30.4.21

Cosmopolita

Enrique J
uncosa nació en Palma en 1961. Es crítico de arte y comisario de exposiciones.  En, por ejemplo Tate Britain, de Londres; Hamburguer Banhoff, de Berlín; Musée des Beaux-Arts, de Nantes; Kunsthal de Rotterdam; Museo Guggenheim, de Bilbao; Fundació Joan Miró, de Barcelona; Whitechapel Art Gallery, de Londres; Fundaçao Gulbenkian, de Lisboa; Museo de Arte Moderna, de Rio de Janeiro; Astrup Fearnley Museet vor Moderne Kunst,de Oslo; Fundaçao Serralves, de Oporto; SMAK, de Gante; MAXXI, de Roma; o el Pabellón Español de la Bienal de Venecia. En la actualidad prepara una exposición de Miquel Barceló para el Museo Nacional de Osaka en Japón.
Fue director del Irish Museum of Modern Art de Dublín (labor por la que recibió la Orden del Mérito Civil concedida por el Gobierno de España), director adjunto del IVAM de Valencia y subdirector del Museo Reina Sofía de Madrid. Ha escrito sobre la obra de numerosos artistas, tanto nacionales como extranjeros. También literatura. Además de un libro de relatos, Los hedonistas, varios volúmenes de ensayo sobre arte contemporáneo (como Miquel Barceló o el sentimiento del tiempo y Las adicciones. Ensayos sobre arte contemporáneo) y la traducción de textos de Julian Barnes, Djuna Barnes y Colm Tóibín, es autor de los libros de poesía Amanecer zulú (1986), Pastoral con cebras (1990), Libro del océano (1991, ilustrado por Barceló), Peces de colores (1996), Las espirales naranja (2002), Bahía de las banderas (2007) y La destrucción del invierno (2013).
Vuelve ahora al catálogo de Pre-Textos, donde ya había publicado tres libros, con Estrella rota.
Si algo caracteriza la poesía de Juncosa es, a mi modo de leer, su cosmopolitismo. No es extraño si tenemos en cuenta que estamos ante un perfecto viajero que ha visitado no pocas partes del mundo y en algunas ha vivido. Uno de los epígrafes que abren el libro, de Elizabeth Bishop, dice: “Los puertos son necesidades, como sellos postales o jabón”. Se ve a las claras que se trata de alguien que “se ha movido o se mueve por muchos países y se muestra abierta a sus culturas y costumbres” (DRAE). Basta con leer no sólo los poemas sino también la “Nota final” que lo cierra. Allí da cuenta de que la mayor parte están escritos en sucesivos veranos pasados en la cántabra Pisueña, pero que otros fueron concebidos en Brasil, Italia, Marruecos y México, gracias a varios programas de residencias como el de la paradisíaca casa toscana de Beatrice Monti della Corte von Rezzori que acoge la Fondazione Santa Maddalena.
Ya en el primer poema afloran los lugares (en este caso, París) y el arte (el surrealismo de Breton). Podría hablarse de culturalismo (por el simple hecho de que Juncosa es un hombre culto), pero también de una indudable inclinación por la belleza lo que a veces significa decantarse por el lujo.
En “Líquenes”, segundo poema del libro, aparece la infancia y el niño que exploraba el mundo a través de los mapas. Los viajes.
No faltan en el libro poemas íntimos, propios de un afán autobiográfico. Así, “Pijamas de seda” (algo más que un juego frívolo) o “Adiós al amor”.
“Los cipreses” remiten a otra presencia habitual: la de Grecia: “Los recuerdo en Delfos”. “También en la Toscana”, sigue. Son símbolos de muerte, sí, pero también de “insatisfacción sexual”.
“Plantas carnívoras” es una ácida metáfora de los indeseables.
En “Invisible” leemos: “Pero nadie me ve. / Soy de un tiempo remoto”.
“Los títulos de W. S.” está dedicado a José Carlos Llop, más que un paisano, y juega con los rótulos de obras, tanto reales como hipotéticas, de un poeta fundamental para Juncosa: el norteamericano Wallace Stevens. Ya advierte en la mencionada nota que hay intertextualidad (con versos de Gorostiza, Lezama Lima o William Carlos Wiliams), veladas citas de escritores como el autor de Las auroras de otoño.
En “Días felices”, uno de los poemas más logrados y extensos del libro, se aprecia el tono diarístico que se distingue en diferentes poemas. Anotaciones de lo que ve y siente el viajero. La mirada, no hace falta subrayarlo, es fundamental en esta poesía de matices y sutilezas, fuerte en su fragilidad. Poesía de atmósferas que son, en realidad, estados de ánimo. “El mundo era triste / y expectante”, escribe.
“Thanatos” es un poema que impresiona, donde, como en otros, utiliza el juego tipográfico con sencillez y sin alardes. La delgadez de los versos, siempre cortos, acentúa un minimalismo en absoluto hermético donde la sugerencia es ley.
“Teoría de los naufragios” es uno de mis preferidos. Los jardines (ingleses a ser posible: “son los que más me gustan / por parecer silvestres, / falsamente descuidados”). Y “una  isla solitaria”.
“Alba” tiene como motivo la pintura, en este caso del napolitano Francesco Clemente. “Que yo veo el alba y el día claro”, dice a modo de estribillo.
“El espejo de obsidiana” o “Playa escondida” nos trasladan a México.
De pronto, “Tánger”: “Kif, colt y tés de azúcar”. “Alguien que huye / y se esconde”. La vida como si fuera una película.
“Estatua helenística”, dedicado muy a propósito a Juan Antonio González Iglesias, nos devuelve a la Grecia clásica: “La belleza de la verdad / será entonces un nuevo canon / que ha perdurado hasta nosotros”, concluye. Griego es también “Los adoradores del nombre”: “¿Es nombrar / mágico? / Si cambia un nombre, / ¿el mundo se transforma?”.
En “Terremoto”, otra constante: el deseo, la sensualidad, el amor. Como en “WhatsApps”.
En “La saxífraga” apunta una poética: “Prefiero a los poetas / americanos, / del norte al sur, / por encima de todos los otros”. Al escribir “Hartford” remite de nuevo a Stevens, que vivió y murió en esa ciudad de Connecticut.
“Bocaina de Minas” está dedicado a la artista Janaina Tschäpe, en cuya hacienda (en la brasileña Minas Gerais) se alojó Juncosa durante un mes. “El mundo es verde / y la tierra roja”, leemos. “Las estrellas distintas”. Evoca “la lectura en las hamacas”. Plantas y animales en un mundo “incomunicado e incognito”. El de los tucanes, pongo por caso, al que dedica un hermoso poema.
Por sorpresa, un soneto: “El cuerpo toma el control”. Y otra vez el deseo.
También por sorpresa, incluso para él mismo, “Nostalgia del paraíso”: “Este es el primer poema / que escribo sobre Mallorca, / lugar en el que nací”. El cosmopolita toma conciencia de sus raíces. De su paisaje. Estamos ante un autorretrato que se desplaza hacia lo narrativo, evidente en otras partes del libro.
Para compensar, “Bucólica y antibucólica”. El mar Mediterráneo, el verano mallorquín, el buceo. Al leerlo uno piensa en Barceló y su mundo acuático. “Algunas noches, / sin embargo, / el deseo es una metrópolis”.
La cruda realidad se impone en “Hablar con la muerte”: “No juego al ajedrez con ella / como en la película / de Ingmar Bergman. / Soy empero su peón”. Luego alude a sus enfermedades y termina: “Sí, ahora hablo con la muerte / cada día  y cada noche. / Tal vez por ello / tengo tantas ganas / de vivir”.
“El futurismo ruso en Arezzo” nos muestra al experto en arte que visita esa ciudad italiana (de la que habla en su informe de la Fondazione Santa Maddalena) y en la que se encuentra con pinturas vanguardista en un mercadillo, pero también con Piero della Francesca. Por seguir con el tema, en “El artista iletrado” destapa la ironía.
Cierra el libro “Hoy”, una “versión” de un poema de James Schuyler (de la Escuela de Nueva York, como Ashbery, Koch y O’Hara), fechado el 26 de julio de 1965,  y que parece suyo; muy propio de su particular universo, quiero decir. El microcosmos de un genuino poeta cosmopolita.
 
Estrella rota
Enrique Juncosa
Pre-Textos, Valencia, 2021. 80 páginas. 16 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO. 

28.4.21

Antonio Sáez traduce a Ruy Belo


En mi repaso al número de la revista TURIA que incluye el cartapacio dedicado a Gonzalo Hidalgo Bayal, se me olvidó reseñar que otro extremeño, Antonio Sáez Delgado, profesor de la Universidad de Évora, traduce poemas del portugués Ruy Belo, un nombre mayor de la poesía lusa, aunque, como señala Sáez, "el medio editorial español (...) no ha sabido encontrar aún el espacio que en rigor merece la poesía desasosegante de Belo". Ya lo dijo el gran Eduardo Lourenço: "si hay una posteridad digna de Pessoa (...) es la de la poética omnicomprensiva de Ruy Belo". 
Sáez traduce seis poemas madrileños, digamos, del autor de País possível, inspirados en los años que vivió en la capital de España, entre 1971 y 1977. Poemas, cabe añadir, representativos de su obra y sustanciosos. Belo en estado puro. Razón de más para hacerse con este espléndido número doble.

26.4.21

De Julián Rodríguez


La exposición Actos de fe / Acciones concretas. Julián Rodríguez, tipógrafo (que ha pasado por el MEIAC de Badajoz y por la Sala El Brocense de Cáceres) y, en concreto, el cuadernillo "Diccionario de términos frecuentes" que, con ese motivo, ha editado con un gusto tan sobrio como exquisito (y en un papel estupendo) el comisario de la muestra, Juan Luis López Espada (cómo le habría gustado a Julián y qué bien le conocía su amigo y socio, lo mismo que su hermano Javier, Irene Antón, Paca Flores y Luis Sáez, que han colaborado con él), me mueven a escribir sobre mi relación literaria y de amistad con el escritor, editor, galerista y diseñador gráfico, como reza en la biografía que cierra el librito al que hago referencia. 
Como ha escrito en El País Estrella de Diego después de ver la citada muestra (parte sustancial de su legado), donde "sus libros no estaban colocados en vitrinas, sino expuestos en las paredes", "su vida fue muchas vidas, diferentes y semejantes; escritas en Bodoni o Stempel Garamond, que es tanto como decir cuidadas en la forma, porque las cosas que solo deben ser hechas con amor: deben hacer visible ese amor que las ha construido". Quiero creer que en algún rincón de una de esas vidas del "poeta de las mil vidas" pasó lo que cuento. 
Aunque ya conocía su revista de arte y estética Sub Rosa y, por tanto, tenía noticias suyas, creo que mi primer encuentro personal con Julián tuvo lugar en el Cementerio Alemán de Yuste. En el invierno de 1995. Allí organizó Salvador Retana una acción simbólica, instalación o happening, que consistía en cubrir las lápidas de los soldados muertos con telas blancas, a modo de sudarios. Convocó el artista a otros jóvenes pintores y escritores entre los que estaban los hermanos Rodríguez. Uno leyó su poema sobre el lugar, publicado poco antes en mi libro Una oculta razón. Después del acto, comimos en la hospedería del monasterio (que hace años que no existe). El día fue desapacible y lluvioso. Antes pasó lo inesperado. A pesar de que Retana había acudido mil veces a ese sitio y nunca se había encontrado con nadie que lo guardase, de pronto apareció un energúmeno (no sé si escopeta en mano), el supuesto encargado de aquello, dando voces. Pensaba que estábamos, ahí es nada, profanando tumbas. Es lo que tiene el arte conceptual. 
Ese mismo año volvimos a encontrarnos, cuando me invitó a presentar al poeta Francisco Brines en unas jornadas literarias que organizó en la Biblioteca del Estado de Cáceres. Allí estuvo, entre otros, el editor Manuel Borrás. 
Aunque seguía todas sus fugaces y volátiles aventuras literarias (Hotel Internacional, La ronda de noche) y manteníamos una cordial relación epistolar y telefónica, volvimos a contactar cuando expuso en Cáceres el pintor argentino Alejandro Corujeira (que años más tarde ganaría el Premio Obra Abierta, antes Salón de Otoño de Plasencia). Julián era por aquel entonces el responsable, precisamente, de la Sala El Brocense de la Diputación de Cáceres y el poema apareció en el catálogo de la muestra. 
He mencionado la "relación epistolar" y no he olvidado un detalle que tuvo conmigo y que demuestra su fervor tipográfico. Tuvo a bien mandarme un paquete con papel timbrado. Mi nombre y dirección postal estaban impresos en una elegante letra de color verde que destacaba sobre el tono crema. Es una pena que no haya conservado ni una sola de aquellas bonitas hojas. En algunas de mis cartas de entonces se verá. Lo recordaba López Espada en el HOY, que "era muy dado al regalo, a invitar. A poco que le conocieras te obsequiaba con un libro, o te pagaba una caña o lo que se terciara".
Un buen día Miguel Ángel Lama me pidió un texto para una nueva revista. Le envié una "Mínima poética" con la que muchos años después aún me identifico y que comenzaba: «Creo, con César Simón, que “la poesía es, antes que nada, un carácter”; que “existe como una forma de vida”». Baciyelmo era el nombre cervantino de aquella "revista iberoamericana de cultura" que surgió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Extremadura y que, como recordaba en su blog el profesor Lama, memoria viva de la literatura de esta tierra, "impulsó Laura Puerto Moro, hoy filóloga y editora de Rodrigo de Reynosa, y de la que solo salió el primer número de 1998, que publicó textos de Álvaro Valverde, de Javier Rodríguez Marcos y de Basilio Sánchez, entre otros". Además de la mencionada y el citado López Espada, entre sus promotores estaba Julián Rodríguez, estudiante entonces, que se ocupó de su diseño. Un diseño se señala en el cuadernillo que anticipa una de las colecciones más valorada y hermosa de Julián: la de Poesía de la Editora Regional de Extremadura, que, por cierto, se ha vuelto a rescatar después de que alguien sin gusto tomara la decisión de cambiarle su austero y clásico aspecto. 
Aunque estaba ilusionado, mi experiencia de publicar un libro en esa colección a instancias de mi admirado Fernando Pérez, a la sazón director de la Editora, no fue agradable. Estaba esperando dentro del coche en el aparcamiento del centro comercial Carrefour (que tal vez era todavía Continente) cuando recibí la llamada de Julián. Había salido de imprenta El reino oscuro (un puñado de poemas que tiene como centro la comarca de Las Hurdes, de donde procede parte de su familia) y lucía dos erratas significativas. Él estaba disgustado y, tras escuchar sus noticias, uno aún más. Desde entonces, tengo sentimientos encontrados con ese libro del que diré, con Catulo, que odio y amo. 
Fue en los años que pasé en la Editora, de 2005 a 2008, cuando coincidimos más. Él ya llevaba años colaborando con Fernando Pérez y, a la muerte de éste, quise que esa relación no sólo no cesase, sino que incluso se fortaleciera. Algo en lo que coincidíamos cuantos formábamos parte del pequeño equipo de aquella casa, en especial María José Hernández, que fue una gran amiga de Julián. Por cierto, espíritu libre, siempre se negó a formar parte de ese equipo mediante un nombramiento, digamos, oficial. No, no era el prototipo del funcionario. 
En esa época era normal que al menos una vez por semana le recogiera en Cáceres (en la esquina de la Cruz de los Caídos, al lado de donde tantas veces había recogido a Fernando) y viajáramos juntos a Mérida. Como terminaba antes que yo su jornada, volvía en tren. No tuvo nunca carnet de conducir. Las conversaciones del trayecto son inolvidables. A pesar de la timidez, un sentimiento mutuo, logramos un tono íntimo y confidencial que, al menos a mí, me ayudaba a enfrentar los no pocos problemas que la vida diaria y la gestión pública (con políticos de por medio) suscitaban. Lo mismo te resolvía una duda acerca del doble cerramiento de unas ventanas que te hablaba del noruego Kjell Askildsen. Me gustaba escuchar sus razonamientos, sus anécdotas, sus juicios literarios o musicales o cinematográficos, su interminable lista de lecturas y hasta sus maldades, que también las había. Una mañana, por ejemplo, me relató algo que no he escuchado contar nunca a nadie de su círculo de amistades o por él en ninguna entrevista, aunque doy por hecho que no lo inventó: su viaje a América con Miguel de la Cuadra Salcedo en la Ruta Quetzal (antes, Aventura 92). Como mencionó una escala en La Habana, deduzco que ese viaje se realizó en 1985 o en 1988, las dos ocasiones en que la ruta pasó por Cuba. 
De la intensa colaboración con la Editora en ese trienio surgieron dos nuevas colecciones: Plural y Viajeros y Estables.
De esa época, 2007, es también la hermosísima carpeta que diseñó para la Fundación Ortega Muñoz, compuesta por un grabado del pintor de San Vicente de Alcántara y tres plaquettes con poemas, respectivamente, de Santiago Castelo, de su hermano Javier y míos (Imaginario, que forma parte de Desde fuera). 
Era bien conocida su afición por la gastronomía y su condición de cocinero, aunque nunca entré en en su restaurante de Malpartida ni en ninguno de sus bares (soso y diurno que es uno). Eso sí, al poco de conocernos, llamó a casa por teléfono un domingo por la mañana. Había venido a pescar con un amigo (que no recuerdo ahora) en una charca cercana (imagino que tencas) y proponía que nos viéramos. Acepté de inmediato. Yolanda y yo le invitamos a comer. Como quiera que cerca de la casa de mi madre habían abierto un bufé, allí fuimos. Todavía me duele aquella comida. Por lo pésima que fue. Echemos la culpa al desconocimiento, sí, pero también a no aplicar el viejo refranero y, en consecuencia, acudir a un restaurante ya conocido. Una media sonrisa (tan suya) delató su decepción. La justicia poética quiso que unos años después tuviera el detalle de invitarme a las famosas jornadas de arroces que organizaba César Ráez en el Torre de Sande. Bien sabía de mi pasión por el arroz. Fue un ágape memorable y en la mejor compañía: la suya y la de Juan Luis. Mi gula arrocera quedó del todo aplacada. Ahora ese restaurante es de los dueños de Atrio, Jose Polo y Toño Pérez, y bien está recordar que Julián (bajo el sello Inmedia) editó Parte de todo esto, su imponente carta de vinos. 
Ya que hablo de comidas, una vez me llevó a un pequeño restaurante de menú, con aires de tasca, que había en Gómez Becerra. Le pedí ayuda para encontrar una buena ilustración que luciera en la cubierta de mi primera novela, Las murallas del mundo, y allí se presentó con fotografías de su primo Victorio Montes (de Ceclavín, como él), que murió pocos años después, a destiempo. Elegimos una de ellas. Descubrí luego que, oh casualidad, era de un edificio en ruinas situado en la calle de Los Quesos de Plasencia, donde hoy se encuentra una librería. 
El 15 de junio de 2000, en una tertulia titulada "Periféricos, últimos narradores desde el Oeste",  presentamos en la librería Fuentetaja de Madrid su libro de relatos Mujeres, manzanas (La Gaveta) y mi novela Las murallas del mundo, además de Las parcas, de Jorge Márquez, y El interior del bosque, de Eugenio Fuentes. El maestro de ceremonias fue su hermano Javier, que entonces trabajaba en el suplemento de libros del ABC. 
Pasamos un par de días juntos en Guadalupe, en 2006, en una reunión de escritores que se organizó con motivo del Año Jubilar. Al frente, Teresiano Rodríguez Núñez, director del diario HOY. En la intendencia, Castelo y Julián. Fruto de esas jornadas, el libro Encuentro en Guadalupe donde aparecen textos de Javier Alcaíns, Ángel Campos Pámpano, Daniel Casado, José María Cumbreño, Inma Chacón, José Manuel Díez, Santos Domínguez, Antonio María Flórez, Diego González, Gonzalo Hidalgo Bayal, Hilario Jiménez, Javier Pérez Walias, Serafín Portillo, Antonio Reseco, Javier Rodríguez Marcos, Antonio Sáez Delgado, Ada Salas, Basilio Sánchez, María Rosa Vicente, José Antonio Zambrano y Santiago Castelo. Ilustran el volumen fotografías de Modesto Galán, Toni Gudiel y Vicente Novillo. Por cierto, es difícil verlo en las que nos hicimos. Era un especialista en desaparecer o, si no, en emboscarse. Más si de retratos hablamos. 
Además de la mencionada edición de El reino oscuro, en lo literario, colaboramos en dos proyectos más. Fue él quien seleccionó los artículos que forman parte de mi libro El lector invisible, publicado por la Editora Regional en 2001, número dos de la colección Ensayos Literarios. 
También me ayudó con la versión definitiva de Desde fuera. De hecho la división en dos partes del mismo: "Desde dentro" y "Desde fuera", y la selección de los poemas de cada una fue cosa suya. Por eso, aunque aparece sin firma, escribió la nota que figura en la solapa del volumen. Como primicia, doy ahora el texto completo que me envió, un precioso regalo. Demuestra, entre otras cosas, su sagacidad lectora. 
«¿Cómo ha de ser un libro de madurez? ¿“Continuista” o totalmente nuevo? ¿Un libro de madurez es el que repite los mismos logros que el autor consiguió en textos anteriores o aquel que lo arrastra hasta lo que de modo consabido llamaríamos “borde del precipicio” para que mire lejos y, mientras, se mire a sí mismo? Sea cual fuere la respuesta, todo verdadero libro de madurez o primer libro de madurez, si es que hay más de uno– sería, o debería ser, un libro a medio camino entre el pasado y el futuro, entre los caminos transitados y los senderos aún por andar. Y éste, Desde fuera, lo es.
Un libro, además, de fusión también de poéticas, de visiones aparentemente discordantes de la poesía española reciente, una de cuyas voces más personales es, sin duda, la de Álvaro Valverde. Un libro que sabe ser a la vez, si el lector quiere llegar hasta al centro de lo verdaderamente importante y no a su retórica, “esencialista” y “existencialista”. Como esencialista afirma la prioridad de la esencia sobre la existencia, y como existencialista funda el conocimiento de toda realidad sobre la experiencia inmediata de la existencia propia.
Desde fuera es también, siguiendo este cauce descriptivo y falsamente dicotómico, desde dentro. Los poemas “de viaje”, de exterior, se vuelven sobre sí mismos, como antes, frente al vacío, junto al abismo, para indagar en los interiores de la vida, de las vidas; los poemas “de interior” iluminan, con sus silencios y también, por qué no, con sus miedos, esas mismas vidas lejanas y exteriores.
Resulta también ya tópico hablar de paisajes y de “paisajes del alma”. Las palabras se gastan. Sin embargo, estas páginas enaltecen esa antigua metáfora: no sólo dibujan un paisaje, son paisaje. Verde y feraz, o dorado y seco, pero paisaje convertido en verdad y en realidad dos palabras aquí juntas por necesarias–. Y, no, no hay “personajes” en estos poemas, ni siquiera en sus monólogos: la voz del poeta no ha elegido vidas que “contar”, sino que ha sido elegida, como ventrílocuo, por esas vidas y sus historias son la materia misma del poema: palabras de una corporeidad poco frecuente, nacida como un golem, ser que vive más allá de las palabras.
Una de las acepciones de esencialista nos dice que lo es también aquel que defiende a ultranza determinados valores y creencias. Y no podremos dejar de pensar en ello al conocer la alta poesía moral de los versos de “Imaginario” o de “Entonces la muerte”. Con ellos, a través de ellos, los mejores lectores muy pronto se darán cuenta, a medida que lean y relean, que éste el más intenso poemario de Álvaro Valverde desde Una oculta razón (Premio Loewe en 1991)– es uno de los grandes libros del presente “poético” en castellano, un verdadero libro de madurez».
Nuestro penúltimo encuentro tuvo lugar en Plasencia, en la librería La Puerta de Tannhäuser, a finales de 2017. Lo relaté en este blog. Fue un rato delicioso, compartido con Gonzalo Hidalgo Bayal, fiel lector de Julián. 
Todavía nos vimos una vez más cara a cara, cuando me invitó a participar en el Seminario "Lo sublime a ras de tierra", de la Fundación Helga de Alvear. Fue un frío sábado por la mañana de finales de octubre de 2018 (Julián no llegó a quitarse su elegante abrigo negro). Hablé del Cementerio Alemán, donde nos conocimos. Uno iba, como siempre, con prisa y no pude quedarme a comer, y eso que me habló con entusiasmo del Figón (que sigue siendo mi restaurante preferido en Cáceres) y de las agradables sorpresas que se llevaban con su espléndida carta los invitados al encuentro.
Me alegro de que Porque olvido, lo más personal que uno ha escrito, se cierre con una mención a Julián. Qué menos. 
Estoy deseando que la Editora publiqué, según tengo entendido, los diarios que Julián fue publicando en Facebook ("diario online 2007-2019", según António Cerveira Pinto) y que uno leía con un placer inmenso. La nieve, su perra Zama, las lecturas, los paseos, la sierra... Es de lo mejor que escribió y, ya digo, lo espero con fervor en forma de libro (creo que a su cuidado estará el poeta Martín López-Vega). Para quienes quieran acercarse a algunos fragmentos del diario, la Fundación Ortega Muñoz los incorporó hace tiempo a su blog Arte y Naturaleza
El pasado día 21 se celebró en la Biblioteca Pública de Cáceres una mesa redonda sobre la corta pero intensa vida de Julián en la que intervinieron Andrés Trapiello (que ha sacado a nuestro amigo más de una vez en sus diarios), Javier Rodríguez Marcos, Juan Luis López Espada y Luis Sáez. Por suerte, se puede ver pinchando aquí. Miguel Ángel Lama, siempre atento, ha publicado en su blog una crónica del acto digna de ser leída. 
No querría terminar esta semblanza, este puñado de recuerdos que uno escribe porque olvida, sin hacer mención al pésimo trato que la Junta de Extremadura, máxima institución pública de esta Comunidad Autónoma, ha tenido con Julián, por más que esta exposición haya sido organizada por la Editora y a su inauguración asistiera la consejera del ramo. Como su amigo y mentor Fernando Pérez, Ángel Campos Pámpano o Antonio Franco (con quien tanto colaboró), por poner algunos ejemplos sangrantes, se fue de esta vida sin la Medalla de Extremadura, que era lo menos que merecía (siquiera póstumamente) después de haber hecho tanto por su tierra. Aunque a él (a ellos) esa devaluada distinción le importara lo justo (y menos), hubiera sido un bonito gesto que, de paso, hubiera premiado a todos los extremeños que amamos la cultura. ¿Qué puede dar a Cáceres más prestigio del que de verdad importa– que la acreditada editorial Periférica, que fundaron Julián y Paca Flores, tenga su sede allí? Para muestra...
Me quedo, en fin, con una conversación. Pudo ser una tarde de primavera cacereña. Sí sé que terminó en la casa familiar de la Puerta de Mérida. Por lo demás, ya nos advirtió Quevedo que la muerte no es un obstáculo para seguir dialogando con quienes nos dejaron. Más si, como hace al caso, se trata de un afable escritor con criterio al que uno admiraba. Seguimos. 

23.4.21

El arte de decir

Javier Almuzara (Oviedo, 1969), un asturiano vinculado a la tertulia Oliver y, por tanto, al ya largo magisterio lírico de José Luis García Martín, es autor de los libros de poesía El sueño de una sombra (tankas), Por la secreta escala, Constantes vitales (Premio Emilio Alarcos), Caravana y desierto (recreaciones líricas de las rubayatas de Jayyam), A la de tres (haikus) y de Quede claro: Antología poética 1989-2013 (que incluía el inédito Siempre y cuando). Además, en prosa, ha publicado el dietario Letra y música, Títere con cabeza (Premio Café Bretón) y Catálogo de asombros (una colección de ensayos sobre literatura, música y autobiografía).
Fue codirector de la revista Reloj de arena y colabora en publicaciones periódicas como la revista Clarín o el periódico Asturias Diario.
En su vertiente musical (Almuzara sostiene que “la poesía es música que piensa”), fue guionista del programa televisivo Manos a la ópera y libretista de la ópera Fuenteovejuna que, con música de Jorge Muñiz, inauguró la temporada de Ópera 2018-2019 del ovetense Teatro Campoamor.
Los compositores Rui Paulo Teixeira, Rubén Díez, Ángel Casado y Pablo Moras, entre otros, han puesto música a sus poemas. Joaquín Pixán los ha cantado.
Ahora, de nuevo en Renacimiento (donde ya se habían editado cuatro libros suyos), Almuzara presenta Todos los besos son de despedida.
Compuesto por tres partes y un epílogo, en el libro se cumple esta afirmación del poeta a la periodista argentina Adriana Bianco: “Yo soy de los que cree en la estrofa clásica, igual que Borges, quien creía en el metro tradicional, incluso en la rima. Ninguna de esas hechuras me condicionan, al revés, me liberan”. Y con sonetos empieza la primera sección, “Razón de ser” y, para más inri, de asunto religioso, por si no era ya poco temerario lo de la estrofa, el metro y la rima. Uno hablaría, en general, de clasicidad más que de clasicismo, una constante en su obra.
Pronto nos encontramos de frente con poemas tan breves como certeros, de corte epigramático, que definen bien esta poesía irónica y juguetona, por más que el rigor, fruto del oficio (“Pero no caen del cielo los poemas”, “son obra del oficio”), nunca falte, hasta el punto de rozar cierto virtuosismo: “La lógica del verso / paciente orfebrería”. Poemas como “Para ser justos”, “Soleá” o “Proporción áurea”, que reza: “¿El arte de verdad? / Un poco de misterio / y mucha claridad”. Lo que nos lleva al poema siguiente, donde afirma: “gustándome Manuel, yo soy de Antonio”, si bien lo machadiano, o eso piensa este lector, se incline del lado del autor de El mal poema, al menos, si cabe tal distingo, en lo formal. En “Qué pasa conmigo”, pongo por caso, escrito “en pareado”.
Pronto también, lo autobiográfico (en el “espejo de papel”), siempre con esa elegante distancia que resalta su incisivo sentido del humor: “Ayúdame a olvidarme de mí mismo, / porque solo descansa / quien se ha dejado atrás”.
Y lo literario, por medio de la intertextualidad. Léase “Roma revisitada”, por ejemplo, escrito “a partir de Francisco de Quevedo”, que termina: “Huye de lo que era firme y solamente / el turisteo permanece y dura”. No es el único “a partir de” del conjunto. Hay otros con Leo Ferrero, Kipling o Blanco White.
Desde el principio uno piensa, por esto y por aquello, en Jon Juaristi o en Miguel d’Ors (preclaros maestros de no pocos poetas asturianos del momento) a la hora de buscar referentes de esta poesía de estirpe borgeana.
No falta el tono meditativo. En poemas como “Resplandeciente oscuridad” o “No es oro”.
La segunda sección, “Cordialmente”, reúne poemas sobre el amor y, cómo no, el desamor. Como “Infidelidades” y “Tener o no tener”. “Pienso en nosotros / como si fueran otros / que me amargaron el tiempo en que se amaron”, leemos en “Pares y nones”.
Al hilo de tan jugoso asunto, no faltan algunas ocurrencias, un peligro que siempre acecha cuando de jugar se trata. Incluso en serio. Ese arriesgado caminar por la delgada línea que separa frivolidad y levedad.
Y ya que lo mencionamos, la tercera sección, “El arte de decir adiós”,  gira en torno al tema de la muerte y de los muertos. No por eso pierde de vista el humor, como en “Cosas de la edad”. Logrados me parecen “Epitafios de la guerra”, “En resumen” (“¿Eso era todo? / La vida no fue nada / del otro mundo. / Y ahora sé, además, / que la muerte tampoco.”), “El guion” (con Gil de Biedma al fondo), “Rendición de cuentas” (pues no perdió la vida; / murió, que es otra cosa”), “Ascendientes” (que le habría gustado al mencionado Borges) y “Con esperanza, sin convencimiento (éste a Ángel González).
“Nada de lo que fue para nada. / Nuestro norte es la muerte, ¿quién lo duda?”, leemos en “Para quien sangra angustia”. “Mortal” termina: “porque para la muerte / la poesía es mortal”.
El poema que dedica a su abuelo Ángel es especialmente emotivo. Su estrofa final dice: “He escrito este poema convencido / de que la muerte, abuelo, es un engaño. / Tú sigues siendo el mismo y yo te extraño / a pesar de no haberte conocido”.
Le aguarda al lector todavía una sorpresa (que siento desvelar). El epílogo, que titula “Línea de canto”, agrupa un puñado de lúcidos aforismos que dan fe de su propia poética, lo que no obsta para que pueda ser compartida por muchos. Nos ayuda a leer con otros ojos los poemas que la preceden.
“Así en la poesía como en la música”, dice el primero. ¿Otros? “El arte es necesario porque la vida no es suficiente”. “La poesía nos recuerda lo que no sabíamos que sabíamos”. “La sencillez es el secreto mejor guardado de la belleza”. “No recelo de la tradición porque creo en mi originalidad”. “Gracias al gimnasio de los clásicos, no soy un poeta formal, sino en buena forma”. “En poesía solo hay un mandamiento: piensa bien y acertarás; sin olvidar que el corazón también tiene razones y la razón corazonadas”.
En otro leemos: “Hable de lo que hable, hablo de mí. Si lo he hecho bien, me lea quien me lea, se leerá a sí mismo”. Mal no ha debido hacerlo Almuzara porque, al menos para uno, el adagio se ha cumplido.
 
Todos los besos son de despedida
Javier Almuzara
Sevilla, Renacimiento, 2021. 120 páginas. 12 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista digital astuariana EL CUADERNO.

20.4.21

Gonzalo Hidalgo Bayal en TURIA

 

El pasado 23 de marzo estaba prevista una presentación en Cáceres del número doble 137-138 de la revista cultural TURIA que incluye un sustancioso cartapacio dedicado a la obra del escritor extremeño Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, Cáceres, 1950).  Un año después de que se presentara en la misma ciudad, lo que no deja de ser curioso, el libro que agrupa sus ensayos ferlosianos, tres días antes del principio del confinamiento. A sus lectores y amigos no deja de parecernos un justo y oportuno homenaje que coincide con una fecha redonda: la de su entrada en la setentena. 
Las estrictas perimetraciones autonómicas y otras medidas anticovid impidieron que el acto tuviera lugar y, en consecuencia, nos perdimos una intervención en diferido de Luis Landero y un conversatorio en directo entre Bayal y yo. También las palabras de algunas autoridades turolenses y extremeñas y, cómo no, las del director de la revista, Raúl Carlos Maícas, impulsor de la idea. 
A la espera de un segundo intento (que uno ve cada vez más improbable), cualquiera puede, eso sí, acceder a su contenido si lo compra en su librería habitual o lo pide a través de la web de la revista
Coordinado espléndidamente por Concha D’Olhaberriague, una elegante orteguiana especialista en la obra del autor de Paradoja del interventor (y de la de otros, como el citado Landero), que abre el cartapacio con su exhaustivo trabajo "Azar, paradoja, desolación. Una lectura de la obra de Gonzalo Hidalgo Bayal", éste reúne (por orden de aparición) los siguientes textos: "La objetivación de la tristeza (La razón poética de Gonzalo Hidalgo Bayal)", de quien escribe; "La trayectoria narrativa de Gonzalo Hidalgo Bayal", de Ana Calvo Revilla; "La saga / fuga de GHB. Una aproximación al ensayo bayaliano", de Juan Ramón Santos; "Epitalamio y funerales de Roma con Cartago", de Ricardo Menéndez Salmón; "Luis Landero: «Bayal y yo nos entendemos con pocas palabras, como los héroes de los wésterns crepusculares», una entrevista al autor de El balcón en invierno realizada por Fernando del Val; "La subversión del héroe: los cuentos de Gonzalo Hidalgo Bayal", de Pilar Galán; "La misantropía como relación social", del mencionado  Fernando del Val; "Un evangelio kafkiano y carnavalesco: Paradoja del interventor", de Alfonso Ruiz de Aguirre; "Nemo o la sacralización del silencio", de Fernando Parra Nogueras; "Una aproximación al humor de Gonzalo Hidalgo Bayal", de Elías González Cano; "Vidas transfiguradas", de Tomás Sánchez Santiago; "Nosotras, sus alumnos", de David Matías; "Las lágrimas de Miguel Strogoff", un precioso escrito inédito del propio Bayal; y una "Biocronología" meticulosamente elaborada por Miguel Ángel Lama.
Me gustaría ir comentando cada uno de ellos (cuántas lecciones y hallazgos contienen), pero es preferible que cada cual haga su lectura, sin duda más gratificante. 
Casi un año (el de la maldita pandemia) ha costado poner en pie este conjunto de artículos que harán las delicias de esa creciente inmensa minoría de exquisitos lectores fieles a la obra rigurosa y singular de GHB. 
Como es habitual, la entrega no es sólo el dosier, aunque sea lo más sustantivo y central. En esta ocasión me limitaré a señalar la nutrida presencia extremeña. Así, en "Letras" encontramos el ensayo "Manuel Chaves Nogales en la encrucijada", de Manuel Neila. En "Taller", el relato "Un día cualquiera", de Susana Martín Gijón, y "El sol de las contradicciones (Diarios inéditos)", de José Antonio Llera. En "Poesía", versos de Sandra Benito Fernández, Pureza Canelo, Efi Cubero, Álex Chico, María José Flores, Eugenio Fuentes, Julio César Galán, Carlos García Mera, Carmen Hernández Zurbano, Mario Martín Gijón, Elías Moro, Javier Pérez Walias, Antonio Rivero Machina, Ada Salas, Basilio Sánchez, María Fernanda Sánchez, Irene Sánchez Carrón y José Antonio Zambrano. 
No faltan tampoco nombres extremeños en la sección de reseñas "La Torre de Babel" (como la de Lama sobre Sentido y melancolía, la poesía reunida de Luciano Feria) y cabe destacar que las ilustraciones del número son de Fermín Solís, autor de la novela gráfica Buñuel en el laberinto de las tortugas, por lo que se logra una interesante conexión entre Aragón y Extremadura. 
Dejo para el final la referencia a la conversación que mantuve en Plasencia, a finales de año, con Fernando del Val y que se publica también aquí. Demuestra a las claras lo bien que conoce ese hombre cuanto he escrito. Gracias. 

18.4.21

Jordi Doce en Plasencia

MARTES 20 DE ABRIL DE 2021
20:00 HORAS. SALA VERDUGO

Lectura-conferencia de JORDI DOCE
Aula de Literatura "José Antonio Gabriel y Galán"



Jordi Doce (Gijón, 1967) es autor, entre otros, de los libros de poemas 
Diálogo de la sombra (1997), Lección de permanencia (2000), Otras lunas (2002), Gran angular (2005) y No estábamos allí (mejor libro de poesía del año según El Cultural y Premio Nacional «Meléndez Valdés» al mejor libro de poemas publicado en España en 2016). En 2019 publicó En la rueda de las apariciones, una antología de poemas escritos desde 1990.
En prosa ha publicado los libros de notas y aforismos Hormigas blancas (2005) y Perros en la playa (2011), los ensayos Imán y desafío (IV Premio de Ensayo Casa de América, 2005), La ciudad consciente (2010), Las formas disconformes. Lecturas de poesía hispánica (2013), Zona de divagar (2014) y La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana contemporánea (2019), el libro de artículos Curvas de nivel (2017) y otro de entrevistas literarias, Don de lenguas (2015), además de La vida en suspenso (2020), su diario del confinamiento.
Ha preparado ediciones de la poesía de William Blake, T.S. Eliot, W. H. Auden, Charles Tomlinson, Ted Hughes, Geoffrey Hill, Charles Simic, Paul Auster y Anne Carson, entre otros, y de la prosa de Thomas de Quincey y John Ruskin. Recientemente ha reunido una selección de sus traducciones de poesía inglesa en Libro de los otros (2018).
Fue lector de español en la Universidad de Oxford (1997-2000), y actualmente reside y trabaja en Madrid como editor, traductor y profesor de escritura creativa.

Entrada libre y gratuita hasta completar el aforo. Aforo actual: 50 butacas.

Organizan: Asociación de Escritores Extremeños, Excmo. Ayuntamiento de Plasencia e institutos de enseñanza secundaria de Plasencia

No hace falta que subraye mi alegría por la presencia de Jordi Doce en el Aula placentina. Debió venir mucho antes, pero... Más vale tarde... Atentos, que diría el maestro Aguilar.

16.4.21

Siempre Machado

“Un Machado para el siglo XXI”, reza en la cubierta de esta nueva antología de poemas de Antonio Machado, A orillas del gran silencio, que publica Calambur. Que la edición, la selección y la introducción sean de Rafael Alarcón Sierra, profesor de la Universidad de Jaén, es una garantía. Estamos, sin duda, ante uno de los máximos especialistas en su obra y, por eso, uno de los estudiosos que se ocupan del fondo Colección Unicaja Manuscritos de los Hermanos Machado. Gracias a eso este selecto florilegio, que quiere ocupar un hueco “entre su obra completa y las selecciones escolares”, incluye la transcripción de un puñado de poemas desconocidos, en rigor, “borradores de composiciones inéditas” que se conservan en varios cuadernos de trabajo del poeta, del ciclo de Leonor y del ciclo de Guiomar. 
Su prólogo es una delicia. Y sin renegar del didactismo. La síntesis ideal para comprender el verdadero alcance de la obra del sevillano. Empieza por afirmar que es “un clásico moderno” al que nunca hemos dejado de leer y que ha influido en buena parte de la poesía que viene después de él. Por encima, cabe puntualizar, de las circunstancias sociopolíticas de España, incluida la dictadura franquista. Lo subraya Luis Alberto de Cuenca en “Don Antonio Machado”, el texto (políticamente incorrecto) que abre su edición de Campos de Castilla (Reino de Cordelia), ilustrada con cuadros de “nuestro príncipe de paisajistas”, el pintor leonés José Carralero. 
Sí, Machado sigue vigente y hasta representa la idea de cierta España, la del fracaso de la Segunda República, por más que, vuelvo a De Cuenca, sus versos y su ejemplo moral estén por encima del nefasto concepto de las dos Españas.  
Con JRJ, otro andaluz, “conforman la columna vertebral, el trono del árbol de la poesía moderna española”. 
Se refiere después a la complejidad que esconde su presunta sencillez. Es, anota, “un misterio que nunca se acaba”.
Resume su “objetivo”, que no era pequeño: “conseguir una poesía que caminara naturalmente entre lo intuitivo y lo racional; entre lo subjetivo y lo objetivo; entre lo individual y lo genérico; entre la esencialidad y la temporalidad”. 
Pasa después a analizar su etapa simbolista, la de Soledades  y Soledades, Galerías. Otros poemas. “La poesía es entendida no solo como creación estética, sino como un camino de exploración hacia lo absoluto”. Explica su “concepción orgánica del libro”, algo que empieza precisamente con el modernismo. 
Destaca de su poética “la brevedad, sobriedad y concentración expresiva”, su “contención y condensación emocional”. “Es el triunfo de la interioridad subjetiva”. “El poema se reduce a lo esencial, se desprende en lo posible de lo narrativo, lo anecdótico o circunstancial” (una lección que no aplicó en los ochenta la nueva sentimentalidad y buena parte de la “poesía de la experiencia”).
Nos habla Alarcón de sus “espacios simbólicos”: “el parque o el jardín solitario”, la ciudad muerta, el crepúsculo, el camino... Según él, lo que caracteriza la poesía machadiana es, en primer lugar, “la concentración y sobriedad de su lírica; en segundo lugar, “la intensidad, condensación y homogeneidad de sus recursos simbólicos”; en tercer lugar, “la obsesión recurrente por el pasado, el tiempo y la muerte”; y en cuarto lugar, “la lucidez con que expone el fracaso de su búsqueda”. 
Campos de Castilla inaugura otra etapa. El año de la muerte de su esposa Leonor y de su traslado de Soria a Baeza. Un cúmulo de circunstancias le obliga a cambiar de planes. Como confiesa Alarcón, “a partir de ese momento, no puedo evitar ver toda la obra de Antonio Machado como un inmenso naufragio, entre cuyos restos aparecen pecios deslumbrantes”. 
Es “un libro heterogéneo”, donde pesa la presencia de la “España rural”. Ahonda en la “contemplación del paisaje”, más que “una proyección de su estado de ánimo”. Aquí “la verdad personal es inseparable de la verdad social”. “Hay un fuerte componente cívico, moral y regeneracionista”, “una reflexión integral sobre el alma del mundo, del hombre y de la poesía”. “La imagen poética debe expresar sentimientos, no conceptos o ideas”. Ahí, “viudo y derrotado”, Leonor, algunos elogios, lo popular...
De Baeza (donde culmina sus estudios) se traslada a Segovia (donde vive desde 1919 a 1932) y, por fin, a Madrid. Llega luego Nuevas canciones que pasa a formar parte en sus Poesías completas. El paso a la prosa es un hecho, no sin antes hacer mención a su etapa teatral, que lleva cabo con su hermano Manuel. Para entonces, Machado es ya un poeta “anacrónico”, “se convierte en un lúcido «moderno antimoderno», en un crítico de la modernidad”. Cuando llegan los apócrifos, Abel Martín y Juan de Mairena (“dos filósofos peregrinos”), la escritura en prosa “ya es mayoritaria” en Machado. “la paradoja es, si lo pensamos bien, que sus apócrifos son a la vez un fracaso y un triunfo: el fracaso de su búsqueda lírica; el triunfo de una prosa a la altura de su mejor poesía”. La parte de su obra que le aporta, por cierto, mayor modernidad. Otra paradoja. Una prosa, según Alarcón, “clara, precisa, bienhumorada, irónica, escéptica y conversacional”. Sin duda, el Mairena es un libro “divertido, inteligente y excepcional, que está a la altura de su mejor poesía”. Que “en su forma resulta seguramente mucho más moderna”, matiza Alarcón. 
Tras la edición de las Poesías completas del 36, sólo queda mencionar su libro La guerra (1936-1937). Lo que vino al final ya lo sabemos: el exilio, Collioure, la muerte. 
No creo, en fin, que el profesor Alarcón Sierra haya incurrido en “herejía” por pertrechar esta nueva muestra de poemas machadianos. La selección es, como quiso, “extensa y representativa” y en ella se conjugan el criterio histórico y filológico con el gusto personal. No, no se echa en falta ninguno de sus grandes poemas; poemas de los que uno ya dijo cuanto podía (o sabía) en un encuentro sevillano sobre el poeta donde, por suerte, compartí mesa con el antólogo. “La palabra compartida (una lectura actual de Antonio Machado” titulé aquello, un texto que se publicó después en la revista Cuadernos Hispanoamericanos.
Por cierto, cabe anotar que el crítico José Luis García Martín ha publicado recientemente en la editorial Impronta una antología machadiana (que no comento porque la desconozco) bajo el título Hoy es siempre todavía.
Al leer y releer esta poesía, el lector vuelve a sentir que se encuentra ante un poeta verdadero. De los pocos destinados a vencer al tiempo.
 
A orillas del gran silencio. Antología poética
Edición, selección e introducción de Rafael Alarcón Sierra
Calambur, Madrid, 2021. 252 páginas. 14

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista digital asturiana EL CUADERNO. 

6.4.21

La poesía de Luciano Feria


Reseño en Cuadernos Hispanoamericanos el libro Sentido y melancolía (RIL Editores), la poesía completa del poeta extremeño Luciano Feria.

4.4.21

Dos poemas de Antonio Deltoro



POEMA

Un buen lector de poesía
puede ver, con los ojos cerrados,
un poema en versos,

pero el poema es,

en sus oídos,

más allá de sus surcos,
una duración,
una existencia.


UNA MESA

Sosteniendo su peso
y otros más en su lomo;
rectangular, bien hecha,
con las patas redondas,
sigue siendo la misma.

La hizo un carpintero
que amaba la madera.

La diseñó mi padre
como única mesa
de un departamento
que fue el primero
que rentaron en México.

Luego se cambiaron
a uno más amplio;

él la acortó,
para que sirviera
como auxiliar
de una mesa redonda;
pasó del centro
a un costado
sin perder el aplomo,
inmune a los giros
de la Tierra y la suerte.

Antes que terminara
en la cocina,
me la llevé a mi cuarto
y se hizo escritorio.

Muchas casas después,
poblada por papeles y libros,
es la protagonista de esta crónica:

un cuadrúpedo de lomo hospitalario,
cuyas patas son anclas
que se aferran al piso,
y sin embargo,
se mueve.

Nota: Estos dos poemas inéditos del poeta mexicano Antonio Deltoro han sido publicados en la revista Paraíso (número 17), que dirige Juan Carlos Abril. La fotografía está tomada de una reseña de Fabio Morábito sobre su poesía reunida (Visor) que apareció hace unos años en infoLibre.

3.4.21

Los frutos imprevistos del asombro

José Saborit (Valencia, 1960) dibuja desde niño y en la actualidad es catedrático de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Politécnica de Valencia, donde enseña desde 1985. Su carrera docente (en las aulas y fuera de ellas) ha sido intensa. Es, además, Académico de Número de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos.
Más allá, como pintor, ha realizado numerosas exposiciones colectivas e individuales y su obra figura en diferentes instituciones y colecciones privadas nacionales y extranjeras. Sus cuadros y dibujos son, por generalizar, figurativos y podrían encuadrarse dentro de lo que se conoce como “pintura del paisaje”. Es también autor de ensayos como La imagen publicitaria en televisión, El hígado de las estrellas, La construcción de la Naturaleza (con José L. Albelda), Retórica de la pintura (con Alberto Carrere), El sol del membrillo. Una película de Víctor Erice sobre el trabajo del pintor Antonio López y Formas de caminar (donde reunió una serie de columnas publicadas en el diario ABC). También es autor de textos para catálogos de artes plásticas, revistas y diarios y, junto a Manuel Ramírez, ha dirigido la colección de libros de arte y literatura Correspondencias (Pre-Textos-UPV).
Pero hay otra vertiente de Saborit que no conviene olvidar: la de poeta. En 2008 publicó su ópera prima: Flor de sal, libro al que han seguido La eternidad y un día, La misma savia (Premio Unicaja) y Carta al hijo.
No sé hasta qué punto estamos ante un pintor que escribe o ante un poeta que pinta. Sin descuidar al hombre que reflexiona, poco importa en qué campo. Después de leer Con los ojos de nadie, lo que este lector tiene claro es que Saborit es poeta. Quiero decir que si a alguien se le diese a leer este libro sin informarle de las otras facetas artísticas que cultiva, confirmaría lo que señalo. Y sin demora. Desde el primer poema. Se titula “Ahora”, está dedicado a la memoria de Agustín García Calvo (un poeta que vuelve) y su primera estrofa dice: “Porque el paso es efímero / y consuela nombrar / la hora que habitamos / se inventó la palabra / que intenta traducir / lo que no tiene nombre, / la palabra que muere / cuando se sustantiva / y se escribe «el ahora»”. Termina: “Ahora no es memoria. / Ahora no es potencia. // Ahora es sólo ahora, siempre ahora”.
Se aprecia de inmediato esa impronta meditativa que caracteriza la poesía de Saborit. La suya y, por extensión, la de un nutrido grupo de poetas, una suerte de nueva “escuela levantina”, a los que se nombra en el libro a través de las dedicatorias de los poemas y del volumen en sí, ofrecido a Lola Mascarell y a Antonio Cabrera. A estos nombres podemos sumar los, también citados, Vicente Gallego, Carlos Marzal, Juan Vicente Piqueras (al que dedica uno de los mejores poemas del conjunto: “Aquí, ahora”: “Llegamos hasta aquí / con los ojos cerrados”) o Antonio Moreno. Su maestro, está claro, también aparece en la lista y no es otro que el gran, éste sí, Francisco Brines.
Que estemos ante un poeta al que no sea preciso adjetivar no significa que el libro no sea el de alguien que ve el mundo a través de la mirada (palabra esencial) del pintor. Hay muestra de ello en no pocos poemas; así, “Blanco sobre blanco”, “El ojo gira”, “Lección del ojo”, “Ante una pintura”, “Del ver”, “Acuarela”, “Preguntas del ojo”, etc. Qué decir de “Pincelada taoísta”, dedicado a otra poeta del grupo valenciano: Susana Benet.
Antes, en la misma cubierta, donde aparece “La sombra”; para uno, el primer poema del libro.
No es sólo la mirada, se aprecia además en el cuidado por los detalles, por aquello que a cualquiera le podría pasar desapercibido, pero no a Saborit. Léase, por ejemplo, “Idilio”, unos versos sobre plantas y flores. O “Cristal roto”, donde reflexiona acerca de su oficio.
Y todo, claro, bajo la luz. La del Mediterráneo. Otra constante que da forma a las cosas, que, al iluminarlas, las hace aún más significantes.
En poemas como “Desvelo” el aire es levemente metafísico. O en “A lo lejos”.
“Pausa” y los tres poemas con el título “Caminar” (I, II y III) me recuerdan a Cabrera, otro feliz caminante: “¿hay otra levedad / más cierta que el andar?”. “Caminar es el ritmo que nos salva”.
La perplejidad está muy presente en esta poesía. Lo cotidiano no deja de sorprender a quien observa lo que le rodea con ojos nuevos, con una mirada atenta y penetrante. Como ocurre en “La casa de tu casa”: “¿Cómo hacerse una idea desde dentro?”.
La naturaleza es arte y parte de la poesía (y de la vida, dos términos inseparables) de Saborit. En “Traducción”, pongo por caso, otro poema logrado. O en el precioso “Ver el verde”.
La mujer (y el amor y el deseo) se deslizan con sutileza (nunca falta misterio en esta poética) en “A mano alzada”, “Cima” y “Regresos”.
“Viaje” nos lleva a los olores y a la infancia. Como “Barro”: “Después de tanto andar / la infancia se hizo barro en la memoria”.
“Columnas de humo” define a la perfección la mencionada poética, una mezcla de mirada, emoción y pensamiento. La que, por cierto, se refleja en “Versos”.
En “Sombras” brilla la amistad. En “Autorretrato”, el camino machadiano. En “Concéntrico” (que dedica a los Pre-Textos), el verano. En “Brasas”, la nostalgia agosteña del fuego. Una mediterraneidad que no cesa. En “Vencejos”, por fin, vuela de nuevo el espíritu aéreo e inmortal de Antonio Cabrera.
“Edad”, dedicado a Brines, recoge a la perfección la lección aprendida del maestro: “Nada tienes que hacer, sólo dejarte, / persistir a la espera en abandono, / con los ojos abiertos y sin prisa, / sentir cómo se encienden los minutos, / cómo llena tus manos, ya desnudas, / los frutos imprevistos del asombro”.
“Desaparición” cierra este libro singular y muy hermoso. Empieza: “Me esfumo, me evaporo en cuanto escribo”. Paradójicamente, añade: “No hay nada que conozca, / nada de lo que yo pueda dar cuenta”. Luego concluye: “Yo es ahora un extraño”.
 
Con los ojos de nadie
José Saborit
Pre-Textos, Valencia, 2021. 70 páginas. 15 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.