Edición
y prólogo de Clara Janés
Siruela,
Madrid, 2016. 250 páginas.
En plena vorágine vindicativa de la poesía
femenina, resulta muy oportuno el rescate de esta antología de las primeras
poetisas de nuestra lengua que editó hace treinta años
Clara Janés, poeta imprescindible del panorama, estudiosa de la literatura
escrita por mujeres (léase Guardar la
casa y cerrar la boca) y una de las siete académicas de la RAE; un libro
que ahora regresa con más poemas, un nuevo prefacio y mejor aspecto. Y ya que
lo digo, la editorial podría haber elegido para la cubierta uno de los retratos
de esas poetisas (motivo de una exposición comisariada por la propia Janés para
la Biblioteca Nacional) en lugar de un bonito motivo francés.
“En nuestra tierra, la mujer escribía desde
el momento en que se pasó del empleo del latín al romance”, afirma la editora.
Partamos de ahí. Con todo, no fue fácil. María de Zayas se dirige a los hombres
que les dan “por espadas ruecas y por libros almohadillas”, que “nos negáis
armas y letras”. Más allá de momentos puntuales (el Japón de Shikibu, la Grecia
de Safo, la Provenza del siglo X o el Al-Andalus de las poetisas árabes), todos
anteriores a éste (que va del XV al XVII), la creación femenina ha seguido un
camino complicado. “¡Somos mujeres! Pregunto: / ¿cómo seremos oídas?”, exclama
sor María de San José, principal discípula de santa Teresa.
Cuarenta y tres son las poetisas que componen
esta obra. De Florencia Pinar hasta Sor Juana Inés de la Cruz. Algunas son muy
conocidas, como la que acabamos de mencionar, santa Teresa de Jesús, María de
Zayas, sor Ana de Jesús (destinataria del Cántico
espiritual) y Antonia de Nevares, hermana del último amor de Lope de Vega,
padre de sor Marcela de San Félix, autora de “El jardín del convento”. La
mayoría o son nobles o monjas, o ambas cosas a la vez. Y además del “Fénix de
México”, hay en la muestra una lisboeta: Violante Do Ceo, una peruana:
Amarilis, y una napolitana: Luisa Manrique. No pocas viajaron o residieron en el
extranjero.
La edición prescinde de notas y está
concebida para que el lector disfrute de lo que importa. Al final, eso sí,
aparecen unas breves notas biográficas de las poetisas, donde comprobamos que algunas,
como Cristobalina Fernández (autora de “Soneto a la batalla de Lepanto”),
tuvieron vidas de novela.
No hace falta decir que estos versos
participan de las mismas características que definen la muy estudiada lírica de
los siglos áureos. Por lo dicho con anterioridad, Dios y la vida religiosa está
en el centro de sus preocupaciones, sin obviar la veta mística y sufriente. Alienta
en casi todas el deseo de morir para vivir de verás. El amor es otro asunto
capital, ya sea humano o divino. Abundan también los poemas dedicados a reyes y
santos.
La variedad formal es notable. Encontramos
sonetos, octavas, romances, villancicos, letrillas, madrigales, sátiras, liras,
décimas…
Más allá de las obras indiscutibles (la de la
santa de Ávila, la novelística de
María de Zayas o la magistral de sor Juana Inés de la Cruz, de la que se
incluye completo Primero sueño),
destacaría la “Epístola a Belardo”, de Amarilis; el soneto “Al marqués de San
Felice”, de Euterpe o el primero de Leonor de la Cueva; los poemas de las
extremeñas Luisa de Carvajal y Catalina Clara Ramírez de Guzmán; y el “Himno en
desprecio del mundo”, de sor Hipólita de Jesús.
En un apéndice se da la canción que Cervantes
dedicó a los éxtasis de la, entonces, beata Teresa y parte de los poemas de Lope
a “Amarilis Indiana”. Como dije, un acierto.
Juan
Cobos Wilkins
Fundación
J. M. Lara/Vandalia. Sevilla, 2016. 104 páginas.
Cobos Wilkins (Minas de Riotinto,
1957) antologó el grueso de su poesía en La imaginación pervertida y, tras una década, publicó Biografía impura y Para qué
la poesía.
Aunque cree que ésta es incapaz
de ofrecer respuesta a los problemas que acucian al ser humano, sólo ella puede
de procurar ese refugio que le libre de la intemperie. Cae, “entre la pasión y
la armonía”, y parece que nada ni nadie le sostiene. Sólo versos ante ese
derrumbe.
En tono elegíaco, traspasado de
ironía, el poeta canta (lo hímnico, paradójicamente, prevalece) su propia
decadencia. “Sólo queda memoria del amor”, escribe. “Ni la pasión, la fe o la
belleza, / tan fieles otro tiempo, persisten”.
Su manera de decir no desdeña
cierto preciosismo barroco que ensalzan palabras e imágenes llamativas en un
constante juego metafórico al que se suman comparaciones sorprendentes.
El poeta se dirige a un tú de
estirpe cernudiana con él que establece una suerte de diálogo que flota en la
melancolía. Allí, la soledad, “la vida ya en despiece” por culpa de las
ausencias y las pérdidas. “Reconoces que vivir es deshabitarse”, leemos, “y
recuerda / que todo cuanto ames lo amarás siempre solo”.
Alude a un “simulacro de
existencia” donde “nunca se termina de morir”.
La infancia como territorio feliz
fija el anclaje al que sujetar esta deriva infligida por la edad y el paso del tiempo.
“¿Dónde estaba la vida?”, se
pregunta el viajero, “sin equipaje siempre / y solitario”, que dice, como
Graves, “adiós” a todo esto.
Alfonso Armada
Bartyleby Editores, Madrid, 2017. 80 páginas.
Armada (Vigo, 1958), periodista, es autor de libros como Fracaso de Tánger y Los temporales.
De Cuaderno ruso dice
que se trata de “un libro contra los sueños que acaban en pesadilla”. Que son
“lecturas amargas de un aprendizaje de la realidad”. Confiesa que su interés
por la URSS (habla de un “pasado remoto”) “fue siempre más literario que
político”. Estamos ante un viaje (por el espacio y por el tiempo) y una
historia de amor. Con “incrustaciones portuguesas”, cabe añadir.
“La amé por las esquinas / en los escondrijos cordiales”,
escribe. Y, a pesar de que “Yo también soñé mi sueño ruso”, aquello acabó mal.
Al fondo, el asunto de la identidad: “No me siento orgulloso
de mí mismo”. O: “¿Esto es lo que somos? / ¿Qué es entonces lo que fuimos?”. Y
el narcisismo. Más allá, el remordimiento de alguien que desconoce la inocencia:
“Al menos sé que mi culpa es muy corriente / entre la tropa común de los
mortales”. Y la ideología: “No fui un buen homo
soviéticus, / amé mi alma por encima de todas las cosas”.
A los paisajes del frío (Moscú, Voronezh, Leningrado…) y sus
poetas (Pushkin, Ajmátova y sobre todo Brodsky, dedicatario del libro), se
contraponen, ya se dijo, los atlánticos: Lisboa, Évora, Coimbra… “Ojalá fuera
portugués”, leemos. Como Torga, al que evoca.
Escrito entre 1991 y 1996, hay algo de ajuste de cuentas en
este libro nómada y áspero (“El infierno es uno mismo”) que cifra en mirar
“nuestra miserable condición”.