29.11.20

Una lista

A Llop -confiesa en su último libro de conversaciones- le gustan las listas. Como a Bonet y a Modiano, por mencionar a dos autores de su misma estirpe literaria. A uno, las de libros (que están de moda, no sé si porque ya no damos para más) no le disgustan, salvo que sean las de los mejores del año y eso que, mal que me pese, ya estoy con la de este maldito 2020. Porque a casa siguen llegando libros y a un ritmo sorprendente (el colmo ha sido recibir aquí atrás un sobre sin remite con cuatro libros dentro, de autores diferentes, los cuatro de poesía) y porque me resulta imposible dar cuenta detallada de algunas lecturas recientes, aunque me gustaría, y porque, en fin, hay libros de los que he disfrutado, decido no ya despachar esas lecturas en unas pocas líneas (lo que no tiene perdón), sino, directamente, con la mera mención del título de la obra y unas pocas palabras más. Una lista, por cierto, que ni es alfabética ni está ordenada por puntos. Una lista de lecturas completas y gustosas. De libros de verdad. 

Despedida, de Cees Nooteboom (Visor). A modo de testamento. 
El corazón y el mar, de Carlos Javier Morales (Adonais). El regreso a la isla, la madre y la infancia. 
La moneda de Carver, de Javier Morales (Reino de Cordelia). Un puñado de relatos donde la literatura se hace carne, al cabo mortal. 
La herida del aire, de Pelayo Fueyo (La Isla de Siltolá). Poemas de verdad para tiempos de mentira. 
17 segundos, de Kirmen Uribe (Visor). Tan lejos, tan cerca. 
Cambiar de vida, de Sergio Álvarez Sánchez (Evohé Desván). Yendo y viniendo con la identidad a cuestas. 
Reliquias, de Juan Bello Sánchez (Tulipa). Cuánto en tan poco. 
Teoría de la justicia, de Francisco José Chamorro (Hiperión). "Yo sólo quería salir de Extremadura". Atentos.
Estatuas de sal, de Avelino Fierro (Franz). Cartas desde la pandemia.
Anacronía, de Gerardo Rodríguez Salas (Valparaíso), una estupenda primera salida a escena con la muerte, Nueva Zelanda y Granada como temas. 
Aire en el aire, de José Luis García Martín (Libros Canto y Cuento), la demostración de que un haiku puede ser mucho más que "el soneto de los haraganes". 
En el principio era América, de Oscar Díaz (La Isla de Siltolá). Estamos ante una voz muy particular que funda su discurso en la sintaxis. 
Lo superfluo y otros poemas, de Alberto Santamaría (La Bella Varsovia). Un libro sorprendente que pone en evidencia que lo silenciario no es necesariamente frío y hermético.
Ir al norte, de Fernando Sanmartín (Libros del Aire Poesía. Colección Abra del Pas). Por la geografía de la imaginación. 
Recuento, de Octavio Gómez Millán (Los Libros del Gato Negro). Una ciudad sin mar: Zaragoza. El padre. 
Jardín con biblioteca, de Carlos Aganzo (Cálamo). "Yo no puedo luchar, no soy hoplita, / siquiera ciudadano / después de tanto como se ha perdido. / Pero aún puedo cantar (como la musa, / la cólera de Aquiles por los muertos)". 
Diré tu cuerpo, Maria Mercé Marçal (Ultramarinos). Traducción de Noelia Díaz Vicedo. Dos libros de la desparecida poeta catalana. "Soy alguien -una mujer- que escribe". Para ordenar el caos. En busca de la identidad. 
Ir al norte, de Fernando Sanmartín (Libros del Aire). Un viaje por la geografía de la imaginación. 

Nota: La ilustración corresponde a un cuadro de Manel Castro: "La biblioteca II"

24.11.20

90 anni

Mi joven amigo Giovanni Scarabello me envía este regalo con la nota: "Para ti, querido amigo. Para tu madre. 90 anni. Muchísimas felicidades, de todo corazón. Y un fortísimo abrazo". Ya se lo he agradecido. Qué menos que copiarlo aquí. Grazie mille. 


Non pensavo di arrivare a questo punto.
Diciamo pure che nemmeno tu.
Sì, fa un po' effetto.
Sei lucida e in buona salute,
cos'altro si può desiderare?
Nonostante il tempo, quel nemico,
ti vedo ancora bella, come sempre.
Piacerebbe anche a me
che Ramón fosse insieme a noi.
Vent'anni di morte ci separano.
Loderebbe ancora la tua bellezza
e, in cambio, potresti offrirgli
un carattere più dolce;
in questo, di sicuro, sei migliorata.
Capita quando ti immergi nelle credenze
e segui quel Cristo che adori.
I tuoi figli, lo sai bene, ti amano.
E i tuoi nipoti
(le tue nipoti, piuttosto: tre contro uno)
e la famiglia e gli amici che ti restano.
Speriamo un altro novembre e tanti ancora
di poter celebrare il tuo compleanno.
Questa volta, maledetto, senza baci.
Solo con l'amore degli sguardi.




Nota: Como Giovanni es un enamorado de Cáceres, ilustro su traducción de mi poema con unas fotografías de amaneceres cacereños tomadas por mi hijo Alberto.

22.11.20

Colinas o la poesía del fervor

La poesía de Antonio Colinas (La Bañeza, 1946), reconocida con premios como el Nacional, el de la Crítica o el Reina Sofía, se reunió en Obra poética completa. 1967-2010 (2011). Después, además de algunas antologías, publicó Canciones para una música silente.
En Memorias del estanque (2016), un libro que complementa a En los prados sembrados de ojos (donde ya aparecían poemas recogidos aquí), escribía Colinas: “Es necesaria la evolución para decir cuanto debemos decir, sintiendo y pensando a la vez. La poesía como vía de conocimiento”. Así, aunque esta nueva entrega sigue la senda de las anteriores (en especial de las cinco últimas), siempre fiel al humanismo y a la búsqueda de la armonía que siempre la ha caracterizado, se aprecian cambios en una poética asentada y personal como pocas del panorama. Por contraste quizá: Oriente y Occidente, el origen y la universalidad, la narratividad y el lirismo, la realidad y el ensoñamiento, la luz y la sombra, la conciencia (consciente) y lo alucinatorio, el ascenso y el descenso, el cielo (estrellas, firmamento) y la tierra (isla y piedras: Ibiza y el noroeste castellano y leonés), etc.
La unidad viene dada no sólo por la voz, sino también por la “realidad profunda” que intenta mostrarse en consonancia con los versos de Machado: “el alma del poeta / se orienta hacia el misterio”. Una visión propia de alguien que contempla el mundo con “ojos de piedad”. Al encuentro de la “expresión esencial” mediante la soledad, la serenidad y el silencio. “En la oscuridad / (en mi oscuridad), / veo sin ver / y encuentro / sin buscar”, leemos.
Seis partes (que podrían ser otros tantos libros) componen el volumen. La primera es una vuelta a los orígenes, a sus raíces. De nuevo remito a “Un valle, dos valles”, el epílogo de sus Memorias. Léase “La estrella final”: “¿Por qué te fuiste tan lejos / si la meta final estaba aquí, / en el lugar del que partiste”. Allí, la infancia: “Solo eres el niño que fuiste”. Las “ruinas fértiles”. Sitios como el huerto frayluisiano de La Flecha, Tábara (León Felipe y “la piedra humilde”), la sierra cordobesa de su adolescencia (y Góngora)... Y otros símbolos: la fuente, los álamos, la calzada, el río, la casa, el castro, las montañas, el bosque, la encina... Y maestros: santa Teresa, Azorín y Rubén Darío.
Al Extremo Oriente (uno de sus pilares filosóficos y literarios) dedica los poemas de la segunda parte. Se sitúan en India, Corea y China. Mezclan lo reflexivo con anotaciones de un diario de viajes. Homenajea a Tagore, Li Bai o Wang Mian (en forma de monólogo dramático).
En la tercera, escrita en Formentor e inspirada en los paisajes del pintor modernista Anglada Camarasa, dialogan dos islas mediterráneas: Mallorca e Ibiza.
Como en el resto del libro, los poemas extensos, discursivos, llenos de preguntas, meditativos o metafísicos (sin desdeñar lo ensayístico). Versos que fluyen de una inspiración que adopta a rachas un tono surreal y en los que afloran palabras compuestas: “luces-lágrimas”, “amor-ciervo”, esquirlas-rubíes”, etc.
Un epistolario inacabado ocupa la cuarta parte. Pound y Eliot, la romana Villa Torlonia, una ladera en Toscana, el último naufragio de Shelley, el Tera (su primer río), el padre y los cuentos de Andersen, canciones para sus hijos (Clara y Jandro) y María José, su mujer, personal capital en su vida, dedicataria del libro: “¡Y la inefable infinitud de amar!”
Precisamente la mujer, símbolo coliniano, centra la quinta parte, acaso la más enigmática. Donde leemos, por cierto, el poema “Un ruego para tiempos de pandemia”.
“Tres poemas mayores” conforman la sexta. Sus temas: la música (la de su juventud en Milán), Cervantes (en su noche final) y la “eterna dualidad”: palabra y silencio, una meditación en Arabí.
Recuerda Colinas que la poesía es un don, pero también “un constante y firme ejercicio de la voluntad”. De ahí su perseverante “peregrinación” hacia el “poema sagrado”.   
 
En los prados sembrados de ojos
Siruela, Madrid, 2020. 162 páginas. 20 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista digital asturiana El Cuaderno
 

21.11.20

90 años

                                  
                                            


















                    A mi madre, ya nonagenaria

No esperaba llegar a este momento.
Demos por hecho que tampoco tú.
Sí, da un poco de vértigo.
Estás lúcida y con buena salud, 
qué más puede pedirse.
A pesar del tiempo, ese enemigo,
te sigo viendo guapa, como siempre.
También a mí me gustaría
que Ramón estuviera con nosotros.
Veinte años de muerte nos separan.
Seguiría alabando tu belleza
y, a cambio, podrías ofrecerle
un carácter más dulce; 
en eso, sin duda, has mejorado.
Es lo que tiene ahondar en las creencias
y seguir a ese Cristo que veneras.
Tus hijos, bien lo sabes, te queremos.
Y tus nietos 
(nietas más bien: tres contra uno)
y familia y amigos, que aún te quedan.
Ojalá otro noviembre y muchos más
podamos celebrar tu cumpleaños.
Esta vez, por maldito, sin los besos.
Sólo con el amor de las miradas. 

Á. V.
Plasencia, 20 de noviembre de 2020


Mi madre en cuatro tiempos. El montaje es de mi hermano Fernando.


20.11.20

El panorama poético desde la periferia


He aceptado la amable invitación de
El Ciervo, que cumple siete largas décadas de vida, para escribir sobre “el estado de la poesía española” consciente de la complejidad del tema. Lo hago desde el parcial punto de vista de un observador periférico que basa su criterio en la condición de lector. Del todo ajeno a la “vida literaria”.
2020 será para siempre el año de la covid 19, esa maldita pandemia que ha complicado nuestra existencia hasta un punto que nunca imaginamos. Y ahí, la poesía (la literatura en general), jugando un papel decisivo durante el confinamiento, proporcionando no solo ocupación a los lectores encerrados, sino también luz y consuelo a quienes hemos permanecido, con angustia, en suspenso.
Lo primero que cabe señalar del panorama poético español (y eso comprende, por supuesto, al conjunto del Estado) es su riqueza, vigor y variedad. Se acabaron las tendencias dominantes y las estratégicas antologías de grupo, aunque tunantes y “poetas voluntarios” (JRJ dixit) siga habiendo. Esa feliz pluralidad se debe, en buena medida, a la conjunción de las distintas generaciones literarias que aquí conviven. Y hablo de poetas en ejercicio, no sólo vivos. Así, por ir de mayor a menor, habría que empezar por los veteranos del 50 y sus aledaños, aquellos niños de la guerra. Seguiríamos con los Novísimos y su entorno, entre los que contamos todavía con poetas industriosos que no se resignan a callar. Vendrían después los de la Generación de los 80 o de la Democracia que tiene entre sus filas a numerosos supervivientes de aquellas vanas polémicas entre los defensores de la “poesía de la experiencia” y sus detractores, los de “la diferencia” y hasta “del silencio”. De las siguientes promociones, al menos un par, aún son más los vates en acción. Sí, ésta ha sido desde muy antiguo tierra de poesía y los más jóvenes demuestran que, lejos de extinguirse, la lírica de calidad, que es la única que importa, campea a sus anchas por esta suerte de fértil territorio de la Mancha.
Entre los poetas deliberadamente no citados (para evitar malentendidos), no faltarían mujeres, sobre todo a medida que nos fuéramos acercando al presente. Conviene resaltar  cuanto antes la importancia que tiene la poesía femenina o escrita por mujeres en este preciso momento, por más que la poesía no entienda de géneros. Y eso sirve para nombrar a las mayores, ya digo, y a las últimas en llegar pasando por una larga lista que justificaría hablar incluso de moda si ello no diera lugar a desagradables equívocos. Lo cierto es que a la abundancia de títulos hay que añadir la de los reconocimientos, y eso vale para los premios grandes, como el Nacional (ganado por cuatro mujeres en las cinco últimas convocatorias), el de la Crítica, el Reina Sofía o el Lorca (que han logrado mujeres en sus dos últimas ediciones), y para otros menos institucionales pero no por eso menos importantes, como el Hiperión y el Loewe. Sería sorprendente seguir toda la serie de los cuantiosos galardones que se conceden cada año para comprobar que la condición de mujer ya no es excusa para el injusto ninguneo o la deplorable postergación, más bien al contrario. Ya se sabe que vivimos en un país de extremos.
Algunas poetas no sólo forman parte de esa dilatada nómina cualitativa, representan además a una corriente que cobra vigor dentro de nuestra poesía: la que se ocupa del medio rural, el campo y la España vacía. Hace mucho que el desprestigio se cernió sobre toda aquella que no fuera, en sentido laxo, urbana. Se la tachó de antimoderna y agropecuaria, algo que no ha ocurrido por ahí fuera. Según creo, no es el asunto lo que da el marchamo de modernidad a un poema, sino el lenguaje en el que está escrito. Así y todo, la naturaleza y los pueblos cayeron hace tiempo en desgracia y sólo ahora, gracias a libros de poetas como las aludidas y a la reivindicación de la negra provincia olvidada (donde surge, por cierto, acaso la poesía más pujante, tal la canaria, la albaceteña o la asturiana), se empieza a reconocer una manera distinta de decir que es, sin duda, otra manera de ver y de pensar. Nada nuevo. Siempre ha habido poetas resistentes que nunca perdieron de vista esa realidad.
Mencioné antes al Estado (incómoda palabra) y bien está que subraye la importancia que para la excelencia de la poesía nacional tienen las aportaciones de libros en otras lenguas también oficiales. Es verdad que los nacionalismos separatistas (esto es, todos) dificultan de un tiempo a esta parte esa natural fluidez, limpia y permeable, que siempre ha existido entre lenguas diferentes. No obstante y para bien, la poesía catalana, la vasca o la gallega escrita en sus respectivas lenguas autóctonas logran vencer esos obstáculos y el lector del resto de la nación accede a obras ineludibles. Téngase en cuenta que en los tres últimos años el Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura de España lo han ganado, por este orden, una poeta en catalán y otras dos en gallego. 
Y ya que de fertilidad hablamos, cómo dejar fuera de esta panorámica los libros de autores hispanoamericanos, tan presentes en los catálogos de nuestras editoriales; con frecuencia, gracias a los galardones que aquí se convocan. Son parte esencial de una lengua común que, por fin, ya no nos separa.
Y a las traducciones de poesía extranjera, que no dejan de ser también partícipes de la nuestra, más si tenemos en cuenta que la mayoría de los traductores son a la vez poetas. De fuste, podemos añadir, y en su mayor parte, a favor de los avances educativos, pertenecientes a las hornadas más jóvenes. No en vano traducir es la forma más profunda de leer.
El apoyo de algunas editoriales modélicas nos permite llegar a libros que, entre otras cosas, ensanchan nuestra tradición y nos permiten (se conozcan o no lenguas distintas) fomentar el deseable cosmopolitismo lírico. Baste con citar un par de casos cercanos: el de la Nobel Louise Glück y el de Anne Carson, Premio Princesa de Asturias.
Sin olvidar el concurso imprescindible y decidido de las librerías y el amparo necesario de las bibliotecas, editoriales grandes y pequeñas, veteranas o nuevas, sostienen con solvencia y rigor este entramado poético que no dudamos en calificar, a pesar de los irremediables agoreros, de próspero y múltiple.
Cuando le preguntaron al poeta Franco Buffoni qué opinaba de las nuevas formas de poesía, ésas que bullen y pululan por las redes sociales, éste respondió: “la banalidad siempre ha estado ahí”. Lo digo por esa enojosa moda de la parapoesía que da tanto que hablar. Sin razón, pues está claro que poesía, en rigor, no es, por mucho que algunos periodistas y lectores formados (no como sus practicantes) la defiendan y hasta la ensalcen. La concesión del Premio Espasa, uno de los escándalos del año, demuestra que lo comercial prima y que la presunta poesía brilla por su ausencia. Ya dijo JRJ hace más de cien años que “la Poesía no admite que se le mezcle con el mercantilismo brutal que nos invade”. Y que “no debe servir de pretexto para buscar dinero”. “¡Denme libros!”, dijo aquél.

Nota: Este texto se ha publicado en el número 784 de la revista El Ciervo. Abre un breve pero enjundioso dosier titulado "¿Poesía? Claro" donde los poetas Antonio Colinas, José Corredor-Matheos, Aurora Luque, Cesc Gelabert, Guillermo Carnero, Olga Novo, Eloy Sánchez Rosillo y José María Micó responden a la pregunta: "¿Qué significa para ti la poesía?".
La ilustración de la portada es de Sonia Pulido, Premio Nacional de Ilustración de este año. Ya anuncié aquí atrás que la veterana revista barcelonesa había recibido, también en 2020, el de Fomento de la Lectura.

19.11.20

Cacereños y cacereñas en 'abril'

 


La revista literaria abril (mantengo la minúscula del rótulo) se fundó en 1991, tiene su sede en Luxemburgo, su periodicidad es semestral, se publica en español, se edita con elegancia y pulcritud y se imprime en Bélgica. Sus redactores son Miguel Candel, José Holguera, Paca Rimbau, José V. Solana y Mariate de la Torre. El número 60 (que se puede leer en Instagram), de octubre de 2020, está dedicado a Cáceres. A Cáceres provincia, cabe precisar. Está ilustrado con acierto por Malou Faber-Hilbert y la sugerente imagen de la portada es de José Holguera. 
El índice reúne a catorce escritores cacereños. Los poetas Javier Alcaíns, Pureza Canelo, Santos Domínguez, Carmen Hernández Zurbano, Emilia Oliva, Javier Rodríguez Marcos, Ada Salas, Irene Sánchez Carrón y Basilio Sánchez. Los narradores Javier Cercas, Pilar Galán, Gonzalo Hidalgo Bayal y Julián Rodríguez, al que está dedicado el número: "con las manos / con los ojos / con el corazón / con la memoria". (Uno, según costumbre y por razones alfabéticas, cierra el volumen.) 
El profesor Miguel Ángel Lama, que se ha referido a esta entrega en su blog, firma el prólogo y lo titula "Cáceres en Abril". Advierte desde el principio que esta mirada "tiene solo de localista el territorio en el que se fija", un "lugar de creación", ya que ese conjunto de nombres, "con sus textos, trasciende lo local para convertirse en un trozo de un panorama literario que ayuda al conocimiento de la historia actual de la literatura en español". Tiene razón el autor de El trabajo gustoso cuando afirma que la nómina es tal vez "exigua" y que podría armarse otro número de la revista con un elenco diferente y poco o nada cambiaría en lo que a la calidad respecta. Tras repasar las colaboraciones, agradece, en fin, "a quienes hace Abril", que le hayan permitido presentar a "este puñado predilecto de hijos e hijas predilectos de Cáceres".
No es mi intención comentar lo que cada cual publica en la revista. Sí diré que Bayal rescata sus poemas "guadalupenses" (de su poesía, precisamente, me he ocupado en el espléndido cartapacio que le va a dedicar el año próximo la revista Turia) y que Javier Rodríguez Marcos ejerce de narrador al rememorar, y de qué hermosa manera, las tres calles de su infancia cacereña. Lo mismo le ocurre a Hernández Zurbano que ya nos había demostrado de sobra sus dotes poéticas y que ahora nos sorprende con sus prosas, una suerte de diario viajero que ha titulado "Ya hemos estado allí", un título que me recuerda -no sé si es un guiño- el del último libro de poesía de mi amigo Jordi Doce. 
Algunos hemos optado por textos ya editados; así, Alcaíns y las sorprendentes Las adivinanzas del agua, Canelo y los inolvidables poemas de Oeste, Galán (que da "Una espiga dorada por el sol", de su libro Tecleo en vano), Sánchez Carrón (que añade a su recopilación el poema "Para que escriba yo", un homenaje a Ángel González que apareció en la revista Estación Poesía) y B. Sánchez, que no deja de sorprendernos. 
Otros han elegido inéditos. Ya he mencionado el caso de Javier Rodríguez Marcos. Me han encantado los poemas que adelanta Salas, más cálidos, digamos de lo habitual, que supongo de un libro futuro. Estaremos al tanto. Y otro tanto cabe decir de los que ofrecen Oliva (que no deja de arriesgar) y Domínguez (muy en línea con los que forman parte del libro que premiamos aquí atrás con el "Flor de jara" Siles, Irene, Basilio y yo).
Cercas, por su parte, explica con la gracia que le caracteriza, los orígenes de su planetaria novela Tierra alta.


Mención aparte merece Julián Rodríguez. Ya dije cuando murió que, por lo pronto, habría que editar el diario que fue publicando en Facebook. Aquí se recogen unas "Notas de viaje y lectura" que vuelven a ponernos delante de los ojos, a constatar fehacientemente, la calidad literaria y humana del autor de Nevada. Los párrafos dedicados a su viaje nietzscheano a Sils Maria son, por ejemplo, memorables.
Como cuenta Lama en su bitácora, estas últimas semanas se ha estado preparando en Badajoz una exposición sobre JR en el MEIAC. La impulsa la Editora Regional de Extremadura, por la que hizo tanto, y se titula Actos de fe / Acciones concretas (Julián Rodríguez, tipógrafo). El comisario es su socio y amigo -quién mejor- Juan Luis López Espada. Su hermano Javier ha estado también en ello, como los hermanos Sáez, Luis y Antonio, amigos de infancia de los Rodríguez (dos escritores cacereños, por cierto, que no figuran en la selección de abril). Estaba previsto que se inaugurara ayer, 18 de noviembre, y de hecho así fue, pero el acto no fue público por culpa de las medidas contra la covid impuestas por las autoridades en la ciudad fronteriza. Está abierta a quien quiera visitarla desde hoy (en el Panótico 2 del museo) y hasta el 12 de enero. 
Debajo hay imágenes de la muestra, por gentileza de Luis Sáez. Estoy deseando ver el catálogo, que ya está en camino.
Vuelvo al principio. Una humilde joya, ya se ve, la antología de abril, que uno no llegó a imaginar tan rigurosa y feliz. Enhorabuena a sus editores y mil gracias por haberme invitado a participar. 






18.11.20

Pepa























La casualidad ha querido que el mismo día que se publicaba en PlanVe una reseña mía titulada "Ladridos", sobre el último libro de Juan Ramón Santos, Pepa, la perra de mi hija Leticia, una pequeña ladradora profesional, muriera en Cáceres a los trece años de edad. Una lástima. 
Nunca he tenido perros, más bien los temo. Desde la infancia. Eso no significa que a lo largo de mi vida -lo saben quienes me han leído- no haya convivido con unos cuantos, sobre todo en el molino (Nana, por ejemplo). De razas distintas y comportamientos diferentes. Nunca se portaron mal conmigo, reacio a las caricias y otras zalamerías propias de quienes tratan asiduamente a esos animales. No, ya que lo menciono, no soy animalista, en ningún sentido (abomino de las radicalidades), lo que no obsta para que sienta una pena enorme por la muerte de un ser que sin duda alegró nuestra existencia. Mucho más la de nuestra hija, a quien dio cariño y compañía, lo que no es poco. Por ella lo siento más que por nadie. Por ella y por Carlitos, que ha compartido la tutela de la perrina desde que nació. 
Ahora me arrepiento un poco de mis quejas por sus pelos (los fabricaba industrialmente, puedo asegurarlo), que han quedado entre los asientos del coche o en algunas prendas y enseres de esta casa. Cuando la cuidábamos, lo que ocurrió pocas veces, me gustaba sacarla a pasear. Mucho menos recoger sus deposiciones, lo que hacía sin discusión, para compensar la falta de responsabilidad de esos guarros que nos ensucian sin miramientos las calles a diario. 
De entre los recuerdos, sus estancias veraniegas en Conil, donde disfrutaba muy temprano de la playa. 
Pepa enfermó gravemente hace unos días y han tenido que tomar, con la veterinaria, una decisión tan drástica como dolorosa. Pero pueden estar tranquilos: le han dado la mejor vida posible, la menos "perra", si se me permite el uso del viejo adjetivo, de cuantas Pepa pudo llevar. Fue una perrina muy querida y quienes tuvimos la suerte de tratarla no la vamos a olvidar. 

17.11.20

Brines, el sueño de una luz que nunca cesa


Estos últimos años venía siendo común entre poetas que a la pregunta “¿a quién concedería el Cervantes?” se respondiera: “a Francisco Brines”. Por eso es y no es una sorpresa la concesión de este acreditado premio al poeta valenciano de 88 años. Sí, ¡ya era hora! Merecimientos le sobraban desde hace mucho tiempo, sin necesidad de esperar siquiera a que su obra concluyese, reunida en 1997 bajo el título de
Ensayo de una despedida. A falta de un libro largamente anunciado, ésta se compone de tan sólo siete títulos: Las brasas, Materia narrativa inexacta, Palabras a la oscuridad, Aún no, Insistencias en Luzbel, El otoño de las rosas y La última costa.
Conviene recordar que pertenece, a efectos didácticos, al Grupo del 50, que tan buenos poetas ha dado, algunos también reconocidos con este galardón, como Gamoneda o Caballero Bonald.
Más allá de las afinidades generacionales, Brines, digámoslo pronto, ha sido un poeta de múltiples, ricos y variados registros. “Estimo particularmente, como poeta y lector, aquella poesía que se ejercita con afán de conocimiento, y aquella que hace revivir la pasión de la vida. La primera nos hace más lúcidos, la segunda más intensos”, ha escrito. En este “dualismo antagónico”, según Pilar Palomo, se debate su poesía. La que entronca con Manrique, Garcilaso y Quevedo y llega hasta Machado, Juan Ramón (su primer maestro) y Cernuda.
Por “desvelamiento” (para decirlo con sus propias palabras) nos llega, por ejemplo, el sentimiento de la naturaleza (que tan bien explicó en su ensayo sobre Gil-Albert). Es en los poemas localizados en Elca u Oliva (pueblo natal del poeta), en su casa de campo rodeada de jardines y naranjos, frente al mar de los clásicos, donde nuestro poeta alcanza el máximo grado de intensidad, lo que es tanto como decir el máximo en poesía. La perfecta adecuación de paisaje y pensamiento facilita ese tránsito. El poeta, de espaldas, asomado al balcón, cuando atardece, bajo los astros ya y ante la noche, contempla. Piensa o sabe que el tiempo irreparablemente huye. Su actitud –una postura moral– está arraigada en ese espacio común mediterráneo. Es estoica, y aun escéptica; de algún modo, epicúrea. “Griego en el exilio”, como Borges. Desde la plena conciencia de pérdida, su canto es el de alguien que ama profundamente la vida. En función de ese amor, la tristeza, la serena aceptación, la melancolía. “Ama la tierra el hombre”, nos ha dicho. Y allí, la infancia. Y, más allá, el interminable verano, donde fuera más plena. “En la niñez –comenta– tenemos una sensación de inmortalidad”. Desde esta orilla, intempestiva y total, nos llega el Brines que celebra la pasión de la vida, el, diríamos, más “intenso”. Así, en sus poemas de amor. En sus versos: “Un ser en orden crecía junto a mí, / y mi desorden serenaba. / Amé su limitada perfección.” ¿Cabe definición más exacta y cabal de lo amoroso?
La poesía de Brines, como él mismo ha explicado, nace de la mezcla de intuición (o “fatalidad expresiva”) y pensamiento. El resultado, conseguido desde la “máxima claridad”, aplica siempre el criterio de que “la riqueza de las palabras” está en “su precisión”. De este juego a un tiempo calculado y espontáneo surge una poesía que no dudamos en calificar de genuina. Y todo ello por mor de una evidencia: es fruto de una necesidad. La que sostiene que es inevitable nombrar para vivir.
La obra incesante de Brines echa por tierra el mito de Rimbaud: en su madurez no decae; antes bien, se depura e intensifica. Desde Las brasas hasta La última costa el camino ha sido largo. Ha dado para componer una “extensa elegía” que se ha ido desarrollando por incesante crecimiento, sumando círculos, (alguna vez ha utilizado la imagen de los círculos concéntricos que forma una piedra arrojada al agua para referirse a su propia obra), procediendo mediante variaciones, insistiendo obstinada e inevitablemente en ese mismo libro que por fatalidad cada poeta reescribe una y otra vez. Su obra simboliza, según creo, el sueño de una luz que nunca cesa. A la tradición, clásico en vida, su voz aporta un tono inconfundible. El mismo que ahora, al fin, se reconoce. El que celebran sus lectores, no su público.

Nota: Este artículo se ha publicado en El Cultural
La fotografía es de Jesús Ciscar, para El País
 

16.11.20

Ladridos

Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) es licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas por la Universidad de Salamanca, expresidente de la Asociación de Escritores Extremeños y codirector del Aula de Literatura “José Antonio Gabriel Y Galán”. En los últimos años se ha ocupado con solvencia de la gestión cultural del Ayuntamiento de Plasencia, del que es funcionario.
Autor de las novelas Biblia apócrifa de Aracia (Del Oeste Ediciones, 2010), El tesoro de la isla (De la luna libros, 2015) y El verano del Endocrino, (Baile del Sol, 2018); los libros de relatos Cortometrajes (Editora Regional de Extremadura, 2004), El círculo de Viena (Llibros del Pexe, 2005), Cuaderno escolar (Editora Regional de Extremadura, 2009), Palabras menores (De la luna libros, 2011) y Perder el tiempo (De la luna libros, 2016); así como de los libros de poesía Cicerone (De la luna libros, 2014) y Aire de familia (La Isla de Siltolá, 2016), sus cuentos figuran en varias antologías del género y ha traducido Lo invisible, del portugués Rui Lage (La Umbría y la Solana, 2020)
Con El síndrome de Diógenes, el placentino  ganó el trigésimo noveno Premio de Narración Corta ‘Felipe Trigo’. Las bases del mismo nos ponen en la tesitura de dudar de si estamos ante un cuento largo o ante una novela corta. Sí, de nouvelle podría hablarse, ni novela ni cuento, un formato poco explotado aquí. Lo importante, digámoslo cuanto antes, es que Santos ha conseguido dar a su relato la medida exacta, la que mejor se ajusta a la historia que narra, o viceversa, porque de hecho, como el propio autor comenta en una entrevista, presentarse a ese premio no fue una casualidad sino “un reto”: el de adaptarse a esa concreta extensión que exigían las citadas bases. Explica que, para hacerse “una idea del ritmo, el formato o la estructura que un texto así podría tener eché mano de los clásicos” y que dos de ellos: Lazarillo de Tormes La metamorfosis, “podrían haber sido, por su extensión, candidatos excelentes al premio”. Comprobó, además, que, con ser muy distintos entre sí, ambos tenían que ver con “una historia que me venía rondando hacía tiempo por la cabeza”. La nota editorial la resume muy bien: “«Todo comenzó el día en que me dio por ladrarle a la Bulldog». Así empieza El síndrome de Diógenes, el relato en primera persona de un cínico contemporáneo, un tipo extravagante que, en la mitad del camino de la vida, emprende una cruzada contra lo que llama la perniciosa secta de las señoras con el bolso bajo el brazo, dejándose llevar por un instinto cada vez más canino que lo acabará alejando sin vuelta atrás de sus congéneres”. Aunque el argumento sea importante (con más enjundia de la que pueda deducirse de esta sinopsis) y la frágil y sugerente trama lo suficientemente llamativa como para captar la atención del lector, que pronto se siente atrapado por los avatares de la entretenida e intrigante fábula, conviene resaltar la atención que Santos consagra al lenguaje, la sutileza que despliega para expresar lo que cuenta de la forma más adecuada posible. Esto no es nuevo. Quienes hemos seguido su trayectoria sabemos que la precisión y el rigor de su escritura son, para él, norma, algo que se aprecia aún con más nitidez en El síndrome..., tal vez porque eso que llamamos “madurez” le haya alcanzado de lleno. Y de qué espléndida manera, cabe añadir. A modo de ejemplo, uno elegiría el párrafo final de capítulo 8 (de los 10, por cierto, que componen la obra). Basta y sobra.
No puedo evitar, ya que lo menciono, que si bien se aprecia, a rachas y para bien, la alargada sombra de la obra de su maestro (en sentido profundo), Gonzalo Hidalgo Bayal, su influencia (reconocida por Santos con sano orgullo y gozosa naturalidad) es aquí menos evidente que en otras ocasiones y, en consecuencia, la voz, me atrevo a afirmar, más personal y asentada que nunca. Se trata de lecciones bien aprendidas, las mismas que cualquier escritor ha de asimilar a costa de leer con la debida atención a sus clásicos electivos, ya sean antiguos, modernos o contemporáneos. Y eso vale para Antístenes, Crates de Tebas y Diógenes de Sinope (los griegos de la “escuela cínica” que han inspirado esta nouvelle) o para Kafka, Borges y Bayal (tres referentes literarios reconocidos).
El protagonista de El síndrome… (del que desconocemos el nombre, como los del resto de personajes), un profesor de instituto separado, con un hijo y en crisis, tan extravagante y solitario como suelen ser los que Santos concibe, seres alejados de la presunta normalidad, pasa por una serie de vicisitudes que no es menester desvelar aquí pero que construyen una inquietante metáfora de nuestro tiempo líquido, por seguir a Zygmunt  Bauman, pero ahora en estado de congelación, suspendido por culpa de la pandemia y tomado del todo por el miedo. Ladrar, en sentido simbólico, es acaso una necesidad. Y pues que de ladridos hablamos, tampoco está de más reconocer la trascendencia del perro como animal de compañía en la sociedad actual, lo que refuerza, a mi entender, la dimensión alegórica del relato. Éste incide en otra característica de la literatura del escritor placentino: el humor. Un humor, como corresponde al cinismo del protagonista, ácido y, por momentos, hasta corrosivo, muy adecuado para acompañar a un hombre en su particular descenso a los infiernos.
Situada en Pomares, esa ciudad inventada por Santos que tanto se parece a la suya natal, la imaginativa historia de este atrabiliario personaje, con el que recorremos las angostas calles secundarias del centro y las inhóspitas periferias, cuando no la desolada intemperie de los canchos, nos permite reflexionar sobre la condición humana –tan perruna a veces– que es, a la postre, lo que la literatura compasiva, humanista y moral de Juan Ramón Santos persigue. Si no la conocen aún, no veo mejor manera de empezar que con la lectura de esta pequeña, conseguida joya.
  
El síndrome de Diógenes
Juan Ramón Santos
Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2020. 88 páginas. 8,00 €

Esta reseña se ha publicado en PlanVe

11.11.20

Ars nimia: La poesía de Gutiérrez Plaza

Que la poesía venezolana contemporánea es un pozo lírico sin fondo resulta ya un lugar común. Bien lo saben los lectores curiosos y atentos. Los editores españoles, lógicamente, también. Pre-Textos y Visor, por poner sólo un par de notables ejemplos, han cuidado esa presencia ultramarina. La primera publicaba en 2019 la magna, exhaustiva antología Rasgos comunes (con selección, prólogo y notas de Antonio López Ortega y Gina Saraceni), más de mil cien páginas de versos venezolanos del siglo XX. La segunda (junto a la Fundación para la Cultura Urbana, serie que coordina con mano firme Marina Gasparini para la casa madrileña y que va por su tercera entrega) acaba de publicar El cangrejo ermitaño, de Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962), incluido, por cierto, en el florilegio recién citado. 
Cada libro empieza a su manera. Quiero decir que llega de un modo distinto, si hace al caso. Éste me atrapó, para empezar, por la misteriosa, sugerente ilustración de su cubierta, obra del pintor abstracto Cipriano Martínez, que casa muy bien con la obra figurativa de AGP. Siguió por el prólogo, de Rafael Courtoisie, algo más que unas páginas de divagación y cortesía. "Palabras que saben dudar" lo titula. Afirma que no estamos ante una antología al uso, ordenada en orden cronológico, sino ante "un libro nuevo". Del todo, obvio, para quienes no hayan leído a AGP. La selección (de cinco libros), lo subraya, es cuidadosa. El lector lo nota de inmediato, tal vez porque la primera de las ocho partes de que consta  (cada una se abre con una cita muy bien elegida) es una de las más pujantes del conjunto. Menciona el uruguayo, entre otras cosas, su "racionalidad pasional" (certero oxímoron), no carente de lucidez, su visión de insiliado (más que de exiliado), la "contención voluntaria" en el lenguaje, su cualidad de poeta "urbano" y el asentamiento de su discurso "en un espacio de duda y reflexión que es la esencia de su poesía" (más que hechos, interpretaciones). 
Ya se dijo que el libro no podía comenzar mejor. A su país natal, de triste actualidad desde hace años, dedica unos poemas más dolidos que sociales o civiles. El primero, "Un país". El segundo, "Dos patrias". Destacaría "Realismo socialista", uno de los que se atienen a lo dicho en el poema "Entre la espada y la pared", de la última parte, la dedicada a la poética: La ironía no es asunto de elección. // Es una imposición de la realidad / que acosa al lenguaje. También son elocuentes estos versos finales de "Hogar": Vivo como el cangrejo ermitaño, / como un decápodo errante, refugiado en conchas vacías, / atrapado, impenitente, confiado / en la bondad de alguna ola que me arrastre / o termine de ocultarme en la arena.
La segunda parte está dedicada al viaje: la noción de lugar (Vengo de un lugar que ya no existe), las ruinas (Vivo entre ruinas / como el moho reciente, luego de la destrucción). "Tierra de gracia" es uno de los mejores poemas de esa sección. 
La tercera aterriza en la ciudadanía (como se observa, la coherencia es total), la "gente invisible" (Gente que al caminar / apenas deja huellas), la que vive en "el infierno que habitamos todos los días", que diría Calvino. 
La cuarta inventa un idioma, pongamos, para el "clima extranjero" (el del epígrafe de Fombona Pachano). Made in USA. El Midwest, Oklahoma, Nueva York, Mrs. Gardner, el estudiante Phillip, el amigo chino...
La quinta está dedicada al amor. Un tema complejo, ya se sabe. No es la parte que más me convence, aunque "Escena conyugal" sea un poema excelente. 
La sexta se ocupa de los fenómenos y las cosas: la lluvia, las telarañas, el muro, las piedras. Se cierra con otro poema memorable, "Saudade": Me gustan las canciones tristes / en idiomas que desconozco
"Vivir es sólo una costumbre", escribió Anna Ajmátova y de eso (Uno lo que hace es vivir) va la séptima parte. Y en la vida, los hijos (Gaby y su pez  Alfonso, el cachete de Andrés, la cucaracha de Ernesto). Emocionante "Últimas palabras" (leo como propios estos versos: Cada quien levanta murallas / para proteger sus fronteras). "Cuando no era" (Tantos han partido cuando no era) es otro de los imprescindibles. Abundan en este grupo, el más numeroso de todos, donde tal vez se aprecie mejor la indiscutible calidad (o eso creo) de esta poesía que respira naturalidad aunque nunca pierda de vista el pensamiento. Tan imaginativa en su realismo (ahora soy yo quien juega con el oxímoron) como calibrada y exacta en lo que respecta al lenguaje. Y de eso va la última parte. Ya allí, poemas breves con una fuerza demoledora: "Palabras" (Sólo confío en aquellas / palabras que saben dudar) o "Sin saberlo". A Rafael Cadenas (el gran poeta venezolano vivo, tan presente, pongo por caso, como el fallecido Eugenio Montejo) le dedica otra pieza indeleble: "Réquiem para un poeta". En "Ars nimia" lo dice, en fin, todo: Un lenguaje que encubra ( (y descubra) / sin hacerse notar, / que oculte / (y revele) / con sigilo. // Un arte de lo mínimo / (o con una m menos, de lo nimio), / en el que sin excesos  / se haga sentir / el cartílago de la lengua. Me apropiaría con gusto de esta precisa poética. 
A medida que avanzaba en la complaciente lectura, me decía a mí mismo que me gustaría haberme topado con este libro cuando era joven. Me da que es una de esas obras exigentes que ayudan a crecer, que enseñan a escribir. 
La breve nota sobre el poeta incluida en Rasgos comunes se cierra con estas palabras: "La de Gutiérrez Plaza es una voz que constantemente se desdiosa para frecuentar la serena melancolía que da la aceptación de la muerte". Es verdad. No dejen de leerlo. 

El cangrejo ermitaño. Antología poética
Arturo Gutiérrez Plaza
Visor de Poesía, Madrid, 2020. 172 páginas. 12,00 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 149 de la revista Clarín

8.11.20

Reseñistas

"El incierto mundo del reseñista es una tarea bastante ingrata, sin prestigio literario ni académico, en un sistema cientificista que cada vez más cancela las humanidades, la hermenéutica y el pensamiento crítico. La difusión, también, es muy escasa. De la repercusión ni hablamos". Juan Carlos Abril, del prólogo de su libro Panorama para leer. Un diagnóstico de la poesía española. Lo ha publicado Bartleby en su colección Miradas. (La imagen está tomada de la revista Zenda)

4.11.20

Llop conversa

José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956) es bibliotecario en su ciudad natal, donde ha vivido siempre salvo durante los años que pasó en Barcelona como (mal) estudiante de Derecho (reflejados en Reyes de Alejandría). Es escritor de novelas, relatos, dietarios y poemas, así como traductor (de Derek Walcott, por ejemplo, y de distintos novelistas y poetas de sus islas). Recientemente se puso en escena un monólogo suyo, La nit de Catalina Homar. Ya que la cito, aclararé que Llop escribe habitualmente en castellano, pero también, con naturalidad, en mallorquín o catalán de Mallorca. Poesía, por ejemplo. (Hace unos meses, en pleno confinamiento, publicaba el poema “Ciutadans confinats“, que empezaba: “No, aquesta pesta no és l’Apocalipsi, encara no”, y terminaba: “La ciutat deserta és el reflex de la nostra ànima”.) 
Fue el comisario de  la exposición antológica que el Reina Sofía dedicó al artista francoindochino Pierre Le-Tan y ha prologado obras de Graves, el archiduque Luis Salvador de Austria, Modiano, etc. También ha editado a Llorenç Villalonga, un mestre.
Cabe destacar su faceta de articulista. En Diario de Mallorca (del que es columnista desde hace más de treinta años) o el diario ABC (donde ha firmado Terceras memorables). 
De su extensa obra, podemos destacar los libros de poesía La naturaleza de las cosasEn el hangar vacíoLa oración de Mr. HydeQuartet (en catalán), La dádivaLa avenida de la luzCuando acaba septiembre y La vida distinta. Como narrador, Pasaporte diplomáticoEl canto de las ballenasEl informe SteinLa novela del siglo (premio NH), Háblame del tercer hombreEl mensajero de ArgelParís: suite 1940En la ciudad sumergidaSolsticio Oriente. Como diarista, el precoz La estación inmóvilChampán y saposArsenal y La escafandra. Al género ensayístico pueden acogerse sus libros La ciudad invisibleConsulados fantasmasAl sur de Marsella Los papeles del Nixe.
Digo “género” pero aclaro que una de las virtudes de Llop es precisamente que sus libros no se sujetan a esas normas clasificatorias más propias de la didáctica que de la literatura. En la ciudad sumergida, verbigracia -tal vez la obra narrativa del mallorquín que, con Solsticio, más me gusta-, mezcla con maestría lo narrativo, lo poético y lo ensayístico, con el concurso imprescindible de la memoria, sin que el resultado se resienta por ello, sino todo lo contrario.
En los últimos años, desde que se publicó en francés Háblame del tercer hombre, un auténtico succés d'estime allí, Llop goza del reconocimiento de la crítica y de los lectores en el país vecino, donde se han traducido y premiado algunos de sus libros y donde pasa temporadas (en París y Burdeos). En el diario Le Figaro le denominaron “un Modiano mallorquín”. 
Es posible que esta larga presentación, más allá de dar justa cuenta de los logros de este autor, obedezca a una impresión particular: que el lector común no lo conozca. Sí el de poesía, lo doy por hecho, ya que en ese patio nos conocemos casi todos. Y el que frecuente este blog, donde sus apariciones menudean. Suele ocurrir con quienes, como él, son de verdad independientes (sin generación, acuñó el término de los poetas “No Vistos”), viven alejados de los centros de poder (como un “buen emboscado”) y desarrollan una obra personal que sólo atiende a sus propios intereses y no a los del público y el mercado. De esto y de muchas cosas más va José Carlos Llop: una conversación (Elba), donde el palmesano charla con los críticos Daniel Capó y Nadal Suau, ambos mallorquines, que, a tenor de sus preguntas, demuestran conocer exhaustivamente la obra de su paisano. Y admirarla, claro. Todo gira en torno a “la patria llopiana”, que no deja de ser un mundo, el que es capaz de constituir todo escritor digno de tal nombre: “Me gustan los escritores que fundan y hay una literatura que supone un territorio fundacional”. Como él ha hecho. 
Lo esclarecen los editores en “Propósito”. Se refieren al liberal que ejerce de embajador de nuestras letras en Francia y de las insulares en el resto de España, el mejor escriba y cronista contemporáneo de la ciudad de Palma, “tan Modiano, tan Visconti”. “El objetivo del presente libro es, en realidad, el de regresar a la escritura llopiana, en diálogo con el autor, sí, pero sobre todo asistiendo al diálogo del autor con su obra y con los aspectos esenciales de la vida que la ha hecho posible”. Una conversación de “ideas” más que de “anécdotas”. Y concluyen: “Una conversación se aproxima a la literatura y la persona de José Carlos Llop con una voluntad simultáneamente sumaria e indagatoria”. Sólo requieren del lector “la convicción de que memoria, literatura y honestidad mantienen una relación de interdependencia”, que no es un mal comienzo.
Dividida en siete amplios capítulos, poco o nada queda sin explorar de esta aventura literaria en la que Llop se ha jugado la vida. Pocos escritores conoce uno, y menos después de leer estas páginas, donde el tópico de la inseparable relación entre vida y literatura se dé con más claridad. Acaso porque cree que “ser escritor es una de las cosas importantes que se pueden ser en esta vida”. Un escritor zorro y no erizo, por seguir la terminología de Isaiah Berlin, de los que salen a cazar y no pescan en su interior. Un escritor cosmopolita y europeo. De atmósferas. Luminoso y mediterráneo (por eso, escéptico y fatalista). Partidario de “los placeres intransitivos”. Para Llop, la literatura, que “nace de una forma de mirar, de contemplar, de una forma de entender la vida”, es “respiración” y la poesía, además, “un don”.
Y ya que hablamos de poesía, donde “reside algo sagrado”, “un lujo”, que “habita en la esencia de las palabras y en el misterio” y “no es consuelo sino luz”, Llop afirma que “el poeta es Otro y vive en lo Otro” (un “médium”, diría Joan Perucho), pero sin olvidar que “uno sólo es poeta cuando está escribiendo un poema”. Y poeta ha querido ser ante todo, a la manera quizá del minor poet, que no deja de ser, a pesar de la recurrente confusión, un “buen poeta”, aunque no “mayor como lo son Dante o Shakespeare”. 
Hemos mencionado la palabra “memoria” y esta es la clave, ya que sobre ella “se articula” toda su obra. En efecto, todo remite a ella y en ella se justifica: “a la literatura como memoria y a la memoria como una forma de literatura”. “La escritura -dice- es la memoria de lo que no queremos perder”. “Tener memoria de lo que ocurrió -añade- es una forma de resistencia”. Ahí radica la diferencia entre su tiempo, que califica de “antiguo”, y el actual, que sólo se conjuga en presente. Por cierto, nada que ver con la nostalgia, ese error. 
Porque “la literatura es verdad”, él ha optado por el estilo (que es el hombre, dijo el otro) y eso se aprecia se abra por donde se abra cualquiera de sus libros. “No hay novela sin estilo”, precisa. Un estilo forjado a base de experiencias y de lecturas. Entre las primeras, las de su infancia tintinesca, omnipresente en su obra, con sus veraneos en Betlem (a los que dedicó Solsticio), o en la casa con jardín de sus abuelos; las de la adolescencia en su ciudad natal o las de su primera juventud en una Barcelona de sexo, drogas y rocanrol. Entre las segundas, aunque sea difícil acotar, las de la Biblia (que le leía su padre), algunos clásicos españoles, como Garcilaso, fray Luis o Aldana, y una lista interminable, ya digo, en la que podrían figurar Eliot, Proust, Rilke, Jünger, Connolly, Waugh y Powell, Auden, Milosz, Ajmátova, Brodsky, Zagajewsky, etc. Y Cristóbal Serra, bien sûr. O Gabriel Ferrater.
El cine (“Le debo mucho al cine. Toda mi generación le debe mucho al cine”), la música (Bach, por ejemplo, y “las buenas canciones” del XX), la historia (una vocación), la pintura (Miró, Gaya, Barceló, Dis Berlin...) o el periodismo (reconoce que sin el aprendizaje de los artículos no habría llegado a escribir narrativa) ocupan no pocos párrafos de este libro. También la memoria familiar (su padre militar, los estudios en un colegio de los jesuitas), las mujeres (entre ellas, la suya, Helena: “no hay amor sin conversación”), el trabajo (me hice bibliotecario, explica, “para salvaguardar el poeta y el escritor que era”), la autobiografía y la “creación de un personaje”, la naturalidad de su bilingüismo y el débito de su poesía con la musicalidad de la escrita en catalán, el miedo y la muerte (“somos nuestros muertos”), el carácter insular y Palma (cree que “lo del genius loci es real”) y sus otras ciudades: Barcelona, París (“París y la literatura son sinónimos”), Burdeos o Bordeaux (a la que dedicó La vida distinta), Venecia o Beirut, su último descubrimiento. La ciudad como concepto, en tanto que lugar, está en el centro de sus indagaciones y de sus intereses: “La ciudad construye su propia literatura y la literatura construye su propia ciudad”. Y puntualiza: “Ya sé que una ciudad son muchas ciudades”. 
En el fondo, Llop es un moralista, en el mejor sentido, consciente de que, como dijo en un verso, “la belleza es una forma de moral”. Alguien que piensa, en fin, que la “literatura es una forma de salvación”.
Confieso que he leído el libro, lápiz en mano, con la misma pasión que Llop cultiva y exige. He disfrutado mucho, pongo por caso, con sus reflexiones sobre la poesía, normal, menos con las que tienen que ver con su narrativa, que conozco peor, y poco con ciertas trazas de vanidad por otra parte excusables. Porque somos como somos y la literatura española es como es, comprende uno, cómo no, la íntima satisfacción que le ha producido su inesperado éxito en Francia. 
Animo al lector que conozca la amplia y variada obra de Llop a que lea esta lúcida conversación, pero también al que se atreva a iniciarse en ella. Puede ser un buen principio. Por otro lado, qué bien que se editen libros así, tan raros, ay, como Llop y su literatura. 

Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista digital El Cuaderno.
La fotografía de J-CLL es de Carmen Silvestre y está tomada el pasado verano en Valldemossa.