A la vista de la ingente y hasta
apabullante bibliografía sobre la obra poética de Antonio Gamoneda, al ponerme
a escribir este texto sobre su poesía, consciente de mis limitaciones, he
optado por trasladar al hipotético lector un
relato lo más directo y cercano a lo leído y, en consecuencia, ajeno
al discurso académico que tanto gusta a sus exégetas. Una
lectura, en suma, y sólo eso; a sabiendas de que no soy filólogo y,
como dice nuestro autor, “todas las lecturas son subjetivas” y “la realidad de
una escritura se decide en la comprensión y el juicio de quien la lee”.
Sí he tenido en cuenta sus dos libros de
memorias, Un armario lleno de sombra y
La pobreza, porque “mi vida y mi escritura
[…] son el mismo asunto” y “La poesía no se parece a la vida o tiene que ver
con la vida, sino que es la vida”, así como sus propias palabras, algunas de
las muchas que ha dedicado a reflexionar, no sin estupor, sobre lo escrito, ya
sea en sus libros (la primera parte de La pobreza se
titula justamente “La escritura”), en artículos o
en las numerosas entrevistas que ha concedido, de las que sólo conozco una
mínima parte.
Como la mayoría de los lectores de mi generación,
descubrí el mundo poético de Gamoneda gracias a Edad (1987), la edición realizada por Miguel Casado para Cátedra donde
reunía poemas escritos entre 1947 y 1986. Con ese libro, Gamoneda pasó de ser
un perfecto desconocido, o casi, a conseguir el favor de los lectores y de la crítica.
Al año siguiente obtuvo el Premio Nacional, inequívoco anticipo de los
numerosos e importantes galardones que han venido después, incluido el
Cervantes.
Aunque Gamoneda es un enemigo declarado del
orteguiano método generacional, no por eso podemos soslayar lo anómalo de su
caso. De entre las promociones poéticas del siglo XX
establecidas por la crítica, cabe que didácticamente, el Grupo del 50, el de
“los niños de la guerra”, al que pertenece cronológicamente, era y es uno de
los más consolidados en términos de nomenclatura. Cuando vio la luz Edad,
insisto, su nombre no estaba en la nómina nuclear o canónica, una lista que no estaría
completa si faltara. Es verdad que si por algo se caracteriza su voz es por su
absoluta singularidad. Ajena a cualquier marco teórico grupal, no sujeta a
características compartidas o compatibles, sólo suena, y no es tópico, a ella
misma. Ha sido forjada desde la fidelidad a unos pocos maestros: Lorca,
Rimbaud, Mallarmé, Hikmet, Perse, Vallejo, Char, Trakl… Creadores de realidad,
diría él, como Juan de Yepes. Y a influencias como los veterotestamentarios, la
tragedia griega, el jazz, los espirituales negros, el surrealismo...
Escrita en “radical soledad y en
resistencia”, Tomás Sánchez Santiago dixit,
ha tenido imitadores, pero no discípulos. Estamos ante una voz grave y propia,
en sentido estricto, que es inseparable de un mundo único: el suyo. En una
entrevista publicada en Ínsula aseguró: “Ya he dicho muchas veces que
toda, absolutamente toda mi poesía es autobiográfica”. Por eso es necesario
recurrir, ya se indicó, a los mencionados tomos de memorias donde ha escrito,
diría él, su infancia y su juventud. Entre otras cosas porque los considera
parte de su poesía, aunque sea en prosa.
Antonio Gamoneda Lobón, hijo de Antonio y
Amelia, nació en Oviedo en 1931. Su padre, “poeta menor” y periodista, autor de
Otra vida más alta, murió pronto y esa muerte marcará para siempre la
vida (“jodida”) de su hijo, que con tres años viaja a León con su madre, otra alma
en pena, persona central en su existencia y protagonista de su poesía como sombra tutelar. Del armario real y simbólico
que da título a sus memorias de infancia recupera el poeta “los hechos”. Allí,
el desván y las palomas, el olor de la lejía, la máquina de coser Singer, las
enfermedades, la Guerra, los Agustinos, Sergia, el vecindario, el tren, los
milicianos y los presos de la cárcel, los zapatos de la abuela, el frío, las
peleas y los amigos, el banco… Y el odio, las penurias, el sufrimiento, la
vergüenza, el dolor, las humillaciones, la tristeza, el hambre, los sueños y la
muerte, aquello que ha venido conformando lo sustancial del mundo a que aludía,
su “cultura de la pobreza”, tan cervantina. De ahí también su conciencia
política, desde el accidente del obrero o la paliza de los falangistas.
En 1945 entra a trabajar en un banco con
un horario interminable y un sueldo de miseria. Como botones y meritorio. De
primeras, calefactor. “Yo vengo de la penuria y del trabajo alienado”, dijo en
su discurso del Cervantes. No pocas páginas de La pobreza le sirven para mencionar a los compañeros de
aquel oficio del que al final deserta para dedicarse a tareas culturales de la Fundación Sierra-Pambley. A
diferencia de su íntimo amigo Jorge Pedrero, él sí permaneció en el sufrimiento,
“soportándolo como una necesidad de la conducta necesaria”. Acosado durante
años por las depresiones (“una sola y continuada”) y por otras enfermedades
(“Quién sabe lo que es la enfermedad”). Librando, además, otra batalla
silenciosa: la de la clandestinidad política, en trajines sindicales, vinculado
al PCE. En medio, la familia: Angelines, su mujer (“vivimos el uno en el
otro”), y sus hijas: Amelia, Ana y Ángeles, además de su adorada nieta Cecilia,
a las que dedica líneas emocionantes en la parte final de sus memorias y en uno
de sus libros. Y la casa, ese refugio para un poeta de interiores. Y unos
cuantos viajes. Y por encima de todo, la poesía. Eje y razón de ser. Principio
de incertidumbre. Temor más que deseo. Todo está en Esta luz. Un libro, en rigor, nuevo.
Por su afán perfeccionista y juanramoniano de reescribir lo escrito. Si de por
sí toda lectura es nueva –uno nunca
lee el mismo libro–, más cuando el poeta modifica lo ya publicado, como hace al
caso. “No me atrevo a pensar que los poemas […] sean absolutamente otros, pero
tampoco creo que, «en el fondo», sean los mismos y, a veces, sospecho que
puedan ser la negación de lo anterior”, confiesa en el “Avisos y explicaciones”
con que comienza el primer tomo.
¿Y qué es ese “todo” a que hago alusión? Pues
a mi entender un continuo que abarca más de setenta años de creación poética.
Una “arquitectura poética” unitaria, digamos, pero que atiende a un principio apuntado
con agudeza por Gonzalo Hidalgo Bayal: “no se trata, pues, de escribir el mismo
libro, sino de tener el mismo centro”. Lo que uno ha leído, dejando para los
tesinandos la laberíntica faena de comparar las variantes de las sucesivas
ediciones, cuando no de los originales. De ahí que en los títulos se señalen
las fechas del entonces y del ahora, por transitorio que éste sea. Y ya que de
transitoriedad hablo, bien está que se reconozca el impecable quehacer del
editor, Jordi Doce, que ha cuidado hasta el detalle tanto la poesía completa
(de 1947 a 2019, con sendos epílogos de M. Casado) como el segundo volumen de
sus memorias. En éstas comenta sus primeros pinitos poéticos, presentándose a
concursos provinciales, lo que le deparó “una avergonzada notoriedad local”. De
ese periodo, donde identificamos con dificultad la voz del poeta, y bajo el
rótulo de “Primeros poemas”, se abre Esta luz con el libro La tierra y los labios, que, como
suele ocurrir, sin ser del todo suyo, presagia todos los demás. Ya se anuncian
en él temas u obsesiones que serán luego recurrentes. “Crece la muerte con la
vida”, leemos. O: “Cuánta luz, cuánto hielo, cuánta nada”. Ni el amor (así
expresado) ni los sonetos volverán. Con todo, es Sublevación inmóvil su
primer libro publicado. En la famosa colección Adonais. En él ya se atisba, y
hasta se concreta, su lenguaje poderoso y versos que aluden de forma inequívoca
a su mundo: “Mi corazón se oculta en la belleza”. “La belleza no es /un lugar
donde van a parar los cobardes”. “Yo sé / que la belleza no necesita ser
pensada”. “Me justifico en el dolor”. “Gira el mundo y nosotros / esperamos la
muerte”. Más allá del sufrimiento y de la muerte (“don de morir”), tan presentes,
la luz, la amargura, la melancolía, la música (de Bartok, por ejemplo).
Le sucede
Exentos, donde sigue cantando al amor, como en toda su primera
poesía (el libro está dedicado a María Ángeles) y a la figura de la madre. “La
vida es / una inmensa, profunda compañía”, escribe.
Blues castellano está escrito entre 1961 y 1966, aunque ve la luz en 1982. En
principio se tituló Actos e iba a ser editado por Batlló; sin embargo, se
publica mucho después, un lapso de tiempo que lo lleva a enmudecer. El salto cualitativo es evidente. Ahí, la desolación, la culpa,
la pobreza, el cansancio (un asunto recurrente), el dolor (“Aquí no hay otra
majestad que el dolor”). El blues afroamericano inspira un canto triste:
“Mirad, es bello y es verdad”.
En Exentos
II (que fuera Pasión de la mirada) se
acentúa la inventiva lingüística, que se barroquiza, sin que eso estorbe a una contemplación
rural: “Vi / ásperos pueblos, huertos silenciosos”. “Vivo sin padre”, leemos,
y: “La geografía del final es blanca”. “Aquí la muerte se reconcilia con la
luz”. “No / hay mayor lentitud que esta paciencia”. Versos de alguien que
“habita en la mirada / de la desolación”.
Descripción de la mentira es acaso su libro más valorado o conocido. En él adopta el
versículo (“dótame de talento para componer frases largas”, rogó Zbigniew
Herbert), que va a ser en lo sucesivo su seña de identidad sintáctica. Su tono
es inconfundible. Su poesía, inspirada, de aires bíblicos. “Nuestra dicha es
difícil”, lamenta. “Agradezco la pobreza para que la pobreza no me maldiga”.
“Atravesamos las creencias”, “un país sin verdad”. Frente al olvido, “mi
fortaleza está en recordar”, aunque, confiesa, “mi memoria es maldita”. La
soledad “ávida”, el miedo (“He temido tanto a la vida como a la muerte”), la
destrucción, la cobardía (“el único don de la imposibilidad”), la vergüenza, la
indiferencia, la inutilidad, el arrepentimiento… “De los desvanes baja un
clamor de palomas. Es el sonido de la infancia”.
Lápidas representa
la continuidad de un lenguaje personal y distinguible: “la lengua / se agota en
la verdad”, “la pureza de las palabras inútiles”. Versos bellísimos como:
“Pasaban trenes en la tarde y su tristeza permanece en mí”. La Guerra, León,
San Marcos… Tiene algo de crónica, de narración y, claro, de memoria. Al fondo,
la enfermedad, la convalecencia. “La vejez es blanca”. Y la melancolía (de los
tangos). “Siéntate ya a contemplar la muerte”. Cómo suenan sus silencios.
“Edad, edad, tus venenosos líquidos. // Edad, edad, tus animales blancos”.
Libro del frío vuelve a la naturaleza, pero humanizada. La segunda parte, “El
vigilante de la nieve” está inspirada en la vida de Jorge Pedrero, amigo del
autor y personaje al que dedica no pocas páginas emocionantes en La pobreza.
“Es la ebriedad de la melancolía”, escribe. De nuevo la muerte en primer plano:
“No tengo miedo ni esperanza”. “Amé todas las pérdidas”, leemos, y: “Amé las
desapariciones”.
Y ya que las mencionamos, el siguiente
libro fue Arden las pérdidas. A
propósito de la ironía, un rasgo de modernidad que Gamoneda apenas utiliza,
escribe: “la ironía no pertenece al estilo de mi clase”. Y añade: “Teníamos
cierto derecho al patetismo”. Y por fin: “La ironía era una forma de
elegancia”. Usa entonces la palabra “naturalidad”. Habla de “respirar el
poema”. Y matiza que algo no es poesía “si no se hace en un lenguaje de la
especie poética”. “Todo es presagio”. Misterio. Y de nuevo la locura (“la
locura es perfecta”), el suicidio, la vejez (“Así es la vejez: claridad sin
descanso”, “Es la agonía y la serenidad”), la ira, la extrañeza (“¿Soy yo quien
mira con mis ojos?”, “Vivir es extrañeza”), el desdoblamiento (“Te habitas a ti
mismo, pero te desconoces”) y siempre la muerte (“He gastado mi juventud ante
una tumba vacía”, “No sé quién pero alguien ha muerto en mí”) o, mejor, la
supervivencia de un muerto en vida que cree que “la única sabiduría es el
olvido”.
Cecilia
es un oasis en la obra poética gamonediana. Su
título es el nombre de su nieta. Una persona fundamental en su vida. De la que
habla, lo detallamos, en sus memorias, donde narra una curiosa anécdota que
protagonizó, por la infantil invención de un verso lorquiano. Brilla en Cecilia la alegría, un sentimiento impropio
del poeta. “No estás en ningún lugar y hablas con palabras cuyo significado
desconoces. Así es también mi pensamiento”. “Tú eres mi enfermedad y tú me
salvas”.
Cierran el primer volumen de esta poesía
completa Exentos II y Mudanzas, una suerte de traducciones
libres de versos de Hikmet, Mallarmé y de Plinio, Dioscórides y otros, así como
espirituales negros.
Los textos de los griegos anticipaban Libro de los venenos, que se une por
primera vez a la poesía reunida y que justifica su aversión a los géneros, pues
que la poesía va mucho más allá del encorsetamiento formal impuesto por la
lírica al uso.
En Canción
errónea leemos: “Definitivamente, me he sentado / a esperar la muerte /
como quien espera noticias ya sabidas”. Continúa su incesante diálogo consigo
mismo, esto es, con lo ya escrito. Y de nuevo las dudas: “las palabras carecen
de significado”. “No / está pues clara la razón lingüística”. “Sin miedo ni
esperanza, / cesar”. Y: “Compréndelo: / no existe más que una palabra
verdadera: / no”. A lo Whitman: “Amo mi cuerpo”. “Amo este cuerpo viejo y la
sustancia / de su miseria clínica”. Otra vez el cansancio: “Ya he llegado. / No
sé /a dónde. Estoy / muy cansado”. “He vivido y no sé por qué”. “Ahora / he de
amar mi propia muerte / y no sé morir”.
Vuelven el frío, los recuerdos hermanos
del olvido, las “palabras inmóviles”, su madre, Cecilia, la luz… “¡Cuánta niñez
bajo mis párpados!”. Y una inquietante conclusión: “haber / vivido sin / saber
para qué y / morir sin / saber para qué”. “Elementalmente sufro”.
La
prisión transparente comienza: “Estoy cansado”.
“De mí mismo; de mi enemistad conmigo mismo”. “Estoy solo”. Parecen anotaciones
de un diario, el que esta poesía refleja a lo largo. Se pregunta acerca de la
verdad, que “es improbable”. Anota: “Es principal saber que no se necesita la
vida: se vive la escritura”. Que “las palabras no son ni significan: fingen”.
Que “Yo quiero vivir en las palabras”. Es él “el prisionero de mí mismo”. “He
de huir”. Porque “Este no es el lugar”. “El error es mi realidad”.
En No
sé leemos: “agonicemos simplemente, / agonicemos”. Es un libro
fragmentario. Más que otros. Con espacios que habría que rellenar. Siguen allí
los desvanes y las palomas. Ante él, “el vacío y el vértigo”, “el último
sosiego”, “la última ebriedad”. “Me confundo en mi propia extrañeza”.
Las
venas comunales es acaso la mayor sorpresa del
volumen. Dice en la pobreza que “no
es el último libro que he escrito, pero lo parece”. Regresa la mejor poesía de
Gamoneda. La más suya. “Mi muerte está ya prevista en la mirada de Angelines y
en algunos silencios de mis hijas”. “Los lunes estoy loco: padezco de
esperanza”. “Aún ahora, todavía guardo / la sábana negra de mi niñez”. “Me
excede la claridad”, escribe, aunque “He de entrar, sin embargo, / en la última
luz”. “Tiene que llover”. “me sorprendo de estar vivo y / de saberlo”. “Ya es
difícil vivir. Sería excesivo // que fuese también difícil // morir”. “He aquí
la pobreza”. Piensa que su “tarea más urgente” es “aprender a morir”. Y apunta:
“No te entristezcas. Quizá la muerte sea la madre de la vida”. “Compruebo que
no hay más que vejez en mí”. “En cualquier caso, yo prefiero cesar en mi propio
silencio”.
En Mudanzas
II vierte a Trakl, los Cantos del rey
Nezahualcóyotl, Mallarmé, Helder, algunos griegos...
Este segundo volumen se cierra con Últimos poemas. Lo protagonizan la
ancianidad (con toques escatológicos), algún viaje (a Lima) y la memoria
(“Recuerdo un verano”). Con aires testamentarios, escribe: “Por lo que a mí
concierne // disiento de la vida y de la muerte”. Con aliento póstumo: “Esta
escritura es una casualidad” “O una fábula”. “Ahora es otra edad”. Al cabo,
“Cada uno supo que estaba solo y que iba a morir”.
Si tuviera que detallar, en un tono
didáctico, los asuntos que centran esta magna obra lírica, empezaría por su
propio concepto, el que tiene de la poesía. “Pensamiento impensado”, dice. Ni
literatura ni ficción. “la poesía, la verdadera, la legítima […] no es palabra
ornamentada, sino, básicamente, creación
y revelación”. “En poesía, «se piensa
lo que se dice», al contrario que en la expresión convencional, en la que se
«se dice lo que se piensa»”. “Cuando escribo poesía –explica–, no soy
consciente de lo que pienso hasta que lo he dicho”.
Es “un arte de la memoria”, “antes
sensible que inteligible”, “se cumple en la percepción” (que es “comprensión), “símbolo”.
“Identificable como un hecho existencial”. “Lenguaje «otro»”. Es “conciencia de
la usura del tiempo vivido y ésta es una conciencia mortal”. Son muchas las
ocasiones en que el autor ha expresado que, a su entender, “la poesía existe
porque existe la muerte”, que “está concebida –al menos la suya– desde la
perspectiva de la muerte”, aunque aclare que “mi contemplación de la muerte se
produce y alcanza su mayor intensidad […] en el amor a la vida”.
“Lenguaje insurgente”, de resistencia,
por seguir al filósofo José Luis Pardo. Porque la poesía tiene la posibilidad
“de hacer existir lo que no existe”. Esto
nos lleva a otro tema axial: el de la realidad, que no el realismo, “que es una
simple verosimilitud” y no “realidad objetiva”. “Porque en poesía el
realismo tiende a no ser nada” y “confundir el
realismo con la realidad es una simpleza vagamente literaria”. “Está
generalizada –añade– una visión demasiado simple de la realidad” y dice
necesitar “la realidad como es y como no es”.
Por eso, en lo que respecta a la realidad,
entendida en su más amplio sentido, tienen tanta importancia en sus versos (y
en su vida, tanto da) los sueños, el duermevela, los sonambulismos, las alucinosis
auditivas, los delirios... Esas “visitas” a las que hace referencia en La pobreza. Porque la poesía, sostiene,
“es una realidad en sí misma y por sí misma”.
La subjetividad prima. Cuando “cesa en mí
el dominio de la subjetividad, me extravío en textos y contextos y advierto la
ausencia de poesía”. En otro lado revela: “el conocimiento surgía directamente
de la experiencia y de una reflexión breve y sencilla de la experiencia”.
Cree que “el lenguaje esencial poético es
a su vez instantáneamente subjetivo”.
Él lo enlaza con la “cultura de la pobreza” que caracteriza su discurso
poético; así, “en nosotros, «los de la pobreza» […], la subjetivación radical y
el patetismo resultarán naturales y nuestro lenguaje no estará «normalizado»
porque […] será un lenguaje poética y semánticamente subversivo”. Y ya que del
lenguaje hablamos, será pertinente aterrizar en un asunto redundante y
espinoso: el del presunto hermetismo de esta poesía tildada de irracionalista.
En “Escritura”, confiesa que “le asaltan” esos dos calificativos. “Discrepo.
Discrepo cuando se trata de considerar lenguajes poéticos veraces.” Se refirió antes a que “el lenguaje de la poesía será –ha
de ser– veraz”. Piensa que la democracia liberal “engendra una escritura
poética [poética y no poética] cuyo valor es un valor de mercado, no de creación ni de revelación” (el subrayado es mío). “Desaparece el sentido, que se sustituye por el ingenio
o por algún realismo fácil y funcional”. Y concluye: “Instalarse en el
pensamiento débil, en la proximidad de la no significación, es una estupidez
grotesca ante el hecho capital de que vivimos para la muerte y lo sabemos”. En
una conversación con Javier Rodríguez Marcos (El País) comentó que el lenguaje de la poesía es “un lenguaje
distinto y como tal se opone al usual, que es propio del lenguaje del poder,
aquel encargado de decir lo decible”.
Este lector recuerda al inglés Geoffrey
Hill, lo de “somos difíciles”. Gamoneda podría parafrasearlo: “Creo que el arte
tiene derecho –no la obligación– de ser difícil si así lo desea”. En otro
contexto, éste ha escrito: “Mi incoherencia consiste en ser consciente de mi
incoherencia”. Matiza: “la poesía es antes sensible que inteligible o,
diciéndolo de otra manera, es inteligible bajo condiciones de sensibilidad”.
Algo que se vincula de inmediato con la música y el ritmo que esa poesía conlleva,
pues “el pensamiento poético se produce también rítmicamente”, ya que “su valor
musical está en el que sea estado original del pensamiento”. Y asevera: “La
música –la rítmica al menos– es parte en las significaciones poéticas”. No en
vano, “El
pensamiento poético es un pensamiento que canta” y “la
escritura poética, aunque carezca de componentes melódicos, posee valores
rítmicos y estos son medularmente musicales”.
Es más la incertidumbre, ese ir a tientas
(“desconozco las causas de la escritura y padezco el desconocimiento”), a la
intemperie, ese “he escrito lo que sé y lo que desconozco, y lo uno y lo otro
es lo mismo” o ese “estoy hablando conmigo mismo antes que escribiendo”, lo que
dota a esta poesía de esa alta dosis de indefinición o de apertura que sólo el
lector atento y paciente es capaz de discernir o siquiera vislumbrar. Ese “no
entender entendiendo” del santo carmelita. Por expresarlo en los términos
ferlosianos, lo de Gamoneda es genitum (inspirado)
y no factum (fabricado).
Su universalidad parte, como siempre que
lo es de verdad, de su localismo: yo, mi casa y mi ciudad. La del que dice ser,
qué paradoja, “prototipo de poeta provinciano”. Un hombre que trae a la
escritura “una herida”: “Mi poesía y mi vida se han formado llevando en sí las
marcas del sufrimiento que, en la infancia, en la adolescencia y en la
juventud, recayó en mi existencia y sobre la de tantos otros españoles: el
sufrimiento derivado de la orfandad, el desgarramiento de la guerra civil y la
pobreza”. De esa “cultura” proviene. De la que “se genera en las carencias y en
el cansancio”. Donde habita la “radical esencialidad poética”. Gamoneda habla “desde
el interior de la pobreza”. Esa pobreza es su verdadera poética. “Lo
poético, esa luz”, escribió Adam Zagajewski. Esta luz, la que irradia la poesía original de Antonio Gamoneda.
Nota: Este artículo ha sido publicado en el número 136 de la revista TURIA, en la sección "Letras".