Debo a Sergio Vila-Sanjuán la gratísima lectura de
La ventana discreta. Cuaderno de la rueda del tiempo, de Antoni Puigverd (La Bisbal del Ampurdán, 1954), un fenomenal dietario que publica Libros de Vanguardia, la editorial del periódico barcelonés donde ambos trabajan. Voluminoso, más de cuatrocientas páginas, Puigverd nos informa de que “muchos de los textos de este libro son originales, aunque otros provienen de mis artículos. Purgados, ciertamente, de su contingencia periodística. Recortados, reescritos, restaurados. Purgados de toda alusión a los calendarios originales. Reelaborados pensando en la coherencia, aunque fragmentaria, del conjunto. Fusionando artículos viejos, notas de dietarios, fragmentos de libros que no terminé y recortes de cuadernos abandonados he intentado elaborar un círculo anual que resume una época: la que me ha tocado en suerte". La nuestra, cabe añadir, porque de una manera u otra todos la vivimos. O la sufrimos. Por razones de edad, unos más que otros. Cinco años separan nuestra respectivas fechas de nacimiento, de ahí que su mundo (eso es lo que se refleja aquí) y el de uno coincidan bastante. Es verdad que una infancia rural no es la misma que una urbana en una pequeña ciudad de provincias. Aquella es más rica y sus enseñanzas, sobre todo en lo que a la naturaleza se refiere (pájaros, árboles...), enriquecen notablemente la vida de quien tuvo la suerte de disfrutarla. Digo infancia y añado de inmediato familia. La de Puigverd tiene su centro, algo muy propio en un escritor que es además poeta, en la abuela Remei (con la guerra al fondo), una persona fundamental alrededor de la que giran no pocos asuntos relatados y, más allá, determinante en la forma de ser del autor. Y, cómo no, los padres, algún tío, la hija, Aloma, a quien se dedica el libro. Y de la familia a la comida hay un paso. Las celebraciones familiares (pongamos las Navidades) en su tierra, en la nuestra, van indisolublemente unidas a la gastronomía, que es otro de los grandes temas de esta
ventana. Vinos, panes, setas, aceites, alcachofas, azufaifos... Y los guisos de la abuela. Y la crítica acerca del predominio de la pedantería y del esnobismo, de las "modas histéricas", en todo lo que respecta a ese magro negocio dominado por los cocineros de las estrellas, aunque algunos le resulten a Puigverd muy cercanos, como sus paisanos, los hermanos Roca o incluso el
pope Ferrán Adrià. Al mencionar la palabra "crítica" convendría precisar que la mirada de Puigverd lo es, propia de un moralista (en el mejor sentido), de alguien que tiene como modelo a Montaigne (del que alaba su definitiva aportación a la "libertad de pensamiento" y del que cita el escéptico lema de su torre: "Que sais-je?"), Spinoza (entre el miedo y la esperanza), Schopenhauer o Leopardi. Lo suyo es la ponderación, el
seny. Con todo, el ejemplo, algo normal en un ampurdanés que recoge en un diario lo sucedido a lo largo de un año, mes a mes, es Josep Pla. Como él, mediadas todas las distancias, estamos ante las líneas de un agudo observador que pasea por los alrededores de una capital provinciana, la hermosa, judía y monumental Gerona (donde reside, ejerció la profesión de profesor de instituto y a la que, por cierto, dedica palabras muy duras, en tanto que aparente escenario rehabilitado cercano al cartón piedra), sensible y culto (la literatura, el arte, la música) que con discreción, sin prisa, describe cuanto ve y, lo que importa tanto o más, cuanto siente o piensa, pues que trata de interpretar lo que sucede. A uno mismo, sobre todo. Sí, este hombre da que pensar. Desde esa lucidez periférica que da vivir en provincias. Por eso estas páginas están trufadas de aforismos ("en la velocidad del tiempo se nota el paso del tiempo", "al placer y a la sensualidad se llega fundamentalmente por los caminos esenciales, que son siempre sobrios", "la memoria de las mujeres es la banca de los recuerdos", "la nostalgia es un vicio barato", "de todos los males corrientes, el más doloroso procede el amor"...) En estas palabras: "Nada hay más arduo que la sencillez (y nada más fácil que la complicación)", encuentra uno el sentido a este noble empeño. Ese es el tono, diría. A eso habría que añadir, amén de lo ya comentado, una visión mediterránea de la vida ("La imagen mediterránea más pura no es el azul del mar, sino el amarillo de los rastrojos"), con un adjetivo más: ampurdanesa. Ese, el del Empordá, es el paisaje y el paisanaje, la razón de ser de Puigverd, la nota de belleza que perdura. No es extraño que a lo largo del libro, Puigverd se muestre conservador en cierto sentido, melancólico por lo que se fue, por lo que se pierde o se perdió ya sin remedio, por culpa del "malestar del presente", en plena "sociedad del cansancio", en esta "civilización, fundada por Walt Disney". Pero que nadie se equivoque, Puigverd fue fundador del PSC (junto, a Raimon Obiols y José Ignacio Urenda, a los que dedica palabras memorables) y su manera de ser y de pensar no es ni con mucho reaccionaria. Ni de lejos. Cristiana de raíz (o eso creo, no en vano estuvo de pequeño en la Escolanía de Montserrat), se funda en la racionalidad ilustrada, por fallida que ahora nos parezca, y la fraternidad, lo que se comprueba, pongo por caso, en sus opiniones y retratos de inmigrantes a los que se encuentra en el camino. Camino que en un momento dado añade "del espíritu". Digamos que Puigverd es, en suma, un humanista. Consuelo o piedad son términos que brotan, con naturalidad, de esta lectura. Y hasta resignación, por peligroso que parezca.
De los dos tipos de turistas que podría haber, los que cambian constantemente de destino y lo que, vayan donde vayan, siempre acaban en el mismo sitio, él se sitúa entre los segundos. Sus merodeos evitan lo exótico: viaja a Roma (ciudad en la que trabajó), se acerca a París, Soria, La Mancha (por cervantino) o Barcelona, pero en realidad recorre una y otra vez el mismo laberinto que conforman las comarcas de su infancia y de su país, que en ocasiones es también francés. Nombra, por ejemplo, La Bisbal, Camprodon, Calella, Platja d'Aro... También Poblet y Ciutadella, ya en su amada Menorca, un poco más lejos. Es, debemos señalarlo, un viajero en tren, lo que da también la medida del hombre.
Un paseante, ya se dijo, solitario (con Vinyoli podría decir: "Sóc home sol"), por escondidas sendas, enemigo, eso sí, de "la ración vespertina del deporte", de "los penitentes del colesterol" y de los gimnasios. Y, como cualquier
lletraferit, un hipocondríaco, a cuenta de la muerte, esa anomalía tan presente en la obra de Puigverd: la familia, los amigos... Los muertos, sí, que no se van, los de la cita de Joyce que abre el volumen, perteneciente al cuento del mismo título que el irlandés incluyó en
Dublineses (del que John Houston sacó una espléndida película) y que en las páginas finales de la obra resume y glosa a la perfección.
A los libros (para él Sant Jordi es "el escudero del mercado"), a los escritores (de Fuster -el "Montaigne de Sueca"- a Kafka, de Carner a Riba -por sus
Elegies de Bierville "sigo fiel a la patria de mi lengua"- de Ausiàs Marc a Espriu, Mandelstam, Primo Levi y Bassani) y a la poesía (apenas a la suya, que uno, por desgracia, desconoce) dedica también párrafos interesantes, tan lúcidos y afilados como al resto de asuntos de los que trata. Entre estas líneas, añado, poesía no falta y dudo que pudieran haber sido escritas por alguien sin alma poética. Como en el epígrafe de Séneca que abre las citadas
Elegías de Riba: "Carmina invenient iter". Los versos encontrarán el camino. Y así es.
A pesar de que se califica autor de "novelas fallidas",
La ventana discreta encierra narraciones de fuste y, como cualquier cuentista que se precie, logra mantener la atención del lector en todo momento. "Recuerdos del gran verano perdido" es un breve libro dentro del libro, una de esas obras inconclusas a las que más arriba se refirió. La luz, el verano, las comidas familiares en las masías y las conversaciones posteriores están en el corazón de ese mundo confidencial e íntimo que ha sabido mostrarnos el sobrio Puigverd con una honestidad llamativa. "Un escritor honesto" se titula precisamente uno de los fragmentos, dedicado al escritor Miquel Pairolí. A propósito de sus dietarios,, y a modo de elogio, leemos que "son el testimonio de la construcción de un carácter". Esa es la clave. Eso es lo que ha hecho Puigverd con el suyo, que se cierra con "Tramontana", un precioso autorretrato. "Todo de lo llevará la fría tramontana", escribe, pero "todo empezará de nuevo, sin embargo, cuando llegue la alborada y..."