Así se titula el nuevo libro de poemas de Alberto Santamaría que publica, con el gusto a que nos tenía acostumbrado, El Gaviero en su colección Cuarto Menor. Digo "tenía" porque acaba de anunciarse, y bien que lo lamento, que la editorial almeriense está preparando su cierre tras once años de intensa y fructífera vida. Mi ejemplar, en todo caso, muy vivo, es el número 38 de los 333 de que consta la tirada.
Como Carlos Alcorta y Rafael Fombellida, Santamaría nació en Torrelavega (Santander), aunque unos años más tarde: en 1976, y es profesor en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca.
Siempre que me encuentro con sus versos no puedo evitar acordarme de la primera vez que le escuché leerlos, él era un muchacho, en Morille, a un paso de Salamanca, un pueblo pequeño como algunos de los que aparecen en las páginas de este libro que reúne, sí, un puñado de poemas castellanos, en más de un sentido.
Se abre con una cita de Czesław Miłosz, que no es mal comienzo y toda una declaración de intenciones. (Se nota cuándo se escoge un epígrafe por su sentido y cuándo se hace para epatar o a tontas y a locas.) En "Piña de Campos", primera parte, viajamos, además de a ese lugar de la provincia de Palencia, a Osorno, Aguilar de Campóo, Villaeles, Amusco, Fuentesaúco o Herrera de Pisuerga, casi todos de la comarca de Tierra de Campos. No, que nadie se alarme, esto no es una guía de turismo rural ni el autor un poeta agropecuario. Esos pueblos son el fondo de un paisaje que le sirve a Santamaría para reflexionar sobre sí mismo, su propia vida y la de su familia y, cómo no, acerca de un mundo que, si no ha terminado, está a punto de hacerlo; un mundo que observa, eso sí, con la lúcida mirada de un hombre del siglo XXI, alguien que lleva a sus espaldas lecturas y teorías muy relacionadas, para los que la conozcan, con su penetrante y singular obra ensayística. "Un lugar no es más que su deseo de ser visto", escribe.
Por otra parte, me apetece señalar que al mencionarlos tal cual, Santamaría asume que la poesía no es ni actual ni cosmopolita por el mero inventario de nombres con pedigrí, digamos, y que tan moderno puede ser un poema donde aparezca Nueva York o Venecia que otro donde lo haga Cambrón o Cambroncino.
Propenso a las ruinas industriales (obsérvese la imagen que ilustra su blog), en esta ocasión pasea sobre las campestres, agrícolas y ganaderas, que va dejando el envejecido y casi clausurado mundo a que hacemos referencia. Paisaje solitario, extenso, asolado bajo la luz inclemente del caluroso verano. Casi de Far West, aunque también puede recordarnos la poesía de algunos poetas estadounidenses de otro West: el Midwest, a los versos de esa América profunda. Paisaje, por fin, en el que las cosas, los objetos, cobran un protagonismo extraordinario. Prevalece, más allá de los versos, una atmósfera donde se mezclan, ya digo, lo antiguo y lo actual, pues la manera de decir de Santamaría no podría serlo más y de más consciente manera. Así, en uno de los poemas, cuando se entera de la muerte de Seamus Heaney. Su mujer -una presencia constante- conduce. Muy oportuna le parece a uno esa aparición en escena de un poeta contemporáneo que nunca olvidó su infancia rural, fuente inagotable de inspiración. Dice: "y volvía Seamus Heaney / y aquello de que la pérdida / siempre ocurre fuera del escenario". Su hijo, recuerda, había estado cavando.
Detrás, sí, un "himno a la miseria". La pobreza es visible y los versos se adaptan, en su decir seco, preciso y despojado, al alma de esa realidad. Los dos últimos poemas de la serie dan al mar. Y ese contrapunto apuntala perfectamente el conjunto. Un conjunto bien tramado, unitario en su intención y sentido, donde podemos leer poemas espléndidos como "Breve historia del bodegón" (I y II), "Contigo", "Estética del cobertizo", "La tarde se retira en Piña de Campos", "Vieja carretera de Burgos", "La felicidad del odio", "La anunciación"... Varios llevan en su título la palabra "anécdota", como "Anécdota de mi hermana", que dice: Mi hermana escribió una vez / que el deseo / educa / a los muertos. / Pasan trenes / como si fuesen / las frases / de un idioma / invisible. / Todo sucede en el lenguaje, / sin destino.
La segunda, cuyo título, "Leyendas para el sordo (Algunas alucinaciones castellanas)", remite a Alfonso Costafreda (en la cita que cierra el libro leemos: "sólo son fragmentos / del discurso, leyendas para el sordo") y, según creo, a José Hierro, el poeta de las alucinaciones, cántabro como Santamaría; la segunda parte, decía, agrupa poemas en prosa o prosas a secas o poesía escrita en renglones, no sé, por aquello de que hay un equilibrio entre lo lírico y lo narrativo. En todo caso, poco importa el género (o híbrido de géneros) a que adscribamos esos textos. No en vano recordaba César Rendueles en una reciente reseña de un libro de Santamaría, La vida me sienta mal, que éste analizaba "la pretensión romántica de introducir en la poesía los caracteres de la prosa, es decir, alcanzar la libertad de la prosa sin desvirtuar la poesía".
A uno estos textos le recuerdan, en fondo y forma, algunas páginas de Julián Rodríguez, porque muestran una visión del mundo campestre desde el punto de vista del urbanita ilustrado. Lo interesante, al cabo, es su solvencia. Aquí el riesgo es mayor y, se le antoja a uno, proporcionado al esfuerzo que ha de hacer el lector para llegar hasta ellos. El lenguaje se hace más complejo y nervioso; a rachas, torna barroco.
Abren estos fragmentos sendos epígrafes de Coubert y Larkin que hablan del campo, sitios en medio de ninguna parte, "más allá de una periferia". Otro de Brodsky me parece de lo más apropiado, y no sólo para esta parte del libro: "He llegado a dominar el arte de fusionarme con el paisaje".
Sin duda, Alberto Santamaría es uno de los poetas españoles de mediana edad -pronto ingresará en la cuarentena- que incluiría en una hipotética antología esencial del panorama. Va a más, y eso me alegra. Su rigor y su singularidad son dignos de encomio.
La segunda, cuyo título, "Leyendas para el sordo (Algunas alucinaciones castellanas)", remite a Alfonso Costafreda (en la cita que cierra el libro leemos: "sólo son fragmentos / del discurso, leyendas para el sordo") y, según creo, a José Hierro, el poeta de las alucinaciones, cántabro como Santamaría; la segunda parte, decía, agrupa poemas en prosa o prosas a secas o poesía escrita en renglones, no sé, por aquello de que hay un equilibrio entre lo lírico y lo narrativo. En todo caso, poco importa el género (o híbrido de géneros) a que adscribamos esos textos. No en vano recordaba César Rendueles en una reciente reseña de un libro de Santamaría, La vida me sienta mal, que éste analizaba "la pretensión romántica de introducir en la poesía los caracteres de la prosa, es decir, alcanzar la libertad de la prosa sin desvirtuar la poesía".
A uno estos textos le recuerdan, en fondo y forma, algunas páginas de Julián Rodríguez, porque muestran una visión del mundo campestre desde el punto de vista del urbanita ilustrado. Lo interesante, al cabo, es su solvencia. Aquí el riesgo es mayor y, se le antoja a uno, proporcionado al esfuerzo que ha de hacer el lector para llegar hasta ellos. El lenguaje se hace más complejo y nervioso; a rachas, torna barroco.
Abren estos fragmentos sendos epígrafes de Coubert y Larkin que hablan del campo, sitios en medio de ninguna parte, "más allá de una periferia". Otro de Brodsky me parece de lo más apropiado, y no sólo para esta parte del libro: "He llegado a dominar el arte de fusionarme con el paisaje".
Sin duda, Alberto Santamaría es uno de los poetas españoles de mediana edad -pronto ingresará en la cuarentena- que incluiría en una hipotética antología esencial del panorama. Va a más, y eso me alegra. Su rigor y su singularidad son dignos de encomio.