unos cuantos, sustanciales y bien elegidos, son los que componen la cuidada antología Jinetes de luz en la hora oscura, que aparece en el sello ovetense Ars Poética en edición de Alfredo Rodríguez, donde, para mi gusto, sólo desentona la imagen de la cubierta.
Según costumbre, Rodríguez no puede (ni quiere) disimular su fervor por la poesía y la persona (nos cuenta en el “El mito del alma“, su prólogo, cómo viajó a Madrid para conocerlo) del madrileño. Le pasa lo mismo cuando comenta la poesía o dialoga con el poeta al que más páginas ha dedicado: el novísimo José María Álvarez. Esa falta de distancia hace más genuina y cercana su introducción, sin duda, pero también la sobrecarga de un melifluo entusiasmo (“Esta es la clase de libros que pueden hacer que uno se olvide el mundo”) un tanto empalagoso. En ella, con solvencia, se nos habla de un poeta en el que no caben ni el conformismo ni la complacencia. De la métrica que utiliza. De su “impulso musical” y “rítmico” (basado en “la música de las palabras”). De su “sólida formación clásica”. De los “símbolos épicos” (el de la épica es, sí, un asunto fundamental aquí). De su poesía “honda, filosófica” e “imbuida de religiosidad”. De su “poderosa originalidad”.
Recuerda que se calificó a Mesanza como “poeta de la historia”, alguien que “cree que la Historia dignifica”. No olvida decir que su “fundamento es moral” y que estamos ante un hombre “que escribe para el futuro”. Para Mesanza, la poesía es “uno de los pocos dones del espíritu que le quedan al hombre contemporáneo”. Afirma, en fin, que es el “último testigo de una manera de vivir”.
La antología se abre con dos citas (“Dejan de molestarme ya los hombres: /duermo en las sucias cuadras, lo prefiero, / duermo siempre en un carro de combate.” y “No debes escuchar a la tibieza, / ni a su amiga triunfante, la ironía. / No vayas con quien nunca dice nada, / ni con quien vive siempre enmascarado.”) y una breve poética fechada en septiembre de 1982 “Mi corazón siempre estará con Hernán Cortés y con Francisco Pizarro, y nunca con la Compañía de las Indias Orientales. Me gustaría haber participado en la carga de Cajamarca junto a aquellos jinetes que firmaban con una cruz. Por lo demás, quiero recordar aquí que las obras de Ennio y de otros muchos no se han perdido por culpa de los soldados, sino por el arbitrario gusto de los filólogos”.
Los poemas se suceden cronológicamente y en ningún sitio se advierte de a qué libro pertenece cada uno. No hace falta. Estamos, así, ante una obra nueva que funda su unidad (quiérase o no) en un tono de voz personal y reconocible establecido sobre un mundo también propio. Nadie puede negar que Mesanza ha ido por libre.
La crítica suele adjudicar a su poesía el marbete de “épica”. A este tema dedica, como dije, algún párrafo Alfredo Rodríguez. Nadie lo explica, no obstante, mejor que él: “Yo creo que utilizo y he utilizado muchos símbolos del ámbito militar (artillería, carros de combate), pero la épica es otra cosa. La épica tiene sentido en una sociedad en formación, con unos valores compartidos, entre los que se privilegia, precisamente, el valor”. Y: “La épica no existe. Ha tenido su momento en cada cultura, civilización e infancia de esos pueblos pues el sentimiento épico acompaña el nacimiento de un país. La épica deja un lenguaje que puede influir en algunos poetas, pero no hago épica, puede que haya cierto regusto por los símbolos militares que hay en mi poesía y que se pueden relacionar con la épica”. O: “la épica ha dejado de existir porque sus valores no forman parte de las prioridades del hombre moderno”.
Sí, es cierto que abundan los símbolos épicos en sus versos. Además de los que nombra más arriba, la torre (“Es poder una torre sobre rocas”), los caballos, la frontera, el arco, la landa, el desierto (“Sólo sabes vivir en el desierto”, escribe, y allí, los tártaros, como en la memorable novela de Buzzati), las trincheras, el soldado, el muro y el foso (como el título del poema y del libro), el páramo, las ruinas, los desfiladeros… Para muestra… “San Luis”, de donde toma Rodríguez el título de este florilegio.
Si tuviera que relacionar ese imaginario (un amplio campo semántico) con el de otros poetas contemporáneos, recurriría a Borges (con el que coincide en el gusto por las enumeraciones caóticas, como en “Ghar El Melh”) y a Cirlot (“La torre en el yermo”: “Sólo el orden anhelo, y la belleza…”). También al citado Luis Alberto de Cuenca. Son, digamos, poetas de la misma estirpe, algo que va más allá de las figuraciones y que atañe también a las ideas.
El aire de esta poesía es histórico (como una parte de la obra de Cavafis), pero con un sesgo intempestivo. El pasado es presente. O ambos, futuro. Léase “Nínive”. O “España”, que tan actual me parece: “Muere una patria como muere un alma, / desperdicia la gracia, se hace sierva”.
Está atravesada por la desolación y la amargura. Por la tristeza (“Yo abandoné mi escudo. Soy el triste”). Hay un claro sentimiento de pesimismo y de derrota: “No tengo nada del poniente al orto, / salvo la sensación de estar vencido”. Se asume sin alharacas. Sin vana queja ni jeremiadas. Todo ese dolor es serena, melancólicamente aceptado. Como corresponde a quien ha leído a los clásicos y no puede ocultar su condición de humanista (consciente, eso sí, de que dentro de un hombre puede habitar “un monstruo” y de que “Nada enseña a un hombre”). Y de creyente: ya se dijo que la religión es aquí ley. Dios, la Virgen… Las ceremonias y los ritos. En Mesanza reside un moralista. Quiero decir que su poesía es moral. No es casualidad que use tanto la palabra “alma” (en “San Petersburgo”, por ejemplo). “La extrañeza y el alma son lo mismo”. Digo “moralista” y recalco las muchas virtudes que defiende en sus poemas: el valor, la lealtad, el honor... Brilla la amistad sobre todas: “De amicitia”. Y el amor: “Remedia amoris”, “Los sueños del guerrero”…
Del lenguaje de Mesanza también se ha ocupado con solvencia la crítica. Se han ponderado, con justicia, sus endecasílabos blancos y graves (Rodríguez lo señala) o su maestría a la hora de aplicar los encabalgamientos.
Su poesía es epigramática. Esa es la base. Y, por eso, clasicista. Sin complejos. Lo que no significa que no sea de su tiempo o inevitablemente moderna, de ahí que disienta con su editor cuando este alude (no sin ironía, supongo) a su “tono antiguo”.
A quienes llevamos muchos años leyéndolos no deja de sorprendernos la perfección formal de estos poemas que parecen cincelados. Inspiración y artesanía. Son rotundos, concisos, redondos, perfectamente adaptados a lo que pretenden transmitir. Pura fibra, digamos. Sus finales desarman.
El que cierra el volumen, perfectamente escogido, “Mar Saba”, empieza: “Dame palabras fáciles y claras / para explicar la sencillez del alma / antes de ser rozada por las cosas”. Sobre él ha dicho: “Esas palabras fáciles y claras son las que pedía para sí San Juan de Damasco, que vivió, precisamente, en el monasterio de Mar Saba. Siempre he defendido que el lenguaje de la poesía es el más sencillo en cuanto a léxico y sintaxis. A mí (y a veces corro el riesgo de caer en la abstracción), me gusta usar esos nombres genéricos. Lo de “árbol” y no “cedro” es un ejemplo deliberadamente exagerado. A veces, claro que hay que decir “cedro”. Lo que me parece que puede arruinar la economía del poema es la aparición de una planta cuyo nombre y forma sólo conocen el poeta y algunos especialistas en botánica, y que muchas veces está puesta ahí a propósito, como para presumir”. Elocuente.
No cansan los versos de Mesanza. Permanecen. Imagino el asombro de quien se acerque a ellos por primera vez. Este libro no sería un mal comienzo.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.

23.6.21

Fabio Morábito dixit


Entresaco estos párrafos de las respuestas que da el poeta mexicano Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, 1955) a algunas preguntas de su entrevistador, Olmo Balam. La interesante conversación se publica en la revista jiennense Paraíso, que dirige Juan Carlos Abril, donde también se dan a conocer cinco poemas inéditos.

"Procuro ser muy claro y, dentro de lo posible y dentro de la poesía, muy coherente. No me gusta crear falsas incertidumbres o crear vaguedades. Siempre lucho por la palabra más adherente a la emoción que trato de expresar. Es una lucha sin fin y muchas veces sin éxito porque es difícil aprehender con palabras ciertas sensaciones y percepciones que son muy lisas y efímeras por naturaleza. Procuro que el poema juegue limpio con el lector, que diga las cosas que tiene que decir y no se encamine hacia un falso misterio. Desde ese estilo que trata de ser muy riguroso uno puede asomarse frente a lo completo y lo incompleto, tanto a lo abstracto como a lo concreto".

"El nómada siempre deja atrás lugares que fueron cruciales y fundamentales en su vida y tiene la sensación de que por más que se mueva nunca va a llegar a la tierra prometida. La imagen del departamento también es de fragilidad, porque convives con otras personas que están más allá del muro, más allá del techo, del piso, y eso te da una sensación de extrema fragilidad, de fugacidad. Y una lengua aprendida, por más que la aprendas, jamás va a sustituir tu lengua materna. La lengua materna se te da como un regalo y en ese sentido es más sólida que una lengua que tuviste que hacer el esfuerzo de aprender y nunca está totalmente adquirida, la estás aprendiendo todos los días, con la sensación de algo frágil que se te puede ir en cualquier momento".

"No puedo ser prolífico en el sentido de publicar mucho. Cultivo la prosa que es tan importante como la poesía. La consecuencia de eso es que no puedo escribir poesía todo el tiempo, lo cual agradezco porque creo que no sería, por lo menos en mi caso, muy sano. Hay que descansar de escribir poesía, porque la poesía es un lenguaje sumamente artificial, es mucho más natural la narración, porque se acerca más a nuestro modo de hablar y de pensar. La poesía siempre crea un laboratorio extraño para el lenguaje. Alguien que escriba poesía todo el tiempo, que lea todo el tiempo poesía se puede volver loco o simplemente desgastar sus herramientas. Y la prosa es, como decía Montale, el gran secreto fertilizante de la poesía. Es de la prosa de donde realmente se alimenta un poeta para crear más poesía. Cuando alterno estas dos, prosa y poesía, no soy ni un cuentista prolífico, ni un prosista prolífico ni una poeta prolífico".

"El tema de la lentitud es un poco vago. La poesía es velocidad pura porque te permite saltar una cantidad de nexos y de explicaciones que la prosa debe tener y la poesía se salta olímpicamente. En ese sentido la poesía es un género súper veloz, me gusta más esa interpretación que la de lentitud, que siempre viene acompañada de cierta idea de nobleza, de lo lento como sinónimo de un sentir más humano acerca de los demás, lo cual está bien pero puede significar muchas cosas. La mía es una mirada obsesiva, de laboratorio, que se mete y quita capas de algo que nunca se encuentra, pero lo importante es el viaje, el proceso".

Nota: Como precisa Balam, "a un ritmo de uno por década, la poesía de Morábito está contenida en Lotes baldíos (1984, FCE), De lunes todo el año (1992, Joaquín Mortiz), Alguien de lava (2002, Era) –estos tres reunidos en un solo volumen por el FCE en La ola que regresa (2013)–, Delante de un prado una vaca (2011, Era) y A cada quien su cielo (todavía inédito en español y que aparecerá en Francia bajo el sello Les Éditions du Seuil durante 2021 con el título de A chacun son ciel)". Además es autor de distintas obras narrativas y ensayísticas. 

20.6.21

Turia, Hidalgo Bayal, Landero, Cáceres, etc.

Tras un primer intento fallido por culpa de la maldita pandemia, tuvo lugar en la Sala Malinche (recién remodelada) de la Institución Cultural "El Brocense", situada en el Complejo Cultural San Francisco de Cáceres, dependiente de Diputación, la presentación del número doble 137-138 de la revista Turia que incluye un cartapacio dedicado a la obra del escritor Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, 1950). 
A las siete de la tarde del día 14 de junio de 2021 (la fecha merece ser fijada), puntuales, entrábamos en un recinto que a uno le resulta familiar y me trae buenos recuerdos. Un edificio (el del antiguo monasterio de San Francisco el Real) construido para soportar, gracias a sus poderosos muros, los rigores del calor y del frío. Lo pude comprobar una semana antes, cuando nos reunieron allí a los distintos jurados de los premios literarios que concede anualmente la institución política cacereña. Un oasis. Con hilo musical y todo, el que ponen los sonidos instrumentales que llegan desde las distintas clases del Conservatorio de Música que allí tiene su sede. 
El acto, no hace falta decirlo, tuvo aires de homenaje. Ni siquiera Ferlosio hubiera sacado a relucir lo del "grotesco papelón del literato". Para ello se acercó desde Madrid Luis Landero, que, además de amigo, es un confeso admirador de los libros de Bayal. Acompañado, según costumbre, por el "landeriano alto", mi paisano y lejano pariente Juan Luis Hernández Mirón. Desde Teruel, que existe, el director de la revista, Raúl Carlos Maícas y otros turolenses a los que luego mencionaremos. Entre amigos, sí, se celebró la cosa. Entre amigos y lectores, cabe matizar. No es que uno temiera la falta de público Cáceres es plaza culta–, pero no imaginaba tan generosa afluencia. Un placer. Gracias. 
Una de las primeras personas a las que saludé, apenas la vi, fue a Concha D'Olhaberriague, la eficiente coordinadora del dosier, con la que he cruzado cientos de mensajes pero a quien no conocía mascarilla a mascarilla. 
Conversé un rato con la directora de la Real Academia de Extremadura, María del Mar Lozano Bartolozzi (con Trazos del Salón al fondo) y crucé algunas palabras con mi hermano Jesús y mi cuñada Carmina. Desde Don Benito y Villanueva llegaron Teresa Guzmán, Antonio Reseco y Antonio María Flórez. De San Vicente de Alcántara (cargado de regalos), José Juan Cuño. De Plasencia, los hermanos Antón, Santiago y Paco, miembros destacados de la cofradía muraniense. No faltaron a la cita algunos colaboradores del cartapacio, como Pilar Galán, Miguel Ángel Lama y Juan Ramón Santos. También saludé a José Luis Bernal, Mario Lourtau, José Vidal, Virginia Aizcorbe (coordinadora del Plan de Fomento de la Lectura, quien me aplicó un adjetivo curioso: "ácido"), Antonio Salvador (viejo amigo de Gonzalo, de cuando los beatos estíos placentinos: “Biblioteca, río, paseo, cine y fin”), Salvador Vaquero, etc. Porque olvido... Perdón.
Temo el calor y a mediados de junio, en esta tierra, suele hacer mucho. Así fue. Lo ideal para el homenajeado, de espíritu áspero, curtido en los veranos de su infancia higuereña y en los no menos severos de la Plasencia de su juventud. Y con la chaquetina...
Maícas estaba nervioso. Lo disimulaba bien. No era para menos. Costó bastante llegar a buen puerto. A su lado, tan afable como discreto, Eduardo Suárez, secretario de la revista, pendiente de todo. 
Poco a poco se fue llenando la sala. Después, llegaron las autoridades: la consejera de Cultura, Turismo y Deportes, Nuria Flores; Fernando Grande, diputado de Cultura de la Diputación de Cáceres (y alcalde de Mirabel); Diego Piñero, su correspondiente en la Diputación de Teruel; el director del Instituto de Estudios Turolenses, Nacho Escuín (presencia un tanto fantasmal); Luis Sáez, director de la Editora Regional (pieza clave en la existencia del número de Turia y en la organización del acto, ejemplo de solvencia y responsabilidad), etc. Eché de menos a nuestro alcalde, Fernando Pizarro, al que otras obligaciones le tendrían ocupado. 
Con las autoridades aterrizaron también Bayal y Landero. Fotos, precipitadas entrevistas... Ya dentro de la sala (la eficaz Felicidad Rodríguez Suero, SeliJefa Área de Cultura de Diputación indicó que se conectara el aire acondicionado), fueron tomando la palabra las jóvenes autoridades: la consejera, los diputados. Y Maícas. A continuación, tras los breves discursos (donde primaron, claro, los elogios), comenzó, dicho en hispanoamericano (lo propio en un espacio que lleva el nombre de una mujer náhuatl, originaria del actual estado mexicano de Veracruz), el conversatorio. 
Aunque no leí lo que tenía anotado, a modo de introducción dije algo así: "Hace poco más de un año, dos o tres días antes de la declaración del estado de alarma, presentábamos en esta ciudad, un tanto temerariamente, Camino de Jotán y El desierto de Takla Makán. Lecturas de Ferlosio, publicado por La Moderna. De nuevo estamos en Cáceres, lo que no deja de ser curioso, para festejar con Gonzalo Hidalgo Bayal, y con algunos amigos y lectores, la salida del cartapacio que le ha dedicado la revista Turia (gracias, Raúl), un justo y necesario homenaje a su obra cuando entra en la venerable setentena.
El dossier ha sido coordinado espléndidamente por alguien que conoce sus libros al dedillo, Concha D’Olhaberriague y ha contado con un plantel de colaboradores de lujo.
Como todas, nuestra amistad, Gonzalo, ha sido una larga conversación. Desde aquellos encuentros mañaneros en tu casa; los dos, escritores inéditos; tú recién casado; yo, a punto de serlo. Cuarenta años nos contemplan. Lo normal, sin embargo, ha sido charlar a pie de barra (ahora en terrazas), las de los bares de Murania, en las sabatinas rutas de cañas y vinos con María José y Yolanda.
Alguna vez se ha unido a esos recorridos Luis Landero (y su amigo Juan Luis, placentino de pro), que ha tenido a bien acompañarnos en un día tan señalado, lo que le agradecemos de corazón".
En el poco tiempo disponible pude lanzar varias cuestiones. La primera, sobre si el muchacho que escribía cuartetas pensó llegar a los setenta con este bien pertrechado arsenal vital y literario (me atreví a solicitar, en vano, un balance). 
Le recordé que a Winston Manrique Sabogal (de El País) le había dicho que "probablemente la literatura sea una forma de conciencia del lenguaje” y si, por tanto, esa era su máxima preocupación a la hora de abordar un texto. Luis Landero ha hablado de “laboreo verbal”, de “talento verbal”. En literatura, añadí, todo es cuestión de voz, de tono, de estilo, dígase como se diga. Quizás, rematé, todo se resume en eso de “hacerse responsable de cada frase que se escribe", una de las mejores lecciones de Bayal. En su respuesta indicó que ese subrayar la bondad del lenguaje podría entenderse como desdoro hacia lo que la narración tiene de trama. 
Abordé el espinoso asunto de la autoficción, sin ser él de yoyear, y debí mencionar otra cita: “La literatura puede ser ficción, pero no necesariamente la ficción tiene que ser mentira”. Fue cuando dijo aquello de que en Campo de amapolas... "es todo auto, nada de ficción". Terminé con la pregunta: "¿Podrías escribir un libro a partir de «Las lágrimas de Miguel Strogoff», un texto poco habitual en tu trayectoria, en clave autobiográfica? Puse como modelos El balcón en invierno y El huerto de Emerson, de un tal Landero.
Porque me constaba que le había gustado la alusión orteguiana de éste sobre las “evidencias” ("A mí me irrita la gente que incurre en evidencias, y supongo que también a Gonzalo. En nuestros coloquios, hay a veces largos silencios. Los dos somos tímidos y pudorosos, quizás él más que yo, pero nunca recurrimos a una obviedad para remediar los silencios. Creo que nos conocemos muy bien, y nos entendemos con pocas palabras, como los héroes de los wésterns crepusculares”), les planteé que si podrían dialogar un poco más acerca del asunto, y así lo hicieron. Qué gran legado el de Ortega (que no fue al parecer un buen padre) a sus hijos: "no digáis evidencias". 

Terminé afirmando que, como Borges o Gil de Biedma, Bayal se consideraba ante todo un lector. Cuando uno llega a un libro, Gonzalo ya estuvo allí, he dicho alguna vez. Has sido un lector voraz, le comenté, un panero (“Si toda voracidad proviene de una carencia anterior, entonces acaso, como no solo de pan vive el hombre, también mi voracidad lectora podría proceder de alguna forma de subdesarrollo previo. Envidio a quienes leen despacio, a quienes se impregnan con lo que leen, a quienes recitan de memoria párrafos y párrafos de lo que han leído. Yo no he sido capaz de leer nunca despacio: leo con la misma «gula e tragonía» con que como pan”, leemos en «Las lágrimas…»). 
Al hilo de lo mismo, siendo él un lector con criterio, le pregunté por qué no había desarrollado más su faceta crítica, limitada, sobre todo, a la obra de Ferlosio. Respondió que de haber leído más despacio... 
Me quedaron otras tantas cuestiones por plantear: sobre su condición de escritor moral y ese “no sé qué existencialista” que Landero ve en ambos. Le hubiera leído lo que le dijo a Harguindey, que ha ido rindiéndose “a la emoción y al sentimiento, tratando, eso sí, de compensarlo con ironía y con humor, que al fin y al cabo son ingredientes de la melancolía, tan necesarios como imprescindibles, y que suponen una actitud moral”. 
Habría vuelto sobre otra condición, la de “escondido” (desmentida de inmediato por él y, antes, por Landero). Como le dijo a Nuria Azancot (de El Cultural) "exige dos requisitos previos: ser buscado y no querer ser encontrado. En mi caso no se ha dado ninguno: ni me buscan ni me escondo. Sería incluso arrogante proclamarme escondido. Pero, si es una condición, me gustaría no perderla". 
No le habría preguntado por su encuentro con la editorial Tusquets. Había contado al principio que su única aspiración como escritor era tener un editor, de la categoría que fuera. Como Libros del Oeste, donde se publicó la primera edición de su primera novela en el sello barcelonés.  
Para terminar me hubiera centrado en su valoración del cartapacio, sobre la extrañeza de leer lo que otros leen en tus libros, por más que ya se había pronunciado en parte sobre ello. Y sobre la presencia extremeña en el número, abundante y significativa. Él siempre ha prestado atención a la literatura escrita (que denominó "absuelta") por extremeños: Campos Pámpano, Alonso Guerrero, Juan Ramón Santos… Por fin, habría solicitado de nuevo una suerte de arqueo literario. Para ser "perezoso"... Sobre proyectos no hubiera osado preguntar, pero sí sobre un libro de cuentos que sabía terminado y en manos de Cerezo, el editor. No pudo ser. Aunque no se habló ni de "balance" ni de "planes", sí, me hubiera gustado que saltara la primicia de que en septiembre publicará Tusquets Hervaciana, un puñado de relatos que "tratan sobre los años pasados por el autor y narrador (la misma persona en este caso) en el Real Colegio de San Hervacio, su vida y la de sus condiscípulos y maestros". Porque en la nota editorial se alude a “fiction-non-fiction” y en la charla, ya se dijo, se habló de la autoficción. Aunque Hervaciana podría haber sido "un libro de memorias", estaríamos ante unos recuerdos convertidos en relatos, por lo que en esa nota se da a entender. En fin, leeremos. Mi reseña, ya apalabrada (le ha faltado tiempo a Maícas para encargármela), aparecerá en Turia, según costumbre.
La conversación resultó, según creo, ágil y tanto Gonzalo como Luis tuvieron tiempo de comentar cosas de interés. De cuanto se ha publicado sobre el "evento" (odiosa palabra que uso irónicamente), recomiendo la crónica de Cristina Núñez, del diario Hoy. La copié en mi muro de Facebook (para que puedan leerla, ay, los que no son suscriptores del periódico). Por cierto, adiviné a lo lejos el rostro embozado del periodista Juan Domingo Fernández, que también nos ha dado un precioso artículo al respecto: "Tres maestros" (lo he llevado a FB). 
La velada terminó con una cena a la medida de la covid. En una terraza de la plaza. A la mesa, la consejera Flores, D'Olhaberriague, Mirón, Yolanda, Maícas, María José, Gonzalo y Landero. En otra, al lado (el protocolo pandémico manda), Luis Sáez, María José Acedo (asesora de la Consejería) y Piñero, el diputado turolense. 
Tenía curiosidad por conocer a la consejera. Uno ha tratado a cuantas personas han pasado por ese cargo desde que la Junta existe, salvo la que nombró el PP. Me pareció cercana, simpática y hasta cariñosa (lo demostró con Bayal y Landero, a quienes conoce desde hace tiempo). Es, además, buena conversadora. Nos contó que pasa mucho tiempo en Plasencia (por los preparativos de la exposición de Las Edades del Hombre) y está encantada con nuestro obispo Retana, del que dice aprender. Alabó el embutido y los dulces de su pueblo paterno, Mirabel. No, la noche no estaba para honduras. Qué sabe nadie. 
Antes de que dieran las 12, ya estábamos camino de casa. Mientras, los novelistas y sus acompañantes, que pernoctaban en la capital de la provincia, cumplían con el sagrado rito del whisky. Un día intenso, sin duda. Para no olvidar. 


NOTA: Las dos primeras fotografías son de Armando Méndez/HOY. La tercera, de Jesús Valverde Berrocoso. 

11.6.21

Yolanda Pantin: por intermediación de la poesía

Yolanda Pantin nació en Caracas en 1954, aunque pasó su infancia en la localidad de Turmero, “el derrame de Maracay”, en el Estado de Aragua: “Es un lugar con base real aunque inventado… Lo que llamo Turmero está en mi cabeza”, ha confesado. Allí permanece la casa familiar que levantó su padre, tan presente en su poesía desde su primer libro, que la nombra: “Mi padre sueña un lugar. Habla de paisaje, de jardín, de un alto muro que lo defienda”.
Estudió Letras en la Universidad Católica Andrés Bello. Además de ensayista, dramaturga, fotógrafa, editora (cofundó Pequeña Venecia) y autora de literatura infantil y juvenil, es poeta. Suyos son los libros Casa o lobo (1981, que apareció en la entonces prestigiosa editorial Monte Ávila), Correo del corazón (1985), La canción fría (1989), Poemas del escritor (1989), El cielo de París (1989), Los bajos sentimientos (1993), La quietud (1998), El hueso pélvico (2002), Poemas huérfanos (2002), La épica del padre (2002), País (2007), 21 caballos (2011), Bellas ficciones (2016) y Lo que hace el tiempo (2017). Los recogió en País. Poesía reunida (1981-2011) (Pre-Textos, 2014, en edición de Antonio López Ortega).
Ha obtenido, entre otros, los premios Fundarte (Caracas), Poetas del Mundo Latino “Víctor Sandoval” (Aguascalientes, México), Casa de América (Madrid) y Federico García Lorca (Granada). Fue becaria de las fundaciones Rockefeller y Guggenheim.
No hace falta recordar que es una poeta fundamental en el panorama lírico hispanoamericano y un referente de la poesía venezolana contemporánea a la que pertenecen poetas cuyos libros ha reseñado uno recientemente, como Arturo Gutiérrez Plaza, Eugenio Montejo e Igor Barreto. Al fondo, siempre, Rafael Cadenas.
Vuelve Pantin al catálogo de Pre-Textos –siempre tan atenta a la poesía hispanoamericana en general y a la de Venezuela en particular– con El dragón protegido. Consta de dos partes.
Empieza y termina igual: con sendas alusiones al caballo, un animal que abunda en su obra, todo un símbolo (que figura, por cierto, en el escudo de su país). “En mi línea ancestral / hay un caballo”, escribe en “Sueño”, y: “Hay una niña / que fue // en el fondo // con los caballos / desbocados”. En algún sitio ha aclarado que sus caballos son los de trabajo, no los de la equitación; caballos que “en Venezuela están ligados de una manera muy natural a nuestra vida”.
Se aprecia el gusto de la autora por la poesía breve, de versos muy cortos, tan delgada en apariencia como en su más íntima realidad. Plena de silencios marcados con espacios en blanco. Sin adjetivos. La precisión y la exactitud son norma. Su tradición no es la de la poesía verbosa, tan abundante en ese lado del Atlántico, sino la de la concreta, sobria por naturaleza, concisa y concentrada. Una vez dijo: “Mi obsesión: tratar de que el lenguaje diga más con menos palabras. Nunca me he dejado seducir por las palabras porque me da miedo la palabrería”. Por eso ella opta por la que está a favor de la sugerencia y del misterio. Tan delicada como frágil, algo que a uno le evoca sin remedio la poesía de Emily Dickinson. Nunca hermética. Pantin ha celebrado como liberación el momento en que “descubrí que la poesía también era un relato”. El de su vida, tan apegada a sus palabras, fuente inagotable de estos versos donde, ante todo, vuelve, de la mano de la memoria, la infancia. Con ella, la casa que mencionamos antes y su padre. En cuanto a su madre: “Yo digo que soy la «amanuense» de mi mamá porque heredé o aprehendí su mirada. Ella mira y yo escribo. Esa conciencia de ser la amanuense de mi madre me perturba un poco pero la acepto porque alguien tenía que dejar ese testimonio por escrito”.
“Mi primer recuerdo / es la afirmación / en el no”, leemos. “Era el miedo /sentido / como premonición”. “El vallado” regresa a la casa familiar y, ya allí, a una parte esencial: el jardín. Esta es una poesía llena de naturaleza civilizada: de plantas y animales domésticos. “Llamado” sigue en la misma línea. El “sigilo” del padre es comparable al del gato, “con esa elegancia / de / no dejarse/ sentir”. Un sigilo que también es aplicable a este modo de decir tan sensible como sutil.
En “Pasaje”, dedicado “a la memoria de mi abuela Blanca”: “Escogí / para mi voz // tener la suya”. En “Ocumare”, la niñez, la muerte y el mar.
“Devociones” nos retrotrae a lo más humilde y cotidiano, siquiera sea en sentido religioso. Ese es el ámbito en que Pantin se mueve, y no me refiero ahora al restringido plano de las creencias sino al de la naturalidad. Cuando habla, por ejemplo, del “mijao” (el anacardium excelsum). Y ya que lo menciono, bien está subrayar la importancia que aquí tienen no sólo el paisaje y el paisanaje venezolano de esta región interior, sino también las palabras que usa para nombrarlos: los venezolanismos. Léase “El parque”.
Volviendo a la familia, en “Guerrero” escribe: “El alma / de esta casa vive / detrás / de los retratos”. Añade: “Es un dragón albino”. Termina: “No se inmuta / cuando nos cruzamos / porque está / protegido”.  En “Varones”: “Todas las mujeres / tienen algo / que contar. // Todas las historias / están enterradas”.
“La vista” (y antes, “Anhelo”) se funda en el poder de la mirada. En “Los temores”, “Y es que el miedo / no termina de saciarse // porque come / de un adentro / vulnerable”.
A veces se aproxima a la forma del haiku. Como “Certeza”, pongo por caso.
“Portal” es un poema precioso donde se canta la sencillez. Sí, “El hombre que vende / agua de coco”, por lo que dice ella, “es un Señor”. Lo mismo que “Arcilla”, que cierra la primera parte del libro: “Casi todo lo que importa / está encerrado y es natural / que no se manifieste”. Tal un secreto.
La segunda parte está formada por poemas sin título, más breves aún, más afilados. Su tono es por momentos metafísico. Y alegórico. Cercanos a lo aforístico.
También desde el principio encontramos otro motivo recurrente que no deja de repetirse a lo largo del volumen. Me refiero a la reflexión acerca de la propia poesía. Para Pantin, “Es un vaso // que no se puede llenar”. Hay numerosos poemas, en ambas partes, centrados en ese asunto: “Lear”, “Descubrir”, “Frágil” (“por un sendero de vidrio”)... Leemos: “Un poema no puede irse / por las ramas, // busca / ciego / el centro / donde arderá”. O: “Pensé que la poesía / era en abstracto, // pero en concreto, / la poesía es espíritu” (que es uno de los poemas de esta segunda sección). Todo se concibe “por intermediación de la poesía”.
Dentro del conjunto encontramos trece brevísimos (dispuestos de dos en dos en la página, arriba y abajo) que podrán pasar por anotaciones o epifanías: “Al callejón mental / con los caballos”. Allí, animales y árboles. Pájaros que cantan. Y la luz “inasible”, esto es el trópico: “Buenas tardes, / preciosa luz”.
Lo popular, con aires de canción, es ostensible. En el poema “La verdad”, por ejemplo, y sus siete partes. En otro dice: “No hay nada heroico / en seguir la canción. // No puede ser de otra manera. // Es el curso del río / natural y cristalino // que fluye”. Y: “¿Qué podemos / los sordos / en la hora de la canción”.
“Una, lo que ha hecho en la vida es caminar escribiendo, avanzar escribiendo, sin tener ningún destino sino el hacer desprendido”, ha comentado Pantin en una entrevista. Y: “Mi viaje ha sido de exploración interior, buscando lenguaje y palabras que puedan comunicar un cierto estado, un pensamiento, una percepción, una intuición”. También: “Con la poesía se puede decir lo que no se sabe. Lo que tú no sabes y lo que nadie sabe. Esa es la fuerza que tiene la poesía”. Para muestra, este protegido dragón.
 
El dragón protegido
Yolanda Pantin
Pre-Textos, Valencia, 2021. 92 páginas. 16 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.

4.6.21

Vencer la oscuridad con las palabras

Juan Lamillar (Sevilla, 1957), que forma parte de la generación de los 80 o de la Democracia, distinguido representante de la poesía andaluza contemporánea (una corriente central de nuestra lírica), es autor de los libros de poesía Muro contra la muerte (1982), Interiores (1986), Música oscura (1989, Premio Luis Cernuda), El arte de las sombras (1991), Los días más largos (1993, Premio Vicente Nuñez), El paisaje infinito (1997), Las lecciones del tiempo (1998), El fin de la magia (2006), La hora secreta (2008, Premio Villa de Rota),  Música de cámara (2014),  Las formas del regreso (2015)  y Extraña geografía (2017). También de Entretiempo (Antología 1982-2009), en edición de José Luis García Martín.
Crítico literario (los libros La otra Abisinia y El desorden del canto recogen sus reseñas), autor de una biografía de su paisano Joaquín Romero Murube: La luz y el horizonte, ha antologado la poesía de Francisco López Merino, César González-Ruano y Luis Cernuda, a cuya obra dedicó el libro Música cautiva.
Lo último que he leído con su firma es la brillante introducción al primer tomo de la Poesía completa de su maestro Pablo García Baena, en edición de Rafael Inglada.
La nieve roja, que va fechado entre 2008 y 2011, aparece de nuevo en el catálogo de Renacimiento, su editorial, digamos, de cabecera. Está dividido en cinco partes.
“La mirada”, el primer poema del libro, es también una poética. Comienza: “Mirar el mundo como el ciego / que, de pronto, / recuperase el ver”. Sigue: “Saber ponerles nombre: /  esa es la claridad”. Termina: “Que llegue la belleza como un deslumbramiento. / Vencer la oscuridad con las palabras”.
“Las edades” vuelve sobre uno de los temas favoritos de Lamillar: el del paso del tiempo, que nos condena y que nos salva.
“Ante el espejo” (que dialoga con unas palabras del pintor José María Sicilia) pone en evidencia otro motivo recurrente, tan borgeano.
Y pues que de tiempo hablamos, qué decir de la memoria. La que evoca un olor, por ejemplo. El del pan de Marvão, capaz de traspasar “esas murallas”.
Lo meditativo, esencial en esta poesía, está presente en “Piedra en el jardín”. La ironía juega su papel en “Felicidad por decreto”. Los objetos sencillos, en “Copa antigua”.
La primera parte se cierra con “Los ojos del después”, los que traen el esplendor.
“Dos” agrupa nueve poemas que giran en torno al amor. “Comienzo del amor” se titula el primero precisamente. Se aprecia en él –en todos– el gusto de Lamillar por el clasicismo, por el poema bien escrito y en métrica regular, que produce una armoniosa música callada, por más que esas herramientas ni estorben ni se noten, en busca de una deseada naturalidad.
Y al lado del amor, a su bendita sombra, el erotismo. Sereno, sin aspavientos. Como en “La certeza”, un poema paradigmático.
“Tres” reúne seis sonetos (lo que confirma mi afirmación anterior acerca de las formas). En línea temática con los poemas de la serie anterior. El amor, sí, pero inseparable de la muerte (otro asunto oblicuo en estas páginas). Hacer el amor, a la francesa, como “muerte leve” (léase “El rescate”).
“Tallo, flor, raíz” es una de las composiciones más logradas del conjunto, como “Fulgor del presente” que empieza: “Más amo ahora tu cuerpo ya maduro”.
“¿De quién mejor el beso…?”, a partir de un verso de Vicente Núñez, alude a las enseñanzas de la edad: “¿Quién traiciona mejor que el que nos ama?”.
En “Cuatro”, la sencillez, la cercanía, la claridad. En “Unos dátiles”, pongo por caso.
“Mar de luz” –la del Sur– es otro precioso poema de amor: “Y en ese mar de luz te reconozco”.
Pájaros (“Silencio, algarabía”) y árboles son elementos que anuncian el misterio (“Una presencia”, pero también la ya citada muerte.
La música, el dibujo o la fotografía, temas habituales en la poética de Lamillar, no faltan aquí tampoco. En “Música horizontal”, pongamos.
“Los lugares del agua” es sin duda un poema memorable.
“Cinco”, en fin, se abre con un poema relativo al sueño.
A la reflexión sobre la propia poesía se refieren “Pasos errantes”, el lúcido “Qué decir” (“Nadie me dijo qué decir”), “Sobrevivir” o “Límite del nombre”.
“No sólo libros” es una bonita declaración de amor a este útil invento que salva a letraheridos: “No sólo libros / sino el mundo en un libro, / el amor en un libro, / la muerte agazapada / en la mitad del índice”.
“Marca de agua” es un homenaje al poeta ruso Joseph Brodsky y a Venecia, mítica ciudad a la que el premio Nobel dedicó un libro con el mismo título. Ciudad, por cierto, que protagoniza otro de Lamillar: Notas sobre Venecia.
“Cárcel de libertad” se centra en la biblioteca y “La nieve roja” es un homenaje a Góngora, “al sonido de plata de sus sílabas”, “al oro de sus versos”. 
Allí, el hipálage (esa “atribución de un complemento a una palabra distinta de aquella a la que debería referirse lógicamente”) o púrpura nevada, o nieve roja, verso de Fábula de Polifemo y Galatea.
Sin prisas, sin alardes, en el mismo tono (el suyo, tan reconocible), Juan Lamillar sigue construyendo un sólido edificio poético de sonido y sentido que sus lectores agradecemos en lo que vale, que es mucho.

La nieve roja
Juan Lamillar
Renacimiento, Sevilla, 2021. 80 páginas. 15 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO