Ahora que vuelve a la actualidad, dieciocho años después, el submarino ruso gracias a la película dirigida por el danés Thomas Vinterberg sobre la tragedia de su misterioso hundimiento en el mar de Barents con 118 tripulantes a bordo, recupero un poema que escribí a ese propósito. Se publicó en la revista Clarín.
CARTA A JOSEPH BRODSKY
(Con motivo de la pérdida del Kursk)
Recordarás el
poema Convergencia de dos,
de tu admirado
Thomas Hardy,
aquél que
dedicara al hundimiento del Titanic
pocos días
después del accidente
y que tú
comentaste verso a verso
en un extenso
ensayo memorable.
Pues bien,
querido Brodsky,
en el mismo
océano, el Atlántico Norte,
ha vuelto a
repetirse la tragedia.
Un nuevo
naufragio ha saltado a las páginas
de todos los
periódicos y hablan de él
los noticiarios
de la radio y los informativos
de la
televisión pasan imágenes
y son
innumerables los sitios que en la red
tratan del
tema. Esta vez no es un barco
indestructible
el que se ha hundido,
ni su bandera
era británica, ni eran sus pasajeros,
en su mayor
parte, millonarios,
ni esta travesía
era un viaje
al hielo y a la
nada.
La nave era un
moderno submarino,
el Kursk era su nombre,
nuclear y
también invulnerable,
perteneciente
-lo que no dejará de hacerte
cierta gracia-
a la potente flota rusa.
Iba, tal vez,
de maniobras.
No se topó con
ningún iceberg,
ni fue atacado
por ningún enemigo
y ni siquiera
se puede decir que navegara
por aguas
turbulentas. Más de cien hombres,
entre oficiales
y simples marineros,
han perdido la
vida. Sí,
a la hora fatal
de los balances,
eso es todo.
Te gustará
saber que las autoridades
de tu patria
perdida
estuvieron
desde el primer momento
a la
tradicional altura de su inepcia.
En aras de
insondables secretos militares
condenaron a
muerte a esos muchachos.
No les tembló
la mano.
Son hábitos,
supongo,
consolidados en
Chechenia.
No te oculto
que hay algo de terrible
en todo esto.
Más allá de las meras estadísticas.
Ya sé que ni
este submarino era el Nautilus,
ni el
comandante se llamaba Nemo,
ni iban a la
busca de ninguna utopía.
Es mucho más
prosaico.
La claustrofobia,
el frío y el calor,
dormir sobre
torpedos,
comer pura
bazofia, trabajar sin horarios,
todo eso a
razón de cincuenta miserables
dólares USA al
mes. Lo anunciaba una madre
entre sollozos,
poco antes
de que fuera
sedada y enviada, sin duda,
a cualquier
manicomio.
Tú sabes de qué
hablo. Alguien ha dicho
que Rusia es
también un submarino
que espera su
agonía, panza abajo,
sobre un lecho
de arena.
Al fondo yace
-opaca y sin fulgor-
su vanagloria.
Alrededor,
agua y acero.
Un submarino
con gente que
golpea las paredes
y lanza
ahogados gritos de socorro.
Gente a la
espera
de que un
submarinista americano
o que un buzo
británico o noruego
abra por fin
las escotillas
y certifique de una vez su muerte.