31.12.21

Feliz Litoral


No deja de sorprender. incluso al lector habituado, la llegada de cada nueva entrega de la veterana revista malagueña Litoral. El último número es espléndido. En lo que al diseño se refiere (la elección de las ilustraciones es exquisita) y en lo que respecta a los textos seleccionados. El motivo: la felicidad. Un asunto complejo. Por eso, para abordarlo desde distintas perspectivas, el índice recoge diferentes apartados: "ser feliz", "la feliz antigüedad" (que abre un artículo de Juan Antonio González Iglesias, que tanto sabe de eso), "el placer de vivir", "la arcadia feliz", "carpe diem", "el instante que se va", "almas dichosas", "naturalmente feliz", "beatus ille", "la alegría" (según Tomás Sánchez Santiago, "único pariente de la felicidad que me es creíble"), "la terapia de la risa", "humor feliz", "ocho maneras de ser feliz", "amor pleno", sexo feliz", "placeres alimentarios", "la felicidad de los libros", "amigos felices", "felicidad fantástica", "felicidad maquinal", "notas felices", "alegres animales", "la engañosa felicidad" y "entre penas y alegrías". 
Una muestra literaria de estas dimensiones, con tan largo alcance, no se improvisa. Por eso es necesario ponderar el riguroso, inspirado trabajo de Antonio Lafarque y Lorenzo Saval. 
A medida que iba ojeando el índice, me preguntaba dónde podría encajar el poema anunciado por el primero. No soy precisamente la alegría de la huerta y mi poesía tal vez peque de triste. Fue hasta que di con el epígrafe "la felicidad de los libros", que es donde aparece el poema que dediqué a la ciudad holandesa de Deventer y que formaba parte del cuaderno Lugares del otoño (colección "El Astillero" de la revista santanderina Ultramar, 2005) aunque se integró después en el libro Desde fuera. Gracias. 



30.12.21

Otra vez los mejores del año

Todos los años pasa lo mismo: en octubre me piden desde la redacción de El Cultural una lista de los diez libros que considero "los mejores del año". Bueno, dos. Una en la que debo ordenar (puntuados del 10 al 1) los títulos de las obras de los autores españoles e hispanoamericanos y otra con la de los poetas extranjeros traducidos a nuestra lengua. No se admiten antologías, salvo en el caso de los de fuera. Ni poesías completas. Ni autores de la casa (habría incluido el libro de Irazoki). Pues bien, tras arduas deliberaciones (como se suele poner en las actas de los jurados literarios), envío las listas. Obediente que es uno. Y todos los años me arrepiento de hacerlo. Pero no me planto. Mea culpa. Diré en mi defensa que los libros de cada una son, sí, buenos libros.  Los elijo teniendo en cuenta mi particular punto de vista (esto no son matemáticas) y de entre los que he leído (de los que no, nunca opino). Para mí, todos tienen la misma puntuación y valen lo mismo, que es mucho. En la resultante de 2021 están, por ejemplo, Sacrificio, de Marta Agudo; Amorgós, de Nikos Gatsos; Días y trabajos, de Jacobo Cortines; y Poemas, de Mary Shelley. Y obras de mis admiradas Ida Vitale y Piedad Bonnett (cuyo florilegio no he leído aún). Y qué decir de Perse. Eso sí, también otros libros que no aparecen en las dichosas nóminas tienen la misma consideración. El límite... Es más, después de enviarla he disfrutado con libros que podrían haber ido, pero que llegaron tarde (de ellos hablaré un día de estos). En fin, un lío. Todos los años me juro que no volveré a pecar. Ojalá entre los posibles cambios que acaso lleguen con el traslado del suplemento desde el diario El Mundo hasta El Español esté el de prescindir de esta tortura anual. No creo. Lo hacen todos. Me consuela comprobar que las listas son iguales, y no porque nombren a los mismos libros. Aquí por lo menos opinan de cada género, digamos, los críticos de ese negociado. Eso sí, todo se desbarata cuando mezclan la lista de los libros de los poetas españoles e hispanoamericanos con la de los extranjeros y, desde ahí, sacan conclusiones. Eso no ocurre con las listas de novela y el resultado es mejor.  Esta es la de este año. Paritaria, por cierto. Como la pandemia, seguimos.  

29.12.21

En el adiós al obispo Retana

Los designios de la Iglesia, ya se sabe, son inescrutables. Está compuesta por seres humanos falibles. Son muchos los fieles de la Diócesis de Plasencia y no pocos placentinos no practicantes, pero atentos, digamos, a la realidad social de su ciudad, que se sienten confundidos por la decisión de nombrar a José Luis Retana Gozalo obispo de Salamanca y Ciudad Rodrigo (que antes tenía el suyo propio) cuatro años después de que llegara a Plasencia, su primer destino como prelado superior y donde fue tan bien acogido. Nos consta que la situación le apena (se sentía a gusto aquí) y le preocupa (compartirá la gestión de dos diócesis al mismo tiempo, con los problemas que ello conlleva). Los rayanos de Ciudad Rodrigo observan con desasosiego la medida (se sienten incluso agraviados) y Salamanca, con un clero envejecido (y no hablo sólo de la edad), no es plaza fácil, como bien sabe el que fuera rector del Seminario Diocesano de Ávila en esa ciudad. Él lo asume: «Los obispos somos todos un poquito conservadores y creo que la elección puede entenderse como lógica si se tiene en cuenta que he vivido 20 años en Salamanca y he formado allí a muchos seminaristas de Ciudad Rodrigo», ha afirmado.
Por lo demás, Retana está acostumbrado a la brega y a medirse con las dificultades. Puede que por eso... Tuvo un buen maestro, como su hermano Salvador, mi querido amigo, que tanto va a echarle de menos. Me refiero a su padre, «de una calidad humana y espiritual fuera de lo normal», dice el obispo. Doy fe de lo lejos que ha llegado esa labor, forjada desde que eran unos críos allá en Pedro Bernardo, su pueblo natal, en las faldas de Gredos. 
Deja este hombre muchos proyectos eclesiales en marcha (por eso no pocos curas se sienten desolados) y uno cultural de gran magnitud: la nueva edición de Las Edades del Hombre, que nunca habría llegado hasta este rincón sin sus contactos y diligencia. 
El deán de la Catedral de Plasencia y vicario general de la Diócesis, Jacinto Núñez Regodón, un sacerdote inteligente al que nombró Vicario General, dijo en la misa de despedida (según recoge el diario HOY), con una osadía impropia de estos ámbitos: «Creo que no sería honesto si antes de terminar mi intervención, no manifestara que su marcha, aparte de tristeza y nostalgia, nos ha producido desconcierto e incluso cierto malestar». Y continuó: «Nos cuesta entender algunos procedimientos eclesiásticos que, a veces, dan la impresión de prestar menor atención a las diócesis más pobres y pequeñas». «No juzgo a nadie lógicamente, pero me permito expresar el deseo de que se revisen algunos de esos procedimientos», concluyó.
Deseo, en fin, lo mejor a este obispo cercano y cariñoso. Y mucha salud para afrontar lo que se le viene encima, que no es poco. Por suerte, antes de irse, tuve ocasión de visitarlo junto a mi hermano Fernando y en esa breve conversación confirmé lo que pensaba sobre su valía humana y moral. Hasta ese momento no nos conocíamos personalmente. Espero, como mis paisanos, que quien le sustituya sea un obispo capaz. Los malos tiempos, no nos engañemos, así lo exigen. 

28.12.21

La poesía de David Huerta

No vamos a descubrir a estas alturas la importancia de la lírica mexicana en el panorama de la poesía escrita en español. Y eso desde Sor Juana Inés de la Cruz, que no es poco. Anterior a ella, incluso, podemos mencionar a Pedro de Trejo, un emigrante placentino que, condenado a galeras, desapareció para siempre en el mar.
David Huerta, hijo de Mireya Bravo (“a ella le debo una porción cardinal de lo que pueda yo valer”) y del “formidable” poeta Efraín Huerta (me temo que en todas sus biografías se consigna este dato, aunque acaso lo más exacto sería decir, a la vista de sus respectivos recorridos poéticos, que don Efraín fue el padre de David), nació en Ciudad de México en 1949 y es un eslabón fundamental de esa cadena literaria que, insisto, no se limita al espacio geográfico mexicano, sino al casi infinito de los Territorios de La Mancha, por decirlo con Carlos Fuentes.
En una “semblanza en primera persona” que abre el libro del que vamos a hablar, ha confesado: “me debo al sistema de educación pública de mi país”.
Poeta adscrito a la generación de los 40 o del movimiento estudiantil-popular de 1968 («la tragedia mexicana conocida como la Matanza de Tlatelolco […] marcó, a partir de entonces, toda mi vida»), editor, ensayista y traductor, estudió Filosofía, Letras Inglesas y Españolas en la UNAM pero confiesa, con “timidez” y “sin arrogancia”, que no tiene título universitario. “No me avergüenzo de esa carencia, pero tampoco la proclamo”, añade. Eso no le ha impedido ser secretario de redacción de La Gaceta del FCE, miembro del consejo editorial de Letras Libres y director de Periódico de Poesía, así como colaborador de numerosos periódicos y revistas y en la actualidad firma una columna en el diario El Universal titulada «Libros y otras cosas». Esa ha sido, reconoce, su verdadera universidad. En cuanto a su “vocación de escritura”, arranca en la infancia (fue, dice, un “lector ávido, desordenado, curioso”) y se consolida en la primera adolescencia, al toparse con el poema de Lorca “La canción del jinete”.
Estuvo becado por el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación Guggenheim y por el Sistema de apoyos a la creación y a proyectos culturales (Fonca).
Entre otros, ha obtenido los premios Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Nacional de Ciencias y Artes y el de Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco. En 2019 le otorgan, por unanimidad, el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México), por el «ímpetu, la ambición y la fraterna inteligencia» de su trayectoria poética. También posee la medalla “Mártires de Tlatelolco”.
Huerta ha coordinado talleres literarios en la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y el ISSSTE, y ha sido profesor de literatura en cursos de la Fundación Octavio Paz y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Es docente universitario: desde 2005, en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).
Aunque su poesía forma parte de Las ínsulas extrañas: antología de poesía en lengua española (1950-2000) y aquí, en España, publicó en 2013 (en la barcelonesa Ediciones de la Rosa Cúbica) Los grandes almacenes. Poemas en prosa (en colaboración con el pintor Frederic Amat), como explica muy bien Jordi Doce, “es difícil encontrar un caso análogo, en el que la excelencia de la obra goza de un reconocimiento crítico en su país de origen que apenas ha trascendido fuera de sus fronteras”. Con esta afirmación inicia Doce el amplio y riguroso ensayo “Hay una llama viva” que precede a los poemas que conforman la antología El desprendimiento, de la que es coeditor junto a Huerta, y que tiene como fin inmediato dar a conocer como es debido una obra capital de las letras hispánicas. En una colección, cabe añadir, de referencia.
No se me ocurre mejor introducción a su mundo poético que la lectura de esas treinta y cuatro páginas. Todas las claves quedan expresadas ahí y a ellas nos vamos a remitir sin ambages ni ocultamientos.   
Veinticuatro son los libros de los que se recogen poemas, además de seis inéditos (dos de ellos “testimoniales”), insertos en las secciones “Inéditos” y “Apéndice”, donde el lector encontrará el discurso de aceptación del premio FIL. Su obra completa la publicó FCE en 2013 bajo el título La mancha en el espejo. Poesía 1972-2011. Ocupa dos gruesos volúmenes con un total de 1.100 páginas.  
Su escritura, opina Doce, se define “por su vitalidad y falta de prejuicios”. Por su “tono casi electrizante”, una “corriente de entusiasmo febril que la galvaniza en todas sus manifestaciones”.
El título obedece a motivos relacionados con las distintas acepciones del diccionario a propósito de la palabra “desprendimiento”. A la tercera, sobre todo: “largueza, desinterés, generosidad”. Porque “la vitalidad de Huerta está ligada a un sentimiento de gratitud y a la noción de poesía como arte colectivo, apoyado en una tradición que a su vez genera una comunidad de espíritus afines”. “Formar parte, saberse parte, de un gremio ilustre”.
Huerta usó el concepto “matiz de desprendimiento” en un texto de El ovillo y la brisa (2018).
“El poema es algo que se desgaja del mundo para poder cumplirse, pleno, autónomo y así consumar su «ser-poema»”, dice Doce, que añade: “ese desgajamiento se lleva una huella o rastro material del mundo, un resto orgánico, que tiene un cuerpo”. Hay todo un vocabulario relacionado con esa idea que “atraviesa el libro de principio a fin”. Como “cosa” o “cosas”: “Huerta es quizá el único poeta de nuestro idioma que ha conseguido despojar a esa palabra de toda vaguedad y darle el formidable equipaje semántico del «thing» inglés”.
Se refiere después a “galería de espejos” y a “pañuelo de sinestesia” (en el poema “Esquina violeta”), a una “noción del mundo como texto: todo es legible, todo existe en forma de palabras o está al alcance de la combinatoria verbal del poeta”. De Michael Tournier toma Huerta el término “logósfera” que vendría resumirse en que “todo es lenguaje, todo es un texto que podemos leer y descifrar”. Según Doce, la “razón” de Incurable, su libro más emblemático, sería “celebrar el poder creador, demiúrgico de la palabra”.
Toma a continuación unas frases de Julio Trujillo, de su reseña “La tinta en el espejo”, para concluir que estamos ante una “escritura exuberante, tocada por el asombro de la imagen y el don para descomponer hasta en sus más finas hebras los objetos de la curiosidad y el deseo”. Si bien Huerta ha explicado en más de una ocasión que está “muy lejos” de sentirse parte “del movimiento llamado neobarroco”, no hay duda sobre su condición de poeta barroco. De “lector barroco”, precisa Doce. Sobre todo en la primera parte de su obra (de cuando era un maldito devastado “por el alcohol y las turbulencias”, dice en un verso), que llega hasta su libro Historia (1990) y de la que forma parte una de sus entregas fundamentales: Incurable (1987), “un hito evidente, un antes y un después en la obra de su autor y en la poesía mexicana contemporánea”.
El citado Trujillo sostiene que “uno solo de sus libros e incluso uno solo de sus poemas exige de sus lectores la máxima concentración posible para poder apreciar la capilaridad, el poder alusivo, la intertextualidad y la concentrada imaginería que ofrece”. Y de eso da fe cualquiera que se acerque hasta esta poesía que “procede por acumulación, por superposición de capas que se contradicen o desmienten parcialmente […], pero también por enumeración […], un inventario movido por la pasión libresca, erudita, que a veces baraja con libertad datos históricos o temporales y que otras es la excusa perfecta para liberar un surtidor de imágenes alusivas”. Huerta, concluye Doce, “es un poeta –sobra decirlo– tocado por el duende de la analogía”.
Su obra es “un ejercicio de largueza –de «desprendimiento»–“. Por su “incapacidad para el estancamiento”, conviene seguir el consejo de Medina Portillo: “hay que aprender a leer a David Huerta una y otra vez según van apareciendo sus nuevos títulos”.
Más allá de las enseñanzas de este prólogo ejemplar, el lector ha de enfrentarse a los poemas. Poemas, por cierto, de los siguientes libros: El jardín de la luz (1972), Cuaderno de noviembre (1976), Huellas del civilizado (1977), Versión (1978),  El espejo del cuerpo (1980), Incurable (1987), Historia ( 1990), Los objetos están más cerca de lo que aparentan (1990), Lápices de antes (1994 ), La sombra de los perros (1996), La música de lo que pasa (1997), Homenaje a la línea recta (2001), Los cuadernos de la mierda (2001), El azul en la flama (2002), Hacia la superficie (2002), La olla (2003), La calle blanca (2006), Canciones de la vida común (2008), Filo de sombra (2011), Tres poemas (2016), After Auden (2018), El ovillo y la brisa (2018), Los instrumentos de la pasión (2019) y El cristal en la playa (2019).
Poemas que, reunidos, dedica su mujer, la escritora Verónica Murguía, “el amor de mi vida” y que llevan delante un epígrafe de Eliot, de una carta a Conrad Aiken: “Resulta interesante cortarse en pedazos de vez en cuando, y esperar a ver si los fragmentos germinarán”.
Ya dijimos antes que Incurable, además de señalar un hito, marca un cambio de ciclo. O, por expresarlo mejor, es final (culminación) de uno e inicio de otro. Lo resume bien el prologuista (que dedica a su análisis varias páginas): “No se sale indemne de un empeño como Incurable”. Es su libro más importante y “su estorbo mayor para una comprensión cabal de su obra”. Todo lo que vino después, seguimos a Doce, no deja de ser una revisión o una impugnación de esa obra. De las cuatrocientas páginas que ocupa –en apretados versículos de una inspiración desbordante–, Huerta selecciona veinte para esta antología (lo único que elige personalmente, además de los fragmentos versiculares de Cuaderno de noviembre). Es suficiente para comprobar el alcance de la apuesta. El lector valiente puede acercarse al original que, según Domínguez Michael, puede leerse de tres maneras distintas. “Hijo tardío de la modernidad” (al que muchos siguen imitando), poema telquelista con “vocación totalizadora”, logra “hacer de su fracaso un monumento” (Medina Portillo dixit), que es, puntualiza Doce, “empresa barroca”. Ese “largo poema-río-novela”, “ese periplo circular” (“el gusto por la circularidad” caracteriza esta poesía), “puede leerse como una serie de ritos de paso”.
Tras esa primera etapa caracterizada por su “insaciabilidad” (Trujillo dixit), donde la poesía de Huerta transita (salvo en su primer libro, deliciosamente modernista, el de poemas como “Residencia” y “Las versiones del agua”), desde un “sesgo nocturno, de interior”, a través de un “impulso autodestructivo” y alcohólico (“en medio de la sombra acezante del alcohol”), en forma de “autorretrato oblicuo” y mediante potentes imágenes, llega el momento de la serenidad. Incurable termina con este versículo: “Tendré que decir lo que tenga que decir –o callarme”. Optó por lo primero. Sin remedio. Es un “ser de palabra”, que diría Valverde. Su nuevo lema, según Doce, se resumiría en este verso de “Lustro” (uno de sus poemas fundamentales): “Desvelado y sobrio, entregado al amor”. Una nueva “poética de la salud y la abstinencia” que cristaliza en una “escritura más diáfana, volcada hacia el afuera, vencida del lado del entusiasmo y los afectos simples” pero que nunca pierde de vista “su infatigable capacidad para renovarse”, ni ese fondo de angustia (angst) que no cesa, ni el poder de la imaginación.
Sin desmerecer el ejercicio titánico de Incurable y de otras obras de ese ciclo sorprendente que en realidad termina, ya se anotó, con la publicación de Historia (1990), la que uno prefiere. Es menos abrumadora, diría. Por cierto, el grueso del florilegio está compuesto por poemas de este segundo periodo. Con todo, no hace falta puntualizar que la poesía de  Huerta es un todo y que estas divisiones no dejan de tener un tono didáctico.
De su etapa juvenil podemos destacar los abigarrados versículos de Cuaderno de noviembre, que uno relaciona, salvadas todas las distancias, con los de Gamoneda. Poemas como “Detalles”, “Ana y el mar” (sobre el “amor negado”, en el idílico paraje de la costa amalfitana), “Nueve años después” (en cursiva, sobre la Matanza de Tlatelolco, esa irremediable obsesión), “Trece intenciones contra el amor trivial” (“mi yo turbio”, “Pero quién quiere culpas”), “Prosa de la montaña 2” (“Ahora estamos juntos y la vida es enorme”), “El desayuno y la cena” (otro poema amoroso, una tradición que renueva).
De lo que viene después, mucho es lo destacable. Más allá de lo juguetón y experimental, que nunca falta (así, After Auden). O de sus trabajos con artistas, como Homenaje a la línea recta, en colaboración con Gunther Gerzso, y Los cuadernos de la mierda, con Francisco Toledo.
Poemas como “Búho”, “Melodrama”, “Horno”, “Plegaria”, “La música de lo que pasa”, “La mesa de Esculapio”, “Canción de la inquietud”, “Ceniza que cae”, “Cosas en la muerte” (ejemplo de poema enumerativo, lo mismo que “Dones de abril”, de inequívoca filiación borgeana), “La muralla de Adriano” (de aires cavafianos), “Sólo contigo”,  “El intruso” (“Siempre he sido un intruso”), “Identidades”, “Otro gallo” (donde homenajea a Deltoro, Velarde, Lowell, Cavafis y Pessoa, poetas de su estirpe), “El desierto”, “Pájaros” (un delicioso poema), “Descender”  (de su libro La calle blanca, muy barroco de nuevo), “Juan Rulfo”, “La mano de mi madre” (“Soy el hijo de una muerta”), “Belleza”, “Perro de Goya”, “The Child is Father of the Man” (en forma de diálogo, una técnica que usa a menudo: “niño que fui”, “Soy tú, “Soy tu repetición”, “William Wordsworth afirma que eres mi padre), “Cae la noche”, “Testamento”, el irónico “Oda al páncreas”, etc.
Los inéditos puede que pertenezcan a un libro anunciado: El viento en el andén.
Ya dije que en el “Apéndice se incluían dos poemas testimoniales, por no decir políticos. Uno, “Contra el muro”, vuelve sobre la carnicería de la Plaza del Zócalo. El otro, “Ayotzinapa: México” denuncia la compleja y peligrosa realidad de su tierra, en este caso localizada en Oaxaca: “Este es el país de las fosas”, “Este es el país de las mujeres martirizadas”…                                                                 
Mención aparte merecen una serie de poemas donde Huerta reflexiona sobre la poesía; la propia, sobre todo. En “Antes de escribir un texto confesional”, “Sharp as a razor blade” (sí, la poesía debe ser “afilada como una hoja de afeitar”), “Cómo haría”, “Declaración de antipoesía”, “Una sombra”, “Hablo” o “Un lugar habitable”. También “Ted Hughes” y “Hacia Wallace Stevens” son metapoéticos. “La poesía tiene la forma / de la grieta en el muro”, escribe.
El discurso de aceptación del premio FIL se centró en la pregunta “¿Cuál es el mejor poema del mundo?”. Su respuesta: “la mente humana”. A la que aplica un verso de su maestro Góngora: “siempre murada, pero siempre abierta”. ¿Y su autor?: nosotros, en clara defensa de la fraternidad. “El corazón de mi quehacer es la poesía”, declara, algo que sus lectores, antiguos o nuevos, no dejamos de celebrar.
                                                                                                                                                                      
David Huerta
Edición del autor y de Jordi Doce
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2021. 432 páginas. 24 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO.
 

23.12.21

107 poemas de Irazoki

Antología poética, 1976-2021
Francisco Javier Irazoki
Hiperión, Madrid, 2021. 172 páginas. 18 €
 
Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954), con doble nacionalidad: española y francesa, reside en París desde 1993. De formación musical, se inició en la literatura, junto a su amigo Fernando Aramburu, en el grupo surrealista CLOC.
Reunió en Cielos segados (1992) su primera poesía: Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. Después aparecieron, siempre en Hiperión, Los hombres intermitentes, Retrato de un hilo, Orquesta de desaparecidos y El contador de gotas.
“Asumo todas las páginas que he escrito”, dice al comienzo de la nota que abre el volumen.
“Pasado el tiempo –añade–, no escondo mis preferencias”. Las resume, adecuadas a su “gusto actual”, en ciento siete poemas (de ellos, cinco inéditos pertenecientes a un libro futuro): “veintidós en verso, ochenta y cinco en prosa”.
Conviene aclarar que los títulos citados más arriba, salvo Retrato de un hilo, escrito en verso, contienen poemas en prosa. “A mi juicio, la poesía no se encuentra encerrada en los versos”, ha explicado Irazoki. Y: “La poesía sabe huir de las cárceles llamadas verso, métrica, vocabulario restringido”. Reconoce, en fin, que los textos en prosa “reflejan mi manera más libre de concebir la poesía”. Tal vez por eso ha afirmado, a propósito del libro que reseñamos, que “las páginas que expresan cualquier experiencia íntima profunda tienen prioridad en mi selección. La belleza formal, siempre importante, aquí es secundaria”. De ahí que la primera palabra que le venga a uno a la boca cuando piensa en esta escritura sea honestidad. Después, coherencia. Se aprecia muy bien al leer estos poemas selectos con asomos de poesía reunida. La muestra empieza por uno de los más conocidos: “Habitación 306”, relacionado con la prematura muerte de su hermana Nica, un hecho trascendental en su vida: “no entiendo cómo no han prohibido morir a los 25 años”.
En sus primeros versos se aprecia un impulso rebelde y surrealizante (sin ortodoxias) que en el fondo no le ha abandonado nunca, siquiera sea por la importancia que le ha dado a la imaginación (léase, por ejemplo, “Farmacia musical”), en la que se cimenta, desde la perplejidad, su lenguaje riguroso, sí, pero emocionante y libre. Es cierto que a partir de Retrato de un hilo (y de su residencia parisina) el tono cambia. No su conciencia de la muerte (“la primera enseñanza”), la enfermedad y el dolor (“he aprendido tus maquillajes”), que sobrelleva con entereza y sin amargura.
Aquí, la infancia rural (“el agua de la niñez”) en un medio tan paradisíaco (la naturaleza) como hostil (la emigración, las pérdidas, el terrorismo); Lesaka como microcosmos (barrios, fronteras); la familia (el padre de “La entereza”, la madre descalza, el abuelo y su tabaco, el tío suicida en Nebraska…); el accidente de fútbol que le dañó irreversiblemente su columna (“Triple libro”); la música, medular en su obra (qué oído); los objetos (un reloj, una mesa); el aprendizaje de los hospitales (donde “circulan las ambulancias de la filosofía”), etc.
El mundo poético de Irazoki, ni aislado ni elegíaco, es ante todo moral. De raíz camusiana, diría. Porque, según él, la poesía no es “delicadeza decorativa” sino “una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”. Aunque autobiográfico y de la experiencia, lo que cuenta (y en su poesía lo narrativo es esencial, como, a rachas, lo ensayístico y hasta lo periodístico) se suele referir a los otros: al guardia civil, al mendigo, al gitano, al portugués, al barrendero… Y a Blas de Otero, Rosillo, Aresti o Pinilla.
Irazoki busca el amor, la compasión y la bondad, una “conquista intelectual”. Está a favor de la piedad y del perdón. Contra el odio y el rencor. Sus enumeraciones (nada caóticas) reinciden, a fuerza de infinitivos, en esa actitud ética que consigue hacer mella en el lector para que éste también “sea más fuerte que la herida”.  “Paseo por los goces de la vida”, escribe quien espera que sobre su muerte se plante “el árbol de la discreción”.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

21.12.21

Zurita dixit

Confieso que no he sido lector regular de Raúl Zurita. Empecé mal, creo, por aquello de los versos escritos por un avión en el aire. Sin embargo, me ha gustado la extensa entrevista, firmada por Pedro Pablo Guerrero, que ha publicado Cuadernos Hispanoamericanos en su número 858, ya en el nuevo formato, adoptado desde que Javier Serena sustituyó a Juan Malpartida en la dirección de la revista. 
La entrega incluye, además, otros textos sobre la obra del poeta chileno, uno de ellos de la profesora salmantina Paqui Noguerol.

Copio aquí algunos párrafos de esa interesante conversación. 

"Es el arte el que nos rescata de la tragedia y alguien, en este momento, está escribiendo el poema que nos salva del abandono, del dolor y del inevitable fin".

"La muerte es definitiva y está más allá del lenguaje y el amor es exactamente la última barrera frente a ella. Es, creo, la profunda hermandad del amor y la muerte: el amor es urgente porque nos vamos a morir".

"La belleza es profundamente violenta".

"No hay más resurrección que la resurrección en la lenguaje. Todos volvemos a vivir en nuestras lenguas".

"La poesía es un arte mayor que en la forma que la conocemos tiene más de tres mil años y esa forma se está muriendo. No la poesía, porque ella comienza con lo humano y se apagará con él, sino ese gran arte que nació con la escritura y que se plasmó en Homero y en los grandes textos arcaicos; me refiero a la poesía en la forma en que la conocemos hasta hoy y lo que menos se merece es morir con una cierta grandeza".

"Nunca pienso en el lector cuando escribo, pero sé que ese hipotético lector al leerte y cuidar tus palabras, de un modo misterioso te está curando a ti, y, aunque jamás lo veas ni sepas quién es, se lo agradezco".

NOTA: La fotografía de Zurita es de Pepe Torres, autor de los excelentes retratos que ilustran esa entrevista.

19.12.21

Tercera entrega de "Náufragos"

Tras las primeras entregas, acaba de aparecer la tercera del proyecto Náufragos, ideado por Salvador Retana para La Rosa Blanca. 
La caja es de lujo. Continente y contenido. Dentro, en cada una de las botellas, un poema excelente. De Pureza Canelo, Basilio Sánchez e Irene Sánchez Carrón. Sus títulos, respectivamente: "Del naufragio al olvido", "Tratado de invisibilidad" y "Mensaje de Robinson a todos los náufragos". 
Puedo anticipar que ya está cerrada la nómina de la caja siguiente. Tres escritores (dos hombres y una mujer) de fuste. Sus textos inéditos sustancian aún más esta aventura. 

18.12.21

La poesía de Meabe

Cómo guardar ceniza en el pecho
Miren Agur Meabe
Bartleby Editores, Madrid, 2021. 212 páginas. 
 
Meabe (Lequeitio, 1962), editora, académica y traductora, es autora de libros de literatura infantil y juvenil (Premio Euskadi en tres ocasiones), de narrativa (de la novela Un ojo de cristal y del volumen de relatos Quema de huesos) y de poesía: Iraila, Nerudaren zazpigarren maitasun olerkiari begira, Arratsezko poemak, Peneloperen poemak, Oi, hondarrezko emakaitz!, Ihesaren kantua, Azalaren kodea/El código de la piel (Premio de la Crítica de poesía en euskera en 2001) y Bitsa eskuetan/Espuma en la manos (Premio de la Crítica también en 2011).
Con Nola gorde errautsa kolkoan, traducido por ella al castellano, ha obtenido el Premio Nacional, que por primera vez se entrega a una obra en euskera tras conseguirlo en las ediciones anteriores otras tres mujeres con libros escritos, respectivamente, en catalán y gallego. Según el acta, “elaborado a lo largo de diez años, reúne magistralmente la amargura del paso de los años y una vitalidad y frescura inquebrantables”.
Se abre con un largo poema-prólogo que es, a la vez, una poética: “El método”. Lleva al frente una cita de Sánchez Rosillo donde se hace alusión a la luz y a la ceniza, al principio y al fin que “habitan en un mismo relámpago”. “La dignidad fue mi techumbre en la distancia”, leemos, y: “Le he dado la espalda a la realidad visible”. Al preguntarse por el sentido de la poesía, responde: “¿es legítimo escribir sobre nuestro ego cultural?”.
La primera parte, “Un álbum”, se centra en la memoria (“Las fauces de la memoria son tan voraces”). De infancia, sobre todo. Allí, la naturaleza, su pueblo, una palmera, la escuela, el puerto (el astillero, el muelle), los cromos o las agujas. Las niñas. Y la amatxu, protagonista de “Madre en píxeles”.
“Perspectiva naíf” da cuenta de un hecho capital en su vida: la pérdida de un ojo a los 13 años. “Somos seres inestables, orfebrería fungible”.
Desde el principio encontramos abundantes poemas en prosa (acordes al predominante tono narrativo). El lenguaje mezcla lo imaginativo y lírico con lo prosaico y realista. No faltan referencias culturales, a escritoras y pintoras más que nada. Tampoco a la cultura vasca –lo popular–, que conoce bien (con juegos literarios que en la traducción se pierden). La voz meditativa convive con la descriptiva. La ironía con la tristeza.
La mujer (las mujeres), desde una visión feminista, son arte y parte de la obra. Así, en “Fósforos”, la segunda sección, poblada de personajes femeninos reales o inventados (Farrokhzad o Casandra) que ponen en solfa el amor romántico.
En “Viaje de invierno”, la tercera, prima el verso y lo conversacional. Poemas breves tan logrados como “La draga”, “La distancia” (“La distancia es mi lugar”), “El manantial”, algunos haikus de “Canción de cuna” o los que componen “Orografía de la soledad” (“lo lejano contiene los lugares amados”).
En “Tempo giusto”, la cuarta, con la poesía civil y de denuncia, regresan las mujeres: Pandora “la culpable”, la tutsi Mukasonga, las Nereidas… Y un poema ineludible: “Flotación”.
“Esa puerta”, quinto apartado del libro, nos lleva al desamor: “Pero en la noche cerrada no hay nadie ni nada”. Y a Miramar, su huerto-jardín (“De pequeña escribía árboles”). En “Réquiem” (con Ajmátova al fondo) escribe: “La luz de la pasión es indeleble”. Sobresalen “Descendimiento” (“No soy tu consorte viuda enamorada”), “Crónica” (“Sigo haciendo el amor y la muerte con tu sombra”) y “Recurso” (“Pero la vida no es más que un significante / ajeno a su significado”).
El libro se cierra con “El estigma accidental”. La escritura (“definición y salvación nuestra”) es el asunto. “Sobre qué escribir”, se pregunta mientras toma “un gin tonic con la señora Atwood”. “En el metapoema meto mis metas, mis temas y mis mitemas”, dice. Y “Las intenciones son los andamios de los resultados / nada más”.
Los enjundiosos versos de “Naturaleza muerta”, “Esquemas de equilibrio” (“un ideal huidizo e inexplicable”) y “Ruego a las palabras” abrochan con altura este libro doliente.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL

17.12.21

Los haikus de Medrano

Carlos Medrano (Salamanca, 1961), ha vivido en Extremadura, Valladolid y Mallorca, donde reside desde hace 25 años y acaba de jubilarse como profesor de instituto.
Es autor de los libros de poesía Corro (1987) y Las horas próximas (1989), así como de las plaquettes A lo breve (1990) e Imágenes, encuentros (1996). Salvo esta última entrega, todas se editaron en Extremadura.
Además, sus poemas están incluidos en la antología de poetas vallisoletanos Sentados o de pie, 9 poetas en su sitio (2013). En 2016 reunió algunos poemas de su blog, isla de lápices, con el título Donde poder volver.
Precisamente en ese blog –“un intento de recuperar o mostrar ciertos momentos literarios”, según él–, se han venido publicando los poemas que ahora se recogen en Entorno claro, un libro que de nuevo ve la luz en tierras extremeñas, a las que el poeta se siente vinculado a través de sus vivencias (las de infancia en Don Benito y las de juventud en Cáceres, como estudiante de Filología en la Facultad de Letras de la Universidad de Extremadura) y de sus contactos literarios con los poetas extremeños de su generación, la de los 80 o de la Democracia.
Este es, sin duda, un libro esperado para quienes hemos seguido la guadianesca y casi secreta trayectoria poética de su autor. Espera otro, agazapado también entre las páginas de la citada bitácora, un verdadero cuaderno de trabajo lírico.
Se ve a las claras, eso sí, que las prisas no van con Medrano, de ahí que nos encontremos con una obra madura y bien asentada, de meticulosa ejecución y cuidada hasta el extremo que se adecúa perfectamente al limpio diseño de la colección en la que se inserta, ideado por Julián Rodríguez.
Comentaba José Corredor-Matheos en su ensayo “Haiku, el vacío en el que todo se sustenta” que “el interés por el haiku que se está produciendo en Occidente, a pesar de las modas –que ya pasarán– y de los oportunismos –ya se cansarán– resulta, con todo, positivo”. A pesar de la creencia general, “opuesto” al minimalismo, donde “se da lo mínimo porque es esencial”. “Más que decir –añade– se trata de sugerir, de dejar adivinar”. A la busca de “algo que es instantáneo”, un “algo” que “se revela tan fugazmente porque, en el fondo, es el aroma de la nada”. Cita luego a Vicente Haya, experto en la materia: “No es el poeta el que escribe el haiku. Es el mundo el que lo escribe”.
En su elocuente “Epílogo” (que suma ensayo, poética y autobiografía), Medrano explica su proceso con esta estrofa que tan bien se ajusta a la forma de decir de quien no es verboso ni palabrero y tiende a la concisión inmanente a la mejor poesía. Ese largo camino empieza a mediados de los ochenta, con la lectura de los primeros libros de haikus publicados por la editorial Hiperión y su encuentro con los poetas Antonio Piedra y Francisco Pino, después de JRJ, “una de las figuras más atrayentes de la poesía lírica del siglo XX y una aventura poética de las de mayor creatividad y experimentación de nuestra poesía contemporánea”. Los reunidos aquí están escritos entre 2010 y 2020, más alguno añadido mientras se preparaba la edición del libro.
Entorno claro lleva por subtítulo “Haikus, jaiquillas”. En A lo breve incorporó lo que se denomina jaiquilla, forma que toma de su maestro Antonio Piedra (que “Rosa Chacel acabó de ajustar”) definida por su inspirador como “una quilla racional en medio de un instante lírico”. “Entre el haiku oriental y la estrofa breve castellana”, según Medrano, aunque ni sea seguidilla ni, en rigor, haiku. Ese cuaderno se publicó en la colección La Centena por invitación de Ángel Campos Pámpano, autor de dos libros de tankas (una suerte de haiku con dos versos más), poeta y amigo inseparable de este proyecto poético y vital. De hecho, un poema, “Invitación al alba”, escrito con motivo de su inesperada, prematura muerte, supuso la vuelta de Medrano a la poesía “tras muchos años de silencio”.
Defiende éste que los tankas de aquél no son “algo menor y perdonable de su obra”, sino todo lo contrario. En el referido epílogo leemos: “El haiku para mí no es una estrofa ni un género, mucho menos una moda –cuando es así, asistimos a su trivialización o a un uso superficial y vacuo– sino una modalidad poética cuya brevedad y espacio es suficiente para reflejar y acoger unas señales externas o una emoción del autor en sintonía con el espíritu con que lo concibieron sus primeros cultivadores orientales para los cuales el haiku era parte de una forma de vida en contacto con la naturaleza. Tanto al escribirlos como al leerlos es necesaria una actitud y comprensión de la contemplación, el retiro y el silencio desde donde llegaron a formarse, y que en algunos casos era una vía interior del camino de la purificación y la conciencia. En el mejor de los sentidos, hay que tener esto en cuenta al asomarse a ellos. Lo demás es desvirtuar, como incluso se ha hecho. Pero el ruido es siempre el fondo descartable que no ha de interferirnos en lo fundamental de lo que hacemos”.
Pero no estamos ante un libro de haikus al uso. Su “particularidad […] consiste en que los poemas que lo forman van escritos en haikus enlazados. Es decir, en un momento dado surgió escribirlos en una sucesión que permitía un poema con un desarrollo mayor al de la imagen puntual contenida en tres versos, capaz así de albergar una reflexión, una pintura más amplia, una escena lograda con una suma en varios tiempos”, explica Medrano.
Las agrupaciones suelen ser de cuatro, aunque las hay más largas, y todos llevan título; casi siempre, una palabra sola. Tienen, pues, un sentido de la composición que los sustancia y enaltece.
Una jaiquilla: Entorno claro, / y oigo, brisa serena, / sed sin centros, “escrita en Artà en 1994”, le ha servido para titular el libro. “Y ese tono sereno y satisfecho con la no pocas veces difícil tarea de vivir, y en una comunicación cotidiana con los elementos de la naturaleza próxima es el gozne presente a lo largo de todas estas páginas”, agrega.
Lo abren seis epígrafes muy bien elegidos. Escojo dos, ambos portugueses: “El paisaje es realmente un estado del alma”, de Miguel Torga, y “Nunca dejes de conmover”, de Sophia de Mello Breyner.
Aunque sin voluntad ortodoxa, ya se ha visto, Medrano se ciñe, más allá de la métrica, a ciertas normas inherentes al espíritu del haiku. Así, la presencia insoslayable de la naturaleza o una aguda capacidad de observación. Tampoco se escapan al carácter de impromptu, por más que hayan sido concebidos desde una conciencia meditativa. Y sí, lo meramente descriptivo es superado casi siempre por la natural metafísica que los seres y las cosas imponen. Lo sensitivo se aúna a lo racional. El sentimiento con el pensamiento. Sentido y sensibilidad, se podría decir.
El vocabulario elegido para nombrar su mundo es sencillo y atiende a lo que importa, sin vanas retóricas. Palabras que son símbolos la mayor parte de las veces. Palabras elementales como luz, agua, aire, cielo (en el título de varios poemas), jardín, árbol, nube, montaña, bosque, niebla, mar…
Sí conviene fijarse en la sintaxis, muy particular en Medrano, buen lector de los clásicos castellanos de nuestro Siglo de Oro.
Poemas estos apegados a lo próximo, a lo que le pasa allí donde está (“Mallorca, al norte”, pongo por caso). Mientras pasea, por ejemplo, o cuando conduce por una tranquila carretera de la isla o va a otro lugar: Gerona (“Jardí des Alemanys”), Yuste (Medrano residió en el cercano pueblo de Jaraíz de la Vera, una comarca que conoce bien), Sesimbra (“Indolencia”)...
Poemas de la mirada que nombran con detalle lo que está “ante mi vista”: “Desde la cima / la mirada descubre / cada minucia”, leemos en “Cita”. Escritos para detener el tiempo. Para leer despacio, única manera de apreciar como es debido su elegancia y delicadeza. En la “sencilla calma”, como ocurre en “Lentitud”.
Poemas con conciencia, como “Fukushima” (el que tiró al parecer de la serie), “Tsunami” o “Ira”, que evoca las inundaciones de Sant Llorenç des Cardassar, en octubre de 2018.
Poemas que conversan con otros o que homenajean a alguien (a los hermanos Machado en “Canción de tarde”, a Campos Pámpano en “El tiempo ileso”). La poesía como diálogo. De uno consigo mismo y de éste con los demás.
Los cambios de las distintas estaciones del año (“Preludio”: “Si ves mimosas…”) y las variaciones meteorológicas son también caldo de cultivo de estos haikus articulados.
El primero de “Inicial” dice: “Así escribo / tus manos en mis ojos / aceptando el silencio”. No es la única ocasión en la que alude a lo que el poeta tiene entre manos, en giro metapoético. Ya que lo menciono, el lector curioso puede realizar otra lectura si revisa los poemas en el blog. Lo digo porque allí suelen llevar al pie un comentario del autor que completa, ilumina o complementa la que uno hace en el libro. No sé si hubiera sido pertinente añadir esos textos, a modo de anexo, al final del libro, aun constatando la evidencia de que su consulta no es necesaria ya que los poemas de sostienen por sí solos.
Mucho ha tardado Carlos Medrano en dar a la imprenta un nuevo libro. No cabe duda de que la espera ha merecido la pena. Por la buena acogida, con tiempo jubilar por delante, vendrá pronto alguno más.
 
Entorno claro
Carlos Medrano
Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2021. 78 páginas. 9 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.

16.12.21

El deseo de amar

Hacía tiempo que le seguía la pista a Fa yeung nin wa (花樣年華) o In the mood for love (en español, Deseando amar), la famosa película de Wong Kar-wai, un director de cine nacido en Shanghái, pero hongkonés de residencia desde los cinco años. 
Cuando volvió a las salas de cine, veinte años después de su estreno, pensé que esa posibilidad se acercaba, pero uno vive en Plasencia y lo que llega es muy comercial. Por lo demás, ni veo ni compro películas en internet. 
Deseando amar se estrenó en el Festival de Cannes, donde ganó el Premio del Jurado y uno de sus protagonistas, Tony Leung, el de Mejor Actor. 
La primera vez que oí hablar de Kar-wai y de esta película fue en Días de cine, un programa de TVE que sigo con fidelidad desde hace años. En esa misma cadena la pude ver por fin el pasado sábado en otro programa que me gusta: El cine de la 2. Está en Play hasta pasado mañana. 
Yo no sé si se trata de una obra maestra (la crítica es prácticamente unánime), pero puedo asegurar que no me ha decepcionado. Sí, diría que es una de las mejores películas que he visto. 
Copio de la página de Filmin el argumento: "Hong Kong, 1962. Chow, redactor jefe de un diario local, se muda a un nuevo piso con su mujer. Allí conoce a Li-zhen, una joven que acaba de instalarse en el mismo edificio con su esposo. Ella es secretaria de una empresa de exportación y su marido está continuamente de viaje de negocios. Como la mujer de Chow también está casi siempre fuera de casa, Li-zhen y Chow pasan cada vez más tiempo juntos y se hacen muy amigos. Un día, ambos descubren algo inesperado sobre sus respectivas parejas". 
Simple, tal vez, pero en eso consiste la magia del cine: en transformar lo anecdótico, cotidiano y hasta banal en una obra de arte, y Deseando amar lo es. Además, no trata del amor, un tema redundante en el cine, sino del deseo de amar, que es otra cosa. Tampoco podemos reducir la trama al amor imposible. La complejidad es otra.
Leo que "el título original en chino significa 'la época de florecer' o 'los años floridos' -metáforas chinas que hablan sobre la fugaz época de la juventud, belleza y amor-" y que procede de "Hua yang de nian hua", canción homónima que interpretaba Zhou Xuan en una película de 1946 y que Kar-wai recupera para la suya. 
Al parecer, el director tenía planeado llamar a la película Secrets (lo que tiene todo el sentido, como saben quienes la han visto), hasta que escuchó la hipnótica canción de Shigeru Umebayashi. 
Se rodó en el Barrio Chino de Bangkok, que se parece más al Hong Kong de los 60. El rodaje se prolongó durante quince meses.
Porque se trata de cine, la fotografía es esencial. Y para darle categoría artística a su historia, Kar-wai contó con el australiano Christopher Doyle, su inseparable director de fotografía. La imagen del pasillo del apartamento de Chow en Singapur con las cortinas rojas movidas por el viento... Y mil más. Se aprecia que esta película está hecha fotograma a fotograma. Qué sucesión de maravillas. Qué gama de colores. 
Acepto que por momentos pueda pecar de preciosista. Hay mucha técnica y numerosos recursos cinematográficos detrás. 
Y la música... Para empezar, "Yumeji's Theme", del citado Umebayashi, tema principal de su banda sonora. Para seguir, las canciones de Michael Galasso, Bryan Ferry y Rebecca Pan. Y los tradicionales pingtan, fragmentos de operas cantonesas. Y qué bien encajan en la cinta "Aquellos ojos verdes", "Te quiero, dijiste" y, sobre todo, "Quizás, quizás, quizás" interpretadas por Nat King Cole (canciones que llegaban al Hong Kong de los sesenta a través de Filipinas). 
Para atesorar tanta belleza hacían falta algunas cosas más. La de Maggie Cheung, la mujer protagonista, por ejemplo. La suya y la de su esplendorosa, imprescindible colección de qipaos (vestido tubo, con cuello cerrado y aberturas laterales) que luce a lo largo del film. Lo explica muy bien Yingqiao Pan, de la Universidad Complutense, en su "Análisis de la moda femenina en In the mood for love desde una mirada semiótica". Esos vestidos son, sin duda, otra maravilla. Otro acierto en ese camino de perfección. 
No sé si Deseando amar es poesía, pero si no lo es se le acerca mucho. Más allá de los tópicos. Ahora hablo como lector de un género que se escapa -aquí se comprende muy bien- a cualquier taxonomía.
Todo es refinamiento, elegancia, misterio, sutileza. Buen gusto, en suma, como destaca el crítico Raúl Alda. 
La parte final, filmada en un templo de Camboya, abrocha la película de una manera sublime. Todo cobra sentido. 
Quedan dando vueltas en mi cabeza las palabras finales de una voz en off: "El pasado es algo que podemos recordar, pero no tocar, y todo lo que se recuerda es borroso y vago".

15.12.21

El discursino del "Torre de Ambroz"

Buenas noches. Autoridades, señoras y señores, familiares, queridos amigos.
 
Mis primeros recuerdos de Pedro de Trejo se remontan a mi infancia, cuando me acercaba con mi tío Paco hasta su sede, en aquel caserón esquinado y umbrío de la plazuela de El Salvador, para celebrar con algunos miembros de la asociación la fiesta de Navidad.
Además de a su actual presidente, en lo personal, esta asociación está vinculada al erudito Manuel Díaz López, pariente mío (por eso, en casa, se le llamaba cariñosamente Manolito), funcionario del Ayuntamiento (como mi abuelo Vicente y mi madre), cordial conmigo en el tímido trato, al que visité una vez en su misteriosa casa de la calle Pizarro (ahora de La Tea), llena de cómics y de libros, antes de una procesión de la cofradía de la Vera Cruz, de la que fui penitente.
Fue el responsable de la excelente elección del nombre de este ateneo, tomado del novelesco poeta placentino emigrado a México que, joven aún, y condenado a galeras, desapareció para siempre después de embarcarse. Un infausto final que no vislumbró al escribir estos versos: Quando me den sepoltura / en aquesta triste vida, / en mi tumba esté esculpida / mi Razón y desventura.
Don Manuel –hombre ensimismado, tan singular como solitario, siempre pegado a su paraguas negro– forma parte, junto a otros venerables (como denominaba don Román Gómez Guillén, compañero de claustro en el Seminario Menor, al núcleo duro de Pedro de Trejo), don Manuel forma parte, decía, del elenco de personajes, más o menos inventados, de mi segunda y última novela: Alguien que no existe, lo que no deja de ser una suerte de homenaje.
Uno ya ha contado que duró como afiliado de esta asociación cultural el mismo tiempo que algunos famosos poetas españoles del 50 en el Partido Comunista: un rato. Y todo, o casi, por incluir en una modestísima revista tirada a ciclostil que llevaba su logo, impresa con la ayuda de la recién creada oficina del Ministerio de Cultura en Plasencia (donde trabajaban mi pariente Pedro Berrocoso y su amigo Juan Paiva) unos cuantos poemas vanguardistas (versos ajenos, por supuesto, ya que uno siempre ha sido poco dado a los volatines, siquiera fueran literarios), ingenuas composiciones pirotécnicas que, con todo, consiguieron molestar a los directivos de esta santa casa.
Una casa vetusta (en el mejor sentido), pues su trayectoria es larga. Pionera en la defensa de la cultura en una tierra marcada por la incuria. E independiente, lo que se demuestra por las diferentes ideas que sus integrantes sostienen sin que ello les impida reunirse en torno a un mismo proyecto. Sólo por eso –rara avis en este país cainita– la muy placentina Pedro de Trejo merece todo mi respeto. 
Ya en 2015, se sintió uno concernido cuando se concedió el premio “Torre de Ambroz” al Aula de Literatura José Antonio Gabriel y Galán, que fundamos Gonzalo Hidalgo Bayal y yo, para entonces dirigida con solvencia por Juan Ramón Santos y Nicanor Gil.
Si repaso la lista de premiados, no puedo por menos que sentirme cercano a algunos de ellos. Así, además de al citado Manolo, a don Rafael, el cura bueno e inteligente que nos casó a Yolanda y a mí hace treinta y ocho años; a mi admirado José Julián Barriga, voz crítica de la Extremadura civil que no se conforma; o a mi compañero de jurado en el premio “Gabriel y Galán”, Fernando Flórez del Manzano, víctima de esta maldita pandemia que no cesa.
Felicito, cómo no, al Círculo Empresarial Placentino por su reconocimiento; entidad a la que es justo agradecer su mecenazgo cultural y su afán por desarrollar el comercio y la industria en esta complicada ciudad de nuestros amores.
Por lo relatado hasta aquí, resulta fácil deducir que este premio, inmerecido como todos, me honra. Más allá, en la intimidad de los sentimientos, me alegra. Porque premiáis a la pobre poesía.
Muchas gracias, en fin, a la Junta Directiva que ha tenido a bien concedérmelo, y a todos ustedes, a todos vosotros, por acompañarme.







NOTA: En la fotografía de arriba, con el alcalde Pizarro y el presidente de la Asociación Cultural Placentina 'Pedro de Trejo'.
En las de abajo, uno leyendo el discursino y los premiados, autoridades, empresarios y miembros de la Junta Directiva.
El emotivo acto se celebró en la hermosa capilla De Profundis (dispuesta bajo bóvedas de crucería en estrella levantadas en el siglo XV) del Parador de Plasencia.
La "torre" está tallada a mano por los hermanos Crespo. 

14.12.21

Premio "Torre de Ambroz"


Agradezco el detalle a 'Pedro de Trejo', la asociación cultural más antigua de la ciudad. Lo recoge el HOY y en El Periódico EXTREMADURA

12.12.21

En el centenario de Elizabeth Schön


Doy por hecho que algunos, como yo hasta hace nada, desconocen la existencia de la escritora venezolana Elizabeth Schön. Con motivo del centenario de su nacimiento (en Caracas, donde muere en 2007), Marina Gasparini Lagrange, a través de la Fundación para la Cultura Urbana y el Archivo Fotografía Urbana ha tenido la feliz idea de coordinar este homenaje, "Lectura a voces", donde distintos autores venezolanos (poetas y no) leen fragmentos de su poema en prosa "El abuelo, la cesta y el mar". Y qué hermoso coro para dar voz a ese emocionante texto. 
El listado completo de los lectores, por orden de intervención, es este: Marina Gasparini, Luisana Itriago, Edda Armas, Joaquín Marta Sosa, Samuel González, Blanca Strepponi, Yolanda Pantin, Rafael Castillo Zapata, Verónica Jaffé, Gina Saraceni, Luis Moreno Villamediana, Milagros Socorro, Luis Enrique Pérez-Oramas, Katyna Henríquez, María Clara Salas, Santiago Acosta, Miriam Reyes, Lázaro Alvárez, Antonio López Ortega, Natasha Tiniacos, Jesús Montoya, Geraldine Gutiérrez-Wienken, Alexis Romero, Ricardo Ramírez Requena, Carmen Verde Arocha, Gabriela Kizer, Nidia Hernández, Alejandro Castro, Blanca Elena Pantin, María Antonieta Flores y Alfredo Chacón.
Puedo añadir que no es menos extraordinaria la colección de fotografías que ilustra el vídeo. Están realizadas por el marido de Schön, Alfredo Cortina, que no dejó de retratarla nunca. Vivieron juntos en la quinta Ely, ubicada en la urbanización caraqueña de Los Rosales. 
Gasparini me cuenta que quien aparece usualmente en las fotos con ella es Ida Gramcko, "otra de nuestras grandes poetas, que fue hermana de vida de Elizabeth Schön", además de vecinasLa autora de "Cementerio judío de Praga" y del excelente prólogo que abre la edición de "El abuelo..." de la Biblioteca Básica de Autores Venezolanos de Monte Ávila. 
Disfrútenlo. 

Elsa Gramcko, Elizabeth Schön e Ida Gramcko (Alfredo Cortina. Puerto Cabello, 1940. © Archivo Fotografía Urbana)












9.12.21

Mary Shelley, poeta

Son muchos los libros, ay, que pasan desapercibidos, o casi. Me temo que este es uno de ellos. Y no será porque sea de una desconocida. O porque se publique en una editorial minoritaria. Es más, los poemas de Mary Shelley, la veinteañera autora de Frankenstein, se traducen aquí por primera vez, aunque en la página web de Visor no se mencione por ninguna parte el nombre de la traductora: Victoria León.
La escritora londinense vivió entre 1797 y 1851 y era hija de los filósofos William Godwin y Mary Wollstonecraft, que escribió La Vindicación de los Derechos de la Mujer, al parecer, libro fundacional del feminismo. 
Muy joven inició una relación sentimental con el poeta y filósofo romántico Percy Bysshe Shelley, que estaba casado. Pasaron un verano en Suiza (clave en su carrera de escritora), viajaron por Europa y al regresar a Inglaterra –ella embarazada– sufrieron el aislamiento social, tuvieron deudas constantes y se les murió su hija. Dos años después se casaron, tras el suicidio de la primera esposa de Percy. Vivieron una relación apasionada, donde no faltaron nuevas desgracias, como el fallecimiento de dos hijos más. Residiendo en Italia, su marido, que aún no tenía treinta años, se ahogó en una tormenta mientras navegaba en su velero Don Juan
“Los poemas Mary Shelley nos explica León en su esclarecedor prólogo quedaron en gran parte inéditos en vida de la autora y han permanecido hasta hoy prácticamente desconocidos para el público, llegándonos dispersos a través de sus diarios o publicados en revistas de la época”. “Siguen sin contar, hasta donde sabemos, de una edición crítica y rigurosa”. Y añade: “No es raro en la historia literaria que el gran éxito de un autor en un género determinado ensombrezca el resto de su obra incluso a sus propios ojos”. Cree que “la enorme calidad” de su poesía “hace necesario conocerla y sacarla a la luz como en muy pocos de esos casos”. Destaca de ella su “extraordinaria intuición” y subraya que “vuelca su dolor, sus recuerdos y su profunda melancolía en unos poemas íntimos cuyo tono menor y confesional, como si hablara consigo misma en un ejercicio catártico y privado, hoy nos resultan más naturales y cercanos que la grandilocuencia del romanticismo más retórico”. 
Fueron escritos durante la década de 1820 y 1830, después de la fuga amorosa, el rechazo familiar y social el duelo por la muerte de sus hijos y, en fin, aunque hubo más acontecimientos lamentables, el “absurdo naufragio” que se llevó para siempre al amor de su vida. Desde ese momento su existencia fue, no lo dudamos, otra. Al lado de un hijo de Percy que la haría al cabo más llevadera
Son, sí, poemas “palpitantes y obsesivos, nacidos al calor de una sensibilidad en carne viva, pero también de una mente enérgica e inconformista que desesperadamente busca asideros en el abismo de una existencia trágica”. Así, “la contemplación de la naturaleza” y “la belleza del paisaje italiano”. Precisa que “incluso cuando nos hallamos ante puras destilaciones del dolor más íntimo, los versos de Mary Shelley cuentan con el poso de una madurez creadora que sabe dar serena y sólida arquitectura a la expresión poética, tanto en sus manifestaciones más breves y musicales como en los poemas más extensos y discursivos”.
Pocos son los que componen este libro. En París debieron perderse sus primeros versos. No importa: bastan. Son de amor y giran, salvo excepciones (como “Una escena nocturna”, de un “delicado erotismo”, dedicado a su amiga de adolescencia Isabel Baxter y que León adelantó en la revista literaria digital La salamanda ebria), en torno a ese suceso inasumible que la separó de su joven amado.
“El elegido” abre la serie. Es extenso y acaso el poema fundamental del conjunto (ya publicado por León, con una nota aclaratoria, en el número 145 de la revista Clarín a principios de 2020), donde leemos: “El que elegí. El mío. El que tuve y perdí / bajo un rojo crepúsculo del último verano”. “Con él me abandonaron la vida y la esperanza”. “El cielo es una cripta; toda Italia, una tumba”. “Aquí, en este pasado, se sostiene mi espíritu”.
Le siguen, entre otros, “La ausencia” (“¿No hay estrella que alumbre tanta noche? / ¿Ni amanecer que traiga algún consuelo?”), “Un canto fúnebre” (“Sobre la arena yaces, amor mío”), “Cuando yo me haya ido, esta arpa que suena” (“¡Oh, Memoria, bendito por siempre tu consuelo!”), “Olvidaré tus ojos cargados de ternura” (“Aunque sea de noche, tú no regresarás”), “Tristemente arrastrados por las olas” (“¿Por qué tardas? Ya nunca construirás / en el sereno bosque nuestra casa”), “Tu sol sigue brillando, hermosa Italia” (un hermoso poema epigramático de regusto clásico donde escribe: “Guardan tus bellos campos / las sagradas cenizas del que se fue tan pronto”), “Igual que una estrella surgiste en mi vida” (“Será la memoria cura en mi dolor”) o “Ven a verme en mis sueños” (“No habrá para mí mayor regalo”). 
Al margen de ese tema, “Oda a la ignorancia” (otro poema largo donde hace alusión a los políticos, que “cantan de alegría / y reciben el oro de su oficio / sin mezcla alguna de plebeyo esfuerzo. / El pueblo desempeña, mientras tanto, los trabajos pesados y padece: es la suerte que el vulgo ha de sufrir) y “Fama” (irónico poema dedicado a otro político: Edward Bulwer-Lytton, autor de Los últimos días de Pompeya). 
Me gustaría destacar la pulcritud con que están traducidos estos versos. Se nota a la legua que Victoria León es poeta. Y una consumada traductora del inglés (a veces, en colaboración con Luis Alberto de Cuenca). De autores como Oscar Wilde, Ford Madox Ford, R. L. Stevenson, Arthur Conan Doyle, Alfred Tennyson, Rudyard Kipling, William E. Henley y Edward FitzGerald.
Anota en el citado prólogo que ha querido ofrecer “una versión en la que el objetivo primordial fuera armonizar la fidelidad  al espíritu de cada texto original con su eficacia como poema en la lengua de llegada”. Lo consigue, sin duda. Lo “poético” prima sobre lo meramente “literal”, lo que hace más loable el “descubrimiento” de la poesía de Mary Shelley. 
 
Poemas
Mary Shelley
Traducción de Victoria León
Visor, Madrid, 2021. 80 páginas. 12 €

 NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO