7.12.24

La insaciable ficción del deseo

Eduardo Chirinos (Lima, Perú, 1960-Missoula, USA, 2016) inició su andadura poética en los convulsos años 80 del siglo pasado y a esa generación pertenece. Pronto opta por una suerte de vuelta al orden (algo parecido a lo que ocurrió en la promoción española homónima) y desdeña el experimentalismo. Sin olvidar la imaginación, aliada inexcusable. Entiende la poesía como “refugio para la amabilidad y el sentido común”. Pretende “rehumanizar la experiencia poética”. ¿Sus maestros?: Pessoa, Borges, Cavafis… En aquel momento, recuerda Rodríguez-Gaona en su fundamentado prólogo, “en Lima estaban en activo al menos quince poetas de primer orden”. Y habría que añadir la “eclosión de la poesía femenina”.
Tras una breve, decisiva estancia en España a mediados de esa década, Chirinos inicia un “exilio académico” por diversas universidades norteamericanas y, después de obtener un doctorado en Rutgers, se instala hasta su muerte en Missoula. Desde entonces voló en solitario. “Hacia lo posnacional”.
Fue un poeta prolífico. Sin remedio. Creía en ese oficio como fatalidad, más que como vocación “que se elige o se rechaza”. La escritura como “designio” y la lectura (inseparable de la anterior) como “destino”.
Este primer tomo de su poesía reunida (Cuaderno rojo, en homenaje a los Beatles) reúne los ocho libros iniciales (desconocidos para el lector español, pues la mayoría se imprimieron en Perú): Cuadernos de Horacio Morell, Crónicas de un ocioso, Archivo de huellas digitales, El libro de los encuentros, Rituales del conocimiento y del sueño, Canciones del herrero del arca, Recuerda, cuerpo... y El equilibrista de Bayard Street (rescatado por las extremeñas Ediciones Liliputienses en 2013).
Como señala R-G, con la poesía intentó “construir una identidad” (poco importa si “ficticia”, matiza), por más que considerara una “trampa” separar vida y poesía. Destaca su solvencia, agudeza, lucidez, virtuosismo y versatilidad. Era “neoclásico en el temperamento y sincrético por la modernidad de su lenguaje”. Como Borges, concebía la literatura “simultáneamente como una pesquisa y un tejido”. La suya apelaba al “lector ilustrado”. Quería “abarcarlo todo”. Culturalista y, en el tono, conversacional. Al “británico modo”: contar y cantar. De la mano de la narratividad, el monólogo dramático y el correlato objetivo Con un punto de vista irónico. Por otra parte, aprende “las lecciones de la tradición clásica”, puntualiza R-G: la grecolatina y la española del Siglo de Oro.
¿Sus temas?: “la identidad, la memoria y la literatura”. Y “el ensueño, los afectos y el deseo”.
Estamos ante un poeta del lenguaje: su fe en él era irrenunciable. De su “dominio”, no de su “incertidumbre”. “Nada poseo sino la palabra”, escribió. “Elegí las palabras porque no pude elegir el silencio”, leemos en su poema “Treinta y cinco”. Lo hacía, como W.C.W., “porque nos gusta hacerlo”.
En la poética (lo es y no, fue un ensayista perspicaz) que se incluye en el volumen, donde reflexiona sobre sus Cuadernos (Rojo y Azul), dice: “El verdadero poema nos conmueve porque nos plagia”.
Cuaderno está en el título de su ópera prima (manuscrito encontrado de un heterónimo suicida) y en el de su poesía completa; eso sí, Horacio Morell no es todavía él. Después, su voz queda afianzada para siempre, aunque a veces abandone su registro habitual por su afán indagatorio e inconformista. Hacia lo épico, lo histórico, lo órfico, lo mítico.
Con frecuencia, el amor (centrado en su mujer, Jannine, que ha cuidado la edición), el mar, los lugares (hay mucho de diario de viaje aquí y mucho mundo recorrido), la infancia (“Volver es siempre un poco triste”), la nieve, las lecturas…
“Es cuestión de mirar”, leemos en El equilibrista de Bayard Street, el libro que anuncia con claridad el Cuaderno Azul.

Eduardo Chirinos
Edición al cuidado de Jannine Montauban y prólogo de Martín Rodríguez-Gaona
Pre-Textos, Valencia, 2024. 410 páginas. 27.00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado em EL CULTURAL



5.12.24

Algunas lecturas recientes (I)

Sí, me repito. Lo sé. No es por la edad. O no por ahora, creo. Es que la avalancha de libros no cesa (¡bendito verano!) y uno, ya saben ustedes, se bloquea. Y no porque lo que llegue sea malo, ¡al revés! La cantidad me puede. Que la excelencia existe queda demostrado en esta breve muestra de obras que uno no puede reseñar por largo, como merecerían, pero que no me duelen prendas resaltar. 

Juan Antonio Masoliver Ródenas, acreditado crítico de La Vanguardia y catedrático jubilado de Literatura Española y Latinoamericana de la Universidad londinense de Westminster, ha cumplido en 2024 ochenta y cinco años. A esa edad pocos poetas siguen en activo. Menos aún son capaces de publicar un libro de poemas tan logrado, vital y contundente como el último del catalán de El Masnou (aunque nacido en Barcelona). Se titula En el jardín del poema y está en el catálogo de Acantilado, como los anteriores. Está dedicado a Sònia, "mi ángel de la guardia, dulce compañía". (Guardia, sí, y no guarda.) Es la protagonista de muchos poemas. Los de amor, sobre todo. Y es que el amor y su vertiente erótica, inseparable de la poética de Masoliver, siguen jugando un papel fundamental en sus versos. Como la memoria. Los recuerdos de infancia en la casa familiar (un lugar que existe y que no en este juego de pasado, presente y futuro, al que siempre regresa y que no deja de ser un espacio mítico) donde se desarrollan los acontecimientos que se narran (y se cantan) en esta nueva entrega. Y allí, la madre y el padre y los hermanos y los vecinos. Otro tema central es el de la vejez y los prolegómenos de la muerte ("Me despido de todo lo que veo"), otra protagonista insoslayable. El tono, marca de la casa, huye de lo grave y solemne y se acerca a lo humorístico (léase el poema del Pito Solitario), con su acerado prisma irónico. La lectura y la escritura ("Quisiera ser poema / como Juan Ramón Jiménez"; "No es la poesía / escrita en el papel / lo que atrae / sino el papel, / como un espejo / que me acompaña / y que me reconoce") tampoco faltan a la cita. Ni, claro, el jardín, símbolo de tanta melancolía. Con todo, "la felicidad acecha / como una sirena / y moriremos / sin sabernos desdichados". Que así sea. 

Juan Lamillar, sevillano del 57, no es tampoco nuevo en esta plaza. Publica en la singular Reino de Cordelia Ley de fugas, un libro que fecha entre 2008 y 2012. Es lo que tiene la poesía verdadera: que no se pasa, como la pasta, el arroz, los políticos o la moda. Si no nos hubiera aportado ese dato, ningún lector habría caído en esa cuenta y daría por hecho que estábamos ante poemas pospandémicos. Cinco partes lo componen. Cinto temas: la fugacidad del tiempo ("Las preguntas"), la música ("La música en lo oscuro"), la filosofía ("De la filosofía"), la pintura ("La oración del color") y el viaje ("El viaje"). Ya sabíamos que Lamillar es un poeta culto, por más que el marbete de culturalista le quede, como todas las etiquetas, demasiado justo. Porque su cultura es viva y siempre se acerca al hombre que disfruta con la degustación de la belleza. Que conoce bien la pintura (la de Rothko, por ejemplo, nada figurativa) y la música (que escucha en lo oscuro, "otro lenguaje") y (ahora lo comprobamos) la filosofía (Sócrates, Descartes, Kant, Heidegger...) es cosa que no admite discusión. Que no se empina ni se pone estupendo por eso, también. Se aprecia en la parte más metafísica, digamos. El humanismo aquí lo puede todo. 
Otro de sus conocimientos tiene que ver con la propia poesía y, ya ahí, con la métrica. No en vano pertenece a esa línea poética andaluza que de ritmos y medidas y figuras y estrofas lo sabe todo. Qué elegancia. No, no es un libro más de Lamillar, con no ser eso poco, sino uno de sus mejores libros, o eso me ha parecido. Chapeau!

Sergio Álvarez Sánchez, un bruselense de Salamanca, publica (en Evohé Desván, su sello habitual) Un afán perdurable. Domina el humor, un punto ácido e irónico, y sorprende con qué naturalidad aborda los problemas que a cualquiera nos cercan de continuo. Basta con leer "Domingos por la tarde", que surge en el momento de fregar la vajilla, aunque nos sitúe en "la última frontera". Y qué bien canta al amor ("Historias de fantasmas", con su punto Sabina, este hombre es mucho de canciones). Y con qué delicadeza recuerda a sus abuelos. Y a París. Y qué buenos consejos da a sus hijas. Y qué hermoso "Dehesa", tan cercano, y otros lugares de su natal Castilla. Y qué imaginativo y juguetón resulta cada poco (la carga aquí es de profundidad, inesperada). Y cómo se ríe de sí mismo. Y, en fin, todo lo dice con un ritmo envolvente que, como debe ser, apenas se nota, sonetos inclusive. Ah, y qué finales (el de "Zapatos", pongo por caso). "Rescátame, poesía. O no regreses nunca", escribe. Sólo un defecto: las erratas. Menudean, si bien no afectan a lo que de verdad importa. Ah, en el marcapáginas hay un código QR con una lista de música en sintonía con el libro (y, en concreto, con algunos poemas). La cubierta y los dibujos interiores son de su mujer y de sus hijas. Todo queda en familia. 

Qué preciosidad de libro ha sacado adelante José Manuel Benítez ArizaArte menor (Garvm, colección Oplontis). Después de afirmar en la nota previa que "sería buena cosa (...) que los poetas escribieran un solo poema al año" para, entre otras cosas, aliviar "el exceso de producción poética" y confesar lo lejos que ha estado de ceñirse "a tan sensata limitación", el poeta gaditano reúne aquí los poemas, uno a uno, año a año, tantos como años de este siglo, que envió a sus amigos para felicitarles la Navidad. No de motivo navideño necesariamente, ni villancicos. Tomó el modelo de otros poetas que hacían lo mismo, como Pablo García Baena. Los que enviaba a su amigo Vicente Núñez los publicó en 1984 Hiperión. Los de JMBA, desde la ligereza, giran en torno a los "asuntos habituales" de su poesía, de ahí que le haya "salido una especie de versión miniaturizada" de su trayectoria poética. Los originales estaban ilustrados por su hija Carmen, niña al principio. En lugar de repetir en esta edición esos dibujos, ésta, "dedicada profesionalmente a la pintura y la ilustración", ha realizado otros nuevos que aportan aún más belleza a este libro no tan menor. 
Uno destacaría del conjunto los poemas de 2006 ("Todo vuelve y nada vuelve, / como este sol melancólico / de finales de diciembre"), 2008 ("Quien espera la nieve / no se conforma / con la lluvia caída / a la redonda"), 2012 ("Navidades dickensianas..."), 2015 ("El mundo no estaba allí: / lo ha creado tu mirada"), 2018 ("Es mi sed la que te crea..."), 2020 ("Romance del Bocaleones") y el del año pasado, acaso el mejor, sobre un tema de Borges: "Vivir de noche, en lo oscuro / en la turbia madrugada / ayer pródiga en prodigios. / Hoy prefiero las mañanas", "(...) la luminosa / diafanidad de las plazas". 

En octubre salió uno y en noviembre el otro. De 2023, preciso. Me refiero a los dos últimos libros de poemas de Antonio Rivero Machina, filólogo extremeño de Pamplona, profesor de instituto en Hervás. El primero se titula Exposición temporal y lo publicó RIL. Es un libro logrado, sin duda. Su brevedad es parte del acierto. Es la obra de un viajero. O de un turista, ya tanto da. De alguien que observa con una perspicacia llamativa. Que pasea por los museos (de historial natural, etnográfico, de arte abstracto, de cera, de los horrores y arqueológico) y por las ciudades. Por los monumentos y las calles. Que habla de los gatos, los perros y las aves, de la geopolítica (de Ucrania, de los judíos Celan y Kafka, lo que a uno le recuerda a Steiner), de los miradores, las tumbas y los cementerios (el de Gibraltar, para ser exactos), de Bernini y Veronese, de las vacas... Sin pasar por culturalista y, menos aún, por pedante. Dos poemas, tal vez, sobresalen. Van seguidos: "Civilización o barbarie" y "Museo arqueológico". Este último me parece una joya.
No desmerece tampoco Un viento en ruinas (BajAmar, colección Avanti). El autor es el mismo, pero la intención y el tono son otros. Prima aquí el "aliento clásico". Los títulos de los poemas son expresiones y palabras latinas. La métrica es fundamental y, por añadidura, la sintaxis. Los versos, blancos, aunque no falte el soneto o la décima. Hay mucho de experimento de filólogo en la obra, dicho esto en el mejor sentido. Por eso le ha salido más barroco y con un léxico más peculiar, por escogido. Hay poemas (todos en segunda persona, tan cernudiana) muy especiales. Para mi gusto, "Speculo", "Lectio", "Gravitas", "Beatus ille" ("Sobre el filo agostado de esta sierra / se apila el mundo entero"), "Ubi sunt" ("Recuérdate en el polvo / que fue tu estirpe memoria del agua"), "Catharsis" y "Testamentarius", el largo poema final, paradigmático, que empieza: "Tiene este espacio la medida exacta". Tomen nota: Antonio Rivero, pero no Taravillo (un saludo), Machina. 

NOTA: La fotografía es de la preciosa Biblioteca Municipal Arturo Gazul de Llerena (Badajoz). 

27.11.24

La presentación placentina

La calle del Rey era, como la Plaza, un continuo desfile de señoras y señores con capa. Procesión, mejor. Celebraban aquí su reunión anual y habían llegado de todas partes de España. 
La plazuela de San Esteban estaba abarrotada de gente que bebía y gritaba (lo de hablar en voz baja es un imposible), sentada en las terrazas de los bares de copas que han tomado el lugar. Fue entonces cuando caí en la cuenta de la incongruencia. La de ir a presentar un libro de poesía. Lo de leer poemas en público. Y, para colmo, en el pueblo de uno. Una incongruencia intempestiva, además, por ser un gesto de otra época. Eso sentí. Sin remedio. Me descolocó esa sensación y, cuando entré en el claustro de Las Claras (rodeadas sus columnas de plástico negro para que no se vea el montaje del belén navideño), mi desánimo era evidente. Al menos de puertas adentro. Le había dado muchas vueltas a si realizar o no esa presentación. ¿Para qué?, me preguntaba. Al final pensé en los editores, en las librerías (en especial, El Quijote, que siempre llevan unos ejemplares para vender, lo que de corazón les agradezco), en la costumbre también y, en vez de hacer "un Bayal", pregunté a Basilio Sánchez si querría acompañarme -otro motivo para llevarla a cabo- y al final la organizamos. Juanra Santos (que el día de autos había publicado en PlanVe una excelente reseña) solucionó, con la solvencia que le caracteriza, lo relativo al lugar y a la fecha. Uno tenía claro que esta vez no sería en el Verdugo. Demasiado grande. La del Artesonado es una sala preciosa y su acústica, magnífica. Juanra se ocupó también de la difusión. Mi hijo Alberto diseñó el cartel, elogiado por el editor Borrás, que lo vio ajustado a la estética pre-textiana. 
Que fuera viernes y puente para los docentes tal vez influyó en la afluencia. O no. Vuelvo a lo de antes: este tipo de actos son cada vez más minoritarios y más íntimos, y está bien, o es natural, que así sea. Estábamos, en suma, los que teníamos que estar, ni más ni menos, lo mismo que cualquier sitio está donde está y no cerca o lejos de tal o cual otro. No los conté. La inmensa minoría de siempre. Mil gracias. Un par de familiares o tres, amigos, conocidos y saludados. Y autoridades (el alcalde y un par de concejalas, todos del PP) y hasta desconocidos que pasan por esta ciudad cada vez más turística, como el profesor andaluz Juan J. Cienfuegos. Durante el pasado fin de semana, la ocupación fue del 100%. Los de la capa, sí. 
Elegir la compañía de Basilio siempre es un acierto. Acentuada porque el cacereño se prodiga poco por La Muy, y, claro, pilló a mis paisanos a contrapié. Encantado uno, encantados todos. Por suerte, su espléndido texto será debidamente publicado para que cualquier lector lo disfrute. 
Después de escuchar lo que dijo y cómo lo dijo, lo demás sobraba. Iba a leer una parrafada escrita para la ocasión pero preferí improvisar (sobre el guion de lo escrito, eso sí). Y porque el movimiento se demuestra andando, leí un puñado de poemas, lectura que adorné con algunos comentarios. Soy incapaz de explicar si acerté o no, y no es pose ni falsa modestia. 
Basilio Sánchez me preguntó al terminar un par de cuestiones (sobre Territorio, sobre los viajes), firmé tantos libros como poemas había leído, en torno a la decena, y nos fuimos a tomar algo. Nueve nos sentamos a la mesa del Plaza 30. Como suele ocurrir, me costó luego conciliar el sueño y amanecí, entre desvelos y pesadillas, demasiado pronto. 
Qué difícil es explicar a quien no escribe poesía lo que nos importa a quienes lo hacemos. Que nos va la vida en ello. Y quien dice escribir dice leer, cuando de lectores de fondo se trata. Por eso un acto en apariencia intrascendente como éste, o meramente social, puede cobrar tanta importancia para quienes nos sentimos concernidos. A esto le daba vueltas, y se las sigo dando, aquella noche y estos últimos días. Se preguntaba Cercas en su discurso de ingreso en la Española sobre la utilidad o inutilidad de la literatura. Ya imaginan mi respuesta. 



24.11.24

Olga Ayuso: "Meditaciones del lugar"


En este podcast de la periodista cultural Olga Ayuso se puede escuchar la breve conversación que hemos mantenido a propósito de la salida a escena de Meditaciones del lugar: En su programa Agitación y Cultura, de Canal Extremadura Radio. Gracias. 

22.11.24

Juan Ramón Santos lee "Meditaciones..."


Ensanchando el territorio

Ahora que me doy cuenta, no pudo estar más acertado Álvaro Valverde cuando, para dar título a la antología que publicó hace unos años en La Isla de Siltolá, eligió el de Un centro fugitivo, pues si pensamos en lo que acaba siendo una obra poética ‒la que, llegado el momento (se entiende que cuando ha alcanzado ya una extensión suficiente o significativa), alguien decide antologar‒, su núcleo estaría formado por un puñado de asuntos que ocupan o preocupan al autor y en el que, a base de darles vueltas, de ‒podríamos decir‒ centrifugarlos, se acaban viendo envueltos otros temas en principio menores o secundarios que poco a poco van dando cuerpo al conjunto dotándolo de espesor, de volumen, de complejidad, convirtiendo esa obra en algo parecido a lo que en Filosofía llaman un sistema, una visión completa pero no me atrevería a decir que coherente ‒pues entiendo que no es ese el propósito de la poesía‒ sobre el mundo. Llega entonces, como señalaba, el momento de escoger, de antologar, y supongo que al hacerlo cabe optar por, al menos, dos criterios, el del florilegio, el de lo selecto, el de escoger lo que se considera más acabado y perfecto dentro de la producción del poeta, o el temático, ya sea en torno a lo accidental ‒poemas de amor, de naturaleza, etc.‒ o a lo esencial, lo que se considera que está en el origen, como una suerte de primer motor, de toda esa labor literaria.
Pues bien, esta última posibilidad es la que explora Meditaciones del lugar, la antología de la obra de Álvaro Valverde llevada a cabo por José Muñoz Millanes y publicada recientemente por la editorial Pre-Textos, que articula el recorrido por su poesía en torno a dos nociones que se encuentran ya en el propio título, la de lugar y la de meditación, dos nociones, como Muñoz Millanes señala en prólogo, tan ligadas entre sí como en ese sintagma, en la medida en que, como afirma refiriéndose a autores tan relevantes como Valente, Unamuno o T. S. Eliot, “la composición de un lugar (…) suscita la meditación, una reflexión encaminada a dar sentido a la experiencia”, algo que estaría en el núcleo esencial de la obra del poeta placentino. La idea me parece, desde luego, acertada, pues para corroborarlo solo hay que acordarse de alguno de esos poemas suyos tan frecuentes ‒y podría señalar como ejemplo uno de mis favoritos, “Estela”, de Ensayando Círculos‒ en los que, a lo largo de un paseo (otro motivo frecuente y fundamental en su poesía), la voz se enfrenta a un jardín, a un árbol o a una casa abandonada que suscitan la duda o la reflexión y la llevan a indagar, en último extremo, en el misterio de las cosas.
Esos lugares a los que el autor a menudo se enfrenta son, principalmente, el jardín, el patio o la ciudad amurallada, lugares pequeños y cerrados que, paradójicamente, acaban por envolver toda la realidad entero en un ir y venir no menos paradójico que hace que, cuando el poeta se abre y sale al mundo ‒y estoy pensando en algunos poemas del libro Desde fuera ambientados en ciudades distintas de la propia, pero también, por ejemplo, en el libro Más allá, Tánger en su conjunto‒, la sensación que uno tiene es la de que se acaba fijando en lo que tiene de reducto, de patio, de jardín, de ‒utilizando el título de otro de sus libros‒cuarto del siroco, de lugar donde buscar refugio, no sólo (aunque también) porque el propio mundo es a menudo un lugar inhóspito y desapacible, pura intemperie, sino porque el poeta necesita ‒y vamos con el segundo elemento o noción en torno a la que se articula la antología‒ un espacio para la meditación, para reflexionar, a fin de cuentas, sobre los grandes temas en torno a los que suele girar la poesía, en su caso concreto y sobre todo, la pérdida, el paso del tiempo, lo que somos, lo que fuimos o la huella que dejaremos tras nuestro inestable y precario paso por la vida, todo ello marcado por un aire de melancolía que muchos reconocerán como marca de la casa y que yo diría que es lógico y necesario, porque reflexión y melancolía tienden a ir de la mano aunque sólo sea por una razón práctica, que los alegres, los enérgicos o los optimistas prefieren dedicarse a otros menesteres más felices.
Por esos derroteros discurre, en definitiva, Meditaciones del lugar, un libro en el que no está, claro, todo Álvaro, ni tampoco todos los álvaros (y me estoy acordando, por poner un ejemplo, de un tipo de poemas suyos relativamente frecuentes y que me gustan mucho en los que encarna la voz de un personaje, normalmente histórico, normalmente un escritor o un artista, para descubrirnos, a través de esa voz ajena, una visión del mundo que también es la suya), pero la sensación que uno tiene al leerlo (y es un placer leerlo, no sólo por el contenido, sino también porque los libros de la colección “La Cruz del Sur” son toda una delicia) es la de haber recorrido todo Álvaro Valverde y la de comprender mejor el todo atendiendo sólo a esa parte, la que Muñoz Millanes selecciona siguiendo las pistas del espacio y la meditación. Si acaso, por ponerle al volumen una pega menor, echo de menos que, habiéndose publicado en 2024, no haya incluido también algunos poemas del último libro del autor, Sobre el azar del mapa, de 2023, en el que tan presente están también las nociones de lugar y meditación, tanto en el “Cuaderno de Sofía” como en el “Cuaderno suizo”, buena muestra de esa curiosa jugada de ajedrez del poeta con la que, en lugar de enrocarse en su territorio, el que fundó ya en sus primeros poemarios, lo ha ido desplegando cada vez más, ampliando jugada a jugada la posición de sus piezas en el tablero, para seguir afirmando una verdad, su verdad poética, cada vez más sólida y más grande.

Meditaciones del lugar
Antología poética (1989-2018)
Álvaro Valverde
Editorial Pre-Textos

NOTA: Esta reseña se ha publicado en PlanVe

21.11.24

Los curas de la familia


Quienes pasan por aquí habitualmente o sólo de vez en cuando ya saben que tengo un hermano cura, el que me sigue. Uno es del 59 y él del 61. Le acabo de enviar el fragmento de un poema del nuevo libro de Fabio Morábito sobre los "segundos", como él. Decía que Fernando, que así se llama (dedicatario, por cierto, del último poema de la antología de Pre-Textos que presentamos mañana), tuvo claro desde muy pronto que quería ser sacerdote y por eso se fue temprano de casa, demasiado, primero a los seminarios placentinos (Menor y Mayor), luego a Salamanca, para realizar allí sus estudios universitarios, y más tarde a numerosos lugares: Tarragona, Zaragoza, Roma, Guadix, etc. Ahora, por suerte, aunque nos vemos lo justo, es párroco en un barrio de Plasencia, rector del Seminario (aunque los escasos seminaristas estén en el de Salamanca por culpa de la crisis vocacional) y canónigo de la Catedral, entre otras tareas. 
Nos informaba hace unos días (a su otro hermano y a mí) de que había muerto David, David Castaño, otro sacerdote, éste de Viandar de La Vera, el pueblo de nuestra abuela paterna. El mayor de los curas de la familia, por más que, en rigor, familia directa no fuera. Como si, y basta. 
De inmediato, tras leer la mala noticia en el móvil, recordé mi infancia y, ya allí, los veranos en el pueblo verato (estancias pasajeras) donde tantas cosas descubrí de chico. Entonces corría el agua por las calles. Uno jugaba en unas lanchas de piedra que había en la puerta de la casa, a la sombra de una parra, y así las montañas de mis vaqueros de juguete eran reales. El olor de los higos (acaso mi fruta favorita) procede de aquel sitio. Como el miedo que pasé en una cama enorme (por grande y, sobre todo, por alta) donde apenas dormí mi única noche (que recuerde) viandareña. Y me acuerdo también de David, claro. Un hombre alto y delgado con una nariz muy grande y ganchuda que determinaba su modo de hablar. Diría que, a pesar de la longitud quevedesca, le costaba respirar y por eso... Era muy cariñoso. Él y toda su familia: Feliciano, su padre; Esperanza y Esperancita, su madre y su hermana, respectivamente. Y un hermano mayor, hijo del primer matrimonio de su padre, también Feliciano, casado con Sagrario, al que vimos en la televisión en blanco y negro de la época como sufrido empalao en Valverde de La Vera. 
David se fue pronto a Madrid. Antes estuvo de párroco en Robledillo de La Vera, muy cerca de Viandar, donde una vez le visitamos. Ese destino sirvió para que mi tío y padrino José Antonio, Ñoño, pintara una bonita acuarela de un pintoresco rincón del pueblino. Estaba colgada en casa de mi abuela Fausta, cuando vivía, y ahora en el salón de la de mi madre, que hoy, por cierto, cumple 94 añitos. 
También estuvo en Losar de la Vera. Allí le visitamos mi amigo José Luis Herrero y yo un verano. Fuimos andando desde Aldeanueva, donde teníamos montada la tienda de campaña.
En la capital desarrolló su labor pastoral. Trabajó en el colegio Montepríncipe, leo ahora. Le perdí la pista hace tiempo. 
La muerte de David me lleva a otro cura, este sí de la familia: Faustino. Hijo de la tía Rosa, prima de mi abuela, huérfano de padre desde muy niño. Permaneció en la Diócesis placentina durante toda su carrera sacerdotal, que abandonó de golpe hace años, cuando era párroco de Malpartida de Plasencia. Su madre le acompañó a todos sus destinos. Los recuerdo en Majadas de Tiétar. En este pueblo y en su casa pasé, siendo adolescente o casi, una Semana Santa en compañía de mis tíos Paco e Isabel. Inolvidables los paseos por aquellos pinares. 
Como es lógico, y hasta que mi hermano se ordenó, en todas las celebraciones religiosas familiares se echaba mano de él. Casaba, daba la primera comunión, bautizaba... La timidez, supongo, le hacía elevar sus ojos al techo mientras daba misa. Le costaba mucho mirar a los feligreses de frente. Al menos a nosotros. Todos le teníamos un gran respeto, en parte por eso y en parte por su talante silencioso. Su respetable abandono del sacerdocio causó en la familia sorpresa. Por inesperado. También le hemos perdido la pista. 

20.11.24

No sé

Sí, la poesía de Wis
ława Szymborska (Kórnik, 1923-Cracovia, 2012) era desconocida para los lectores españoles e hispanoamericanos antes de que le concedieran en 1996 el premio Nobel. Las primeras antologías son del año siguiente: Paisaje con grano de arena (Lumen) y El gran número. Fin y principio y otros poemas (Hiperión). Desde entonces no han dejado de sucederse ediciones, ya sea en forma de libro concreto o de florilegio y a eso tenemos que añadir obras en prosa y correspondencia, además de una completa biografía. No podemos quejarnos de su recepción en nuestra lengua, a un lado y otro del Atlántico.
De muchas de esas ediciones los responsables han sido Abel Murcia y Gerardo Beltrán, que ya estaban en la mencionada del sello madrileño. A ellos y a Katarzyna Mołoniewicz se debe está reunión de todos sus poemas, excelentemente traducidos, que inaugura una nueva colección de Visor, en el primer centenario del nacimiento de la poeta polaca.
Los editores no han seguido el habitual orden cronológico para la publicación de los sucesivos libros. Han dejado para el final, en la sección “Primeros poemas” (un tercio del total), los dos primeros, que Szymborska desechó: Por eso vivimos (1952) y Preguntas a mí misma (1954), los de su época de poeta militante, por los que sentía “una lástima alegre”, y su inédita ópera prima Canción negra (1944-1948), que vio la luz póstumamente. Y todo para dar el legítimo protagonismo a los que ella consideraba verdaderamente suyos: Llamando al Yeti (1957), Sal (1962), Mil alegrías –un encanto– (1967), Si acaso (1975), Gente en el puente (1986), Fin y principio (1993), Instante (2002), Dos puntos (2004), Aquí (2009) y Hasta aquí (2014).
Por cierto, es la primera vez que se agrupa toda su poesía en una lengua distinta a la natal, lo que incluye algunos poemas “dispersos” recuperados cuando el libro iba a entrar en imprenta.
El conjunto asombra. Leerlo de corrido, además de ser una intensa fiesta poética, incita al lector a justificar la existencia del Nobel (errores mediante) y, más allá, a reconocer lo justo que fue concedérselo a una obra así, tan lograda, por más que resulte paradójico superponer a la solemnidad de aquél la naturalidad de ésta. En cierta ocasión utilicé el rótulo usado por Damià Alou al referirse a la lírica de Philip Larkin, el de “poética de la modestia”, para definir la de Szymborska.
Aunque forme parte de una tradición europea de primer orden, la de la poesía polaca, su manera de decir es única, identificable con ella, su vida y sus particulares circunstancias, algo que se aprecia a la perfección en Trastos, recuerdos, la biografía de Anna Bikont y Joanna Szczęsna que publicó Pre-Textos. “No conozco el papel que interpreto. / Solo sé que es mío, intransferible”.
Sus temas son humanos por encima de todo, y de humanista cabría tildarla. La vida, el amor, la mujer, la muerte, la amistad, el viaje, la historia… Y la poesía: “¿pero qué es la poesía?”. Porque no era adanista y ejerció la crítica, no faltan en sus versos referencias literarias, en especial clásicas. Y a la Biblia o a Shakespeare.
Con ser partidaria de la realidad, no del realismo (“Lo real representa lo real, / por eso es mayor su misterio”), le dio mucha importancia a la imaginación, que en ella parece fruto de la inocencia, secuela de una infancia que nunca perdió. En sus versos hay mucho de juego, de inteligente ocurrencia. Y de mirada: “por alguna causa estoy aquí y miro”.
Sostienen sus editores lo que viene siendo un lugar común: que “la ironía es a menudo la piedra de toque”. Que, como suele ocurrir, va unida al humor. Al leerla, dijo Fernando Savater, “nos hace a menudo sonreír, sin incurrir en caricaturas ni ceder a la simpleza satírica”. De “ligeramente grave” calificó su poética y de “reflexiva sin engolamiento ni altisonancia, de forma ligera y fondo grave, directa al sentimiento pero sin chantaje emocional”.
“Como todo buen poeta –señalaba el pensador–, fue especialmente consciente de su extrañeza”. De ahí que, como anotan los editores en su prólogo, su poesía esté “repleta de preguntas –no de respuestas–, con el escepticismo y la duda como ejes centrales y permanentes, una duda que se refleja en dos palabras fundamentales: «no sé»”. “La inspiración –dijo en su discurso del Nobel– nace de un constante «no sé»”.
Un asombro, cabe matizar, instalado en “el milagro de la cotidianeidad” que es donde la poeta se encuentra con las sorpresas que determinan sus sencillas, hondas meditaciones. A casusa de la visión de un paisaje (“Yo soy esa mujer bajo el fresno”) o por la noticia de un periódico. Algunos títulos son elocuentes: “La ropa”, “Charco”, “La cebolla”…
Poesía discreta y elegante, dije una vez. Compasiva. Ajena al aspaviento o la altisonancia y próxima a la naturalidad, pero ni normal ni corriente. “Hay una costumbre excesiva de leer entre líneas, de buscar mensajes secretos. Mi poesía no esconde nada”, comentó en cierta ocasión. De la conversación y del monólogo dramático. Vital, del horaciano “non omnis moriar”. Propia de quien no improvisa y observa con detenimiento cuanto le rodea. Lúcida y nada ingenua. Triste, porque el ser humano – apuntó–  por naturaleza lo es. De alguien que, como su paisano Miłosz, concibe la poesía como conciencia. Para los que no la leen por habitualmente. A la que se aferra “como a un oportuno pasamanos”.
Tras atravesarla por completo, el lector cae en la cuenta de que fue una poeta de poemas más que de libros. Cada uno, perfectamente armado. Bien compuesto. “Sin preocuparme de antemano / de si esto es poesía / y qué tipo de poesía”. En los que te internas a veces sin saber a ciencia cierta dónde te conducen hasta que llegas al final. ¡Y qué finales! Diría que son pequeños libros en sí mismos. Concebidos con precisión, tienden a extenderse. Y no porque el poema “conciso y breve” sea, según ella, “más difícil”.
“Mientras escribo estos versos / me pregunto / qué en ellos y dentro de cuántos años / parecerá ridículo”. Muchos han pasado ya y podemos asegurar que su temor era por completo infundado.
 
Wisława Szymborska
Traducción de Abel Murcia, Gerardo Beltrán y Katarzyna Mołoniewicz
Visor, Madrid, 2023. 736 páginas. 30,00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 152 de la revista TURIA.

 

19.11.24

100 del Aula, con Antonio Gómez

 
Parece que fue ayer cuando Gonzalo Hidalgo Bayal y yo presentamos en el Verdugo a José Manuel Caballero Bonald, primer invitado al Aula Literaria "José Antonio Gabriel y Galán" de Plasencia (elegido por su vinculación con el poeta placentino prematuramente desaparecido), en presencia de la viuda de éste, Cecilia Alarcón, y de la mujer del poeta jerezano, Pepa Ramis. 
La de Antonio Gómez hará el número 100 de esas lecturas, organizadas, desde hace muchos años, por Juan Ramón Santos y Nicanor Gil. 
Si le parece a uno mentira lo que comento, qué decir de mi relación de amistad, basada -como todas las auténticas- en la admiración, con Gómez, al que conocí personalmente en la Mérida de los primerísimos años ochenta, por más que le hubiera visto de lejos, como a tantos de los que luego fueron amigos y compañeros de generación, en el primer Congreso de Escritores Extremeños celebrado en la Sala Clavellinas de Cáceres. Las Cajas de Ahorro (de Plasencia y de Cáceres, entonces aún separadas), siempre al quite.
Caí en la cuenta en Alcántara, donde nos vimos la última vez: Antonio no es extremeño. Y me sorprendí al recordarlo. En un libro inminente (de la Editora), donde reúno reseñas de libros de poesía de los últimos veinte años, aclaro que entre ellos hay algunos autores no nacidos aquí, pero vinculados a esta tierra, y cito a dos: Andrés Trapiello y Carlos Medrano. Ni por un momento se me pasó por la cabeza el nombre del conquense. Por extremeño lo tengo y no por un paisano cualquiera. Pocos han leído a esta región y sus particularidades y sus esencias (con perdón) y sus formas de ser (generalizo, claro) como él. De ahí que se me pasara ese detalle. De donde se nace o de donde se pace, esa es, me temo, la cuestión.
En la Editora, dónde si no, en su cuadragésimo aniversario, acaba de aparecer, con desenfadado prólogo del ínclito Elías Moro (otro que tal baila, al que tampoco tengo por foráneo), El corazón y la memoria (Poesía discursiva reunida), esto es, la parte de su obra (escrita entre 1999 y 2022, cuando fecha Resistir es el remedio, inédito hasta ahora) que no obedece a lo experimental o visual, rama poética, un género en sí mismo, de la que fue pionero y ha sido y es máximo representante, y no sólo de la sección extremeña, ni de la nacional, que su obra ha traspasado fronteras. Ahí, su faceta visual, la de los objetos, la sonora, el mail-art, etc., como señala Moro (su presentador esta noche), que precisa: "Pero es su labor en solitario, callada, constante y eficaz, de un enorme calado poético y conciencia crítica, la que más me interesa resaltar". Destaca, además, su parquedad, su ausencia de lírica, su tono sentencioso o aforístico, su lenguaje "humilde"...
En ese mismo catálogo que acabamos de citar, por cierto, tiene el lector curioso o interesado Apenas sin palabras, una antología "de más de cien piezas y casi una veintena de sus acciones o performances" que editó y prologó Miguel Ángel Lama. La versión experimental de su poética. 
Hombre de pocas palabras y mirada profunda, será un placer oírle leer en su propia voz poemas "discursivos". Sé que los defiende, digamos, tanto como a los otros, y que espera, en fin, "justicia" para ellos, como Elías y otros seguidores de este ejemplar ciudadano del mundo.

13.11.24

Las cosas como son

El inglés Simon Armitage (Marsden, West Yorkshire, 1963) es el actual poeta laureado del Reino Unido y ha recibido numerosos premios. Posee la Queen’s Gold Medal for Poetry y la Order of the British Empire. Además es músico, letrista, novelista, traductor (obtuvo el PEN Award for Poetry in Translation por Pearl) y dramaturgo, tanto de obras originales como adaptadas. Suya es la versión al inglés actual de Sir Gawain y el caballero Verde y La muerte del rey Arturo.
Armitage trabajó como agente de la condicional y colabora en los medios de comunicación. Tras su paso por distintas universidades, ejerce como catedrático de Poesía en la de Leeds.
Con un historial así, equivalente a la cantidad de libros publicados, llama la atención que no contáramos en España con una muestra de su quehacer. Algo que remedia esta espléndida versión de sus poemas debida al poeta Jordi Doce, editada con sumo cuidado por Impedimenta para su recién estrenada colección de poesía.
Explica éste muchas cosas acerca de este “poeta profesional”, “célebre y celebrado”, y de su poética. Perteneciente a la “tradición muy inglesa del poeta de circunstancias” y autor del prestigioso catálogo de Faber & Faber, es miembro sobresaliente de la New Generation Poets, una promoción “esencialmente mediática”, jóvenes durante la época thatcherita, militante “del flanco más insular y demótico” de la lírica británica (de ahí la inevitable comparación con Larkin, aunque él prefiera a Hughes, Auden, Muldoon o McCartney); en el polo opuesto, más cosmopolita, de la de otro compañero de grupo: Burnside (al que también tradujo Doce).
Su voz, “irónica, urbana, ingeniosa” y “con un verso cercano a la prosa y los ritmos del habla, de la conversación”, es “sintomática de un momento y lugar”: el suyo en el norte de Inglaterra. Y de una estética: la pop, y de un tipo de música: la de The Smiths y el postpunk.
Sus orígenes proletarios justifican su enfoque: incisivo con el clasismo de su país, aunque abunde en su poesía la piedad y nunca pierda el sentido del humor (sutil o con sarcasmo y retranca, depende).
Destaca el prologuista su magisterio “en el difícil arte del monólogo dramático”, tan útil para contar historias, algo que le encanta. Anécdotas que trascienden, persuadido por “esa / sospecha de que hay algo más”. “He oído”, “oí la historia”… No cabe duda de que este hombre tiene alma de novelista. Algo que pone en solfa, paradójicamente, el contrapunto lírico de En memoria del agua.
Subraya la dificultad para verter a nuestra lengua sus versos por “el afán de su autor por representar fielmente el idiolecto de sus personajes”. Una jerga y unos modismos que se apegan a la perfección a “lo que pasa en la calle”. En busca de la naturalidad. De ahí que abunden los nombres propios: de gente común, de artistas, de sitios, de marcas… “Así es la vida”, dice, o “Digamos las cosas como son”. Lo suyo sería “dar noticia / de cómo vivimos, lo que hemos visto, / de cómo nos afecta y lo que eso demuestra”.
Salva Doce el escollo señalado y nos ofrece, en fin, una poesía que suena muy bien en español. Basta con leer “Canción de los hombres de poniente”, que traslada en octosílabos.
Asombra la solvencia con la que Armitage arma sus poemas (casi nunca breves). Su sentido de la composición. En los escogidos de Ver las estrellas, pongamos. Y su versatilidad: el sinfín  de situaciones que plantea y la de voces que interpelan al lector.
No había mejor colofón para esta antología que el poema que da título al libro. Armitage en estado puro. 

Simon Armitage
Traducción, prólogo y notas de Jordi Doce
Impedimenta, Madrid, 2024. 416 páginas. 25 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL. 



12.11.24

Del sinvivir de la literatura

Es muy probable que el primer sorprendido por haber publicado su décima novela sea el propio GHB (Higuera de Albalat, 1950). Si a eso unimos sus libros de relatos y los de ensayo, la extrañeza aumentará. Se tiene este hombre por perezoso, algo que desmiente el volumen que ha alcanzado su obra, parejo en cantidad y calidad; una medida que rebate cualquier atisbo de secretismo, apartamiento o marginalidad, rasgos que cierta crítica le sigue atribuyendo sin caer en la cuenta de que estamos –escritor de culto o no– ante una de las trayectorias más coherentes y de las escrituras más personales y “brillantes” (Pozuelo Yvancos dixit) de la literatura española contemporánea. Cosa distinta es que esa singularidad y esa maestría no se reconozcan con los consabidos premios oficiales (sin “recorrido histórico ni significación moral”, según Tan Amera) y que su número de lectores, aun siendo creciente, no dé para publicidad en los suplementos de los periódicos ni para colas de firmas en las ferias del libro (huye de presentaciones y casetas: “Siempre me ha incomodado el exhibicionismo intelectual”, leemos en su última entrega, variante del “grotesco papelón de literato” ferlosiano). Ni falta. Sí, porque la literatura es otra cosa. “Nunca entendí que pudiera ser […] un pasatiempos efímero, una afición pasajera, la diversión ociosa de un periodo de convalecencia”, pone en boca de otro personaje de la novela que venimos a comentar (como todos los entrecomillados que a partir de ahora aparezcan en este texto).
A “la lenta, larga y laboriosa travesía que lleva del infierno al paraíso” se refiere también dantescamente quien hace poco, en una mesa redonda donde Luis Landero defendía el legado oral de su infancia, afirmaba que “lo poco o mucho que yo pueda haber prosperado narrando creo que lo he aprendido leyendo”. Y en efecto a la lectura de libros y a los libros mismos remite mucho de lo que se cuenta en Arde ya la yedra, que no deja de ser, según creo, una novela metaliteraria donde la trama narrativa (“a la ficción le sobran los argumentos”), con ser significativa, no es lo sustancial si lo comparamos con el espléndido juego verbal, con el elaborado lenguaje que despliega GHB, inteligente e ingenioso como nunca. Estamos ante una novela que se va escribiendo delante de nuestros ojos. El autor parece asumir por momentos el papel de imaginario responsable de un taller literario por la cantidad de recursos que muestra a quien lee, perplejo ante el desvelamiento de las diferentes claves narrativas. Mientras, va trazando, entre líneas, una poética.
A estas alturas nadie que lo haya leído o lo empiece a leer puede extrañarse de la importancia que GHB da al lenguaje. Caiga quien caiga. Unos y otros, veteranos y novatos, inevitablemente convendrán que su prosa es única, como su mundo, y que magisterios como el del citado Ferlosio (visible en el uso de la hipotaxis, ese gusto común por la subordinación, y en sus menciones, por ejemplo, al genitum y al factum, “o numen o cacumen”) no menguan en nada su carácter distintivo, el que hace que cualquier lector mínimamente avezado identifique lo bayaliano en cuanto lo lee.
En lo tocante a su prosa, enumeraciones, latines, neologismos, adjetivación (“ventanas ciliciadas”)… Con relación a la geografía, la innombrada Murania: el río, San Hervacio, pandorgas y venerandas… De fondo, otra constante: el cine, con aires en esta ocasión de western.
Arde ya la yedra está dividida en dos partes: “La I no merece ceremonial” y “Arde ya la yedra”.
En el capítulo 48, Bustrófedon, seudónimo del autor de la novela La I no merece ceremonial, presentada al VII Premio de Novela Breve Saúl Olúas (escritor palíndrómico “al que conocemos –nos recuerda Concha D’Olhaberriague– al final de El cerco oblicuo y regresa como protagonista en el cuento sobre los virajes de la vida  «Aquiles y la tortuga» (2008), tras haber tenido su parte como alumno del desterrado don Gumersindo en El espíritu áspero”), relata: “Solo dije que había escrito La I en treinta y un días, que tenía treinta y un capítulos, que cada capítulo constaba de mil y una palabras, que todos llevaban un palíndromo alusivo al contenido y que la historia era el resultado de observar a un grupo de adolescentes a la orilla del río durante el verano anterior, de seguir con discreción su peripecia y, cuando eso no era posible, de imaginarla o inventarla”. Pues bien, en esa escritura y en las circunstancias que la acompañaron (“apuntaciones” mediante) se centra la primera parte. Allí, las “ninfas”: Mercedes, Dolores, Alba y Rosa, y quienes las acechan: el forastero, el sabihondo y el zascandil.
A lo relacionado con el fallo del mencionado premio, dedica la segunda, donde incorpora a un puñado de peculiares personajes (dignos, acaso, de lástima) nombrados, como el protagonista, mediante seudónimos: los que usaron para presentar sus respectivas obras al galardón municipal. Ahí, Juan Tan Amera (una suerte de alter ego, un Bustrófedon, diría, sentencioso y con experiencia), Mesoneros, Nitrato de Chile, Manuela de la Cruz, Arma Virumque, Old Man, el presidente del jurado, Apolonio de Rodas... De una novelas de novelas podría hablarse porque, mediante un giro inesperado, el narrador alude a las que los aspirantes al premio escribieron, que son descritas y analizadas, ya sea por lo que sus autores dijeron de ellas, ya por unas notas de lectura ¿fortuitamente? halladas. Eso permite que la crítica literaria y hasta la autocrítica afloren, y en esto el de Higuera es único.
Téngase en cuenta, por fin, que en las sólidas construcciones narrativas de GHB nada es ni casual ni simple. Están urdidas con pasión filológica y minuciosamente elaboradas hasta en los más ínfimos detalles (“Por las comas los conoceréis”). “La lengua castellana es flexible y traviesa”, leemos. No es sólo el gusto por los palíndromos (que aquí cobran especial protagonismo), también por los juegos simétricos y matemáticos. Y por el que dan de sí las citas de la Comedia que utiliza. Y todo dicho con su tono característico, el de la ironía (melancólica, propia de personajes fracasados, perdedores, tímidos y solitarios que pasean su pena en silencio, porque ”todo es ir y volver”) y el humor, que brilla especialmente. La ocurrencia del premio de novela sin novelas es paradigmática.
Yendo aún más allá, qué decir de los capítulos 65 y 76, escritos en endecasílabos. O las reflexiones sobre el amor (y sus desengaños) y la belleza (“No carece de peligros la adjetivación de la belleza”).
Bustrófedon quiso que su ópera prima fuera “alegre, ingeniosa, risueña, divertida y estival”. No muy distinta es esta, lúcida e inspirada, donde la prosa bayaliana vuelve a alcanzar lo que parecía inalcanzable.

Arde ya la yedra
Gonzalo Hidalgo Bayal
Tusquets, Barcelona, 2024. 344 páginas. 20 €
 
NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 152 de la revista TURIA.

11.11.24

Carta de Santa Marta de los Barros

Que uno recuerde, era la tercera vez (aunque bien podría ser la cuarta) que visitaba Santa Marta de los Barros. No está cerca de Plasencia. Es verdad que la autovía facilita el trayecto y desde Almendralejo (en el cruce del hotel Vetonia, donde tantos años hemos desayunado camino de Conil) hasta nuestro destino, sólo media una distancia de veintidós kilómetros. Que hicimos en caravana, por cierto, debido al intenso tráfico, lo que se explica por la mucha vida que tienen esos pueblos agrícolas de Tierra de Barros. Lo comprobamos al atravesar Aceuchal (al ver la Ermita de Nuestra Señora de la Soledad, creímos estar en Andalucía) y al llegar a Santa Marta, donde la chiquillería había tomado calles y plazas. Por suerte aparcamos cerca del lugar donde se celebraba el acto de homenaje a los directores y directora de la Editora Regional de Extremadura, el último de una serie que conmemoraba su cuarenta aniversario, la Sala Barbas de Oro, antiguo cine de la localidad. El motivo del viaje, ya se ve, merecía la pena. 
Pronto nos encontramos con Olga Ayuso y Javier Rodríguez Marcos, con Luis Sáez y Marimar, con Rosa Lencero e Isabel María Pérez, con Miguel Murillo y Beatriz Mariño (mantenedora, digamos, del homenaje). Pronto también fueron llegando más Pérez: Celes, Julia Inés, Luis, Juanse (y su mujer,  Carmen), Jesús (al que acompañaba la suya, Mari Carmen) y Miguel Ángel (el de Conjunto San Antonio). Y tres sobrinas de Fernando: Carmen, Inés y María ("dos promesas de la literatura", según su tía Isabel). 
Ocho hijos tuvieron Celestina González y Fernando Pérez Marqués, aquel señor discreto y elegante al que conocí hace más de cuarenta años en el II Congreso de Escritores Extremeños de Badajoz.
Pesó, sin duda, la ausencia de Susi, Fernando Pérez Fernández y Valeria, que todos comprendimos y lamentamos. Ya que menciono a madre e hijo, la sorpresa de la noche me la dio el reencuentro, muchos años después, con Isidro, el hijo pequeño de Fernando, médico en Bilbao, desde donde llegó ese mismo día. Se ha convertido un un apuesto joven con el que da gusto hablar (entre otras cosas, por su voz de locutor de radio) y al que nosotros recordábamos niño, por ejemplo, en Chiclana. 
Ya en la sala, saludé a Gregorio González Perlado, que vive en Salamanca y se mantiene tan alto y bien plantado como siempre. Y al cariñoso Fran Amaya, que llegó con las prisas acostumbradas desde Lisboa, donde ejerce las funciones de Consejero de Educación en la Embajada de España en Portugal. También al nervioso y preocupado Antonio Girol, actual director de la Editora, artífice del invento, que veía culminado por fin el programa que presentó hace meses para celebrar, como era debido, las cuatro décadas de ese pequeño milagro cultural y literario que tanto ha aportado, desde la bien entendida modernidad, a la redención de esta tierra. Un motivo de orgullo, sí. 
Le tocó abrir la velada en ausencia de la consejera y del secretario general. Disculpó su asistencia con la habitual fórmula de las razones de agenda. Qué tiempos aquellos en los que el incansable consejero de Cultura (hablo, sí, de Paco Muñoz) asistía no a uno, sino a varios actos cada día sin que su agenda se diera por ocupada. Por eso ahora, cuando escasean las citas culturales de peso... No es menos cierto que la consejera Bazaga estuvo en el del Cervantes de Madrid y que está previsto que acuda al de Lisboa, pero... Precisamente por lo bien que se valoró su intervención en la capital... Los políticos, de uno y otro signo, da igual, nunca han valorado en su justa medida a la Editora. Nada nuevo.  
Le siguió en el uso de la palabra la alcaldesa de Santa Marta, Virtudes Márquez Peinado, generosa anfitriona de la celebración.
La prevista mesa redonda con críticos, moderada con tino por la periodista Mariño, fue tan ágil como interesante. En el escenario, la vivaracha periodista cultural Olga Ayuso, el bibliófilo (y mil cosas más) Manolo Pecellín y otro periodista (antes, filólogo y poeta), Javier Rodríguez Marcos, que tras pasar por ABC Cultural y Babelia, se ocupa del área de Opinión de El País. 
Se repasaron nombres de autores, de colecciones, se recordaron títulos y anécdotas, a otras editoriales privadas extremeñas, que sin la existencia de la Editora tal vez no habrían surgido (Ayuso elogió vivamente a una de las más exquisitas y secretas, La Rosa Blanca, que dirige Salvador Retana)... Y a personas esenciales: al imprescindible tipógrafo Julián Rodríguez y a María José Hernández, alma mater de la institución, sí, pero además factótum de la misma, o casi, que, en justificada y comprensible ausencia, fue, paradójicamente, arte y parte del homenaje, a la altura, diría, de los directores, que tanto le debemos. Me extraña que no llegaran hasta su casa de Mérida, donde estaría leyendo, las sucesivas, cariñosas menciones donde unas y otros destacaban su profesionalidad y eficiencia. 
Cuanto dijeron, insisto, estuvo bien y las preguntas, bien tiradas. Tal vez se pueda resumir lo dicho en la confirmación de que no ha habido en Extremadura una empresa cultural de una envergadura semejante a la protagonizada por ese modesto (sólo por su presupuesto) sello editorial público. Su catálogo da fe de ello. 
Le tocó el turno después, uno por uno y cronológicamente, a los directores y a la directora de la Editora a lo largo de estas cuatro décadas. En ausencia, claro, de Ródenas Pallarés (al que Murillo, con pertinencia, reivindicó, qué olvidadizos somos) y Fernando Pérez, ya fallecidos. Que el pueblo de Fernando (nacido por necesidad en Badajoz) fuera Santa Marta, determinó la elección de ese sitio por parte de Girol, empeñado en llevar al medio rural el programa conmemorativo. 
Fue muy emocionante la conversación que mantuvo Beatriz Mariño con su hermana Isabel (que recordó las íntimas, fructíferas relaciones entre la Editora y la Asociación de Escritores -y escritoras, por supuesto- Extremeños, otra cuarentona) y con su hijo Isidro. Tenía diecisiete años cuando murió su padre y explicó cómo lo ha conocido mejor (para él era sólo su progenitor, lo que no es poco) a través de los testimonios de quienes le tratamos y trabajamos con él. Me gustó mucho que empezara, como psiquiatra que es, con aquello de "sólo hablaré de mi padre en presencia de mi psicoanalista". Reconoció, de hecho, que algo de terapia hubo en ese corto diálogo con la periodista.
También dijo Isabel algo muy importante: que la labor de su hermano y la de muchos en estos lustros de normalización cultural en Extremadura estuvo (y está) basada en una vocación de servicio público propia de ciudadanos comprometidos, en el mejor sentido de la palabra y sin condicionamientos políticos partidistas. 
A cada uno de nosotros nos hizo Mariño un par o tres de preguntas, sobre nuestras respectivas etapas, y al finalizar la breve charla, el director nos entregó un objeto conmemorativo (en la imagen que ilustra esta entrada): la representación circular (en resina, supongo) del sello de Barcarrota, feliz logo de la Editora, símbolo de una de sus colecciones más importantes y motivo de una infame polémica sobre su desaparición que me tocó de lleno y que resultó ser un bulo. 
Destacaría la memoria viva de Perlado al hablar de los apasionantes comienzos; el testimonio de Murillo acerca de la casi lograda desaparición de la Editora (a la que los políticos de entonces querían sustituir por un Servicio de Publicaciones de la Junta) cuando él estaba en el cargo; la defensa de las mujeres escritoras que dijo adoptar en su período Lencero; la proyección educativa que fomentó Amaya... Sáez, en fin, el más duradero en la tarea, después de Pérez, estuvo tan brillante como siempre. Dejó caer -un detalle que no pasó desapercibido- que la Junta no sólo erró, pongamos, en tiempos de Murillo. 
Un puñado de opiniones laudatorias sobre la Editora (de Luis Landero, Javier Cercas, José Antonio Llera, Silvia Marsó, Jesús Carrasco,...), grabadas por los propios autores en sus casas, sirvió de colofón a un acto que se fue de hora, pero que disfrutamos en la medida que sólo puede comprender quien siente la Editora como su propia casa y como parte fundamental de su vida. Y allí había unos cuantos que lo estimamos así. 
Por una vez no hice "un valverde", como diría mi amigo Jordi, y fuimos con el resto del grupo, los Pérez y demás participantes, precedidos por la alcaldesa, al Hogar del Pensionista (o eso creo), donde se nos sirvió mucho más que un vino español, como se decía antes. La variada selección de canapés, fríos y calientes, fue digna de un restaurante de categoría. Todo estaba riquísimo, lo que ratifica mi convencimiento (fruto de la experiencia, ay) de que en esta región se come excepcionalmente bien. En ciudades o en pueblos, lo mismo da. 
Ya sólo quedaba despedirse y emprender la vuelta a casa, dos horas y pico mediante. Bueno, confieso que tardamos un poco menos. A esas horas... Los sufridos camioneros y nosotros. 


6.11.24

Marcela Filippi traduce poemas al italiano

Marcela Filippi viene traduciendo en su blog SolMar poemas de uno. De Sobre el azar del mapa y de Meditaciones de lugar
Si pincha en este enlace, podrá ver la antología que poco a poco va reuniendo.
También se pueden ver, con fotografías de los mismos, en su muro de Facebook.

Grazie mille!

Para muestra...

CEMENTERIO ALEMÁN, YUSTE

de/di Álvaro Valverde
(trad. Marcela Filippi)

TIENE la muerte una medida exacta.
En línea, los túmulos recuerdan
los nombres y las fechas de los héroes.
La edad ignora cuándo
podría haber llegado el dulce fruto
final de la derrota.
Nada preserva, en cambio, la memoria
de aquellos que cayeron en combate.
Sus rostros son anónimos. Sus vidas,
hermosas y lejanas como el sueño
que habita las ciudades que dejaron.
Nos trae a este lugar una costumbre
de ausencia y de sosiego.
Hacia el sur, bajo el muro,
duermen viñas caídas
y a la sombra sin sombra de los viejos olivos
el silencio es solemne.
Con las últimas luces, la mirada se pierde,
luminosa de eterno.

CIMITERO TEDESCO, YUSTE

La morte ha una misura esatta.
In linea, i tumuli ricordano
i nomi e le date degli eroi.
L'età ignora quando
sarebbe potuto arrivare il dolce frutto
finale della sconfitta.
Niente preserva, invece, la memoria
di quelli che sono caduti in combattimento.
I loro volti sono anonimi. Le loro vite,
belle e lontane come il sogno
che abita le città che lasciarono.
Ci porta in questo luogo una consuetudine
di assenza e calma.
Verso sud, sotto il muro,
dormono viti cadute
e all'ombra senza ombra dei vecchi ulivi
il silenzio è solenne.
Con le ultime luci, lo sguardo si perde,
luminoso d'eterno.


(De Meditaciones del lugar. Antología poética, 1989-2018. Editorial Pre-Textos, Valencia 2024)