14.3.20

Si entras, no saldrás


Este es el texto que leí la otra noche en la Biblioteca Pública de Cáceres con motivo de la presentación de Camino de Jotán y El desierto de Takla Makán. Lecturas de Ferlosio, de Gonzalo Hidalgo Bayal, publicado por La Moderna.

Una de las primeras decisiones que tomé cuando, de forma inesperada, tuve que ocupar el puesto que dejó vacante con su prematura muerte Fernando Pérez en la dirección de la Editora fue la de recabar algunos libros inéditos de escritores extremeños de “reconocido prestigio”, un término del que abomina nuestro protagonista de hoy y que aborrecía, a buen seguro, Rafael Sánchez Ferlosio, el otro personaje principal de esta velada. Obras de autores, bromas aparte, que jugaban ya en las ligas mayores, con editores más efectivos y poderosos, pero que, por seguir el ejemplo de mi admirado predecesor, había que traer o volver a incluir en su ejemplar catálogo. Fue el caso de Gonzalo Hidalgo Bayal. A falta de una novela u otro artefacto narrativo, nos entregó un ensayo que reunía los escritos ferlosianos posteriores a los que formaban parte de Camino de Jotán. Con el título El desierto de Takla Makán apareció en la bonita colección Ensayo Literario (muy a propósito), una de las que diseñó otro precoz desaparecido, Julián Rodríguez. 
En la presentación placentina –donde también dimos a conocer relatos de José Antonio García Blázquez y el esperado diario de José Antonio Gabriel y Galán, naturales ambos de la ciudad del Jerte–, Bayal explicó que “del mismo modo que, al publicar la primera novela empecé a formar parte de jurados literarios, desde que escribí un ensayo sobre la literatura de Ferlosio, se me otorgó cierta categoría de especialista ferlosiano, se me incluyó en lo que alguien ha llamado la «ferlosía» (sección coriana) y a la menor ocasión o a la mayor (un monográfico en una revista, la aparición de un nuevo libro, la concesión del premio Cervantes, un congreso sobre su obra, etc.) me veo en la necesidad y en la obligación de escribir un nuevo texto en torno al maestro (…). Estos textos necesarios y obligatorios y entusiastas, escritos a lo largo de diez años (1997-2007), son los que recoge este librito”. Fin de la cita. Así, añade uno, ha seguido siendo, por eso esta espléndida edición de La Moderna, idea pertinente y feliz de David Matías, antiguo alumno de Bayal y compañero de clase de mi hija Leticia, incorpora, ya se ha dicho, no sólo los mencionados libros, sino también los textos sustanciales que sobre Ferlosio ha venido publicando estos últimos años, desde 2007.
Entre mis papeles de entonces he encontrado las notas que preparé sobre aquella edición. Es probable que fueran utilizadas por el Director General de Promoción Cultural, Chema Corrales, en su intervención, ya que al parecer acudió al mencionado acto placentino. Tras unos datos biobibliográficos, hacía en ellas alusión a su condición de lector y de crítico, en ese orden. Sí, ya dije en cierta ocasión que, apenas descubres tal libro o tal autor, caes en la cuenta de que Bayal ya lo había leído. En lo que a Ferlosio respecta, esta cualidad se intensifica. El autor de Alfanhuí encontró en él al lector ideal. O dicho de otro modo: creo que Bayal es su mejor lector, el que más lejos y más hondo ha llegado en su interpretación y eso, tratándose del autor de El testimonio de Yarfoz, ni es decir poco ni resulta sencillo. Así lo reconocen, además, los ferlosianos de pro, con los que ha compartido amistad y tertulia. Los Pollán, Echevarría, Azúa, Savater, Aguilar, etc. Y el mismísimo Ferlosio, no lo dudo (véase “prueba de color”, la fotografía que abre el libro que presentamos, donde en la pared de uno de los cuartos del palacio familiar de Coria se lee, caligrafiado con pintura por su dueño, “Camino de Jotán”). Cabe añadir que no pocos hemos llegado al conocimiento, siquiera en parte, de la genuina “razón narrativa” del autor de El Jarama («cierta forma de predeterminación esencial y la decidida disposición personal que subyace en el proceso literario») gracias a sus indagaciones. Esos análisis, además, han sido escritos en una prosa a la altura de la razonada, con la cortesía de la claridad, lo que hace aún más elogiable la tentativa.
Pesquisas, añado, que son fruto, por encima de su aguda inteligencia, de “ensayar en torno suyo círculos” con una fidelidad y una persistencia admirables. Conocida “la leyenda de lo inédito, la mitología del silencio” que acompaña a los documentos ferlosianos, amén de la vastedad de lo al cabo publicado, esa labor ha sido titánica. Para decirlo con palabras de su reconocido y reconocible maestro (porque “enseña pensamiento y enseña a pensar”, matiza el autor de Campo de amapolas blancas), “todo argumento es una fatiga y un afán”. Como aquél, Bayal “conoce lo imposible”. La cita inicial de El desierto de Takla Makán es elocuente: «Señoras y señores: ni yo, que llevo cuarenta años pensando en él todos los días, ni mucho menos, por supuesto, ustedes llegaremos jamás a hacernos cargo de lo que es el desierto de Takla Makán. He dicho.»
Los dos, por seguir, son escritores sin etiqueta, notablemente singulares, verdaderos clásicos a contracorriente, pero a la antigua usanza, que son términos que el placentino de Higuera ha usado para definir al romano de Coria.
De la (re)lectura de los textos bayalianos uno saca muchas lecciones. Su enjundia supera el mero asedio crítico, sobre todo si tenemos en cuenta que los dos detestan la prosa retórica y académica que suele gastarse para semejantes investigaciones. Subraya Hidalgo que en los escritos de Ferlosio siempre prevalece el don de la palabra y que, en ese sentido, son comparables a sus textos narrativos. En ellos, dice, se aprecia “un deleite estético” propio de lo “específicamente literario”; “brilla una «razón poética»”. Y es aquí, en este punto, donde resulta oportuno confesar que esta nueva lectura de los escrutinios bayalianos me ha desvelado, ante todo, cuánto se parecen, con ser distintas, sus respectivas obras. Quiero decir que el segundo, al leer al primero, está al mismo tiempo leyéndose a sí mismo (“no leemos a otros, nos leemos en ellos”, escribió, como me gusta recordar, el poeta mexicano José Emilio Pacheco). Es lo que hacen, queriendo o sin querer, los mejores lectores, aquellos que sitúan en el centro de sus vidas, con la debida fatalidad, conscientes de su limitaciones (ese “deambular circular”), la pasión por la literatura.
La singularidad de ambas –cada cual “sabe lo que se hace”– impide que se dé en otros, sus lectores, y en sentido estricto, la categoría de discípulo (puede que con una salvedad: la de Juan Ramón Santos). Si acaso, la de imitador. Tan radicalmente personales son. Cada cual a su modo, preciso. Con todo, cómo negar gustos comunes, coincidencias evidentes. Así, los dos, para empezar, creen en “la preeminencia de la palabra”, “concebida como un don”, que “hace humano al hombre”. Eso que el autor de Paradoja del interventor denomina “lealtad lingüística”. Se muestran atentos para no caer en “la abyección”, tan corriente en estos tiempos de literatura sin escritores, lo que da una naturaleza moral (que siempre he destacado en mis reseñas bayalianas) a su escritura.
Ambos anteponen el escribir al publicar y el noble quehacer del escritor (“descarriado y solitario”) al “grotesco papelón del literato”. Más que la obra, buscan “un sentido y un porqué”. Son “de la estirpe de Kafka”: anhelan “verdad y conocimiento”.
Su palabra es “profana”, pues “toda palabra sagrada (…) no busca ser entendida, sino obedecida”. Se acercan a la realidad “desde fuera”. La hipotaxis es su forma natural de decir, aunque a veces, cuando el autor de Vendrán más años malos y nos harán más ciegos recurre al pecio, esas “astillas del pensamiento” (“catálogos” de su “sistema”), la sintaxis adquiera concisos aires poéticos. Ninguno “deja nada al azar”.
Según la “teoría de las musas”, Ferlosio y Bayal son escritores de genitum y no de factum, es decir, de obras inspiradas y no fabricadas. Sus lecturas son “instructivas”. Escriben desde el “yo intelectual” y no desde el “biográfico”, tan de moda, por cierto, en forma de autoficción. Ajenos “a toda exhibición sentimental del yo”, defienden el antisocratismo. A propósito del “Conócete a ti mismo” inscrito en el templo de Delfos, Ferlosio replica en un pecio: “¡Sí, hombre, como si no tuviera uno otra cosa en que pensar”.
Sus personajes (por más que Ferlosio inventara, según Bayal, sólo dos: Alfanhuí y el príncipe Nébride, una suerte de Alfanhuí adulto) viven en un “presente continuo”, sin perseguir “un final, una meta”, en tiempos “consuntivos” y no “adquisitivos”. Son personajes de “carácter” y no de “destino”, por usar los términos utilizados por Ferlosio en su discurso del Cervantes.
Las novelas que han escrito son episódicas. “Memorables”, no “contables”. Es complicado contar su argumento. Sus libros siguen, por aquello de las “metáforas vegetales”, la estructura del ajo y no la de la cebolla.
Su prosa es enérgica. Barroca, en el mejor sentido. Con voluntad de estilo, que dirían Benet (ferlosiano confeso) o Aramburu. Ambos son seres narrativos con un “alto grado”, como escribía Bayal de Ferlosio de “ascetismo, bondad y excelencia”.
Demuestran, en fin, y a las claras, que “la literatura es tan inagotable como sus géneros”, que ellos respetan sólo lo justo. Casi nada.
Por lo demás, voy terminando, me gustaría subrayar de nuevo la perspicacia crítica del autor de El espíritu áspero. Para ello basta con que cite uno de los textos recogidos en Takla Makán: “Elogio del geco”, una reseña maestra que demuestra sin ambages la excelencia en el proceder del autor de Equidistancias.
Destaca éste en Ferlosio un rasgo del carácter que, como le he escuchado más de una vez en nuestras conversaciones intermitentes, él también ostenta: la pereza. No lo parece en el caso que nos ocupa, donde lo que brilla a la postre es su incansable capacidad de trabajo. Es un lujo, sí, este libro que es suma de dos (y pico). Que aparezca en una modesta editorial periférica dice mucho del criterio de su joven editor (y del talante generoso de su autor), pero también de la miopía de los grandes editores del ensayismo hispano.
“Si entras, no saldrás”, ya lo advierte la traducción de las palabras Takla Makán. Al cerrarlo, siquiera de momento, uno tiene la gustosa impresión de que por cosas así, tan misteriosas como evidentes, merece la pena leer y haber vivido. He dicho.

Plasencia, marzo de 2020


Nota. La fotografía superior es de Sandra Moreno Quintanilla. 

Lorenzo Cordero/HOY