Excmo. Sr. Alcalde, concejal de Cultura y Turismo, autoridades, señoras y señores, libreros y lectores, queridos amigos.
Lo
dije hace ahora un año en este mismo sitio, cuando presentamos los poemas de Plasencias, que era un honor para un
placentino venir a Salamanca, lugar de mi ya larga memoria, a hablar de libros.
Para empezar, porque esta es una ciudad culta y libresca, en el mejor sentido -“Ciudad
de Cultura y Saberes” reza el eslogan-, algo que tiene mucho que ver, claro,
con su antigua Universidad. Una ciudad de los libros que cuenta con los tres
pilares básicos que la hacen digna de ese título: una espléndida red de
bibliotecas municipales y públicas, un puñado de excelentes librerías y, en fin,
consecuencia de lo anterior, un nutrido grupo de lectores, ciudadanos a favor
de la lectura, como uno ha podido comprobar en alguno de los clubes que aquí
existen. No estaría de más añadir las imprentas, que, sin categoría de
industria, tampoco han faltado nunca en Salamanca. Qué sería de nosotros
–autores, libreros, bibliotecarios, lectores- sin la existencia del benéfico
editor. En este sentido, déjenme mencionar siquiera a Ediciones Sígueme, de la
Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, congregación a la que pertenece
uno de mis hermanos, veterana y rigurosa casa editorial que tiene su sede a un
paso del muy helmántico Colegio de Fonseca.
Para
seguir, agradezco la invitación porque la tarea de pregonar (esto es, de “publicar, hacer notorio en voz alta algo
para que llegue a conocimiento de todos”), porque la tarea
de pregonar, decía,
la trigésimo cuarta Feria del Libro salmantina (que puso en marcha el alcalde Jesús Málaga, extremeño de origen y viejo amigo) relevo a uno de mis
maestros, el poeta Antonio Colinas, pregonero vitalicio de la misma, a quien
tanto admiro y del que acabo de leer y reseñar para ABC Cultural su último libro, Canciones
para una música silente, que se presentará, por cierto, aquí dentro de unos
días, donde tan presente está Salamanca (el Patio Chico, la Casa de las
Conchas...)
No
olvido que compartió jurado, hace más de veinte años, con el Nobel mexicano Octavio
Paz, del que conmemoramos estos días su primer centenario, en la cuarta edición
del Premio Loewe de Poesía, que recayó en mi tercer libro, Una oculta razón. Por entonces, 1991, ya llevaba uno años
surtiéndose de volúmenes en algunas librerías salmantinas.
Cuando
mi novia empezó a estudiar Psicología, compaginé las compras en la placentina
Cervantes, mi librería de toda la vida, ahora bajo el nombre de El Quijote, con
las frecuentes visitas al húmedo sótano de la Cervantes de aquí. O en Hydria y en
Víctor Jara, a la que acaso he sido, que los demás me perdonen, más fiel. Pero
ha habido más, aunque no pueda, ya digo, nombrarlas a todas. Uno quiere hacer
suyas las palabras de Azorín, al que he vuelto, alguien que sabía bien de
librerías, bibliotecas y ferias del libro, cuando el de Monóvar dijo: "Leer y tornar a leer. No hay más
remedio. Ése es mi sino: la lectura y también el amor a la soledad." Tampoco
olvido, al evocar aquel tiempo, lo unida que está la ciudad a mi formación como
lector, ante todo, y como poeta. Estoy viendo ahora mismo la humilde edición en
rústica, apenas un cuadernillo, del poema “Casa Lys”, de Aníbal Núñez, otro de
mis maestros reconocido, el autor de Alzado
de la ruina, uno de los libros más bonitos que se han escrito sobre este
lugar, alguien, como ha demostrado de sobra en su particular biografía Fernando
Rodríguez de la Flor, indisolublemente unido a Salamanca, que conoció, amo y
sufrió como pocos, una piedra más de entre estas piedras, un invisible rostro
de esta plaza y de la aledaña del Corrillo, donde, en su presencia inquietante
y fantasmal, tantas veces lo vislumbré. Y ya que lo menciono, no puedo dejar de
elogiar la edición que ha hecho Delirio, de Fabio de la Flor, tanto del libro
que acabo de mencionar como de Obras,
de mi paisano Felipe Núñez, amigo íntimo de Aníbal, salmantino de adopción,
poeta ante todo, autor de unos pocos libros que valen, se podría decir, lo que
no está escrito. Y ya que de amigos y maestros hablo, sigo hablando, cómo no
acordarse, ay, del extremeño Ángel Campos Pámpano (que hoy, como me recuerda Elías Moro, cumpliría 57 años), estudiante de filología en
esta Universidad (la de sus hijas ahora), el sitio donde aprendió la lengua de Camões y empezó a
traducir a Pessoa, Eugénio de Andrade y tantos otros poetas portugueses
contemporáneos. Ángel, que era del Zurguén, y, cómo no, de Aníbal y de sus
compañeros Tomás Sánchez Santiago (de Zamora, premio “Ciudad de Salamanca” de
novela) y Luis Javier Moreno (de Segovia), dos de entre tantos poetas que en
esta ciudad vivieron o viven, una ciudad que contó con sus propias Escuelas
Poéticas, en el XVI y el XVIII, y que, como comento, nunca ha dejado de tener
entre sus vecinos a escritores y poetas de renombre. Imposible no mencionar a
Fray Luis o a Unamuno, Torrente Ballester o Carmen Martín Gaite, y, de ahora
mismo, además del citado Colinas, a Juan Antonio González Iglesias, uno de los
mejores.
Poetas
de fuera, como el mexicano Luis Arturo Guichard, el ibicenco Ben Clark o el
cántabro Alberto Santamaría, o de aquí (y cito sólo a los que conozco personalmente),
como Charo Ruano, Mª Ángeles Pérez López, Asunción Escribano, Antonio
Sánchez Zamarreño, Andrés Catalán, Raúl Vacas o José Manuel Regalado, con el
que me cruzo cada mañana, en mi ciudad natal y suya adoptiva, camino del
trabajo y por la tarde en el paseo junto al río (un Tormes como tantos). Novelistas
como Luciano Egido y Luis García Jambrina.
Dije
antes que una ciudad de los libros, como ésta, se apoya en tres puntales
básicos, a saber: las bibliotecas, las librerías y los lectores. Debo añadir
que esa ejemplar construcción se abrocha perfectamente con la celebración anual
de una Feria del Libro. Ésta. No debería ser noticia, pero en estos tiempos
aciagos lo es que un ayuntamiento la apoye y la sostenga, que su red de
bibliotecas la organice (gracias, bibliotecarias y bibliotecarios) con la
inestimable ayuda, eso sí, de los libreros, auténticos protagonistas de la
misma. Y ahí, también de la mano, los lectores que de la forma abierta y
accesible, sin tener que franquear puerta alguna ni enfrentarse a los temores
que al parecer infunden los abarrotados estantes en penumbra de las librerías, pueden
adquirir ejemplares de los libros de sus autores favoritos o fatigar las mesas
de novedades en busca de su libro perdido, ése que siempre nos está esperando.
Es
una fiesta democrática por excelencia. De ciudadanos y para ciudadanos que
siguen, que seguimos teniendo en el libro, y por extensión en las librerías, un
refugio ideal para esta temporada de intemperies que nos ha tocado sufrir. Un
refugio, sí, para resistentes, personas que encuentran en los libros y en la
lectura una forma de enfrentarse a las imposiciones de la moda y del poder que
últimamente se ha convertido en una máquina economicista incapaz de ver en la
crisis otra cosa que no sea su vertiente financiera y de mercado y que, por
tanto, se olvida de lo sustancial, de lo importante, de eso que llamamos la
vida de la gente. Y pues que de vida hablo, cómo no recordar que los libros nos
ofrecen la asequible posibilidad de vivir esas vidas que jamás viviremos, de
aportar a la nuestra, por sencilla que sea, la intensidad de las peripecias
ajenas, ésas que suceden en lugares lejanos y que, por eso, llevan implícita la
aventura del viaje, esa metáfora perfecta de la literatura y de la misma
existencia.
El
libro, ese gran invento. Elogio de la lentitud. Para resistentes, decía, para
quienes huyen de la prisa y la precipitación, para los que luchan contra esta
vida líquida, según Bauman,
que pasa sobre nosotros sin que apenas nos demos cuenta. Para los que nadan
contracorriente en esta “época de elementalidad” donde “se tiende a juzgar como
superfluo cuanto no trae provecho inmediato y tangible”, al decir de Javier
Marías.
Y
ahí, el libro. La lectura. Ejercicio de paciencia, imaginación y pensamiento,
el que nos ha hecho y nos hace más humanos o, por decirlo de otra manera, la
operación intelectual más maravillosa y compleja que un hombre o una mujer
pueden llevar a cabo, gracias a la cual, insisto, su condición vital, y aun mortal,
cobra verdadero sentido. Casi un milagro.
Y
lo dice un maestro de escuela, alguien que se dedica a enseñar, entre otras
cosas emocionantes, a leer. Sí, crear lectores, fomentar desde la escuela la
lectura, es un trabajo gustoso como pocos, créanme. Que los niños lean y
hacerlo con ellos, una bendición (ahora que no nos oyen).
La
lectura, además, es un eficaz consuelo que, desde la soledad y el silencio, nos
libra de la incomunicación y del ruido.
Ese
“leer y tornar a leer” de Azorín que para algunos letraheridos no deja de ser
una pasión confesable (fervor, diría Zagajewski), tiene en esta Feria del Libro,
sí, su mejor lección. La que nos ofrecen los políticos al apoyar lo que los ciudadanos
demandan y necesitan (porque la cultura, ay, no es un lujo, a pesar de lo que parece
que piensan en el ministerio del ramo); la que nos brindan los libreros, noble
profesión que para sí uno quisiera, tenaces en su defensa de ese “conjunto de muchas hojas de papel u otro
material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”, en definición del
diccionario de la Española, el formato que uno defiende, mucho más bonito,
sensual y práctico que el dichoso libro electrónico (y menos pirateable, si se me consiente el
palabro), lo mismo que defiendo los libros que en verdad son literatura, los
“libros literarios”, escritos por verdaderos escritores, y, cómo no, las
librerías de siempre, actualizadas al devenir de los tiempos (atentas a los
beneficios de la técnica y al uso de Internet, impulsando el fomento de la
lectura), y no esos monstruos amazónicos dignos de los exóticos programas de la
tedeté.
“Esto es una forma de vida hecha para
resistentes, nada más, decía aquí atrás Lola Larumbe, de la librería Rafael
Alberti de Madrid.
Por aquí van a pasar a lo largo de estos
días, entre otros, Juanjo Millás, los del Filandón (Luis Mateo Díez, Juan Pedro
Aparicio y José María Merino), Benjamín Prado, Amancio Prada y Juan Carlos Mestre,
Giralt Torrente (nieto del aludido Torrente Ballester), Fulgencio Argüelles, Jaime
Siles (que de joven enseñó latines en Salamanca) y el esquivo Gonzalo Hidalgo
Bayal, con el que tendré ocasión de conversar -otro nombre de la literatura- el
sábado que viene en este mismo sitio. Éste sí en un lujo.
Termino. Y no se me ocurre una forma
mejor de hacerlo que leyendo mi particular “Elogio de los libros”; un poema,
quiero creer, donde se condensa, virtud de la poesía, lo que los libros, esa
tradición de tradiciones, son y simbolizan.
Por la descripción del paraíso, y la ceguera de
Tobías y por el viaje de Jonás alojado en el vientre de una ballena.
Por las aventuras de Ulises a través de un mar color
de vino y por la explicación de sus hazañas hasta que pudo regresar a Ítaca.
Por las enseñanzas de Virgilio acerca del tiempo que
nos huye, irremediable, y, cómo no, por las de Horacio, que nos animó a
disfrutar del momento que pasa y a llevar una vida retirada y modesta.
Por los jardines y fuentes de los versos árabigos,
porque evocan la pérdida del inmenso desierto.
Por la flor del cerezo y la luna y el río, y por los
pabellones y por las batallas que cantan los poemas de los clásicos chinos.
Por el amor que ha abierto las murallas de todos los
castillos de la historia y por los trovadores que inventaron el modo de
asaltarlas.
Por las coplas escritas a la muerte del padre, y las
noches oscuras y la senda escondida, y la hermosa locura que inventó Don
Quijote.
Por el descenso a los infiernos donde habitan los
monstruos y el ascenso a los cielos donde viven los ángeles.
Por la busca del tiempo que creímos perdido en la
patria feliz de la infancia.
Por los cuentos de hadas y los cuentos de lobos, por
su felicidad y por su miedo.
Por los cantos oscuros de las tribus remotas, tan
acordes al ritmo con que suena la Tierra.
Por la tristeza y por el entusiasmo que se
esconden detrás de las líneas escritas por cualquier ser humano.
Por los mares del mundo:
los del norte y sus sagas, los del sur y sus islas; y los de la persecución de
Moby Dick y los profundos del Nautilus.
Por los héroes de leyenda y los seres reales porque
son las dos caras de la misma existencia.
Por las volteretas de todas las vanguardias y los
sueños que inventan con sus saltos festivos.
Y por todos los libros, incontables, que admiten
recordar lo olvidado y volver a lugares donde nunca estuvimos y vivir esas
vidas que jamás viviremos. Porque el mundo es un libro que nos lee y que
escribimos.
Muchas
gracias y ¡feliz Feria del Libro!
Álvaro
Valverde
Plasencia, abril de 2014
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Con el alcalde Fernández Mañueco y Julio López, concejal de Cultura
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