7.12.18

El Kursk

Ahora que vuelve a la actualidad, dieciocho años después, el submarino ruso gracias a la película dirigida por el danés Thomas Vinterberg sobre la tragedia de su misterioso hundimiento en el mar de Barents con 118 tripulantes a bordo, recupero un poema que escribí a ese propósito. Se publicó en la revista Clarín



CARTA A JOSEPH BRODSKY
(Con motivo de la pérdida del Kursk)

Recordarás el poema Convergencia de dos,
de tu admirado Thomas Hardy,
aquél que dedicara al hundimiento del Titanic
pocos días después del accidente
y que tú comentaste verso a verso
en un extenso ensayo memorable.
Pues bien, querido Brodsky,
en el mismo océano, el Atlántico Norte,
ha vuelto a repetirse la tragedia.
Un nuevo naufragio ha saltado a las páginas
de todos los periódicos y hablan de él
los noticiarios de la radio y los informativos
de la televisión pasan imágenes  
y son innumerables los sitios que en la red
tratan del tema. Esta vez no es un barco
indestructible el que se ha hundido,
ni su bandera era británica, ni eran sus pasajeros,
en su mayor parte, millonarios, 
ni esta travesía era un viaje
al hielo y a la nada.
La nave era un moderno submarino,
el Kursk era su nombre,
nuclear y también invulnerable,
perteneciente -lo que no dejará de hacerte
cierta gracia- a la potente flota rusa.
Iba, tal vez, de maniobras.
No se topó con ningún iceberg,
ni fue atacado por ningún enemigo
y ni siquiera se puede decir que navegara
por aguas turbulentas. Más de cien hombres,
entre oficiales y simples marineros,
han perdido la vida. Sí,
a la hora fatal de los balances,
eso es todo.
Te gustará saber que las autoridades
de tu patria perdida
estuvieron desde el primer momento
a la tradicional altura de su inepcia.
En aras de insondables secretos militares
condenaron a muerte a esos muchachos.
No les tembló la mano.
Son hábitos, supongo,
consolidados en Chechenia.
No te oculto que hay algo de terrible
en todo esto. Más allá de las meras estadísticas.
Ya sé que ni este submarino era el Nautilus,
ni el comandante se llamaba Nemo,
ni iban a la busca de ninguna utopía.
Es mucho más prosaico.
La claustrofobia, el frío y el calor,
dormir sobre torpedos,
comer pura bazofia, trabajar sin horarios,
todo eso a razón de cincuenta miserables
dólares USA al mes. Lo anunciaba una madre
entre sollozos, poco antes
de que fuera sedada y enviada, sin duda,
a cualquier manicomio.
Tú sabes de qué hablo. Alguien ha dicho
que Rusia es también un submarino
que espera su agonía, panza abajo,
sobre un lecho de arena.
Al fondo yace -opaca y sin fulgor-
su vanagloria. Alrededor,
agua y acero. Un submarino
con gente que golpea las paredes
y lanza ahogados gritos de socorro.
Gente a la espera
de que un submarinista americano
o que un buzo británico o noruego
abra por fin las escotillas
y certifique de una vez su muerte.