Este es el texto que leí la otra noche en la Biblioteca Pública de Cáceres con motivo de la presentación de Camino de Jotán y El desierto de Takla Makán. Lecturas de Ferlosio, de Gonzalo Hidalgo Bayal, publicado por La Moderna.
Una de las
primeras decisiones que tomé cuando, de forma inesperada, tuve que ocupar el
puesto que dejó vacante con su prematura muerte Fernando Pérez en la dirección
de la Editora fue la de recabar algunos libros inéditos de escritores extremeños
de “reconocido prestigio”, un término del que abomina nuestro protagonista de
hoy y que aborrecía, a buen seguro, Rafael Sánchez Ferlosio, el otro personaje
principal de esta velada. Obras de autores, bromas aparte, que jugaban ya en las
ligas mayores, con editores más efectivos y poderosos, pero que, por seguir el
ejemplo de mi admirado predecesor, había que traer o volver a incluir en su ejemplar
catálogo. Fue el caso de Gonzalo Hidalgo Bayal. A falta de una novela u otro
artefacto narrativo, nos entregó un ensayo que reunía los escritos ferlosianos
posteriores a los que formaban parte de Camino de Jotán. Con el
título El desierto de Takla Makán apareció en la bonita
colección Ensayo Literario (muy a propósito), una de las que diseñó otro precoz
desaparecido, Julián Rodríguez.
En la presentación
placentina –donde también dimos a conocer relatos de José Antonio García Blázquez y el esperado
diario de José Antonio Gabriel y Galán, naturales ambos de la ciudad del Jerte–, Bayal explicó que “del mismo modo que, al
publicar la primera novela empecé a formar parte de jurados literarios, desde
que escribí un ensayo sobre la literatura de Ferlosio, se me otorgó cierta categoría
de especialista ferlosiano, se me incluyó en lo que alguien ha llamado la
«ferlosía» (sección coriana) y a la menor ocasión o a la mayor (un monográfico
en una revista, la aparición de un nuevo libro, la concesión del premio
Cervantes, un congreso sobre su obra, etc.) me veo en la necesidad y en la
obligación de escribir un nuevo texto en torno al maestro (…). Estos textos
necesarios y obligatorios y entusiastas, escritos a lo largo de diez años
(1997-2007), son los que recoge este librito”. Fin de la cita. Así, añade uno,
ha seguido siendo, por eso esta espléndida edición de La Moderna, idea
pertinente y feliz de David Matías, antiguo alumno de Bayal y compañero de clase
de mi hija Leticia, incorpora, ya se ha dicho, no sólo los mencionados libros,
sino también los textos sustanciales que sobre Ferlosio ha venido publicando
estos últimos años, desde 2007.
Entre mis
papeles de entonces he encontrado las notas que preparé sobre aquella edición. Es
probable que fueran utilizadas por el Director General de Promoción Cultural,
Chema Corrales, en su intervención, ya que al parecer acudió al mencionado acto
placentino. Tras unos datos biobibliográficos, hacía en ellas alusión a su
condición de lector y de crítico, en ese orden. Sí, ya dije en cierta ocasión
que, apenas descubres tal libro o tal autor, caes en la cuenta de que Bayal ya lo
había leído. En lo que a Ferlosio respecta, esta cualidad se intensifica. El
autor de Alfanhuí encontró en él al
lector ideal. O dicho de otro modo: creo que Bayal es su mejor lector, el que
más lejos y más hondo ha llegado en su interpretación y eso, tratándose del
autor de El testimonio de Yarfoz, ni
es decir poco ni resulta sencillo. Así lo reconocen, además, los ferlosianos de
pro, con los que ha compartido amistad y tertulia. Los Pollán, Echevarría,
Azúa, Savater, Aguilar, etc. Y el mismísimo Ferlosio, no lo dudo (véase “prueba
de color”, la fotografía que abre el libro que presentamos, donde en la pared
de uno de los cuartos del palacio familiar de Coria se lee, caligrafiado con
pintura por su dueño, “Camino de Jotán”). Cabe añadir que no pocos hemos
llegado al conocimiento, siquiera en parte, de la genuina “razón narrativa” del
autor de El Jarama («cierta forma de predeterminación
esencial y la decidida disposición personal que subyace en el proceso
literario») gracias a sus
indagaciones. Esos análisis, además, han sido escritos en una prosa a la altura
de la razonada, con la cortesía de la claridad, lo que hace aún más elogiable
la tentativa.
Pesquisas,
añado, que son fruto, por encima de su aguda inteligencia, de “ensayar en torno
suyo círculos” con una fidelidad y una persistencia admirables. Conocida “la
leyenda de lo inédito, la mitología del silencio” que acompaña a los documentos
ferlosianos, amén de la vastedad de lo al cabo publicado, esa labor ha sido
titánica. Para decirlo con palabras de su reconocido y reconocible maestro
(porque “enseña pensamiento y enseña a pensar”, matiza el autor de Campo de amapolas blancas), “todo
argumento es una fatiga y un afán”. Como aquél, Bayal “conoce lo imposible”. La
cita inicial de El desierto de Takla
Makán es elocuente: «Señoras
y señores: ni yo, que llevo cuarenta años pensando en él todos los días, ni
mucho menos, por supuesto, ustedes llegaremos jamás a hacernos cargo de lo que
es el desierto de Takla Makán. He dicho.»
Los dos, por seguir, son escritores sin etiqueta, notablemente singulares, verdaderos clásicos a contracorriente, pero a la antigua usanza, que son términos que el placentino de Higuera ha usado para definir al romano de Coria.
De la
(re)lectura de los textos bayalianos uno saca muchas lecciones. Su enjundia
supera el mero asedio crítico, sobre todo si tenemos en cuenta que los dos
detestan la prosa retórica y académica que suele gastarse para semejantes
investigaciones. Subraya Hidalgo que en los escritos de Ferlosio siempre
prevalece el don de la palabra y que, en ese sentido, son comparables a sus
textos narrativos. En ellos, dice, se aprecia “un deleite estético” propio de
lo “específicamente literario”; “brilla una «razón poética»”. Y es aquí, en
este punto, donde resulta oportuno confesar que esta nueva lectura de los
escrutinios bayalianos me ha desvelado, ante todo, cuánto se parecen, con ser
distintas, sus respectivas obras. Quiero decir que el segundo, al leer al
primero, está al mismo tiempo leyéndose a sí mismo (“no leemos a otros, nos
leemos en ellos”, escribió, como me gusta recordar, el poeta mexicano José
Emilio Pacheco). Es lo que hacen, queriendo o sin querer, los mejores lectores,
aquellos que sitúan en el centro de sus vidas, con la debida fatalidad, conscientes
de su limitaciones (ese “deambular circular”), la pasión por la literatura.
La
singularidad de ambas –cada cual “sabe lo que se hace”– impide que se dé en
otros, sus lectores, y en sentido estricto, la categoría de discípulo (puede
que con una salvedad: la de Juan Ramón Santos). Si acaso, la de imitador. Tan
radicalmente personales son. Cada cual a su modo, preciso. Con todo, cómo negar
gustos comunes, coincidencias evidentes. Así, los dos, para empezar, creen en
“la preeminencia de la palabra”, “concebida como un don”, que “hace humano al
hombre”. Eso que el autor de Paradoja del
interventor denomina “lealtad lingüística”. Se muestran atentos para no
caer en “la abyección”, tan corriente en estos tiempos de literatura sin
escritores, lo que da una naturaleza moral (que siempre he destacado en mis
reseñas bayalianas) a su escritura.
Ambos
anteponen el escribir al publicar y el noble quehacer del escritor (“descarriado
y solitario”) al “grotesco papelón del literato”. Más que la
obra, buscan “un sentido y un porqué”. Son “de la estirpe de Kafka”: anhelan
“verdad y conocimiento”.
Su palabra
es “profana”, pues “toda palabra sagrada (…) no busca ser entendida, sino
obedecida”. Se acercan a la realidad “desde fuera”. La hipotaxis es su forma
natural de decir, aunque a veces, cuando el autor de Vendrán más años
malos y nos harán
más ciegos recurre al pecio, esas “astillas del pensamiento”
(“catálogos” de su “sistema”), la sintaxis adquiera concisos aires poéticos.
Ninguno “deja nada al azar”.
Según la
“teoría de las musas”, Ferlosio y Bayal son escritores de genitum y no de factum,
es decir, de obras inspiradas y no fabricadas. Sus lecturas son “instructivas”.
Escriben desde el “yo intelectual” y no desde el “biográfico”, tan de moda, por
cierto, en forma de autoficción. Ajenos “a toda exhibición sentimental del yo”,
defienden el antisocratismo. A
propósito del “Conócete a ti mismo” inscrito en el templo de Delfos, Ferlosio
replica en un pecio: “¡Sí, hombre, como si no tuviera uno otra cosa en que
pensar”.
Sus
personajes (por más que Ferlosio inventara, según Bayal, sólo dos: Alfanhuí y
el príncipe Nébride, una suerte de Alfanhuí adulto) viven en un “presente
continuo”, sin perseguir “un final, una meta”, en tiempos “consuntivos” y no
“adquisitivos”. Son personajes de “carácter” y no de “destino”, por usar los
términos utilizados por Ferlosio en su discurso del Cervantes.
Las novelas
que han escrito son episódicas. “Memorables”, no “contables”. Es complicado
contar su argumento. Sus libros siguen, por aquello de las “metáforas
vegetales”, la estructura del ajo y no la de la cebolla.
Su prosa es
enérgica. Barroca, en el mejor sentido. Con voluntad de estilo, que dirían
Benet (ferlosiano confeso) o Aramburu. Ambos son seres narrativos con un “alto grado”,
como escribía Bayal de Ferlosio de “ascetismo, bondad y excelencia”.
Demuestran,
en fin, y a las claras, que “la literatura es tan inagotable como sus géneros”,
que ellos respetan sólo lo justo. Casi nada.
Por lo
demás, voy terminando, me gustaría subrayar de nuevo la perspicacia crítica del
autor de El espíritu áspero. Para
ello basta con que cite uno de los textos recogidos en Takla Makán: “Elogio del geco”, una reseña maestra que demuestra
sin ambages la excelencia en el proceder del autor de Equidistancias.
Destaca
éste en Ferlosio un rasgo del carácter que, como le he escuchado más de una vez
en nuestras conversaciones intermitentes, él también ostenta: la pereza. No lo
parece en el caso que nos ocupa, donde lo que brilla a la postre es su
incansable capacidad de trabajo. Es un lujo, sí, este libro que es suma de dos
(y pico). Que aparezca en una modesta editorial periférica dice mucho del
criterio de su joven editor (y del talante generoso de su autor), pero también de
la miopía de los grandes editores del ensayismo hispano.
“Si entras,
no saldrás”, ya lo advierte la traducción de las palabras Takla Makán. Al
cerrarlo, siquiera de momento, uno tiene la gustosa impresión de que por cosas
así, tan misteriosas como evidentes, merece la pena leer y haber vivido. He
dicho.
Plasencia,
marzo de 2020
Nota. La fotografía superior es de Sandra Moreno Quintanilla.