El poeta Carlos Medrano ha publicado en su blog -un gesto desacostumbrado-, una amplia y exhaustiva reseña de mi libro. Se lo agradezco. Más que nada porque, más allá de la generosidad que demuestra (como la de todos aquellos que se han acercado a lo que uno ha escrito), se trata de una lectura lenta, honda y, ya digo, minuciosa, donde resalta el gusto por el detalle. Gracias.
(Tusquest, Nuevos Textos Sagrados, 303,
Barcelona, octubre, 2018)
Esta última entrega poética de Álvaro Valverde es su décimo libro
de poesía si contamos desde el inicial Territorio
(1985), que hace tiempo su autor menciona sin arrancar desde él el conjunto
de su obra canónica, salvo por el poema de cierre destinado a Eliot; por tanto,
una dedicación central, no episódica, sostenida y consciente extendida más allá
de tres décadas de uno de los autores más conocedores, y a la vez sólido, de
nuestra actual lírica. Libro materialmente cuidado y a la vez más voluminoso
respecto a los anteriores, que lo convierte en un proyecto minucioso y denso,
-75 poemas, si bien buena parte de ellos algo más breves de lo usual en las entregas
anteriores-, y que se hace querer desde la portada con la inspirada y sugerente
viñeta del pintor Salvador Retana que, amistad personal y literaria por medio,
vuelve a colaborar así en la edición de un libro de Álvaro Valverde, quien en
una cercana presentación ha calificado este dibujo como el primer poema del
libro.
El libro, desde que
fue anunciada su aparición un año antes, nos llegó a algunos de sus lectores
envuelto, a través de las manifestaciones públicas y privadas de su autor, con
reservas sobre su resultado y efectos, como aquel que previene de algún fruto
inseguro o menor, lo cual para nada obró en perjuicio de su lectura pues esto
no dejaba de ser una manera humilde y comedida de protegerlo y salvar así su
entidad y su logro; o bien, una muestra del rigor de trabajo, que comparto, de
no conformarse con el halago sincero y correcto de los lectores y amigos, sino
con la última e íntima convicción de haber acertado, depurado, construido del
mejor modo posible cada poema y el libro, en su conjunción y sentido, es decir,
desde la conciencia exigente que regala, cuando es y llega, la sensación
espontánea de lo conseguido.
Más allá de la
expectación entendible y no exenta de emoción acerca del modo en que iba a ser
recibido, presentimos -y participamos, pues, antes de recibirlo- de esas dudas
acerca del acierto de su tono emocional, sobre el pulso de la creatividad al
cabo de los años, sobre su propia entidad como libro unitario, que más bien
eran y cabía considerarlas como un ejercicio sincero y sensato de un autor muy
consciente y reflexivo de su obra, tanto en la decantación de su forma y
lenguaje como en la de su construcción, enfoque y sentido.
En cambio, una vez
con el ejemplar ya en las manos, la experiencia de entrar en su lectura no dejó
de ser una sensación de escritura en conjunto placentera y renovada, pues esa
diferencia de hasta mayor cuidado en la edición del propio sello Tusquest
respecto a libros anteriores como Ensayando
círculos o Desde fuera,
constituía parte del logro de esta entrega. Ante todo, el lenguaje concreto y
limpio de Álvaro Valverde seguía desde el arranque identificando el hacer de
este autor sin el menor desmayo. La emoción del poema surge de esa misma
concisión depurada capaz de describir en nítidos trazos cualquier detalle de su
entorno integrando a la vez antes del cierre del mismo el hallazgo del modo de
mirar o la vivencia, reflexiva también, en la que como propósito consciente
evita recurrir a soluciones de alarde recargado o efectista. No es una poesía
que opte por el virtuosismo sino por una elementalidad expresiva -usar las
palabras cotidianas- incluso llevada a más, con sus riesgos, en algunos de los
últimos poemas del libro. El autor ha hablado recientemente de su predilección
por el “lenguaje pobre”. El hallazgo lírico del poema está en la captación de los detalles de la realidad descritos desde una mirada singular consciente del sentido del tiempo. Y en el ritmo de estas composiciones, más inclinadas hacia
el metro breve, no sólo se concreta en unos frecuentes, logrados y no pocas
veces muy bellos heptasílabos sino en algunos ejemplos de una grata combinación
de estos con el endecasílabo que aportan una agilidad renovada sobre el
reconocible ritmo y cadencia valverdiana, también presente en poemas de este libro,
y tan capaz para ese poema habitual suyo de amplio aliento, reflexión y acopio.
Otro elemento
sorprendente y constitutivo de esta obra concebida como refugio poético contra
el tiempo -donde la experiencia del que escribe permite un espacio a salvo para
el lector y el poema concede un recurso lleno de humanidad por el testimonio
personal que recoge y su reflejo del mundo- es la presencia admirable y lograda
de no pocos poemas inusualmente íntimos, de una confesionalidad tan abierta y
honesta como delicada. El papel acoge sin reserva la longitud del riesgo y el
sabor y medida de lo vivido, como cuando nos deja las sensaciones internas de
esos logros vitales material o espiritualmente recorridos, o el reconocimiento
de los seres cercanos desde la verdad de ese acompañamiento, algo que en este
libro abarca no sólo el territorio familiar y amoroso sino el de los amigos
homenajeados y próximos a pesar de la muerte -Ángel Campos Pámpano, Santiago
Castelo, Ricardo Senabre, Fernando Pérez González...-, pues el autor reconoce
que no sería “el mismo sin tenerlos”. Pese a ya no estar, sabemos que parte de
lo que somos es por ellos, y el presente permite que si por el recuerdo
permanecen, ahí, desde esa intemporalidad, ellos nos viven. Frente al Siroco, se alza la voluntad y la conciencia. Y
mucho más cuando la causa son los otros.
La zozobra del
autor ante el desgaste de vivir a diario es expresada en estos poemas a amigos
o de carácter amoroso en un equilibrio y un tacto admirable, procedente de un
alto modo de concebir a estos seres queridos como partes imprescindibles de sí
mismo y, por supuesto, es producto de un especial don poético concretado en el
modo de decir y sentir que aquí va sin más filtros que la mención de la verdad
interior y el impacto de lo mínimo. Como sostiene y recordaba hace poco
Fernando Aramburu en un artículo, lo poético es aquello que va más allá de la
propia escritura canónica del verso y puede transcenderla, máxime, como ahora,
cuando proviene de decantadas actitudes, estados, perseverancia y retos que nos
llevan hacia la verdad de un modo sostenido y tácito, “hacia adentro”. La
intimidad personal, no la de los espacios, había hecho su eclosión, sin
demérito alguno, en el precedente Más
allá, Tánger, donde ambas, como aquí, se suceden. Ahora, en El cuarto del Siroco, continúa aflorando
sin pudor o reparo intelectual que la desmerezca, sino al contrario, e invita,
en su elementalidad de lo breve e intenso, a recordarla incluso sobre otros
poemas más complejos.
El libro se
despliega así en su avance y desarrollo -y eso es también una modulación ante
otros anteriores-, como un diario poético donde aparecen distintos materiales
que se combinan y alternan: estampas de paseos por rincones urbanos de
Plasencia, las veredas del río, el entorno de los valles y sierras, aves como
los mirlos que cruzan este libro y tanto llamaron la atención a lectores
sutiles que nos los señalaron antes de leerlo... El poeta nos habla de ese
gusto -ya antiguo- por los lugares que parecen perdurar más allá de lo deletéreo
del tiempo, tan consciente ahora mismo. Destaca esa declaración del espacio
como un "presente eterno". Y el autor halla la clave: "Tal vez
por eso escribo / acerca de lugares. / Sitios donde la muerte / simplemente es
más lenta." Pero a la vez aparecen otros enclaves igualmente vividos o
definidores de quien los describe, desde el admirable poema a las calles de
Azuaga, a la memoria del sur con sus palmeras agitadas por el levante del
litoral de Cádiz, o ámbitos más lejanos rescatados a través de figuras
recreadas en primera persona o desplegados desde las lecturas capaces de saciar
la aventura vital de este viajero inmóvil
-por usar el feliz título de un poeta como Javier Dámaso-, y diría que
incesante, que es todo lector ávido. Los cuales conocen cómo el mundo les
llega, y sus seres, con sus zozobras e inquietudes, a través de su esfuerzo
relatado en los libros. Y así la escritura es el diálogo permanente a salvo del
Siroco aun en las peores circunstancias.
El cuarto del Siroco combina los
espacios interiores de la reflexión de un hombre que camina poco antes de los
sesenta años hacia ese tercio postrero de la vida y expresa su respeto ante el
adelgazamiento del tiempo y su capacidad de vencernos por encima de balances y
logros (la vida camina hacia su final, casi sin darnos cuenta), y se sabe
deudor de su vieja tendencia al pesimismo, la melancolía y el miedo, y lo hace
junto a otros espacios luminosos o diurnos, externos, donde las formas y
elementos representan el rastro de una identidad elegida en el entorno,
recreando las señales y el trazo de la vida que nos queda en los labios. Sobre
todo es un libro diurno, sometido a la claridad de la luz y al relieve concreto
-léase No humo- de los elementos del
mundo, en especial el propio.
El gusto de Álvaro Valverde
como lector por la literatura confesional y diarística tiene aquí su propio
reflejo poético, y el modo en que se enhebran los poemas responde a esa
heterogeneidad de los múltiples estados y tareas que atendemos, nos suceden,
asaltan y nos interesan a lo largo del día, y nos deja la suma de un devenir
concreto o un mapa de la vida en su diversidad de componentes. El libro sucede
como un abanico gradual de elementos que constituye el vivir a lo largo de un
tiempo, en esa soledad acompañada de la escritura compartida que recoge lo que
se ve, se estima, se reflexiona y se valora. En esta preferencia por los
espacios sucesivos y cotidianos nos llegan los escenarios del autor desde su
cuarto de lector a las calles de su ciudad y por extensión de otras ciudades y
ámbitos naturales que le rodean e identifican.
No es un libro más,
ni tampoco es un libro menor o de transición. No estaba escrito -y menos así-
antes. Su factura, si algo tiene de diferente, no atiende a una exigencia más
relajada o de escritura menos sistemática. Es más bien que el trazo germinal de
este libro se da desde estas referencias personales: el entorno, las personas
cercanas y las propias sensaciones. La renovación poética que antes he
mencionado llega también en la factura de poemas dispuestos en prosa, Una elegía, Mujeres o Noche por ejemplo,
que aprenden a alejarse progresivamente de una rítmica métrica. Por suerte, el
libro tiene una riqueza de matices y elementos que sin pretender aquí agotar
esperan la atención de sus lectores, porque hay una variedad, hacia adentro y
afuera, de motivos tratados con la espontaneidad de lo que es un recorrido
vital y por tanto sucesivo. Y así se presentan los poemas en un todo continuo
no separado.
Llamativa es la
presencia del agua a lo largo del libro que discurre desde el primer poema o
sirve para trazar una poética -”tan sencilla / como el gesto de alguien / que
da un vaso de agua / a quien padece sed”- y cruza páginas con su claridad, su
genésica fuerza y su misterio. Aguas y cauces que brotan y pasan pero nunca
acaban -”duran”- y permiten la permanencia del relieve de la vida y el tiempo.
O el elogio de la lectura, del saber. O los espacios rescatados desde la
perspectiva inusual, como el elegido para un Cáceres enfocado de otro modo, o
el minuciosamente rico como en Évora, que se nos presenta bajo el sabor de lo
intensamente vivido, anhelado e identificador de un concepto de vida volcado
hacia el conocimiento y el alcance del mundo por los libros. El paisaje no sólo
aparece desde la amplitud de los espacios abiertos, sino a través de lo menor
muchas veces, de un elemento singular -los árboles, las aves o las piedras- y
dota al libro de una sensación pictórica de estampas salvadas por la imagen de
las palabras, no pocas veces desde una mirada inédita. Así, de un viejo cerezo
aprendemos que “Su grueso tronco / no se aferra a la tierra: / la sujeta.”
Y ante todo la
reflexión, en cualquier momento o unida al lirismo, pues el hombre que mira -el
autor- no deja de concebir y captar su experiencia y de reconocerla al
valorarla. Destaca la reflexión esbozada en numerosos apuntes rápidos, no sólo
en los poemas donde su extensión acoge mejor lo meditativo, pues en los poemas
de metro y extensión breves se encuentra este rasgo testimonial de sentir el
transcurso como una pincelada más que completa el dibujo en la imagen captada
del presente.
Si se me permitiera
una discrepancia ante la alta lección no pretendida de este libro, y que merece
la pena anotar y extender en nuevas relecturas, yo señalaría la extrañeza ante
la elección del poema final que más bien hubiera situado en otro emplazamiento
por la intensidad o crudeza de sus afirmaciones. Lo que abre y cierra un libro
tiene siempre su valor de declaración y balance. Al llegar a este poema se da
un choque inesperado y no deducible de todo lo leído antes y, como conclusión
de esta obra, tal vez cargue en exceso la sensación de lo adverso, de ese
Siroco, que de este modo no deja de soplar ni queda ajeno a quien lo escribe.
Porque el soplo devastador de este viento para quien lo reconoce y el lugar
desde donde sopla termina siendo una raíz o un pozo interno propio, no
percibido desde fuera como el paso de las estaciones y de los cielos, sino
desde un pulso periódico interior en su manifestación, requerimientos y sus
ritmos. Y de hecho, por poemas como este, vemos que la concepción del poeta de
lo externo transmite un bienestar y comprensión superior, diferente al enfoque
mostrado aquí de desolación hacia dentro. La vida, en sus elementos expuestos
en este libro, es positiva en un grado mayor que el peso percibido por el autor
de sí mismo.
Si poco antes en el
poema Así se nos había dicho que “la
luz, la brisa, el agua / favorecen la idea / de que la vida es dulce, / sereno
este vivir ante el abismo”, y quien había dicho antes “que no todo perece, /
que otra vida es posible”, en este autorretrato de cierre nos fustiga con una
impresión más amarga y no desasida de un inevitable fatum. Frente a lo que
hacia afuera elevaba o redimía, hacia adentro el autor siente un claroscuro no
resuelto: “la muerte se le acerca”, en lo que hace no ve “más motivación que la
costumbre”, se “camina con un turbio pasado a las espaldas”, se contempla a sí
mismo como “el que ignora que existe la alegría, el porvenir”, y hasta “el amor
sólo es quimera”… y quien al menos “resiste sereno la intemperie” sin embargo
“no consigue ni darse por vencido”. El
cuarto del Siroco al cerrarse de este modo no esconde la sensación
pesimista de un hombre desprotegido cuando se queda a solas con el viento dentro
de las rodillas. Otros refugios han complacido previamente al mismo personaje,
claustros, jardines, libros, calles, así como la amplitud y frecuencia de los
cauces y al fondo las montañas en cuyas cumbres cifra la serenidad del misterio
en que hubiera querido con más frecuencia -como en el deseo ascético de fray
Luis-, elevarse y, de hecho, se serena, se eleva.
Hay más lecturas
posibles si se miran otros detalles que aparecen y se despliegan variadamente
dentro de este libro tan grato de leer como minucioso. El autor en sus tres
citas iniciales ha declarado el juego sin reservas del ejercicio de testimonio
personal que entrega: “la poesía es la meditación de la vida” (Kenneth Koch),
“hay demasiado de mí en mi escritura” (Anne Carson), y -aproximada traducción-
“sentí en mi piel Sirocos” (Emily Dickinson). En los 75 poemas que modelan el
libro no hace más que confirmarnos lo antedicho. Podíamos añadir una afirmación
más tras cerrarlo: “y en mí habita el Siroco”. La sinceridad del poeta es tal
que no finge los momentos teñidos de este modo pese al trazo concreto y
luminoso de los espacios, elementos y vivencias participadas de su mundo.
Al final, la
escritura y la vida conducen a uno mismo, y la palabra es el cauce que expresa
y une todo, y comunica. Hay quien descubre la plenitud de su transcurso en la
escritura y desde ese lugar se entrega, organiza, comprende y justifica su
vida, quizás así más a salvo de nuestra naturaleza temporal y fugaz de la que
nadie, por fuerte y feliz que sea, es capaz de escapar y salvar de la muerte.
En la tinta se guarda la resistencia y las formas sensoriales y físicas de
quien, desde su clara identidad y lucidez con las palabras, espera y nos
describe con la luz de los días el lugar elegido de su vida y su casa.
No estamos ante un
buen poeta más, sino ante uno de los que desde hace muchos años nos acompaña y
cuya palabra y esfuerzo aún siguen explorado las sensaciones fundamentales de
la razón de escribir y de entender la experiencia de la vida y el tiempo.
Artá, nov/dic.2018
OVAS
Esas
algas de agua
que
aquí llamamos ovas
también
estrenan verde
ahora
en primavera.
Un
tono tan intenso
como
el de todas las hojas,
que
debajo del agua
cobra
un matiz precioso.
Bailan
en la corriente,
las
observo moviéndose
y
esa danza ondulada
me
recuerda que antes,
hace
apenas dos meses,
eran
sombras apenas
bajo
el curso del río.
Han
resistido, vencen
a
crecidas, a rápidos,
a
la cruel turbulencia
del
caudal en invierno.
Son
un ejemplo, duran,
fueron
nada y son todo
esta
tarde de mayo
en
que esplenden al sol
mientras
paso a su lado.