Ignacio Cartagena (Alicante, 1977) ya ha publicado cinco libros de poesía de los cuales no he leído ninguno. Ni siquiera me sonaba su nombre. Por la nota de solapa de su sexta obra, Urnas, ánforas, vasijas. Variaciones eróticas de un día de playa (Pigmalión/Sial), sé que es diplomático de carrera y que está destinado en Ginebra.
Busco en internet y encuentro unas palabras sobre su poesía pronunciadas hace un año por Eduardo Moga en la mismísima sede de Naciones Unidas en Ginebra: "Hay un rasgo de su poesía que ejerce con finura: el erotismo. Su escritura es clara, sin oscuridades, con un erotismo intenso y culto". Y añade: "Ignacio tiene el sentido del humor que a mí me falta pero que me gusta leer en otros autores. Parece que ha escrito sus versos sonriendo, pero eso no le quita profundidad." Lo traigo a colación porque, más allá de la sensata información que proporcionan, a tenor del subtitulo del volumen, Cartagena vuelve en esta nueva entrega por sus fueros.
Antes de entrar en materia, me gustaría confesar que me resulta muy difícil resistirme a leer un libro que viene presentado por Vicente Valero. No se prodiga el ibicenco en ese quehacer. Al contrario. Esta vez, además, y sin dejar de quejarme por esta moda del prologuismo que nos invade, sus palabras son pertinentes. "En los versos de Ignacio Cartagena la poesía está presente como afirmación y promesa perdurable", afirma. En verdad este libro "celebra la amistad de los cuerpos y el sol, la claridad de los días amoroso cerca del mar". Un asunto, por cierto, que Valero conoce bien. Porque vive bajo una luz semejante. Mediterránea. En medio de parecidos "paisajes del placer". En playas de arenas casi idénticas. "Si tuviera que resumir aún más, yo diría que estos versos luminosos nos hablan con sencillez y naturalidad de aquellos momentos en los que la vida decide ponerse de nuestra parte." Poco más cabe añadir. Es lo que tienen los dichosos prólogos. Los oportunos e inteligentes, quiero decir.
A punto de comenzar el verano, ese tiempo proclive a la felicidad, nada mejor que adentrarse con Cartagena en esta alegre jornada particular dividida en "Amanecer", "Mañana", "Mediodía", "Sobremesa en seis intentos" y "Atardecer".
Abre el libro una elocuente cita de Cioran, del Cuaderno de Talamanca (escrito, por cierto, en Ibiza entre julio y agosto de 1966): "He venido hasta aquí por el sol, y yo no puedo soportar el sol. Todo el mundo está moreno, pero yo seguiré blanco, pálido. Mientras me entregaba a toda suerte de reflexiones amargas, contemplaba los pinos, las rocas, las olas visitadas por la luna, y de repente me di cuenta de hasta qué punto estaba yo ligado a este hermoso y maldito universo." (según la traducción de Manuel Arranz).
Abre el libro una elocuente cita de Cioran, del Cuaderno de Talamanca (escrito, por cierto, en Ibiza entre julio y agosto de 1966): "He venido hasta aquí por el sol, y yo no puedo soportar el sol. Todo el mundo está moreno, pero yo seguiré blanco, pálido. Mientras me entregaba a toda suerte de reflexiones amargas, contemplaba los pinos, las rocas, las olas visitadas por la luna, y de repente me di cuenta de hasta qué punto estaba yo ligado a este hermoso y maldito universo." (según la traducción de Manuel Arranz).
Los versos que describen ese día se adaptan al espacio que habitan. Destilan sensualidad, elegancia. Son formas del saber vivir. Frutos maduros de una cultura solar que nos alumbra desde hace más de dos mil años. Pero no hay ecos aquí, sino un voz clara y ligeramente perfumada, como las noches de las islas, que lo mismo evoca la fresca sombra de un emparrado que un baño en el mar. Y a la higuera, el limón, la mandarina...
Lee uno "El rentista", un poema que me parece paradigmático, y se dice: basta y sobra, esto es poesía.