24.11.21

De Cortines

Jacobo Cortines
Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2021. 128 páginas. 12 €
 
El sevillano Jacobo Cortines (Lebrija, 1946), traductor y ensayista, reunió su obra lírica en Pasión y paisaje. Poesía reunida (1974-2016), publicado en la colección Vandalia, que dirige él mismo y que celebra las cien primeras entregas de su catálogo con el florilegio Casi veinte años de poesía hispánica contemporánea.
Tras Pasión y paisaje (1983; que incorpora su ópera prima, del 78: Primera entrega), Carta de junio y otros poemas (1994), Consolaciones (2004, Premio de la Crítica), Nombre entre nombres (2014), llega Días y trabajos, que, en homenaje a Hesíodo, canta la virtud del trabajo, que desconoce el “zángano”. Del trabajo bien hecho, añadiría al comprobar la excelencia de esta poética escueta y singular como pocas que bebe, con original naturalidad, de las fuentes clásicas.
De este libro ya dio Cortines un adelanto en la citada recopilación. Por medio, un luctuoso, decisivo acontecimiento: la enfermedad y muerte de su mujer, Cecilia Romero de Solís, Lilí.
El año pasado apareció la antología En el mejor silencio (con prólogo de Ignacio F. Garmendia, Renacimiento), que recogía, entre otros poemas amorosos, el tríptico Pasos de amor. Es acaso la parte más sustancial y emotiva de Días y trabajos, un libro que comienza con “De vita beata”, ocho poemas breves (salvo un par) donde el paisaje –del jardín, sobre todo, un motivo frecuente–, tan del alma como físico, queda expresado mediante una métrica (endecasílabos, alejandrinos) limpia y efectiva que no oculta su carácter epigramático (léase “Lluvia). Tampoco su raíz popular, en el más hondo y andaluz sentido (léase “Pétalos”).
La condición de miglior fabbro no le pasa tampoco desapercibida al lector cuando observa el uso que Cortines hace de la sintaxis. “En esta primavera”, por ejemplo, un poema sin puntos ni comas que fluye con inspirada elegancia: “recuerda que fui polvo y he de serlo /vida sin mí yo muerto pero vivo / en esta primavera de mis versos”.
La naturaleza, otra presencia habitual, es protagonista en “Calendario”.
“Afinidades” agrupa una serie de homenajes: a los músicos Manuel Castillo y Alberto Zedda (una elegía en forma de monólogo dramático donde Cortines, entre versos, se confiesa: “Desterré de mi vida la pereza”) y la pintora Carmen Laffón (“¡Cuánto detrás de estos «Sarmientos», Carmen!”).
“Días y trabajos” se compone de tres poemas largos. “Europa” (una denuncia de los horrores de la guerra representados en la figura de Ferida Osmanovic, víctima bosnia de la masacre de Srebrenica, que nos transmite la medida moral y humanística de Cortines) y “Réplica final” (un elogio de la mujer y contra el mito de Pandora: “¿Sin la mujer la vida qué sería?”) ya estaban en libros anteriores.
Se subrayó la importancia de Pasos de amor, “uno de los grandes cancioneros de la poesía española contemporánea”, según Garmendia; digno de alguien que ha traducido a Petrarca. Una melancólica crónica del dolor, con estaciones de esperanza, que no desdeña la felicidad del inmortal enamoramiento. “Todo eres tú y todo te responde, / y sin ti no hay verdad ni hay hermosura”. “Razón de mi vivir será cantarte”. “Mientras yo viva vivirás conmigo”. “Todo es misterio, amor”. “Te pienso, te vivo, te converso”.
Allí, la casa, refugio y fortaleza que tiene por centro el jardín. Y ya que de casas hablamos, en Micones se fecha, el 6 de abril de 2020, “Extraño regreso”, un espacioso poema meditativo (como su memorable “Carta de junio”) escrito durante el pandémico confinamiento y que, como quería Eliot, mezcla lo sustancial con lo anecdótico, lo grave y lo menudo. Le acompañan en la finca donde pasó su infancia (que regresa a ráfagas) una parte de su familia (un hermano seriamente enfermo, una joven embarazada…). No falta su mujer: “y en su dolor a solas / el nombre de ella invoca como bálsamo”. “Mejor volver a los recuerdos”, escribe un hombre “adulto, solitario, / desengañado y triste”.
Con Coda, siete poemas nuevos de distinta extensión, se cierra el círculo. Ahí, la muerte: “También yo he de morir”. Y, como siempre, Cecilia: “Que tu recuerdo se convierta en bálsamo / hasta el momento en que contigo duerma”. Porque “Todo es y no es al mismo tiempo, / y todo pasa y nada queda inmóvil, / pues la quietud destruye y aniquila”.

 NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.


16.11.21

Las abejas de lo invisible

Al azar o a la casualidad solemos atribuir que un escritor de ritmos lentos (como casi todos los que de verdad lo son) nos ofrezca en poco tiempo varias publicaciones. Es el caso del gijonés afincado en Madrid Jordi Doce. Después de
La vida en suspenso. Diario del confinamiento (marzo-mayo 2020), que apareció en el selecto catálogo de Fórcola a principios del verano de 2020, y además de diversos prólogos y epílogos, ha dado a la imprenta estos últimos meses: Inminente y ajeno (El Lotófago. Galería Luis Burgos), con poemas suyos que dialogan con excelentes fotografías de José R. Cuervo-Arango; Monte bajo. Poemas 2021-1990 (Solazul Ediciones), breve antología inversa editada en la uruguaya colección Postal de Poesía con prólogo de Diego Techeira; Esta mano, con sus versos y las imágenes de Mela Ferrer (Del Centro Editores, Colección Tríptico, tirada artesanal de 100 ejemplares numerados y firmados por ambos autores); y Dos tiempos, carpeta de Ediciones Denis Long con un grabado y un par de poemas del autor de No estábamos allí.
Ya que lo menciono, Pre-Textos, que publicó su último libro de poemas, es precisamente el sello de esta nueva entrega que reseñamos, Todo esto será tuyo, con una sugerente imagen de Segimón Vilarasau en la cubierta; un libro que lleva como humilde subtítulo: (Cuaderno de notas 2014-2019).
Los lectores de Doce recuerdan que este corredor de fondo ya ensayó esta distancia, digamos, en Hormigas blancas. Notas, 1992-200(Bartleby, 2005) y Perros en la playa (La Oficina, 2011, con dibujos de Javier Pagola). Diez años después, selecciona y reúne nuevas anotaciones y apuntes de sus cuadernos y archivos de Word. Todos los textos son anteriores a la maldita pandemia, aunque incluye tres fragmentos de 2020 (a modo de posdata) que miran al futuro (más indescifrable que nunca), como el mismo título del volumen.
El libro, por decirlo de forma didáctica, agrupa tres clases de textos que no dejan de ser variantes –ensayística, aforística y narrativa– de un mismo tono. Pero como si algo distingue en el panorama literario patrio la obra de Jordi Doce es su genuina individualidad, esto es, el carácter único y personal que aplica a su escritura con independencia del género con el que experimente, al final nada es lo que a priori parece. Un libro de diarios más, quiero decir.
Sheffield, ciudad donde pasó unos años juveniles decisivos en su vida, Praga y el Poema de la duración de Handke dan forma a la primera anotación, que marca ese tono inimitable al que me refería. Un tono donde la anécdota personal se une con admirable naturalidad a lo reflexivo mediante un ejercicio, ante todo, de inteligencia. O de lucidez, si se prefiere. Y esa mirada lúcida, tamizada siempre por su condición de lector, que se abre paso en medio del caos y de la dispersión, dota al conjunto de una intensidad y un misterio que se acerca irremediablemente a la poesía, siempre al fondo de cuanto sale de las manos de Doce, que en esta entrega, a diferencia de lo que ocurría en Perros en la playa, haya dejado fuera los poemas. Lo dice él mismo: “La poesía como una segunda naturaleza que asoma cuando menos se la espera; o más bien, porque no se la espera”.
Sorprende esa capacidad para saltar de la literatura a la vida, porque “ese hacer de la vida es, en realidad, un hacerse a uno mismo, un ir al mundo para que el mundo entre en nosotros”. De ahí su gusto por “la mezcla, la impureza”.
A lo largo del libro, que es más bien breve, con voluntad de concisión, se van dosificando los fragmentos en torno, ya explicaba, a asuntos relacionados con su vida diaria, así como con lecturas y asuntos literarios.
Cada poco, eso sí, nos ofrece una serie de aforismos que distan de ser los que pasan por tales en no pocos libros que se publican al amor de esa moda. “Jamás he tenido la impresión de escribir aforismos, ni mucho menos de ser eso que ahora se llama aforista”, leemos en la página 127. Es “el imán de una brevedad que parecía condensar o concentrar recorridos más amplios” lo que atrajo de siempre y por lo que necesita plasmar en palabras esos “párrafos sueltos y arropados por grandes espacios en blanco”. Una atracción, precisa, “más visual que conceptual”.
¿Un botón?: “Cuando el aforismo es un alfiler que inventa su mariposa”.
(A veces, se cuela entre ellos la cita de algún autor que ha hecho suya.)
Por su naturaleza, de lo más grave y hondo a lo más irónico y hasta humorístico, siempre certeros y sucintos, ayudan al lector a franquear entradas de mayor densidad. Sucede lo mismo con esos apuntes sobre las tareas domésticas o los paseos con la perra Layla en los que la casa (más que cuatro paredes: Marta, Paula) y la calle (con gente o vacía) cobran protagonismo.
Doce es un flâneur que pasea por su barrio de Madrid (mucho menos por su Muro natal), la Casa de Campo o el Parque del Oeste y que de esas caminatas (“caminar, escribir”) es capaz de extraer una original teoría sobre “el tipo de escritura que más me atrae ahora” (léanse las páginas 101 y 102). No es casualidad que antes haya comparado al paseante baudeleriano con el ensayista.
En sus cavilaciones paseísticas da importancia a lo meteorológico y, en concreto, a un fenómeno que por fuerza ha de echar de menos alguien que se ha criado a orillas del Cantábrico: la lluvia.
Si nos centramos en lo que este cuaderno de notas tiene de diario, señalaría, por ejemplo, las piezas que dedica a la infancia, a la figura paterna o los largos trayectos en coche en Navidad hasta Le Havre, en la costa francesa de Normandía, y a Barcelona en verano que le dio para inventar el juego privado “de las matrículas”, “una prefiguración de la poesía, el germen de esa necesidad compulsiva de acotar –palabra mediante– espacios de sentido, celdas verbales capaces de mitigar y esclarecer el barullo de fuera”.
Por su mordiente, inusual en un hombre educado y tolerante como Doce que mantiene sus emociones negativas (la rabia, el odio, el desdén, etc.) “en la banda, en la grada”, “vigilando el acceso” desde fuera de la escritura; por su mordiente, decía, llaman la atención las líneas referidas a amigos y colegas (bajo una X, lo que complica la identificación pero salva la enseñanza pretendida) y a las consiguientes decepciones y sinsabores que, en un inevitable “umbral crítico”, suelen acarrear las relaciones sociales en el artificial mundillo literario, por poco que se le frecuente.
En este sentido, muy significativo me parece el retrato que hace de uno de nuestros críticos más conocidos (El crítico, lo titula), al que resulta sencillo identificar.
La imaginación (esa gran olvidada a la que nadie mienta), “lo real” (página 38), la creación (y su envés: esa actividad “paradójicamente agotadora” que consiste en “no escribir”, en la que el escritor gasta “la mayor parte de sus fuerzas”) y los sueños son también materia de análisis. Como la música (“No soy músico, por desgracia”). La de Casandra Wilson, Brian Eno o Paddy McAloon, pongo por caso.
El “Paréntesis de Miami”, fruto de un viaje a esa ciudad norteamericana invitado por el poeta cubano Orlando González Esteva y Mara, su mujer, es uno de los pasajes más deliciosos del libro. Un libro en sí mismo. Una pequeña novela, siquiera sea por el relato de los orígenes de la casa narrado por una descendiente de sus primeros constructores.
Me han interesado especialmente las páginas que dedica a la meditación sobre la poesía, ya sea propia o ajena. Sobre poética, sí (lo que le hace muy útil de cara a quienes frecuentan sus poesía), y sobre el trabajo literario en general: la edición, la traducción (“Ahora sé que traduzco poemas ajenos para expiar la presunción de escribir –y publicar– los míos propios. Que traduzco, en resumen, para hacerme perdonar que escribo”), las clases… Ocupaciones, ya se sabe, que cultiva profesionalmente. Y sobre el libro y la lectura: “un poner los oídos a trabajar, un envolver con nuestra atención el libro y frotarlo con los tentáculos de la expectativa, de la curiosidad”.
“No sé si me estoy explicando” es, nos cuenta, una de las frases que más repite delante de sus alumnos en los talleres. La duda, prueba de salud intelectual, es una inseparable compañera de viaje de Doce, algo que le impide al lector asistir con pasividad al acto de la lectura y que le convierte en partícipe de aquello que lee. No en vano la entiende como “diálogo”: “La lectura nos permite identificarnos con lo que leemos sin dejar de ser quienes somos; es un desdoblamiento, un diálogo con ese reflejo de nosotros mismos que aparece al leer”.
En un momento dado escribe: “Me gusta mucho la idea del ensayo como una escritura que nace, en primera instancia, de la impotencia, de la debilidad”. Cree que, “como género”, “nos obliga a recomenzar una y otra vez, todo el tiempo, pues sabe muy bien que sólo por tanteo, por aproximación, podemos aspirar a explicarnos”. Y ensayos son en rigor el texto acerca de los insectos o sobre del El tapiz de Malacia de Aldiss. Éste incluye un poema que a Doce le llegó al alma en su adolescencia y que un tal Figueroa más que traducir se inventó pues, como ha sabido aquel aprendiz de poeta después, sólo contenía un verso verdadero.
Mención aparte merece el concebido sobre los poemas «top-down» y «bottom-up», que no dudo en calificar, por su agudeza, de antológico.
No son desdeñables, sino todo lo contrario, los que se levantan sobre personajes tan diversos como Obama (que es capaz de comentar con solvencia a Eliot; vamos, como cualquier presidente o político de los nuestros), sus admirados Elias Canetti o Anne Carson, y sobre Peter Redgrove, Ted Hughes, Octavio Paz o Seamus Heaney.
Se sintetiza bien el propósito de este libro (y acaso de cualquiera) en la lírica nota editorial de la sobrecubierta: “«Somos las abejas de lo invisible», escribió Rilke al final de su vida. Y a este libar «desesperadamente la miel de lo visible» para alimentar la gran colmena de la imaginación se dedica el poeta en cuerpo y espíritu, en un ejercicio de diálogo con el mundo que va revelando sus formas, colores y relieves, abriendo con los sentidos un espacio para la conciencia”.
Termino. A pesar de que “Nunca seremos un libro abierto para nadie, y menos para nosotros mismos”, después de leer Todo esto será tuyo está uno cerca de pensar lo contrario. Por lo que tiene, visto desde fuera, de benéfica labor introspectiva para su autor y por lo mucho que aporta al lector que se interna con el debido fervor entre sus enjundiosas páginas.
 
 NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.

15.11.21

Castúo



Se celebra el centenario de la primera edición de El miajón de los castúos, obra de Luis Chamizo, y algunos, animados por la feliz circunstancia, aprovechan para reivindicar... ¡el habla castúa! Nunca he sabido muy bien qué es eso (más allá, quiero decir, de lo estudiado, entre otros, por el profesor Antonio Salvador Plans y de lo que aparece en los libros de versos de Gabriel y Galán o del citado Chamizo), pero... No, no seríamos los primeros en inventarnos una lengua por la vía de la normalización. Al leer «No solo vamos a solicitar que se pueda utilizar el vocabulario castúo de forma hablada, sino también en documentos oficiales», tiemblo. ¿Y en la escuela? Porque así ya no habla ni el Tato. Qué despropósito. 
Copio la crónica de Pedro Fernández publicada en el diario HOY para que el lector se haga una idea de qué estamos hablando. Y lo hago con temor. Sí, por lo que supone de reclamación regionalista, versión pobre del rancio nacionalismo, tan dañino y peligroso. Como si no tuviéramos bastante.
Ignoraba que estuviera tan vivo el asunto en esta tierra de hablantes castellanos, acentos mediante. Me extraña, además, que la peregrina propuesta no venga de la mano de un partido extremeñista, como los que existieron antaño, sino de las formaciones de siempre. Monago ya apuntó maneras con aquello del "hablar en extremeño". ¿Cosas de Iván Redondo? Vivir para ver. Ya escucho a Vara pronunciar un discurso en castúo. Tiempu al tiempu. Algunos, aunque no sea el mismo caso, miran a Asturies. 


El alcalde Abel González hizo esa propuesta en el acto institucional del centenario de El miajón de los castúos

El alcalde de Guareña, Abel González, manifestó en el acto institucional del centenario de El miajón de los castúos (1921-2021), celebrado día 7 que su Ayuntamiento va a solicitar el reconocimiento del vocabulario castúo en la Asamblea de Extremadura.
La propuesta fue acogida con intensos aplausos por el público que se encontraba en el auditorio del Centro Cultural, en el que había una nutrida representación de políticos de diferentes tendencias: el expresidente de la Junta José Antonio Monago; Virginia Aizcorbe, en representación de la Junta; Ángela Murillo, en representación de la Asamblea; Ricardo Cabezas, de la Diputación; el presidente de la Fempex y alcalde de Hornachos, Francisco Buenavista; y la Delegada del Gobierno en Extremadura, Yolanda García Seco. Todos ellos intervinieron a continuación y se sumaron a la propuesta de regidor. También estaban en el acto el alcalde de Guadalcanal, Manuel Casaus, donde Luis Chamizo vivió; y las familias del poeta y del filósofo y escritor Eugenio Frutos. De ambos se descubrió un grupo escultórico. «No solo vamos a solicitar que se pueda utilizar el vocabulario castúo de forma hablada, sino también en documentos oficiales», dijo González.
Esta solicitud pasará por el Pleno municipal para que llegue a la Asamblea con el refrendo oficial de este órgano de gobierno.
Señala el regidor que hay personas mayores en nuestra región que utilizan palabras y expresiones castúas, y nadie de nuestra tierra «debe entender que es un error lingüístico, todo lo contrario, «está hablando en nuestro dialecto, el Extremeño». El hecho de que dentro de las instituciones se pueda usar el castúo (ino/ina, expresiones o palabras...) «es importante porque se está reconociendo una forma de habla propia», de este pueblo.

8.11.21

Laffón, in memoriam

 

Homenaje a María Zambrano
 
Como en ese dibujo de Laffón
donde se aprecia
un estrecho camino
que se interna en la fronda.
 
Le flanquean, precisas,
las orillas de un mundo
que al cabo nos parece impenetrable.
 
El sendero es en sí mismo una frontera
entre la luz, que brilla encima, y la negrura
que se intuye inquietante
tras la vegetación y entre los árboles.
 
Al final, un recodo
marca la dirección por la que huye.
 
Y allí una intensidad desconocida.
 
Un fulgor que anticipa
el claro de otro bosque:
el de la vida.

Con esta reproducción de uno de sus cuadros, Miguel Veyrat me daba esta mañana muy temprano la mala noticia: la pintora Carmen Laffón ha muerto. 
Este poema pertenece a El cuarto del siroco y se publicó por primera vez en la revista sevillana, como ella, Sibila
No he dado con el dibujo que inspiró estos versos dedicados a Antonio Colinas. 

5.11.21

84 Charing Cross Road

 

Con cuánto gusto he visto La carta final, que es como aquí titularon 84 Charing Cross Road, dirigida por David Hugh Jones y protagonizada por Anne Bancroft y Anthony Hopkins. 
Estará en TCM hasta el día 10.
Por lo demás, qué buenos recuerdos del libro autobiográfico de Helene Hanff que inspiró la bonita película. 
Agradezco a mi amigo Santiago Antón el aviso. 
Tan melancólica como memorable. 

3.11.21

El libro póstumo de Brines

Francisco Brines
Tusquets, Barcelona, 2021. 64 páginas. 14 €
 
El pasado 21 de mayo moría Francisco Brines en su casa de Elca (“donde transcurrió lo mejor de mi infancia, desde el lugar donde me dispuse a contemplar con sosiego y temblor, la vida y que para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo”, “el lugar donde se han cruzado todas mis edades”), unos días después de recibir de manos del rey Felipe VI el Premio Cervantes 2020.
Su poesía, reconocida con los máximos galardones, luce, única y distinguible, en medio de una constelación de excelentes empresas poéticas concebidas por los miembros del Grupo del 50, una generación sin duda extraordinaria.
Aunque su obra estuviera cumplida, se sabía que el poeta estaba trabajando (durante los últimos 25 años, desde que publicó La última costa) en un libro futuro, éste, “que la editorial ha decidido mantener de la forma más fiel posible el manuscrito como él lo dispuso”.
Con motivo de la concesión del Cervantes, Pre-Textos publicó una antología personal titulada Desde Elca con siete poemas inéditos: “Reencuentro”, “El último viaje”, “El testigo”, “El vaso quebrado”, “Las últimas preguntas”, “Mi resumen” y “Donde muere la muerte”, el que da título a este libro póstumo compuesto por veinticuatro poemas entre los cuales no figura “Las últimas preguntas”, ignoro el porqué.
Al comentar ese adelanto, señalamos que no iba a ser “un libro cualquiera”. Por el rigor autocrítico que siempre mantuvo, con independencia de la edad. En efecto, se ve que estamos ante un libro pensado y no sobrevenido, como a veces ocurre. En la línea de lo que ocurrió, pongo por caso, con Fragmentos de un libro futuro, de José Ángel Valente, compañero suyo de promoción.
Pero no nos engañemos con la muerte y las postrimerías. Brines tituló su poesía reunida (desde la primera edición,  de 1974) Ensayo de una despedida, y en realidad eso ha escrito a lo largo del tiempo: una extensa elegía.
En “Brevedad de la vida”, prosa poética (poco usual en él) que abre el volumen, leemos: “El vivir es un principio del morir, ya el acabando”. Y: “La rosa es símbolo de tanta brevedad, mas la rosa es consuelo, porque aroma”. ¿No era eso El otoño de las rosas? Y: “el hombre sólo se cumple en el amor”. “La vocación más honda, la amorosa”.
Recuerda en “Mi resumen” su epitafio: “Como si nada hubiera sucedido”, conciencia de la fugacidad de cualquier existencia. Y a Luzbel (como en Insistencias en Luzbel), “el ángel más bello, / dueño de sí, / pues supo renunciar a su Dios”. Y ya que lo menciono, la religiosa es una presencia significativa. En un poema subtitulado “Último rezo”, leemos: “Oh, Dios, si existes / o si fuiste”. Y en “El testigo”: “¿Quién pone en nuestra mente la incógnita de Dios?”. (El poeta, no se olvide, depositó en el Instituto Cervantes su libro inédito Dios hecho viento, escrito en plena adolescencia, “fruto de su primera crisis religiosa”.)
En el poema que nombra el libro, sobre la de su madre, advierte que la muerte “en la vida tiene tan sólo su existencia”. Madre que reaparece (“Me llegan oleadas de amor”) en “Un aire en la terraza”. Lo hímnico nunca falta en la poesía elegíaca de Brines, que fue un gran vitalista. Lo dice en “La suerte de la moneda”, una paradoja cierta, y se demuestra en un par de poemas delicadamente eróticos, de celebración juvenil, playera y carnal: “Al besarte, está naciendo el mundo / por primera vez”. Un mundo que es “luz de mar” y “mañana sola de la infancia”. “Me regreso a la infancia”, dice en “La manzana imaginada”: “Fue la manzana que resumió mi vida”.
La casa familiar, donde decidió retirarse, se rememora en “Reencuentro” (“He regresado a Elca”), donde, feliz, “besa” de nuevo a sus padres. Y la heredad de Oliva es protagonista de “Declaración de amor”: “Cuando estoy ausente de esta casa / se suceden aquí los días para nadie”. “Tan solitario yo”. Como en “Paréntesis cerrado”: “Soy huésped de la vida que no me pertenece, / […] / sólo es mío el naufragio, / […] / mi exacta desnudez”.
Se aprecia a lo largo del libro un gusto por la depuración juanramoniana, por la concisión y la palabra exacta, y todo se expresa con un ritmo impecable, música callada que Brines, gracias a su oído, domina. También un tono metafísico, acorde con el poeta meditativo que es, propio de alguien que sabe a ciencia cierta que está escribiendo sus últimas palabras. Y con qué serena emoción.
En “El testigo” leemos: “Nada he sido. / Mi testigo, lector, pongo en tus manos”. Y más adelante: “Así se va la vida, y vuelve luego, / y otra vez se disipa. / Yo sigo retrasando la partida final”. Contra el “frío demente”. A punto de “El último viaje”, que tanto tiene que ver con el poema final de La última costa, su libro homónimo. “Me iba para siempre / de la vida que amé / como el don de un dios bueno, / muy bueno e inexistente”. Termina: “Y que sea el Silencio”.
El poema final, “El vaso quebrado”, dedicado a sus discípulos Marzal y Gallego, escrito a modo de testamento,  alude a que “hay veces que el alma / se quiebra como un vaso”, pero antes de que “se rompa / y muera (porque las cosas mueren / también)”, quiere “que dejes / las palabras gastadas, bien lavadas, / en el fondo quebrado de tu alma, / y que, si pueden, canten”. ¿Para qué otro fin existen?
Tres fueron las “fauces” del poeta: “del animal que soy, / del Dios (que me abandona) / y estos restos de espíritu y de carne / que se muerden”.
“El asombro que en la adolescencia era para mí la poesía es ahora revelación”, dijo Brines. Algo “que no viene de fuera, sino de mi interior secreto y oscurecido”. “La poesía no es un espejo, es un desvelamiento. En ella nos hacemos a nosotros mismos. No buscamos reconocernos en ella, sino conocernos”, concluye.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL