25.2.19

Contra las inclemencias del siroco

Gonzalo Hidalgo Bayal publica por primera vez en la revista Clarín. En su número 139, que inaugura su vigésimo cuarto año de vida. Y lo hace con este "ejercicio de lectura" de El cuarto del siroco. Palabras mayores. Gracias. 

I. Íncipit. Treinta y tres años después de la aparición de su primer libro (y treinta y tres son los años de una generación), Álvaro Valverde ha consolidado una trayectoria que, si nos atenemos solo a su manifestación poética, tras los títulos de sobra conocidos —Territorio (1985), Las aguas detenidas (1989), Una oculta razón (1991), A debida distancia (1993), Ensayando círculos (1995), Mecánica terrestre (2002), Desde fuera (2008), Plasencias (2013) y Más allá, Tánger (2014)—, en números redondos y al margen de varias separatas dispersas, hace de El cuarto del siroco su libro número diez, un libro, pues, sobresaliente. Pero, pese a que el tiempo y el otoño nos condenan a la memoria, si he recordado ahora la aparición de Territorio ha sido por un motivo estrictamente estructural. En las notas de lectura que tomé entonces he podido comprobar que me atuve a consideraciones meramente orgánicas: el libro tiene tantas secciones, la primera expone la teoría poética del autor, la segunda identifica el territorio (el paraíso, los jardines) con la poesía —el célebre verso fundacional: «Hagamos de este lugar un territorio»— y así sucesivamente. De ahí que, en el proceso de despojamiento que AV ha ido proponiéndose y alcanzando, de este último libro pueda decir él mismo en las notas finales: «Tal vez sea éste mi libro menos unitario. De hecho, la ordenación es, en general, cronológica». Quiere esto decir que de los dos elementos que integran el sintagma «libro de poemas» (lo que muchos poetas se empeñan en llamar «poemario») AV ha optado por dar preferencia al segundo elemento —«poemas»— y confiar el primero —«libros»— a los azares de la cronología: ha subordinado, pues, la voluntad estructural de la obra a la verdadera sustancia del sintagma, que, insisto, es «poemas». Confieso que (salvo en algunas ocasiones evidentes, a menudo por el predominio de cierta línea narrativa, algo que bien podría decirse de Más allá, Tánger) yo leo los poemas de un libro como tales poemas, como poemas singulares, no leo la unicidad de un libro de poemas, no atiendo a los designios de su composición. Y esto, en el caso de AV, es una forma de liberación, un predominio del poema singular y autónomo sobre el consenso editorial en lo que a la articulación del material poético se refiere, sobre la modalidad estructural del libro uniformado, desdeñando la pretensión de que cada poema reciba una suerte de plusvalía o de suplemento poético de los poemas que tiene alrededor. Es como si dijera: «Dejémonos de jerigonzas y sudokus, y vayamos a lo verdaderamente importante». Recuerdo a este propósito que hace muchos años, aunque tal vez no treinta y tres, ambos aplaudimos las palabras de un poeta cuyo primer mandamiento poético establecía que cada poema habría de contener una idea indemne y, puesto que estábamos de acuerdo en eso, estará de más decir que ese ha sido propósito y objetivo de AV desde siempre y que ahora tiene además reflejo en El cuarto del siroco: cada poema se representa a sí mismo y es un todo en sí mismo. No extrañará, por tanto, que el propio AV insista en esa idea y subraye su determinación: «Como Vinyoli, /me he propuesto escribir / poemas concretos», dice en un poema, y lo justifica del siguiente modo: «Yo también envejezco / y como él necesito / realidades, no humo».

II. Poética. De modo que frente a la estructura orgánica o unitaria del libro aquí encontramos, distribuidos más o menos cronológicamente, los temas habituales de su poesía (habituales, porque el poeta estará encadenado siempre a unos cuantos temas perdurables en torno a los cuales dará vueltas una y otra vez, enriqueciendo la mirada, redefiniendo su sentido, añadiendo las sabidurías de la edad), temas como la propia poesía, los lugares recurrentes, los personajes de la experiencia personal e intelectual, la consolación de los libros, la sucesión del tiempo, la reflexión sobre la muerte o la pluralidad semántica del agua. Pues, a propósito de los poemas que dan cuenta de su concepción de la poesía (como el que acabo de citar sobre los «poemas concretos» y la necesidad de «realidades, no humo»), cabe recordar la vieja imagen que AV ha empleado en más de una ocasión para expresar su idea de una poesía a un tiempo clara y profunda, honda y transparente, sencilla e insondable. «Imaginemos el agua fría y cristalina de una de esas gargantas que bajan de las sierras», escribía en 2004, «de ésas que nos permiten ver con nitidez su fondo de guijarros. Ahora bien, si intentamos coger uno, comprobamos con estupor que nuestro ojo ha sido incapaz de calibrar la profundidad real que en esas aguas separa el fondo de la superficie. Lo que parecía estar cerca no lo está tanto. Así, lo que nos mojamos al coger el canto rodado no es la mano, ni la muñeca, ni el antebrazo, ni el codo, sino el hombro y más incluso. Esta metáfora acuática es un ideal transferible a la poesía. Leemos un poema que nos parece transparente y, no obstante, sentimos el vértigo de lo que no sabemos explicar». Pues bien, también ahora, en El cuarto del siroco, resume esa misma idea y, al margen, sospecho, de la cronología, la antepone como pórtico al resto del libro en un poema titulado «A modo de poética»: «Como el agua, / que la mano atraviesa confiada / y nunca, sin embargo, toca fondo». En la búsqueda de esa sencillez, ajeno a las tentaciones de la poesía hermética y oscura, que es la que se presta a «elucubraciones», a «asedios (…) teóricos, abstrusos» (y subrayo que ya en Territorio se levantaba la voz contra «el torpe asedio, el fingido gesto, / la erudición sabida»), la imagen del agua tiene también aquí nueva dimensión, algo así como si a la poética del agua se añadiera una poética de la sed. Por eso, leemos, «La poesía / (…) hoy se me antoja / tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a quien padece sed». Es decir, la pura naturaleza elemental del agua, entendiendo «elemental» en toda su extensión, la que va desde su más inmediata sencillez hasta las averiguaciones de los presocráticos.
  
III. Endecasílabos. Pero el objetivo de la sencillez y la voluntad de evitar el humo y atenerse a las realidades de los poemas concretos no son ninguna novedad. Ya en 2004, en el mismo texto que acabo de citar, escribía AV: «Sin dejar de adoptar el tono grave y contenido que caracteriza mi forma de proceder (nada barroco), entiendo que mi poesía se ha aligerado para bien». Lo que sí creo ahora es que ese aligeramiento y esa concreción han llevado a AV a cierto despojamiento, a un bien entendido minimalismo formal, a una eliminación de lo superfluo que tiene menos de juanramoniano (aunque hay algún homenaje al poeta de Moguer) que de machadiano, pues casi estoy por decir que los años le han vuelto machadiano, moralmente machadiano, si es que no lo era en rigor desde el principio. Digamos que al despojamiento estético del primero se antepone el sentido ético del segundo. Y ello hace que haya muchos poemas breves, incluso muy breves, y que, con pocas excepciones (hay incluso algunos poemas en prosa, en prosa rítmica, aclaro, porque AV es incapaz de escapar a la musicalidad de la sintaxis poética), tienda a versos cortos, más arte menor que mayor, tal vez por una suerte de depuración tipográfica, o de minimización textual, lo que también le lleva a practicar lo que no sé si llamar deconstrucción o estilización del verso endecasílabo. He aquí un ejemplo: el tercer poema de la serie «Cinco poemas de amor» dice «Nuestro amor, / bien lo sabes, / no es perfecto; / ni maldita / la falta que nos hace». Cinco versos con cadencia de anapesto (breve, breve, larga). Pero, en realidad, también, métricamente, dos perfectos endecasílabos: «Nuestro amor, bien lo sabes, no es perfecto; / ni maldita la falta que nos hace» (diré que no he elegido este tercer poema solo por azar, sino por el vigor oral del dístico, pero el procedimiento abunda, como puede comprobar quien esté acostumbrado a teclear métricas).

IV. Usuario. El título del libro viene explicado doblemente: en una nota previa en prosa y en un poema posterior. «En las casas patricias sicilianas», dice la nota, «había una habitación donde las familias nobles se guarecían mientras soplaba el temible siroco». «Un refugio», añade, «que uno interpreta también como metáfora de la poesía. Y de la vida, que es lo mismo». Y a mayor hondura, en el poema, que tiene el mismo título que el libro, leemos: «un lugar recogido, a modo de refugio, / en el que cobijarse / del triste pensamiento de la muerte». A mí siempre me ha resultado convincente la teoría de Rafael Sánchez Ferlosio sobre lo que llama «definición de la lírica a partir de su modo de empleo»: «La lírica llega a cumplirse de veras como tal únicamente cuando (…) el usuario (…) se subroga en el ‘yo’ de la letra como emisor y personaje, es decir, se hace él mismo tal primera persona que habla por sí y de sí, y cuando, correlativamente, en el ‘tú’ de la letra, si es que lo hay, ese yo de la voz que canta o lee pone un tú suyo privativo y personal. No hay, pues, en la lírica, propiamente un receptor, sino un usuario: el genuino y singular modo de empleo que la distingue y la define consiste en que cuando yo leo un poema no soy uno que escucha, sino uno que dice». Así pues, según Ferlosio, el lector de poesía lírica se caracterizaría por la subrogación, es decir, porque quien lee y siente la poesía que lee lo que hace es suplantar al yo poético con el propio yo personal, sentir como propias las palabras del poeta (algo, por otra parte, que tal vez ahora ocurra más abiertamente con las letras de la música pop). Pues bien, no sería ningún disparate decir que en El cuarto del siroco AV es al mismo tiempo poeta y usuario. O, dicho de otro modo, el que da de beber y el que tiene sed. Porque, si entendemos que el siroco es todo aquello que nos perturba seriamente, la poesía ha de ser, en efecto, el cuarto del siroco.

V. Dentro y fuera. Volviendo a la distribución de los poemas en libro según una estructura unitaria, he recordado que Desde fuera (de 2008) se abría con una sección titulada «Desde dentro» y se cerraba con otra titulada «Desde fuera», lo que no es mal procedimiento de organización, pues, al fin y al cabo, todos somos, por una parte, lo que somos y somos también, por otra, lo que nos rodea, la circunstancia, el entorno, nuestro irreductible alrededor. Por eso puede AV escribir aquí «Mi vida es interior. / Vivo hacia dentro, / hacia aquello que allí / se oculta oscuro», dar rienda a suelta a la reflexión interior, a las tribulaciones del sujeto, a la meditación, esto es, «hacia dentro» —«Hay demasiado de mí en mi escritura», dice una cita inicial de Anne Carson—, y seguir al mismo tiempo la dirección de la mirada exterior, la interpretación de las cosas menudas que rodean al poeta, cosas menudas y sencillas, tan elementales como el agua —un mirlo, una pintada, un azufaifo, unos escalones de piedra, la huella de la frente en el cristal de la ventana—, cosas que, percibidas como indicios, la reflexión del poeta convierte en signos, de las que extrae un significado más allá de su mera existencia o de su mera percepción. Lo que es, sin duda, una de las grandezas de la poesía: la ampliación de sentido y la creación de sentido.

VI. Personajes, voces, lugares. Por eso, en la combinación de lo interior y lo exterior, puede AV referirse a diversos personajes relevantes del mundo literario con los que siente alguna afinidad, como Leopardi («de solitario a solitario»), María Zambrano, Fermor, Jiménez Lozano, Szymborska, Stevens, Holan, porque los libros que leemos también pueden funcionar como cuartos del siroco. Por eso puede evocar con sentimiento a familiares y amigos desparecidos, amigos comunes en algunos casos, los que nos han hecho percibir atisbos crudos de la muerte y el persistente peso de la ausencia, como Ángel Campos Pámpano (que aparece en varios poemas), como Fernando Pérez, como Santiago Castelo (al que AV presta voz propia en el poema «La luz») o como su hermana, Lola Santiago. Por eso, en ejercicio al que AV ya nos tiene acostumbrados, puede prestar voz poética, además de a Castelo, a Aquiles o a la mujer que lee un libro de espaldas en un cuadro (interior), como leemos tal vez también nosotros. Y por eso, en fin, tienen cabida aquí los lugares del poeta, lugares propios y lugares ajenos, conocidos o ignotos, los lugares cotidianos o los lugares del viaje (del viaje real o del viaje omitido), lugares que se expanden en sucesión de círculos concéntricos: la penumbra interior de las casas, el sosiego de la biblioteca, el molino del verano y de las lecturas y los baños (baños, por cierto, que más que una refutación del πάντα ῥεῖ de Heráclito, porque al fin y al cabo «todo fluye», son una confirmación de que todo vuelve), los jardines de Plasencia, los patios sombríos, la calle Arenillas, un palacio en Sancho Polo, la pasarela de san Juan, el río, el Valle, Santa Bárbara, Cáceres, Azuaga, Évora, Lisboa, Pompeya, Belgrado, en resumen, lugares inmediatos que remiten a lugares remotos y lugares lejanos que remiten a lugares cercanos, porque «en efecto, el tiempo se nos va / pero el espacio permanece», porque aquí está el lugar del poeta —«Permaneces aquí / por propia voluntad», dice el poema titulado «Aquí»: «es éste tu lugar. / Tú eres de él»— y porque, en definitiva, no sería distinta la vida en otra parte.

VII. Final. Podría terminar este ejercicio de lectura con una de las citas que el editor ha tenido a bien incluir en la solapa de los elogios y los testimonios críticos, según la cual «la poesía de Álvaro Valverde no es cosmopolita, ni metropolitana, sino microcósmica y recogida, la expresión de un yo frente a los paisajes y los hechos, al margen incluso de que unos y otros sean cercanos o remotos y de mayor o menor andanza», afirmación con la que no me queda más remedio que estar completamente de acuerdo, pero al final he preferido repetir las últimas palabras del artículo que sobre la necesidad de la poesía escribió Fernando Aramburu en su sección dominical «Entre coche y andén», porque imagino perfectamente al autor de Patria como magnífico usuario de El cuarto del siroco protegiéndose en el Jardín Botánico de los desapacibles vientos de la historia que metafóricamente advierte en las estridentes y tortuosas obras públicas de la calle Atocha. Dice así Aramburu: «“Mi jardín es de todos”, escribe Álvaro Valverde en su libro. Yo visité ese jardín y salí de él serenamente emocionado». El cuarto del siroco es el jardín.

Plasencia, noviembre de 2018

24.2.19

Carta (machadiana) de Sevilla

Salí del colegio, comí con Alberto en casa, llegó Yolanda y emprendimos los tres la marcha. Una novedad. Estos viajes exprés suele hacerlos uno solo. A las tres y media ya estábamos camino de Sevilla, Ruta de la Plata hacia abajo. La tarde, espléndida. Soleada y con una ligera calima que aumentaba cuanto más al sur. La conversación, fluida. En Leo, parada, dos horas y pico después. La entrada en Sevilla fue menos complicada de lo esperado. Antes de las siete ya estábamos en el aparcamiento de Plaza Concordia. Un paseo, Jesús del Gran Poder arriba, y... Espacio Santa Clara. Fue convento, y en parte, al parecer, lo sigue siendo. El patio de los naranjos impresiona, y eso que el azahar sólo apunta. Saludo a Feliciano Robles, paisano de El Torno, en la sala donde va a celebrarse el homenaje a Machado organizado por el Ayuntamiento de la ciudad en el octogésimo aniversario de su muerte en el exilio, este sí. Luego, a mi querido Miguel Veyrat, que, como perfecto y elegante caballero que es, acudió a la cita apoyado en el bastón de su abuelo. Una cita, por cierto, para la que no había comprometido, según costumbre, a nadie. 
Salgo a saludar al resto de compañeros de mesa, Amalia Iglesias (cuántos años sin vernos) y a Rafael Alarcón. También al instigador del acto, Pepe Serrallé (como le llaman todos). Ninguno de ellos sabía que uno estaba ya dentro.
Ante un salón abarrotado, moderó las intervenciones, y nos fue presentando, Ana Isabel Alvea. Alarcón, que es especialista en Manuel Machado aunque lo sabe todo de Antonio, demostró sus dotes profesorales y agotó su tiempo hablando del poeta modernista (a cada cual se nos asignó un tema previamente) y de mucho más y todo con absoluta solvencia. Muy entretenida fue la charla de Iglesias, que empezó y terminó con una anécdota muy graciosa acerca del San Antonio de su palentino pueblo natal. Además, María Zambrano (a la que ella trató y con la que habló no poco del autor de Campos de Castilla) y algunas circunstancias machadianas relacionadas con sus tareas periodísticas. Acostumbrado a cerrar actos (desde chico, por aquello de la uve de Valverde), me ajusté al tiempo previsto ya que, siguiendo las enseñanzas bayalianas, llevaba escrito el texto. Trataba de la actualidad de Machado y se publicará pronto, por lo que evito entrar en detalles. La verdad es que me abrumaba la responsabilidad contraída (como siempre, uno acepta y luego...), pero he disfrutado mucho durante meses leyendo y releyendo la poesía y la prosa del poeta, así como otros libros, artículos y ensayos sobre su magistral obra. No deja de ser casualidad que me llegara la amable invitación de Serrallé unos días después de que el mencionado Gonzalo Hidalgo Bayal dijera en la presentación placentina de El cuarto del siroco: "Lo que sí creo ahora es que ese aligeramiento y esa concreción han llevado a AV a cierto despojamiento, a un bien entendido minimalismo formal, a una eliminación de lo superfluo que tiene menos de juanramoniano (aunque hay algún homenaje al poeta de Moguer) que de machadiano, pues casi estoy por decir que los años le han vuelto machadiano, moralmente machadiano, si es que no lo era en rigor desde el principio. Digamos que al despojamiento estético del primero se antepone el sentido ético del segundo". Y por ahí empezaba, tras reconocer que no soy un especialista en Machado sino un lector suyo, por lo que a uno le agrada y le honra que vean rastros de sus versos en los míos. 
Dos preguntas cerraron la mesa redonda. Una de ellas, todo un clásico, dedicada al porqué de la tumba en Colliure. Los tres estamos de acuerdo en que siga allí, como símbolo de la exiliada España republicana a la que hasta el final fue don Antonio fiel. 
Jordi Doce ya se refiere a sus sigilosas huidas tras este tipo de veladas como "hacer un Valverde" y en esta ocasión casi repetí. No sin antes saludar, un placer, a la traductora, aforista y poeta (inédita por ahora) Victoria León, que por una vez, gracias, se saltó su sana norma lo de no asistir a saraos literarios. Tampoco conocía en persona a José Julio Cabanillas, que me ofreció generosamente y de inmediato las páginas de una nueva revista para publicar mis palabras.
Un gesto con la mano bastó para decir adiós -que me perdonen- a mis contertulios. 
Con Veyrat nos fuimos hasta el aparcamiento. Al lado, en el Bar Rioja, tomamos con él una cervecita. La siguiente parada fue de nuevo en el Leo de Monesterio, al lado de la famosa venta de El Culebrín. Mientras degustábamos un apetitoso montado de lomo entre trajeados viajantes y camioneros con cara de sueño, el Atleti ganaba a la Juventus. De vuelta a casa, la intensa luna de nieve hubiera permitido que el coche fuera con los faros apagados. Sólo un traspié en un día emocionante y completo: el radar fijo del cruce de Los Santos ha logrado, me temo, romper una racha sin multas que ya duraba décadas. Una pena. Veremos.

Nota: Las fotografías del acto son de Pintamonos. Gracias.

El bastón de Machado.  

22.2.19

Recuerdos de Colón

A principios de los noventa, pocos meses después de ganar el premio Loewe, me llamaron desde la Fundación para decirme que el diario El Mundo quería realizar un reportaje para su suplemento dominical en el que aparecerían algunos jóvenes de esos que ahora se llaman emprendedores. De distintas disciplinas, artísticas o no, creo recordar. El caso es que una tarde nos fuimos Yolanda y yo a Madrid, nos subieron a los convocados a la azotea del Círculo de Bellas Artes (y más arriba aún) y nos hicieron unos retratos. Aquello salió semanas después. Por ahí debe andar, perdido en mi desordenado archivo, un ejemplar con ese viejo documento gráfico. 
Al terminar la sesión, Enrique Loewe, que era y es la elegancia y la educación personificadas, nos preguntó si nos apetecía cenar con él. Dicho y hecho. Nos llevó al Club Financiero Génova ("exclusivo para socios e invitados"), en la Plaza de Colón. Al entrar, un señor muy amable me conminó a ponerme la americana que llevaba en el brazo a causa del calor, y una corbata. Por suerte, aunque para las fotos eso fue un inconveniente (no parecía un joven), llevaba una en el bolsillo de mi traje azul marino, modelo BBC (bodas, bautizos, comuniones) con extensión SL (saraos literarios), tal vez la que me regalaron al recoger el premio y que, siendo de seda y muy bonita, en el armario sigue.
Antes de cenar en el lujoso restaurante (uno ha conocido de la mano de don Enrique algunos de los más exquisitos de la capital, como el ya desaparecido Jockey), estuvimos sentados en la terraza que da a Colón. Escuchaba paciente y bondadoso nuestras cuitas (que tanto desentonaban en aquel ambiente); por ejemplo, me acuerdo bien, que uno iba a dejar la carretera (un trasiego diario que ocupó veintitantos años de mi vida), porque iba a trabajar en el Centro de Profesores de Plasencia, algo que nunca llegó a suceder, promesas mediante. 
Si evoco estas historias es porque no pude evitar recordarlas después de ver las imágenes de la última manifestación patriótica de Colón, algunas de ellas tomadas desde edificios y alturas parecidos. Sentado retrospectivamente en aquella terraza, uno se hace, en fin, esta reflexión: cuando más falta hacía que en esta compleja coyuntura los desencantados, antiguos votantes del PSOE tuvieran a mano una derecha liberal y centrada a la que pudiesen, siquiera de momento, confiar su voto, Ciudadanos y el PP se alinean sin complejos con Vox y, en consecuencia, adoptan posiciones de derecha extrema. Es una lástima, sobre todo para los que seguimos buscando, infructuosamente y sin remedio, una "tercera España". ¡País!

19.2.19

Últimos poemas de Mario Míguez

Suele ocurrir. Ocurre. Que de pronto se muere un poeta o le dan un premio importante a otro que aún vive y la invisibilidad (pura paradoja en el primer caso) desaparece y todos hablan de él (o de ella, of course) y pasa a estar en el centro de todas las conversaciones y a ser (en el segundo caso) el invitado a todas las fiestas. ¡Descubierto! Él, sí, pero también su obra, que es lo que interesa. Podría estar ocurriendo ahora, cambio el orden, con Basilio Sánchez, a partir de lo del Loewe, y con Mario Míguez, por culpa de la publicación, en su editorial de toda la vida, Pre-Textos (Manuel Borrás, su editor, contra viento y marea, confió siempre en él), de un libro póstumo que me ha impresionado: Casi es noche.
Como cuenta Vicente Gallego (prologuista y dedicatario), conocí los primeros versos de Míguez (Madrid, 1962) gracias a la mítica revista Poesía, en una antología del novísimo Vicente Molina Foix en la que presentaba a cinco poetas jóvenes, entre ellos, Luis Cremades, Leopoldo Alas y Míguez, que entonces tenía veinte años. Luego éste publicó 23 poemas, Pasos y El cazador (todos en Pre-Textos, ya se dijo). Tras su muerte, en 2017, a causa de una rápida enfermedad, vio la luz La cabeza de Tomás Moro y otros poemas católicos, un libro publicado por Renacimiento con prólogo de José Mateos. El propio Mateos editó en Libros Canto y Cuento la antología Ya nada más y, de nuevo en la mencionada casa sevillana, apareció el año pasado el florilegio Difícil es el alba, en edición de otro de sus amigos, José Cereijo.
Hasta ahora, con todo, no había caído uno en la cuenta, más vale tarde que nunca, de la calidad de su poesía, algo que achaco a varias razones. La primera, porque acaso este libro sea el mejor de los suyos (faltan un par de inéditos), aunque esto puede sonar a excusa de mal lector. La segunda, porque el emotivo prólogo de Gallego anima y orienta su lectura de manera impecable. La tercera, porque el azar tiene estas cosas, juega con estas argucias, y nadie, por listo que se crea y omnisciente que se considere, puede dar cuenta de todo y, en consecuencia, haber leído todos los libros, que diría el conocido vate francés. Lo importante, al fin y al cabo, es haber llegado y ese feliz encuentro justifica esta reflexión, porque la lectura siempre es el fin.
Por lo demás, acaso sea pertinente, a tenor de lo leído, recordar que Míguez se dedicó a acompañar a enfermos terminales como agente pastoral de la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital San Rafael ​de Madrid, de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios. Nunca hizo vida literaria. Quizá la máxima provocación de este hombre pudoroso fue la de ser un auténtico católico. Y no ocultarlo.
Lo que más importa, los poemas, adoptan un tono formal clásico, en el mejor sentido. En buena medida por los endecasílabos blancos o ajustados a la formalidad de la rima en el caso de los sonetos. Endecasílabos de los que Gallego destaca su "soltura y ligereza".
El ritmo es otro elemento indispensable, algo lógico, dirá el lector, si hablamos de metros tradicionales; con todo, la música de Míguez hace cierto aquello que escribió en El ojo que escucha su editor y amigo José Mateos: "A la música se la reconoce por su silencio". Porque "La música humana es una manera emocionante de organizar ese silencio y, al organizarlo, una manera de conseguir que lo escuchemos... a lo lejos".
Me ha llamado la atención el uso que hace de los puntos suspensivos, un signo ortográfico que abunda. Según el DRAE, para "señalar la interrupción de un discurso, para darlo por conocido o sobrentendido, para indicar vacilación o para sugerir un final abierto", que de todo puede haber aquí, y más aún. 
Dios, el amor, la obediencia, la ira, el desconsuelo, el perdón, el dolor y el sufrimiento (leemos en "Nada sabe": "Nada puede saber quien no ha sufrido" y "No hay saber sin dolor, sin sufrimiento..."), la mirada ("en mis ojos coinciden mundo y gloria")... Estos son, entre otros, los asuntos de los que se ocupa esta poesía meditativa y serena que sería demasiado simple calificar de mística. 
Si tuviera que elegir un poema, cosa difícil habiendo tanto y tan bueno donde elegir, me quedaría con "Sum qualis eram". O con el extenso que cierra, virtuosamente, el conjunto: "El insepulto" (en la estela de "Argos"), uno de los más bellos y emocionantes del libro.
Dejo para el final un comentario que tiene y no que ver con esta obra. Me refiero a que Míguez bien podría haber sido incluido en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España, una obra que ha editado para O_Lumen el fraile dominico y poeta Antonio Praena y en la que ha reunido a algunos de los muchos poetas (de Pablo García Baena a Gonzalo Gragera) que han expresado en sus versos contenidos o principios de esa tradición religiosa.

Sum qualis eram

Qué mal me amaba yo cuando era joven
pues no sabía aún ser el que yo era.
Cuánto he tardado en aprender a amarme,
en aprender a ser el que fui siempre.
Soy por fin el que ya era, el verdadero,
el que estaba ya en mí desde el principio,
y puedo amaros ahora como me amo
ofreciendo este amor que en mí sentía.
Y todos decís no reconocerme...
No... Es que nunca me habíais conocido.

17.2.19

Entre bastidores

Backstage. 18 entrevistas (y algunas notas) alrededor de la poesía contemporánea, de Mauricio Medo (Lima, 1965), autor de Manicomio y Cuando el destino dejó de ser víspera (Poesía reunida 2005-2015), es el resultado de que un buen día, constatando que "el ego terminó por sepultar la razón de ser de gran parte de las reseñas", Medo se decidiera a pasarse a la entrevista como método de análisis de las obras poéticas. Algunos de esos "ejercicios de reflexión y diálogo" se agrupan aquí, en tres bloques que se corresponden a poetas de diferentes edades o, si se prefiere, de distintas generaciones. Todos pertenecen a una corriente central en la poesía "latinoamericana", el neobrarroco o neobarroso, según el término aplicado por Néstor Perlongher que tanto se cita en la obra. Hablamos de una poesía de estirpe vanguardista. De una "poesía de la dificultad". "Lenguaje sierpe" (Kozer). Contra la poesía "conversacional", digamos. ¿Un maestro? Nicanor Parra, sobre todos. Y César Vallejo. 
La cosa no podía empezar mejor: la conversación con el exiliado cubano y judío José Kozer, uno de los grandes poetas de nuestra lengua. "Vengo de un amalgama de hablas", dice. 
Le siguen poetas como Tamara Kamenszain, Eduardo Milán y Zurita, tal vez el más conocido del grupo. En todas las entrevistas encontrará el lector que lea con lápiz iluminaciones e ideas que subrayar, sea o no practicante de esta tendencia poética. 
En el segundo apartado figuran los nombres de la gallega Chus Pato (con Benito del Pliego y Xiaoxiao, los españoles de un libro donde aparecen dos norteamericanos: Mary Jo Bang y Charles Bernstein), Reynaldo Jiménez, Roger Santiváñez, Rafael Courtoisie, Mario Arteca, León Féliz Batista y Victoria Guerrero. En el tercero, por fin, Jerónimo Pimentel, H. H. Montecinos, Juan José Ródinas, Jorge Posada y el colectivo Ánima Lisa.
Hablé de subrayados. Kamenszain dice que trabaja "escriborroteando". Milán afirma que la poesía es "un acto contra la pobreza", que además de escribirla "hay también que generar un pensamiento poético que no excluya al mundo" y que detesta "a la gente que trafica con el exilio" (yo también).  Zurita, el de "Ni pena ni miedo", dice que se niega a leer "todo aquello que tenga pretensión artística". Pato ratifica que escribir un poema es siempre "una experiencia de lenguaje". Jiménez, por su parte, que escribirla "es ejercer de crítica tocando connnotaciones", que "el poema no necesariamente dice, sino hace" (siguiendo a José Ignacio Padilla) y que "el canon no es la tradición". Recuerda, en fin, que no hay "poeta de valía que no sea a su vez un lector". Santiváñez, como Kozer, siente una "necesidad insaciable de escribir apasionadamente poesía todos los días", una poesía que "crea un mundo aparte, tiene su propia realidad que es la del lenguaje". Courtoisie cree que "la poesía es capaz de deslumbrar al lector". "Ni efusión sensible, ni desborde afectivo". Arteca asume que ésta es "una obra más de ficción", pariente muy fraternal del cine. Batista, toda una declaración de intenciones, menciona a Aníbal Núñez y añade que "ciertamente, no espero que se comprendan ni mi poesía ni mi intención". Declara que ha escrito y vociferado por ahí su aborrecimiento por lo que considera establecido en poesía. "Enajenar la poesía de sí misma la hará permanecer", concluye. Del Pliego, que también cita al poeta salmantino, que está en contra del "todovalismo" y que escribe desde "un cruce de caminos", dice que "el diálogo sobre poesía ya es poesía", que "nada asumido acríticamente tiene interés" y que "la escritura es cosa de palabras". Guerrero constata: "La poesía no sirve para nada, entendiendo esto, pasas al momento en el que la poesía te da todo". Como el resto, Pimentel está contra la "literatura del café con leche" (Tabarovsky). Explica el siglo XX poético a partir de tres "movimientos", los que impulsan las obras de Celan, Vallejo y Pessoa. Montecinos está a favor de "una nueva poesía que no se mueve en términos exclusivamente literarios, que se empalagan y se hacen literatosos". Rodinás se declara a favor de la "estética del fragmento" y alude a "cinco modelos expresivos" en "el panorama de lo contemporáneo". "Latinoamérica es una provincia del mundo", afirma. Posada dice que "leer y mirar blogs me da una velocidad y un vigor especial". Xiaxiao creer que es necesario "rescatar" la obra de poetas mujeres. Para terminar, Santiago y Rodrigo Vera, Luis Alberto Castillo, Daniel Sánchez y Michael Prado, integrantes del colectivo Ánima Lisa, confiesan que "la poesía hace cosas". 
Hay mucho más entre los diálogos y las notas de este libro al que sólo cabe hacer un reproche: la insuficiente corrección ortotipográfica: hay erratas y errores que podrían haberse subsanado antes de imprimir. Nimios detalles al margen, insisto, hay mucho que aprovechar de estas reflexiones poéticas ultramarinas que completan o complementan las que algunos plantean desde esta orilla del mismo idioma.

Backstage. 18 entrevistas (y algunas notas) alrededor de la poesía contemporánea.
Maurizio Medo
Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2017

Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 14 de la revista Paraíso

En Badajoz


14.2.19

El "siroco" en Todo Literatura

José Antonio Santano firma esta nueva reseña que aparece publicada en la revista Todo Literatura. Gracias.


La poesía no es otra cosa que una búsqueda constante del “yo” frente al mundo, un instrumento para entender y entendernos. Bucear en nuestro propio “yo” abismándonos en los misterios de la vida, de cuanto amamos y odiamos, del bien y del mal; un continuo indagar el espacio y el tiempo para reconocer o reconocernos en lo que fuimos, somos o desearíamos ser.
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Decía días atrás el poeta Antonio Gamoneda que “la poesía no sirve para nada en una sociedad como la nuestra”, para añadir acto seguido que sí puede, en cambio, “intensificar la conciencia de un modo personal e individualizado, algo muy útil a la hora de enfrentarse con realidades objetivas como los desbarajustes en nuestros días”. 
Se trata, pues, de que la poesía sea ese antídoto contra la tiranía en todos sus estadios. Por esta y muchas razones más la poesía viene a ser una luz deslumbradora que nos precipita sobre el cosmos y nos colma con un cálido e infinito abrazo. De esta manera se nos muestra en “El cuarto del siroco”, última entrega del poeta Álvaro Valverde (Plasencia, 1959). La voz del poeta es en este poemario raíz misma del ser, se adentra en la oscuridad de lo desconocido y resurge como un ciclón devastador de la palabra, esa que revive en cada verso de una manera transgresora a la vez que sencilla. Valverde no se deja amilanar por este viento temible del siroco, su encierro en ese “cuarto” es solo aparente, porque en él se halla y se abarca el universo todo. Contra el siroco, ese viento enfurecido de la existencia, aplica el bálsamo de la poesía, de cada verso en la palabra esencia que lo contiene. La vida late en cada palabra, en un temblor que se reconoce heredero de la más grande tradición poética. Álvaro Valverde nos descubre en cada uno de los poemas que conforman este libro las luces y las sombras del humano existir, de la capacidad del hombre para transformar y transformarse. Ya desde el primero de los poemas “A modo de poética” nos aproxima Valverde a su particular visión del mundo, que a fin de cuentas es poesía, donde el agua, esa que nos sacia la sed, en su transparencia y pureza es como la vida misma: «Como el agua, / que limpia se detiene en esas balsas / formadas por las hojas cuando obstruyen / el frágil discurrir de la corriente. // Como el agua, / que la mano atraviesa confiada / y nunca, sin embargo, toca fondo. / Como el agua, metáfora y verdad. / Sí, como el agua». Con suma sencillez, con la palabra justa y necesaria, nos abre las puertas de su universo poético Álvaro Valverde. Todo es búsqueda y hallazgo en su poética, que responde al devenir de la existencia, del tiempo que se escapa para no volver. Toda inquietud o incertidumbre queda fijada en la mirada del poeta, toda nostalgia o melancolía, toda la belleza y el amor trasciende en este poemario: «Esta palmera, amor, / es más que un árbol: / es el testigo fiel / de lo que fuimos / y el testigo veraz / de lo que somos / y el testigo de aquello / que ya nunca seremos». Humanismo y Naturaleza se muestran como dos grandes pilares de la poética de Valverde, y en esa dicotomía se forma y construye la verdadera esencia, su generosa entrega a los otros, a la vida que discurre a su alrededor y que contiene en las pequeñas cosas el más acertado juicio: «No es un pájaro / al que los ornitólogos / ni los aficionados a las aves / destaquen por su brillo o su belleza… / Sin embargo, su canto, / que se levanta poderoso / antes del alba, / detrás de mi ventana, / como un tenue milagro, / hace del mirlo / la más maravillosa criatura. / Posado sobre el muro, / su trino da sentido a la mañana». Avanza siempre Valverde hacia la luz de lo cotidiano, de aquello que acontece en derredor suyo, observa, medita y florecen en su escritura significados y significantes de tal manera que todo deslumbramiento es posible, que la vida es y está ahí desde aquel niño que fue o su contrario, la vejez («Yo también envejezco / y como él necesito / realidades, no humo»; también los amigos, las mujeres que fueron en su vida («Sí, mas con todo, ellas son la fracción que este hombre precisa para serlo al completo»), los libros («Sólo los libros / me sirven de consuelo / en estos interiores donde habita / la sombra y la penumbra»), la fugacidad del tiempo o la muerte son hilos conductores de su escritura. En definitiva, el hombre como centro del universo, como así queda meridianamente claro en el poema “Aquél”, del que reproducimos estos versos: «AQUÉL que se levanta cada día / y piensa que la muerte se le acerca. / El que triste se afeita distraído / sin más motivación que la costumbre. / Aquél que va al trabajo y que camina / con su turbio pasado a las espaldas… // El hombre que a pesar de todo eso / se resigna o se obstina, mas no cede. / Quien resiste sereno a la intemperie. / Aquél que no consigue / ni darse por vencido». Un libro que nos devuelve la esperanza y la creencia en la poesía, en la más grande poesía actual española, cual es la que representa Álvaro Valverde: «La poesía / que hoy sólo se me antoja / tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a quien padece sed».

13.2.19

Jaime Siles en EC

Galería de rara antigüedad
Jaime Siles
Visor, Madrid, 2018. 

Jaime Siles (Valencia, 1951) es poeta, filólogo, ensayista, crítico, traductor y catedrático de Filología Clásica de la universidad de su ciudad natal. Su carrera académica ha sido tan exitosa como su trayectoria poética, jalonada con distinciones y premios como los de la Crítica, Ocnos, Loewe, Generación del 27, José Hierro, Ciudad de Torrevieja, Tiflos y, ahora, Gil de Biedma.
Entre sus libros de poesía destacan Génesis de la luz, Biografía sola, Canon, Alegoría, Música de agua, Columnae, Semáforos, semáforos, Himnos tardíos, Pasos en la nieve, Colección de tapices, Actos de habla, Desnudos y acuarelas y Horas extra. Resulta llamativo que aún no haya agrupado sus versos, por más que en 1992 diera a la imprenta Poesía 1969-1990.
Poeta precoz y prolífico, a Siles se le considera, Castellet al margen, un novísimo y, a decir verdad, su poesía incorpora no pocas de las características que se atribuyen a ese grupo; el culturalismo, por ejemplo, mezcla perfecta de vida y arte.
En una entrevista reciente, reconocía que la propia identidad y la relación con el lenguaje “ha sido uno de mis temas favoritos”. “Mi escritura -como mi yo, si es que éste existe- es un producto del Lenguaje”, agregaba. Sí, Siles es un poeta del lenguaje y de ello es buena muestra este libro breve y denso con voluntad de testamento. En el lúcido prólogo afirma que “la vejez carece de futuro”, si bien la Antigüedad Clásica “lo tiene asegurado”. Alude luego al tiempo, una de las claves de esta obra, “un espejo, casi simultáneo, en el que poderse, aunque sea muy pálidamente, percibir”. Añade que “el yo de estas páginas no es un alter ego”. Se refiere después a “las voces que conforman esta plural persona poética”. Las que “objetivan un modo y un mundo de ficción: el mío propio”. Estamos ante un “testimonio” en verso de “fidelidad y amor a la Filología Clásica”. A Grecia. Ante un “homenaje”. Se trata, en suma, de un libro de “ficciones y figuras” que pretende interiorizar la “vivencia de aquel mundo como lo imaginé”. Diecisiete poemas extensos lo componen. En el primero, tiene dieciséis años y lee la Iliada (“Cóncavas naves navegan por mi mente”). Relee a los sesenta y cinco y concluye: “Todo está dicho -muy bien dicho- allí”. “Sólo como ficción el ser perdura”.
Llega después la Odisea y de nuevo la identidad: “¿Me llamo Ulises o me llamo Nadie? ¿Existí alguna vez?”. Y Troya, esa guerra incesante; Mnamón el memorioso y Phoinikastas; Meránides (“La vida está hecha de instantes”); el héroe Belerofonte (otro relato hecho poema, donde leemos: “Todos lleváis -como yo- / escrita vuestra muerte, y es mejor no aplazarla: el tiempo puede ser una dádiva, pero nunca es un don”, y: “el miserable destino de los hombres, que es uno y siempre el mismo / y consiste en morir”, o: “pensamos allí en todo lo vivido / y en lo poco que nos quedaba por vivir”); Antístenes el cínico, al que Caronte desmemorió; Epiménides, que vio Justicia y Verdad; Cínidas y el yo que “es lo único / que hay que olvidar”; sofistas (“verbalizar el universo es el único modo / en que podemos pensarlo y poseerlo”) y filósofos (“la lengua griega / es la única que permite pensar”); la erótica de la belleza, ese misterio; Aristón y las metáforas (vivir lo es, ¿y la muerte?)... La respuesta tal vez esté en “Examen”, que expresa la fe en la transmisión del conocimiento y su posterior continuidad en los jóvenes: “Vida y muerte son un solo y mismo texto. Nosotros lo leemos sin saber para qué”. “Solo somos su pausa”.

Nota: Esta reseña se publicó en El Cultural el pasado viernes 8 de febrero.

SOBRE UN INSTANTE GRIEGO

¿Hay un momento más hermoso y único en la historia
que aquel en que los griegos de la Anábasis, drakuontes,
“con lágrimas en los ojos”, pudieron ver por fin el mar?
Pienso que no, aunque quiero creer que hubo,
hay y habrá otros muchos instantes como aquel.
Esos momentos son los que, con más entusiasmo
y pasión debemos recordar. Aprendemos en ellos tantas cosas:
estuvimos allí antes de tener nosotros existencia y seguimos
y seguiremos estando y asistiendo como testigos siempre
a su mágica y coral intensidad. Lo profundo del tiempo
allí se manifiesta, y la verdad del ser humano se nos da.
En un momento u otro de la vida todos somos partícipes
de su misma alegría y sentimos dentro de nosotros
aquella mágica y coral intensidad que Jenofonte narra.

12.2.19

Manilla lee el "siroco"

El poeta y ensayista Antonio Manilla publica en la revista digital EPICURO una reseña de El cuarto del siroco. Muchas gracias.

La estancia protectora

Explica el autor en las notas finales que este acaso sea su volumen menos unitario. Carece, por ejemplo, de la cohesión espacial que le otorgaba a su anterior poemario la referencia geográfica o de cierto hilo narrativo que engarzaba otros.
Pero en el primer poema de El cuarto del Siroco, como si de un diapasón se tratara, nos da Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) la afinación de todo el libro que le sucede. Se trata de un «A modo de poética» que entona una comparación entre el agua corriente y la poesía, «que, toda, claridad, es espejismo / que revela cercano lo distante». Afirmación, nos parece, que entronca directamente con aquella otra concepción expresada en un título muy anterior, Mecánica terrestre, sobre la escritura «como el espacio en donde se materializa la memoria».
Inmediatamente después, en el segundo texto, el poeta nos expresa su convicción de que estamos en la pérdida, en lo que se fue, en lo inleído y lo olvidado, en lo que aún no hemos visto, y esos versos parecen exponernos de otra manera lo que representaban en Más allá, Tánger, los barcos: «la promesa latente / de una vida distinta».
Vemos en estos dos ejemplos —que no serían los únicos— que la unidad se establece con la propia y ya extensa obra publicada por el extremeño. Se trata de coherencia, de la continuidad que se desprende de un proyecto literario cabalmente concebido y sostenido en el tiempo o, por mejor decirlo, que emana de una voz propia, eso que acaso sea lo más difícil de alcanzar para un poeta. Un timbre que nos hace reconocer cualquier poema como un poema de determinado autor y a la vez nuestro, pues la mejor poesía siempre habla no sólo «para» sino también «por» nosotros.
El título del libro, que se erige como metáfora de la poesía y de la vida, se nos informa que procede de una estancia en la que, según Leonardo Sciascia, las familias patricias sicilianas se refugiaban del temible viento norafricano. Cobijo contra la tormenta o estancia protectora, pues, contra «el triste pensamiento de la muerte», resulta todo lo que nos lleva hacia nosotros mismos: la memoria, un cuadro, la lectura, los viajes, la noche con la presencia de esa luna que emite «la luz de los sueños», el amor o la evocación de esos «ausentes relativos» que son los amigos desaparecidos. O el aroma de azahar y un dulce canto pillados al paso frente a un jardín cerrado en un paseo cotidiano.
La mayoría de estos poemas nuevos de Álvaro Valverde son una lectura «de libros, de personas, de paisajes». Una lectura reflexiva, que se inclina hacia la meditación o «el alma de las cosas». La realidad: no el humo, sino lo esencial, a lo que se accede a través de un despojamiento formal que se aprecia libro a libro. Creemos que no hay nada azaroso en la elección de los asuntos de esta poesía. Cuando nos hablan de parajes, es por algo y él mismo nos lo explica: «el tiempo se nos va / pero el espacio permanece». Si escoge, de entre los actores de la Ilíada, a Aquiles para un monólogo dramático, es al anterior a Troya y no comparece por su condición de inmortal sino por su elección de ser un hombre ante un destino fatal. Cuando el poema se alza sobre la obra de un artista, es un dibujo de la delicada Carmen Laffón o un lienzo del artista danés Hammersøi, pintor de silencio y luz heredero de Vermeer y predecesor de Hopper, o la obra del funcionalista Francisco Juan Barba Corsini. Este último poema, «Tratado de arquitectura», nos da además alguna clave sobre la trastienda del poeta o la génesis de alguna de sus composiciones, pues nace de las declaraciones en una extraordinaria entrevista que le hacía al gerundense Anatxu Zabalbeascoa que recordábamos y es posible encontrar todavía en la red.
Sencillez y transparencia, como la de un vaso de agua o la de algunas canciones populares que traen la voz de los hombres y mujeres que las cantaban, prendidas en su eco, son las características más notorias en los poemas recientes de Álvaro Valverde. Un poeta que equipara la vida a la lectura y a la biblioteca con el refugio más seguro contra el mundo. Que, sostiene, «el hombre que sueña con ser otro», aun en medio de los vendavales de la existencia, pude albergar la esperanza de «que no todo perece, que otra vida es posible».

ASÍ

Así como en el río

vemos plantas y árboles
reflejarse y parece
que sus orillas fueran,
por efecto simétrico,
verde tierra invertida,
en las primeras horas
de este día de julio
la luz, la brisa, el agua
favorecen la idea
de que la vida es dulce,
sereno este vivir
ante el abismo.

11.2.19

Cuatro de Trea

ÁDH por Joaquín Pañeda
Como leemos en su web, Ediciones Trea se fundó en Gijón en 1991. De entonces acá, ha logrado consolidar un prestigioso catálogo con numerosos títulos. Aunque el eje de su proyecto es el ámbito de las Humanidades y las Ciencias Sociales, atienden también a la creación literaria, el arte y la bibliofilia, sin olvidar la cultura alimentaria y gastronómica. Son también los promotores de El Cuaderno, que nació como suplemento cultural de La Voz de Asturias y ahora reside en Internet.
No en vano consiguió en 2014 el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural, según el jurado, por "su trayectoria de veinticinco años con un equipo editorial comprometido con una temática poco tratada como es la gestión cultural (museos, bibliotecas, archivos, historia de la edición, etc.) además de sus otras líneas editoriales”. 
Uno sigue lo más atento que puede sus colecciones de Poesía y Aforismos, que tienen el mismo diseño. Libros de pequeño tamaño, de bolsillo, elegantes y bien hechos, pero grandes de contenido. Y todo, más allá del acierto particular de cada autor, por culpa de una exigente dirección editorial, la de Álvaro Díaz Huici, un gijonés con criterio. 
El año pasado fue finalista del Premio Nacional de Poesía uno de los libros del mencionado catálogo. Me refiero a Incidental, de Eli Tolaretxepi. De entre las últimas entregas, elijo estas cuatro de poesía a costa, bien lo sé, de pecar de injusto. Pido perdón de antemano por ello. 

Gran desconcierto, de José Luis Argüelles (Mieres, 1960), periodista, poeta y aforista, vuelve a Trea para publicar su último libro. Uno, al leerlo, se sintió desconcertado (como él, a lo Fray Luis), pero por su calidad, me apresuro a decir. Se abre con un extenso poemas en tres partes titulado "New York movie" donde la memoria y la visión se hacen presentes en medio de esa mítica ciudad. "Todas las cosas acumulan, / sin remedio, / un exceso de absurdo", dice. Y más adelante: "Imágenes, / fantasmas". Al cabo, "La herida permanece. / Y la falta de sentido". 
En "Pequeños poemas robados", acaso lo mejor del conjunto. Versos que dan cuenta de robos a Goethe, Brecht, Burke, Gramsci, Gil de Biedma ("De vita civili" y España), Homero, Kafka ("pudiste ser feliz en Mariembad"), Thoreau (al que dedica un haiku) y, entre otros, Víctor Botas ("Poética", donde recuerda lo que contestó el desaparecido poeta asturiano a una señora cuando le preguntó, tras una lectura, "por el noble arte de hacer versos": "Es igual que cagar melones"). Y Gijón, en el precioso "A bajamar". "¿Cuánto de infelicidad es necesaria / para que todo siga igual?", se pregunta Argüelles. 
El libro sigue con un poema que a uno le ha llegado especialmente, "Zagajewski en Oviedo", que empieza y termina igual: "Dijo: «La poesía no está de moda. / Paciencia».
En "Poemas y canciones contra el daño" (a veces en prosa), la melancolía y la acidez. Para hablar de la muerte y los muertos, los regresos, la certeza, el enigma... Y la felicidad también, para celebrar el amor: "Dos apuntes en tiempos sombríos". 
"Convalecencia", en fin, cierra el volumen. Otro poema extenso en tres partes, como el primero. La última adopta el modo de las anotaciones de un diario. Antes, la enfermedad, el padre, los hospitales... Y la muerte: "La muerte tiene demasiados nombres / y a todos nos acostumbramos". Sí, "Hablar, hablar, hablar..."

Hierba / Herba respirada es un libro breve del poeta, galerista y dibujante Anxo Pastor (Vilardonas-Ribas do Sil, Lugo, 1959) y la edición es bilingüe, en gallego y castellano. Y de pequeños dibujos con palabras podríamos hablar al referirnos a sus poemas. A estampas, casi siempre campestres, donde la naturaleza cobra un fundamental protagonismo. El paisaje, sí, pero también las personas que lo pueblan. Pastores, monjes, Satie, Holan...
"Nos fuimos / para quedarnos aquí, / como hojas caídas". Son extraños en la extrañeza, como el personaje que da voz al conjunto. "Todos los días viajamos sin rumbo / por desconocidos párpados", leemos.
En la sección dedicada a Tras-os-Montes, los poemas se adelgazan aún más y su delicadeza, esa elegante fragilidad que los caracteriza, se hace aún más patente. Pura sensibilidad.

núcleos de evolución, así con minúscula, como el nombre y los apellidos de la autora, sonsoles hernández barbosa (Vigo, 1981), pero residente en las Islas Baleares. Esto es más que un rasgo tipográfico. Ratifica una voluntad de escribir una poesía en voz baja, cotidiana, sencilla, hecha con pequeños detalles. Menor, sin que ello suponga demérito alguno. Escrita a modo de diario. Formada como historiadora del arte y, ya se dijo, viviendo en una isla mediterránea, era lógico que en sus versos (este es su primer libro, por cierto) primara la mirada, que contempla lo de fuera (el mar, pongo por caso) y lo de dentro (cuanto le sucede y pasa, como el amor). Poesía concisa, despojada, esencial. De la del menos es más, para entendernos: "Un trago de agua / ¿cabe instante más leve?", escribe. O: "nos bebemos el verano a borbotones". ¿Hace falta decir más?

Según la luz, de Melchor López (Tenerife, 1965), podría ser calificado como un libro de viajes, de hecho el subtítulo, "Cuadernos de viaje" no es equívoco. De viajes realizados entre 1993 y 2015. El libro se abre con una cita de la portuguesa Sohia de Mello Breyner, de su poema "Oriente": e outro nasceu de tudo quanto viu. Sí, esa es la principal consecuencia del viaje: que otro nace de todo lo que vio. Y López ha visto mucho. Ha mirado, mejor, con atención, que es lo propio del poeta. Diferentes, numerosos lugares. A pesar de eso y del amplio periodo temporal en que se compusieron estos poemas, estamos ante un libro unido por una misma voz y, por eso, digamos, unitario. Puede, sí, que las versiones finales de las distintas partes también aporten coherencia a esa unidad. Y ya que hablo de partes, diré que los cuadernos son: el marroquí (1993-1994), el inglés (1996), el de la isla de La Gomera (1997), el de la isla del Hierro (1997), el portugués (2007-2008), el de Granada (2010), el de Lisboa (2013), el de las Islas Azores (2015).
Ciudades, ruinas, cementerios, monumentos, etc. van sucediéndose delante de nuestros ojos. Detrás de esas visiones, como es lógico, el poeta reflexiona, cuenta, siente... La curiosidad se alía a la belleza. El detalle al canto. 
Discípulo, como todos los poetas de la revista canaria Paradiso (y de la antología poética del mismo título), de Sánchez Robayna, su poesía es concreta, detallista, sensual, lenta, elegante y precisa. Sus poemas son breves, pero no lo suficiente como para no ser fríos por exceso de contención, elipsis y minimalismo. Evita el aire hermético, que fue parte sustancial de aquella escuela que tanto obtuvo del paisaje marino: océanos, islas, vientos, volcanes, playas... Aquí, sus versos no dejan de ser anotaciones de un diario viajero. Notas a veces en prosa. De un solitario, casi siempre, aunque la presencia de Laura, dedicataria del volumen, sea una constante. 
La vida, en fin, como viaje, la tan gastada metáfora capaz, ya se ve, de seguir dando forma y contenido al misterio poético. 

10.2.19

El siroco en "Cuadernos del Sur"

Esta reseña se publicó ayer en el veterano suplemento "Cuadernos del Sur", del Diario Córdoba. Supe de ella por Antonio Rivero Taravillo, tan amble y atento como siempre. Muy agradecido.

POEMAS QUE SACIAN LA SED

Francisco Onieva

Aparecido en octubre pasado, El cuarto del siroco está recibiendo, desde el mismo momento de su publicación, el aplauso unánime de la crítica. El décimo poemario de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959), que ha visto la luz cuatro años después de Más allá, Tánger y de dos antologías de su obra poética, está concebido de modo heterogéneo, como el propio autor reconoce en la «Notas, agradecimientos y dedicatorias»: «los poemas que componen este libro han sido escritos en lo que va de siglo, al mismo tiempo que, por ejemplo, Plasencias o Más allá, Tánger. Poema a poema, cabe precisar. Tal vez sea este mi libro menos unitario. De hecho, la ordenación es, en general, cronológica». Pese al largo período de escritura y reescritura, los setenta y cinco poemas -un número bastante más extenso de lo que suele ser habitual en él- no se resienten y tienen una profunda unidad tonal, de pensamiento y de estilo, conseguida con un lento proceso de sucesivas relecturas y correcciones.
A partir de la imagen de una estancia que, según cuenta Leonardo Sciascia, existía en las casas patricias sicilianas, en la cual las familias se refugiaban de la violencia de este viento procedente del norte de África («Un lugar recogido, a modo de refugio,/en el que cobijarse/del triste pensamiento de la muerte»), el poeta placentino construye toda una metáfora de la poesía y, por qué no, de una poética construida con humildad y honestidad a lo largo de más de tres décadas, desde aquel inaugural Territorio: una poesía reflexiva, nacida de la contemplación, que busca entender el mundo y los desajustes que lo componen, al tiempo que celebra y goza de la belleza, aunque sea efímera, de los pequeños instantes, en los que se revela la dimensión de toda existencia.
Ahora bien, este cuarto no es definido en ningún momento como un espacio cerrado. Aunque es un refugio contra la intemperie, está construido y necesita del afuera para existir, siendo, por tanto, un ámbito múltiple, en el que se funden interior y exterior.
Así, los principales ejes temáticos sobre los que se articula este diario poético, de inevitable tono confesional, en el que los poemas nacen del devenir diario y diverso que conforman el propio ser, son la fugacidad de la vida, la muerte, la melancolía, la memoria, la elegía a algunos amigos muertos -Ángel Campos Pámpano, Santiago Castelo o Fernando Pérez González-, que «nos viven» y conforman parte de nuestras señas de identidad, y la celebración de la existencia, bien sea a través de la visión gozosa de la naturaleza bien a través de la evocación de los paraísos perdidos de la infancia y de la juventud.
El rigor en la construcción y la exigencia de un escritor consciente de su oficio llevan a un discurso depurado tanto en la perspectiva y en la temática como en la arquitectura lingüística y formal de cada poema y del libro. Una magistral muestra de esta sobria contención, lograda mediante una palabra precisa y transparente, que aspira a la sencillez, es el poema «La poesía», donde afirma: «la poesía/que hoy solo se me antoja/tan sencilla/como el gesto de alguien/que da un vaso de agua/a quien padece sed».
Y en ese gesto mínimo radica la esencia de estos poemas honestos que buscan permanecer a través de la precisión y de la sencillez, emocionar al lector y acompañarlo en la construcción de una estancia donde cabe el hombre y lo que lo rodea, que es concebido como un regalo que se debe disfrutar. Poemas que sacian la sed.

9.2.19

2 papelesmínimos

La editorial papelesmínimos sigue, lenta pero segura, ofreciendo a los lectores pequeñas joyas tipográficas. Libros exigentes de autores muy bien escogidos que cuida con esmero su inventor, Imanol Bértolo. 
De dos de sus series, "graphica" y "monos", llegan sus últimas entregas. 
La primera, Los consejos no son un buen sitio para quedarse a vivir, del artista Rosendo Cid (Orense, 1974), mezcla aforismos (por más que, no sin ironía, el hable de "consejos" consejos) y viñetas (realizadas con un BIC azul) que da tanto gusto leer (y pensar) como sencillamente ver (o contemplar). En el enlace que marco hay un buen número de ejemplos.

La segunda, en forma de plaquetteInvasión de Irak, del escritor Fernando Sanmartín (Zaragoza, 1959), consta de un solo poema, una suerte de testimonio con deliberada soltura formal, sobre aquel triste conflicto. Se abre con citas de otro aragonés, Miguel Labordeta ("difuntos relojes de arena"), y El País (20 de marzo de 2003), donde Bush anuncia a la nación el comienzo de la Operación Libertad.
Dos obras para degustar por fuera y por dentro, fruto de la callada, paciente labor de un editor de fuste.

6.2.19

74 haikus inéditos

"Disculpa que te moleste esta mañana de domingo, es sólo para preguntarte si has publicado algún haiku (ortodoxo, 5/7/5). He estado buscando en tus libros que tengo en casa y no he encontrado ninguno. Gracias". Así empezó todo. Es parte de la carta que me escribió, a finales de noviembre del año pasado, el poeta Josep M. Rodríguez. Quería publicar una antología de haikus escritos por poetas que nunca habían escrito uno. O publicado, cabe matizar. El proyecto ya es realidad. Se titula ¿Y si escribieras un haiku? y se publica, con un gusto exquisito, en La Garúa.
No, nunca había intentado escribir un haiku. Bueno, tampoco un soneto. A pesar de que ha sido y es tendencia. Lo del haiku, digo. Ya lo explicó en su día Juan Bonilla: "Un fantasma recorre la poesía española: el del haiku". Lo que no obsta para que los haya leído y admirado desde siempre. Los de verdad, que no son sólo japoneses, ni sólo clásicos, ahí están los de Susana Benet, pongo por caso. Ernesto Hernández Busto acaba de publicar en Pre-Textos Hoguera y abanico. Versiones de Bashō. Como nos explica el traductor, la obra del más célebre poeta japonés "suele identificarse con el género poético llamado haiku, que en esa época aún era el hokku: estrofa inicial de un poema colectivo, que en diecisiete sílabas –o morae– intenta capturar un determinado instante de percepción sin traicionar su simplicidad y belleza. Fue Bashō quien dotó el hokku de autonomía y le otorgó su definitiva consistencia poética".
También muy reciente es el libro Trashumante (Valparaíso), del poeta y traductor (del polaco) Abel Murcia que va enlazando haikus para componer poemas en forma de variaciones que, con la fuerza del impromptu y sin perder de vista las lecciones de la poesía popular, logran una singular gracia. 
Por lo demás, mi amigo Antonio Moreno, que tampoco se había cruzado con el haiku, se encontró... con un libro entero dedicado a ellos. Orlando González Esteva, es uno de los muchos poetas de ultramar que los cultiva. Donde empezó, con el mexicano Juan José Tablada, la aventura occidental de esta feliz estrofa nipona. 
En fin, dicho y hecho. Como dije a Josep que sí (sigo sin aprender a decir que no), aproveché mis paseos a orillas del río (un ameno paisaje digno de Bashō, que definió el haiku como "sencillamente lo que sucede en un lugar y en un momento dado") para inspirarme. Di pronto con tres, que fueron los que remití al antólogo para que eligiera. Lo gracioso es que durante unos días me propuse seguir escribiéndolos. Cada paseo, uno. Hasta que ese estar "al alcance de cualquiera", según el agudo Bonilla, me disuadió de seguir. La facilidad, me dije, es mala consejera. Están en un cuaderno. Ni siquiera los he pasado al ordenador. 
Volviendo a lo que importa, el editor ha logrado resumir en su prólogo, de manera luminosa, de qué va esto. La antología y el haiku. El resto, setenta y tres poemas (más uno, del propio Rodríguez) de otros tantos poetas de uno y otro lado del charco que se estrenan en ese delicado arte oriental que tendría su correspondencia española y flamenca (con rima obligatoria) en la seguidilla. Escritos en cuatro lenguas: castellano, catalán, vasco y gallego. Algunos son excelentes, impropios de principiantes.
Para abrir boca (u ojos), copio aquí, con el tácito permiso de sus autores, los haikus "extremeños" del florilegio. Por orden alfabético, que no es el de la muestra, ordenada por el compilador como si fuera un auténtico libro (donde se incluye, por cierto, una sorpresa final). 


En la ventana
una habitación nueva
me perseguía.

Álex Chico


Bajo la lámpara
dos mujeres se besan.
Luz de Murano.

Isla Correyero


En el camino
todos los pensamientos
son peregrinos.

Javier Rodríguez Marcos


Oro en el agua.
Un fresno se desnuda,
tiembla el azogue.

Ada Salas


Y para terminar, el mío:

Mira esa rama.
El pájaro emboscado
canta en silencio.