28.12.20

Como nieve que cae

Tenía noticias de la nueva Colección Poesía de la editorial leridana Milenio, dirigida por los poetas Ángels Marzo y Josep R. Rodríguez, pero no había tenido en las manos ninguno de los tres libros publicados hasta ahora, de Vicente Gallego, Yolanda Castaño (su antología Un cobertizo lleno de significados sospechosos, prologada por Zagajewski, se ha alzado en su tierra gallega con el premio Estandarte al mejor libro de poesía de 2020) y José Mateos. 
El gaditano de Jerez de la Frontera (1963), pintor, editor (de Libros Canto y Cuento), ensayista (Soliloquios y adivinanzasLa Razón y otras dudasSilencios escogidosUn mundo en miniaturaEl ojo que escuchaTratado del no sé qué), narrador (Historias de un Dios menguante y Un año en la otra vida), autor teatral (Proyecto Amniótica) y, ante todo, poeta (Días en claroCancionesLa nieblaCantos de vida y vuelta, Otras canciones, Un sí menor, así como de las recopilaciones Reunión Poesía esencial), publica en ese recién estrenado catálogo Primavera, año cero, un volumen muy bien editado donde reúne treinta poemas breves (que respiran muy bien entre los espacios en blanco que propicia su amplio formato)  a los que cabe sumar dos más, a modo de prólogo y epílogo, respectivamente. 
Ya habíamos tenido ocasión de leer solventes libros escritos durante el confinamiento, ese triste encierro al que estuvimos sometidos durante meses por culpa de la pandemia de la covi19. Diarios en prosa con una sustancial carga reflexiva como La vida en suspenso (Fórcola), de Jordi Doce, o más ligeros como Primavera extremeña (Alfagüara), de Julio Llamazares. En poesía, más allá de algunas recopilaciones antológicas (A poema abierto, por ejemplo, un proyecto coordinado por Amalia Iglesias para la Universidad de Salamanca), no sabía de la existencia de ningún libro concebido y escrito en esas penosas circunstancias. El de Mateos lo es. Pero cuidado, ya lo advierte desde los dos primeros versos: “Olvida las palabras / que tú ya sabes”. Esto es, para nombrar esa nueva realidad no sirven las viejas, gastadas palabras (“melancolía, sombra / poema, cárcel”): “A la tierra hoy desciende / otro lenguaje”. Y sigue: “Un idioma distinto / para ignorantes”. “Un idioma que es pobre / y es tan suave // que parece, en la noche, / nieve que cae”.
Y porque de lenguaje hablamos, la sencillez y la claridad son las cualidades de éste, empeñado en conversar con el lector en voz baja, con naturalidad y sin aspavientos. Con las palabras justas. Desde el misterio. Por otra parte, quienes leemos a Mateos sabemos que la queja y la pena no es lo suyo. Podíamos esperar, por eso, un libro verdadero y hasta alegre. Bondadoso y compasivo también. Con sus gotas de melancolía, por supuesto. Un libro, al cabo, esperanzador. Lo dice Eloy Sánchez Rosillo en la nota de la contracubierta: “En tiempos de oscuridad y desánimo, José Mateos ha escrito su libro quizá más luminoso y sereno, lleno de confianza y de fe en la vida”.
Las tres partes de que consta se abren con hermosas citas de poetas anónimos del siglo XV (“probablemente”) que a uno le antojan por su pertinencia apócrifas.
La primera sección es la más alegórica. Y ahí, lo trascendente (más que lo religioso), marca de la casa, que tampoco falta. “Un ángel me habló en sueños: / —No salgas esta noche”. La amenaza, el mandato. 
En “Viernes Santo” leemos: “Más que nunca es ahora / que el idioma se ha roto / y hasta el cielo se pudre”. Y termina: “Solo el que muere entrega / sin reservas / su cuerpo”. 
En “Borracho”, dando tumbos, “hay un dios que maldice nuestras leyes”. “Yo soy Dionysios”. Un discurso, digamos, que sigue en “Bacantes”: “Que el dios al que servimos / destruya la ciudad de nuestros padres”. 
En “La cita” rememora su lucha con el “ángel sin nombre”: “Tú: la sangre, el esputo, / la carroña. Yo: el suave / silencio de la umbría, / el sol que vuelve, el agua”. “No sé por qué luchábamos. / No sé quién ha vencido”.
En “Oráculo”, ante una encina de Grazalema, se atisba otra verdad: “Se diría / que andamos a ciegas”. Y: “Se diría que habla / a quien sabe que habla”. 
En “El mirlo”, el milagro: “Un pájaro se atreve / a cantarte, / recóndita, / suavísima alegría”. Y en “El jilguero”. 
En “Canción sin confinar” leemos: “Lo cerrado es solo el miedo”. 
La segunda parte se abre rememorando una visita al Aquarium de Alicante: “cómo la vida pasa sin nosotros”.
Las visiones, esas que nos facilitaban, a través de las ventanas y los balcones, salir de nuestro encierro, también nos permitían saber que la vida continuaba fuera, aunque aparentase estar en suspenso. Cuando escuchábamos el canto de un pájaro, pongo por caso. O, como en el poema “Azahar”: “¿Pero cómo no veis / en ese patio, el viento / libando eternidad / en la flor del naranjo?”. Pasa igual en “Canción que debería oler”: “Ese jazmín de qué incendio, / que ni yo sé en qué verano / con su olor bueno interrumpe / los peligros de la noche”. Detalles que “enamoran”. Que salvan. Como la tierra: “cuando pasa la Historia / solo ella permanece”. Porque “La historia de los hombres / es una historia  de traición y lodo. / No quiero nada de ese viento errático. / Y me siento feliz flotando a la deriva.”(“Un 14 de abril”). 
“De los álamos vengo” expresa la esencia de la poesía: “Yo sólo sé decir / lo que no sé decir: / cómo las mueve el aire”.
En “Primavera, 2020” confiesa: “La primavera es una / de las conjugaciones de la Tierra, / la que más amo”. “Tras los signos amenazantes y los augurios opresivos de los poemas iniciales del libro, irrumpe a pesar de todo y por encima de todo, con su temblor y su milagro, la primavera, que figura en estas páginas como símbolo de libertad, pureza y verdad”, dice Sánchez Rosillo en el texto antes citado.
“La intensidad es solo un anticipo / no sé de qué, de lo que no sabemos”, dice en “Marcha Radetzky”.
El río Guadalete motiva otro poema: “río de pocas palabras / y certezas. Río hecho / de olvido, con esa calma / de lo que pasa por dentro”. 
“Qué escaso el idioma” exclama en “Sueño”.
El padre y la madre inspiran dos poemas muy emotivos. “Y muy larga es la noche”, concluye el primero. “Tú no me dejes solo”, principia el segundo. 
En un libro así no podía faltar una “Pequeña elegía”. Son tantos los que se han marchado: “Tú, tan llena de vida / (...) / también te has ido”. El pensador y poeta Jiménez Lozano es protagonista involuntario de otro in memoriam
Con “Resurrección” termina la tercera parte: “Yo solo soy lo que dejó la muerte”. 
El epílogo es una canción, una de sus formas poéticas preferida. La “final”. “No el junco o el guijarro / que se empeña en ser fondo; / el agua que resbala entre las manos”. “Un leve despedirse / y un no quedarse en nada”. “El agua, / la textura del agua, / el agua que resbala entre las manos”.
En un momento dado, José Mateos escribe: “¿Se cierra acaso un poema tras la última palabra?”. Huelga responder a esta pregunta retórica. Más en esta suerte de año cero. 

Primavera, año cero
José Mateos
Editorial Milenio, Lérida, 2020. 88 páginas. 12,00 €


27.12.20

Mirad, es bello y es verdad. Sobre la poesía de Antonio Gamoneda


A la vista de la ingente y hasta apabullante bibliografía sobre la obra poética de Antonio Gamoneda, al ponerme a escribir este texto sobre su poesía, consciente de mis limitaciones, he optado por trasladar al hipotético lector un relato lo más directo y cercano a lo leído y, en consecuencia, ajeno al discurso académico que tanto gusta a sus exégetas. Una lectura, en suma, y sólo eso; a sabiendas de que no soy filólogo y, como dice nuestro autor, “todas las lecturas son subjetivas” y “la realidad de una escritura se decide en la comprensión y el juicio de quien la lee”.
Sí he tenido en cuenta sus dos libros de memorias, Un armario lleno de sombra y La pobreza, porque “mi vida y mi escritura […] son el mismo asunto” y “La poesía no se parece a la vida o tiene que ver con la vida, sino que es la vida”, así como sus propias palabras, algunas de las muchas que ha dedicado a reflexionar, no sin estupor, sobre lo escrito, ya sea en sus libros (la primera parte de La pobreza se titula justamente “La escritura”), en artículos o en las numerosas entrevistas que ha concedido, de las que sólo conozco una mínima parte.
Como la mayoría de los lectores de mi generación, descubrí el mundo poético de Gamoneda gracias a Edad (1987), la edición realizada por Miguel Casado para Cátedra donde reunía poemas escritos entre 1947 y 1986. Con ese libro, Gamoneda pasó de ser un perfecto desconocido, o casi, a conseguir el favor de los lectores y de la crítica. Al año siguiente obtuvo el Premio Nacional, inequívoco anticipo de los numerosos e importantes galardones que han venido después, incluido el Cervantes.
Aunque Gamoneda es un enemigo declarado del orteguiano método generacional, no por eso podemos soslayar lo anómalo de su caso. De entre las promociones poéticas del siglo XX establecidas por la crítica, cabe que didácticamente, el Grupo del 50, el de “los niños de la guerra”, al que pertenece cronológicamente, era y es uno de los más consolidados en términos de nomenclatura. Cuando vio la luz Edad, insisto, su nombre no estaba en la nómina nuclear o canónica, una lista que no estaría completa si faltara. Es verdad que si por algo se caracteriza su voz es por su absoluta singularidad. Ajena a cualquier marco teórico grupal, no sujeta a características compartidas o compatibles, sólo suena, y no es tópico, a ella misma. Ha sido forjada desde la fidelidad a unos pocos maestros: Lorca, Rimbaud, Mallarmé, Hikmet, Perse, Vallejo, Char, Trakl… Creadores de realidad, diría él, como Juan de Yepes. Y a influencias como los veterotestamentarios, la tragedia griega, el jazz, los espirituales negros, el surrealismo...
Escrita en “radical soledad y en resistencia”, Tomás Sánchez Santiago dixit, ha tenido imitadores, pero no discípulos. Estamos ante una voz grave y propia, en sentido estricto, que es inseparable de un mundo único: el suyo. En una entrevista publicada en Ínsula aseguró: “Ya he dicho muchas veces que toda, absolutamente toda mi poesía es autobiográfica”. Por eso es necesario recurrir, ya se indicó, a los mencionados tomos de memorias donde ha escrito, diría él, su infancia y su juventud. Entre otras cosas porque los considera parte de su poesía, aunque sea en prosa.
Antonio Gamoneda Lobón, hijo de Antonio y Amelia, nació en Oviedo en 1931. Su padre, “poeta menor” y periodista, autor de Otra vida más alta, murió pronto y esa muerte marcará para siempre la vida (“jodida”) de su hijo, que con tres años viaja a León con su madre, otra alma en pena, persona central en su existencia y protagonista de su poesía como sombra tutelar. Del armario real y simbólico que da título a sus memorias de infancia recupera el poeta “los hechos”. Allí, el desván y las palomas, el olor de la lejía, la máquina de coser Singer, las enfermedades, la Guerra, los Agustinos, Sergia, el vecindario, el tren, los milicianos y los presos de la cárcel, los zapatos de la abuela, el frío, las peleas y los amigos, el banco… Y el odio, las penurias, el sufrimiento, la vergüenza, el dolor, las humillaciones, la tristeza, el hambre, los sueños y la muerte, aquello que ha venido conformando lo sustancial del mundo a que aludía, su “cultura de la pobreza”, tan cervantina. De ahí también su conciencia política, desde el accidente del obrero o la paliza de los falangistas.
En 1945 entra a trabajar en un banco con un horario interminable y un sueldo de miseria. Como botones y meritorio. De primeras, calefactor. “Yo vengo de la penuria y del trabajo alienado”, dijo en su discurso del Cervantes. No pocas páginas de La pobreza le sirven para mencionar a los compañeros de aquel oficio del que al final deserta para dedicarse a tareas culturales de la Fundación Sierra-Pambley. A diferencia de su íntimo amigo Jorge Pedrero, él sí permaneció en el sufrimiento, “soportándolo como una necesidad de la conducta necesaria”. Acosado durante años por las depresiones (“una sola y continuada”) y por otras enfermedades (“Quién sabe lo que es la enfermedad”). Librando, además, otra batalla silenciosa: la de la clandestinidad política, en trajines sindicales, vinculado al PCE. En medio, la familia: Angelines, su mujer (“vivimos el uno en el otro”), y sus hijas: Amelia, Ana y Ángeles, además de su adorada nieta Cecilia, a las que dedica líneas emocionantes en la parte final de sus memorias y en uno de sus libros. Y la casa, ese refugio para un poeta de interiores. Y unos cuantos viajes. Y por encima de todo, la poesía. Eje y razón de ser. Principio de incertidumbre. Temor más que deseo. Todo está en Esta luz. Un libro, en rigor, nuevo. Por su afán perfeccionista y juanramoniano de reescribir lo escrito. Si de por sí toda lectura es nueva –uno nunca lee el mismo libro–, más cuando el poeta modifica lo ya publicado, como hace al caso. “No me atrevo a pensar que los poemas […] sean absolutamente otros, pero tampoco creo que, «en el fondo», sean los mismos y, a veces, sospecho que puedan ser la negación de lo anterior”, confiesa en el “Avisos y explicaciones” con que comienza el primer tomo.
¿Y qué es ese “todo” a que hago alusión? Pues a mi entender un continuo que abarca más de setenta años de creación poética. Una “arquitectura poética” unitaria, digamos, pero que atiende a un principio apuntado con agudeza por Gonzalo Hidalgo Bayal: “no se trata, pues, de escribir el mismo libro, sino de tener el mismo centro”. Lo que uno ha leído, dejando para los tesinandos la laberíntica faena de comparar las variantes de las sucesivas ediciones, cuando no de los originales. De ahí que en los títulos se señalen las fechas del entonces y del ahora, por transitorio que éste sea. Y ya que de transitoriedad hablo, bien está que se reconozca el impecable quehacer del editor, Jordi Doce, que ha cuidado hasta el detalle tanto la poesía completa (de 1947 a 2019, con sendos epílogos de M. Casado) como el segundo volumen de sus memorias. En éstas comenta sus primeros pinitos poéticos, presentándose a concursos provinciales, lo que le deparó “una avergonzada notoriedad local”. De ese periodo, donde identificamos con dificultad la voz del poeta, y bajo el rótulo de “Primeros poemas”, se abre Esta luz con el libro La tierra y los labios, que, como suele ocurrir, sin ser del todo suyo, presagia todos los demás. Ya se anuncian en él temas u obsesiones que serán luego recurrentes. “Crece la muerte con la vida”, leemos. O: “Cuánta luz, cuánto hielo, cuánta nada”. Ni el amor (así expresado) ni los sonetos volverán. Con todo, es Sublevación inmóvil su primer libro publicado. En la famosa colección Adonais. En él ya se atisba, y hasta se concreta, su lenguaje poderoso y versos que aluden de forma inequívoca a su mundo: “Mi corazón se oculta en la belleza”. “La belleza no es /un lugar donde van a parar los cobardes”. “Yo sé / que la belleza no necesita ser pensada”. “Me justifico en el dolor”. “Gira el mundo y nosotros / esperamos la muerte”. Más allá del sufrimiento y de la muerte (“don de morir”), tan presentes, la luz, la amargura, la melancolía, la música (de Bartok, por ejemplo).
Le sucede Exentos, donde sigue cantando al amor, como en toda su primera poesía (el libro está dedicado a María Ángeles) y a la figura de la madre. “La vida es / una inmensa, profunda compañía”, escribe.
Blues castellano está escrito entre 1961 y 1966, aunque ve la luz en 1982. En principio se tituló Actos e iba a ser editado por Batlló; sin embargo, se publica mucho después, un lapso de tiempo que lo lleva a enmudecer. El salto cualitativo es evidente. Ahí, la desolación, la culpa, la pobreza, el cansancio (un asunto recurrente), el dolor (“Aquí no hay otra majestad que el dolor”). El blues afroamericano inspira un canto triste: “Mirad, es bello y es verdad”.
En Exentos II (que fuera Pasión de la mirada) se acentúa la inventiva lingüística, que se barroquiza, sin que eso estorbe a una contemplación rural: “Vi / ásperos pueblos, huertos silenciosos”. “Vivo sin padre”, leemos, y: “La geografía del final es blanca”. “Aquí la muerte se reconcilia con la luz”. “No / hay mayor lentitud que esta paciencia”. Versos de alguien que “habita en la mirada / de la desolación”.
Descripción de la mentira es acaso su libro más valorado o conocido. En él adopta el versículo (“dótame de talento para componer frases largas”, rogó Zbigniew Herbert), que va a ser en lo sucesivo su seña de identidad sintáctica. Su tono es inconfundible. Su poesía, inspirada, de aires bíblicos. “Nuestra dicha es difícil”, lamenta. “Agradezco la pobreza para que la pobreza no me maldiga”. “Atravesamos las creencias”, “un país sin verdad”. Frente al olvido, “mi fortaleza está en recordar”, aunque, confiesa, “mi memoria es maldita”. La soledad “ávida”, el miedo (“He temido tanto a la vida como a la muerte”), la destrucción, la cobardía (“el único don de la imposibilidad”), la vergüenza, la indiferencia, la inutilidad, el arrepentimiento… “De los desvanes baja un clamor de palomas. Es el sonido de la infancia”.
Lápidas representa la continuidad de un lenguaje personal y distinguible: “la lengua / se agota en la verdad”, “la pureza de las palabras inútiles”. Versos bellísimos como: “Pasaban trenes en la tarde y su tristeza permanece en mí”. La Guerra, León, San Marcos… Tiene algo de crónica, de narración y, claro, de memoria. Al fondo, la enfermedad, la convalecencia. “La vejez es blanca”. Y la melancolía (de los tangos). “Siéntate ya a contemplar la muerte”. Cómo suenan sus silencios. “Edad, edad, tus venenosos líquidos. // Edad, edad, tus animales blancos”.
Libro del frío vuelve a la naturaleza, pero humanizada. La segunda parte, “El vigilante de la nieve” está inspirada en la vida de Jorge Pedrero, amigo del autor y personaje al que dedica no pocas páginas emocionantes en La pobreza. “Es la ebriedad de la melancolía”, escribe. De nuevo la muerte en primer plano: “No tengo miedo ni esperanza”. “Amé todas las pérdidas”, leemos, y: “Amé las desapariciones”.
Y ya que las mencionamos, el siguiente libro fue Arden las pérdidas. A propósito de la ironía, un rasgo de modernidad que Gamoneda apenas utiliza, escribe: “la ironía no pertenece al estilo de mi clase”. Y añade: “Teníamos cierto derecho al patetismo”. Y por fin: “La ironía era una forma de elegancia”. Usa entonces la palabra “naturalidad”. Habla de “respirar el poema”. Y matiza que algo no es poesía “si no se hace en un lenguaje de la especie poética”. “Todo es presagio”. Misterio. Y de nuevo la locura (“la locura es perfecta”), el suicidio, la vejez (“Así es la vejez: claridad sin descanso”, “Es la agonía y la serenidad”), la ira, la extrañeza (“¿Soy yo quien mira con mis ojos?”, “Vivir es extrañeza”), el desdoblamiento (“Te habitas a ti mismo, pero te desconoces”) y siempre la muerte (“He gastado mi juventud ante una tumba vacía”, “No sé quién pero alguien ha muerto en mí”) o, mejor, la supervivencia de un muerto en vida que cree que “la única sabiduría es el olvido”.
Cecilia es un oasis en la obra poética gamonediana. Su título es el nombre de su nieta. Una persona fundamental en su vida. De la que habla, lo detallamos, en sus memorias, donde narra una curiosa anécdota que protagonizó, por la infantil invención de un verso lorquiano. Brilla en Cecilia la alegría, un sentimiento impropio del poeta. “No estás en ningún lugar y hablas con palabras cuyo significado desconoces. Así es también mi pensamiento”. “Tú eres mi enfermedad y tú me salvas”.
Cierran el primer volumen de esta poesía completa Exentos II y Mudanzas, una suerte de traducciones libres de versos de Hikmet, Mallarmé y de Plinio, Dioscórides y otros, así como espirituales negros.
Los textos de los griegos anticipaban Libro de los venenos, que se une por primera vez a la poesía reunida y que justifica su aversión a los géneros, pues que la poesía va mucho más allá del encorsetamiento formal impuesto por la lírica al uso.
En Canción errónea leemos: “Definitivamente, me he sentado / a esperar la muerte / como quien espera noticias ya sabidas”. Continúa su incesante diálogo consigo mismo, esto es, con lo ya escrito. Y de nuevo las dudas: “las palabras carecen de significado”. “No / está pues clara la razón lingüística”. “Sin miedo ni esperanza, / cesar”. Y: “Compréndelo: / no existe más que una palabra verdadera: / no”. A lo Whitman: “Amo mi cuerpo”. “Amo este cuerpo viejo y la sustancia / de su miseria clínica”. Otra vez el cansancio: “Ya he llegado. / No sé /a dónde. Estoy / muy cansado”. “He vivido y no sé por qué”. “Ahora / he de amar mi propia muerte / y no sé morir”.
Vuelven el frío, los recuerdos hermanos del olvido, las “palabras inmóviles”, su madre, Cecilia, la luz… “¡Cuánta niñez bajo mis párpados!”. Y una inquietante conclusión: “haber / vivido sin / saber para qué y / morir sin / saber para qué”. “Elementalmente sufro”.
La prisión transparente comienza: “Estoy cansado”. “De mí mismo; de mi enemistad conmigo mismo”. “Estoy solo”. Parecen anotaciones de un diario, el que esta poesía refleja a lo largo. Se pregunta acerca de la verdad, que “es improbable”. Anota: “Es principal saber que no se necesita la vida: se vive la escritura”. Que “las palabras no son ni significan: fingen”. Que “Yo quiero vivir en las palabras”. Es él “el prisionero de mí mismo”. “He de huir”. Porque “Este no es el lugar”. “El error es mi realidad”.
En No sé leemos: “agonicemos simplemente, / agonicemos”. Es un libro fragmentario. Más que otros. Con espacios que habría que rellenar. Siguen allí los desvanes y las palomas. Ante él, “el vacío y el vértigo”, “el último sosiego”, “la última ebriedad”. “Me confundo en mi propia extrañeza”.
Las venas comunales es acaso la mayor sorpresa del volumen. Dice en la pobreza que “no es el último libro que he escrito, pero lo parece”. Regresa la mejor poesía de Gamoneda. La más suya. “Mi muerte está ya prevista en la mirada de Angelines y en algunos silencios de mis hijas”. “Los lunes estoy loco: padezco de esperanza”. “Aún ahora, todavía guardo / la sábana negra de mi niñez”. “Me excede la claridad”, escribe, aunque “He de entrar, sin embargo, / en la última luz”. “Tiene que llover”. “me sorprendo de estar vivo y / de saberlo”. “Ya es difícil vivir. Sería excesivo // que fuese también difícil // morir”. “He aquí la pobreza”. Piensa que su “tarea más urgente” es “aprender a morir”. Y apunta: “No te entristezcas. Quizá la muerte sea la madre de la vida”. “Compruebo que no hay más que vejez en mí”. “En cualquier caso, yo prefiero cesar en mi propio silencio”.
En Mudanzas II vierte a Trakl, los Cantos del rey Nezahualcóyotl, Mallarmé, Helder, algunos griegos...
Este segundo volumen se cierra con Últimos poemas. Lo protagonizan la ancianidad (con toques escatológicos), algún viaje (a Lima) y la memoria (“Recuerdo un verano”). Con aires testamentarios, escribe: “Por lo que a mí concierne // disiento de la vida y de la muerte”. Con aliento póstumo: “Esta escritura es una casualidad” “O una fábula”. “Ahora es otra edad”. Al cabo, “Cada uno supo que estaba solo y que iba a morir”.
Si tuviera que detallar, en un tono didáctico, los asuntos que centran esta magna obra lírica, empezaría por su propio concepto, el que tiene de la poesía. “Pensamiento impensado”, dice. Ni literatura ni ficción. “la poesía, la verdadera, la legítima […] no es palabra ornamentada, sino, básicamente, creación y revelación”. “En poesía, «se piensa lo que se dice», al contrario que en la expresión convencional, en la que se «se dice lo que se piensa»”. “Cuando escribo poesía –explica–, no soy consciente de lo que pienso hasta que lo he dicho”.
Es “un arte de la memoria”, “antes sensible que inteligible”, “se cumple en la percepción” (que es “comprensión), “símbolo”. “Identificable como un hecho existencial”. “Lenguaje «otro»”. Es “conciencia de la usura del tiempo vivido y ésta es una conciencia mortal”. Son muchas las ocasiones en que el autor ha expresado que, a su entender, “la poesía existe porque existe la muerte”, que “está concebida –al menos la suya– desde la perspectiva de la muerte”, aunque aclare que “mi contemplación de la muerte se produce y alcanza su mayor intensidad […] en el amor a la vida”.
“Lenguaje insurgente”, de resistencia, por seguir al filósofo José Luis Pardo. Porque la poesía tiene la posibilidad “de hacer existir lo que no existe”. Esto nos lleva a otro tema axial: el de la realidad, que no el realismo, “que es una simple verosimilitud” y no “realidad objetiva”. “Porque en poesía el realismo tiende a no ser nada” y “confundir el realismo con la realidad es una simpleza vagamente literaria”. “Está generalizada –añade– una visión demasiado simple de la realidad” y dice necesitar “la realidad como es y como no es”.
Por eso, en lo que respecta a la realidad, entendida en su más amplio sentido, tienen tanta importancia en sus versos (y en su vida, tanto da) los sueños, el duermevela, los sonambulismos, las alucinosis auditivas, los delirios... Esas “visitas” a las que hace referencia en La pobreza. Porque la poesía, sostiene, “es una realidad en sí misma y por sí misma”.
La subjetividad prima. Cuando “cesa en mí el dominio de la subjetividad, me extravío en textos y contextos y advierto la ausencia de poesía”. En otro lado revela: “el conocimiento surgía directamente de la experiencia y de una reflexión breve y sencilla de la experiencia”.
Cree que “el lenguaje esencial poético es a su vez instantáneamente subjetivo”. Él lo enlaza con la “cultura de la pobreza” que caracteriza su discurso poético; así, “en nosotros, «los de la pobreza» […], la subjetivación radical y el patetismo resultarán naturales y nuestro lenguaje no estará «normalizado» porque […] será un lenguaje poética y semánticamente subversivo”. Y ya que del lenguaje hablamos, será pertinente aterrizar en un asunto redundante y espinoso: el del presunto hermetismo de esta poesía tildada de irracionalista. En “Escritura”, confiesa que “le asaltan” esos dos calificativos. “Discrepo. Discrepo cuando se trata de considerar lenguajes poéticos veraces.” Se refirió antes a que “el lenguaje de la poesía será –ha de ser– veraz”. Piensa que la democracia liberal “engendra una escritura poética [poética y no poética] cuyo valor es un valor de mercado, no de creación ni de revelación” (el subrayado es mío). “Desaparece el sentido, que se sustituye por el ingenio o por algún realismo fácil y funcional”. Y concluye: “Instalarse en el pensamiento débil, en la proximidad de la no significación, es una estupidez grotesca ante el hecho capital de que vivimos para la muerte y lo sabemos”. En una conversación con Javier Rodríguez Marcos (El País) comentó que el lenguaje de la poesía es “un lenguaje distinto y como tal se opone al usual, que es propio del lenguaje del poder, aquel encargado de decir lo decible”.
Este lector recuerda al inglés Geoffrey Hill, lo de “somos difíciles”. Gamoneda podría parafrasearlo: “Creo que el arte tiene derecho –no la obligación– de ser difícil si así lo desea”. En otro contexto, éste ha escrito: “Mi incoherencia consiste en ser consciente de mi incoherencia”. Matiza: “la poesía es antes sensible que inteligible o, diciéndolo de otra manera, es inteligible bajo condiciones de sensibilidad”. Algo que se vincula de inmediato con la música y el ritmo que esa poesía conlleva, pues “el pensamiento poético se produce también rítmicamente”, ya que “su valor musical está en el que sea estado original del pensamiento”. Y asevera: “La música –la rítmica al menos– es parte en las significaciones poéticas”. No en vano, “El pensamiento poético es un pensamiento que canta” y “la escritura poética, aunque carezca de componentes melódicos, posee valores rítmicos y estos son medularmente musicales”.
Es más la incertidumbre, ese ir a tientas (“desconozco las causas de la escritura y padezco el desconocimiento”), a la intemperie, ese “he escrito lo que sé y lo que desconozco, y lo uno y lo otro es lo mismo” o ese “estoy hablando conmigo mismo antes que escribiendo”, lo que dota a esta poesía de esa alta dosis de indefinición o de apertura que sólo el lector atento y paciente es capaz de discernir o siquiera vislumbrar. Ese “no entender entendiendo” del santo carmelita. Por expresarlo en los términos ferlosianos, lo de Gamoneda es genitum (inspirado) y no factum (fabricado).
Su universalidad parte, como siempre que lo es de verdad, de su localismo: yo, mi casa y mi ciudad. La del que dice ser, qué paradoja, “prototipo de poeta provinciano”. Un hombre que trae a la escritura “una herida”: “Mi poesía y mi vida se han formado llevando en sí las marcas del sufrimiento que, en la infancia, en la adolescencia y en la juventud, recayó en mi existencia y sobre la de tantos otros españoles: el sufrimiento derivado de la orfandad, el desgarramiento de la guerra civil y la pobreza”. De esa “cultura” proviene. De la que “se genera en las carencias y en el cansancio”. Donde habita la “radical esencialidad poética”. Gamoneda habla “desde el interior de la pobreza”. Esa pobreza es su verdadera poética. “Lo poético, esa luz”, escribió Adam Zagajewski. Esta luz, la que irradia la poesía original de Antonio Gamoneda.

Nota: Este artículo ha sido publicado en el número 136 de la revista TURIA, en la sección "Letras". 

23.12.20

Unas cuantas revistas


Parece que no, pero sí, las revistas literarias en papel siguen gozando de buena salud y uno se alegra de poder tenerlas en las manos; de verlas, tocarlas y olerlas como si de un libro se tratara. Son varias las que han llegado en estas últimas semanas, las que abrochan este penoso año que será difícil de olvidar. 
La extremeña SUROESTE (voy a escribir sus nombres con mayúsculas) llega a su número 10, aunque parezca mentira. Sé bien que estas empresas son complicadas y más si dependen de subvenciones oficiales, no digamos en Extremadura, que en política cultural hace mucho que dejó de ser lo que fue. Cómo olvidar a Antonio Franco, el que fuera director del MEIAC, uno de sus impulsores, que logró vincularla a la Fundación Ortega Muñoz con la complicidad manifiesta de Clemente Lapuerta, otro puntal de ese edificio literario que gobierna con mano segura Antonio Sáez Delgado, su director. Heredera, siquiera en parte de su espíritu, de Espacio/Espaço escrito (pudo seguir viva y llamándose así de nos ser por la hosca negativa de alguno), Sáez, profesor de la Universidad de Évora, traductor, estudioso y lusista ejemplar, le garantiza su esencia portuguesa. Tampoco es cosa de ignorar que la Editora Regional está en el empeño también, otra pata de este sólido, sobrio banco rayano. El número 10, ya digo, celebra esa primera década y conmemora el inesperado fallecimiento del citado Antonio Franco, al que homenajean un puñado de amigos (Martín Carrasco Pedrero, Nilo Casares, Remigio Cordero, Perfecto E. Cuadrado, Miguel Fernández-Cid, Javier Fernández de Molina, Nuria Flores Redondo, Claudia Giannetti, José Jiménez, Clemente Lapueta, Leona, Iván Marino, Salvato Teles de Menezes, César Antonio Molina, Mon Montoya, Miguel Murillo Gómez, Ángela Pérez Castañera, António Cerveira Pinto, Isidoro Reguera, Gustavo Romano, Manuel Rosa, Antonio Sáez Delgado, Ángela Sánchez y uno mismo) en una bonita separata que tiene en la cubierta un retrato del historiador del arte español, comisario de exposiciones, crítico y fundador del Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo. Para eso se ha compuesto un volumen de 235 páginas sobre la "poesía actual". Como es norma en esta revista denominada de "literaturas ibéricas", nos referimos a la poesía actual en español, portugués, vasco, gallego, catalán, asturiano y aragonés. De todas y cada una hay un estudio introductorio y una muestra, en función, como es lógico, del número de hablantes (en este caso, escribientes) de cada una de ellas. Importantes son todas, sin duda, pero no todas son usadas por igual, sobre todo en lo escrito. Por eso la antología más amplia es la de poesía en castellano. De esa selección se ha cuidado con solvencia Antonio Rivero Machina, que ha elegido a 12 poetas. Cabe decir de ésta, como de todas, que su criterio manda y que, en consecuencia, unos echarán en falta algún nombre y a otros alguno les sobrará. Normal. Para no extenderme demasiado, citaré a los respectivos presentadores y el número de poetas elegidos: Pedro Serra (portugués, 7), Montse Pena Presas (gallego, 5), Martín López-Vega (asturiano, 3), Jon Kortazar (vasco, 5), Chusé Raúl Osón (aragonés, 3) y Adrià Targa (catalán, 10). Como se ve, estamos ante críticos de reconocido prestigio, como suele decirse, por lo que las diferentes nóminas tienen garantizada su calidad. No cabe duda, en fin, que estamos ante un documento fundamental para conocer el panorama lírico ibérico. Y al módico precio de 12 euros. Sin obviar que está editado con sobriedad y elegancia, con el sello inconfundible que nos legó el añorado Luis Costillo, que hasta su muerte se ocupó del diseño. 
Impresiona, como suele, la nueva entrega, número 136, de la aragonesa TURIA. El cartapacio, seguimos en territorio ibérico, está dedicado a Lídia Jorge. Lo coordina Enrique Andrés Ruiz y, por consiguiente, es un esplendido dosier. No falta en él la colaboración del recién nombrado Antonio Sáez y es su hermano Luis, a la sazón director de la Editora Regional de Extremadura, quien la entrevista. En el índice puede comprobar cualquiera quiénes escriben sobre la obra de la narradora portuguesa, último premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. Por cierto, digo narradora, pero sus poemas, traducidos por EAR, me han parecido estupendos, dignos de ser trasladados al español. Su único libro de poemas, publicado en 2019, es Livro das Tréguas y tiene sólo 104 páginas.
Además, lo habitual: ensayos, inéditos en prosa y verso, entrevistas, los diarios del director, Raúl C. Maícas (que van a más)... En lo personal, me siento muy honrado por la doble aparición en escena: con un texto extenso sobre la poesía de Antonio Gamoneda (que abre el volumen de casi 500 páginas) y una reseña firmada por José Luis Melero sobre Porque olvido. Un lujo. 
Y hablando de lujos, qué decir de la veterana y malagueña LITORAL, que dirige Lorenzo Saval con la ayuda de María José Amado, adjunta a la dirección, y Antonio Lafarque, editor de contenidos. Qué explosión de arte y poesía por sus cuatro costados y qué bien elegidos. El monográfico, de casi 400 páginas, lleva por título Mundo sensible y tiene diversos apartados, que a su vez se subdividen en otros; a saber: "Cosmogénesis", "La Tierra", "Los cuatro elementos", "La vida", "Mundo humano", "Mundo urbano", "Land Art", "Mundo vegetal", "La naturaleza", "Las cuatro estaciones", "Ecología", "Pacifismo", "Mundo mineral", "Mundo amenazado", "Mundo exterior", "Utopías", "El futuro" y "Humor enmascarado". Imagínese el lector lo que puede encontrar ahí entre poemas, dibujos, cuadros, fotografías, etc. El índice de ilustradores ocupa dos páginas. El de escritores... Hasta de uno hay un breve poema ("Aguas"), en la página 38, al lado de otro, más breve aún, de José María Micó ("Agua"), junto a una cita de  la murciana Dionisia García y bajo una sugerente obra del neoyorkino Bill Viola (el “Rembrandt del videoarte”, según dicen): "Disolución, 2005".
El poema, algo abstracto, de mi plaquette Lugar del elogio, del remoto 87, dice: El agua retorna a lo evidente. / Es su dominio inmóvil. // Nada transgrede su volumen, nada / su ser transforma. // Una piedra dibuja : la espiral nombra. / Flota un cuerpo y el río desaparece.
CUADERNOS HISPANOAMERICANOS envejece estupendamente. En su número 846 hay, por lo menos un par de asuntos más que interesantes; así, un amplio dosier dedicado al escritor mexicano nacido en Florencia Alejandro  Rossi, autor de uno de los libros más geniales de nuestra lengua: Manual del distraído, y una entrevista de J. Á. Juristo a Fernando Castillo, otro conspicuo personaje de nuestras letras, un raro e inclasificable historiador que escribe. Entre otras obras (no pocas en la editorial Fórcola) Un cierto Tánger. Sólo por eso...
Cierro este bonito escaparate revisteril con SIBILA, que alcanza su número 62. "Es pertinente hablar de la tristeza", dice Piedad Bonnett en uno de los poemas con los que se abre esta espléndida entrega que ilustra a todo color Alberto Corazón. La música la pone esta vez Félix Ibarrondo ("Barne Hegoak"). Más allá, versos de, entre otros, José Luis Rivas, los novísimos Luis Alberto de Cuenca, José María Álvarez, Alejandro Duque Amusco y Marcos-Ricardo Barnatán, Gina Saraceni, Martín López-Vega o Susana Benet. También se puede leer un cuento precioso de Fabio Morábito, una obrita de teatro de Antonio Garrigues Walker o un ensayo de Óscar Hahn donde se pregunta si Rubén Darío fue un precursor de Nabokov. Menuda fiesta. 

21.12.20

La poesía inexplicable de Eloy Sánchez Rosillo

Eloy Sánchez Rosillo
Tusquets Editores, Barcelona, 2020. 160 páginas.
 
Nacido en Murcia en el 48 del siglo pasado, Rosillo reunió sus diez primeros libros de versos en Las cosas como fueron. Poesía completa, 1974-2017, publicado en 2018 por Tusquets, su editorial desde hace veinticinco años.
Acierta el crítico Juan Marqués cuando dice que “siempre que nos encontramos ante la grata oportunidad de escribir sobre la poesía de Eloy Sánchez Rosillo nos vemos también ante la paradoja de tener que escribir sobre algo sobre lo que no se puede (o casi no se debe) decir nada: la poesía de Sánchez Rosillo no se puede explicar ni comentar, sólo se puede citar”. Por ejemplo cuando en uno de los poemas centrales de La rama verde dice: “lo que vale es saber hacerlas sin tropiezos, / como el que bebe agua”. Se refiere a los tipos de frases y evoca una clase de sintaxis, pero en realidad está explicitando su poética: la de la naturalidad. Porque “el fondo está a la vista, en lo inmediato”.
Sí, estamos ante un nuevo capítulo del mismo libro (que diría su amigo Andrés Trapiello), ante nuevas páginas de su diario (que sigue, por cierto, el orden de los meses del año y de las estaciones y donde no falta la habitual tabla cronológica de los poemas). Y ahí, el enigma de que lo de siempre nos parezca novedoso. La infancia en el campo, la casa de la playa y el balcón a levante, el jilguero o el verdecillo que cantan en el jardín, la leopardiana luna de sus noches, los paseos entre huertos junto al río (“Es un lugar del alma, no del mundo / y te encuentras en él contigo mismo”), etc.
Y ahí, las situaciones comunes, los hechos cotidianos expresados con la claridad de quien pretende conversar con el lector de tú a tú, confidencialmente y en voz baja. Como “En la mañana inmensa” lo hace con su hijo. En un tono melancólico (“yo pertenezco a la melancolía”, “y yo me pierdo en mi melancolía”), propio de quien siente “alegría en la tristeza”.
Y ahí, la luz mediterránea, iluminando “esta inmensa mañana que es la vida”. La de este poeta murciano que apenas se ha movido de su ciudad natal (que es su pequeño universo), aunque “el vivir / todo lo muda”, y que se siente extraño, pero a gusto, en Pamplona, Cuenca o Bogotá. “Existir es eso: / un azar incesante”, escribe. Una rareza. Una mezcla de “contrastes” y “compensaciones”. De siempres y de nuncas.
“Tú estás a salvo en la memoria”, afirma, por eso le resulta tan fácil, siquiera en apariencia, regresar al niño que fue, con sus miedos y sus sueños (una palabra que se repite), o al adolescente que sufría (“Era septiembre”) o, en fin, volver a ver a su madre, más allá de la muerte (“Reencuentro”). A veces esos poemas tornan pequeños relatos, como “Viento del existir” o “El miedo”.
Un tema ocupa no pocos versos del conjunto: el amor. El de la madurez, que no deja de ser el mismo de la juventud: “si tú estabas allí, / lo demás era poco”. Porque el recuerdo es “presente puro y vivo”.
La de esta poesía es “una música que emociona y consuela”. Propia de quien mira con atención cuanto sucede a su paso y, ante ello, se muestra una y otra vez perplejo, como si todo lo viera por primera vez, ya sea un amanecer o una fila de hormigas invasoras en su terraza. “Asómate al misterio”, invoca. O: “Sin saberlo es la vida: / mírala”. Y añade: “Sucede así: el misterio no se abre / sino al que ya lo habita”.
“Lo importante es vivir, aunque el vivir nos duela, / estar vivos del todo mientras dure la vida”, concluye. Porque “Todo está bien”, un guiño guilleniano.
“Qué dulce esta ansiedad de la inminencia”, anota, al tiempo que señala: “Tengo setenta años / y ha pasado la vida”.

Nota: Esta reseña se ha publicado en El Cultural

18.12.20

La poesía de Judith Wright


No es muy conocida la poesía australiana en España. Es verdad que contamos con una espléndida antología de Les Murray, eterno candidato al Nobel hasta su muerte, el pasado año, Australia, Australia (Lumen, 2000) y que uno mismo ha comentado hace poco dos libros valiosos de autores de allí: Los peligros, de Sarah Holland-Batt (traducción de Gabriel Ventura. Vaso Roto, 2018), y El silo. una sinfonía pastoral, de John Kinsella (traducción de Katherine M. Hedeen y Víctor Rodríguez Núñez. La Garúa, 2019). Tampoco tenía noticia de la poesía de Judith Wright, de la que Pre-Textos nos presenta Poemas escogidos, en traducción de José Luis Fernández Castillo.
Su biografía es novelesca. Y algo así será La mitad de una vida, como tituló sus memorias. El ejemplar traductor (lo que he leído es excelente poesía en español) nos cuenta su vida en el minucioso prólogo que precede a sus versos. Wright  nació en 1915 en Nueva Gales del Sur donde llegó su familia, desde Inglaterra y Escocia, a principios del siglo XIX. Pasó su infancia en una explotación ganadera, lo que explica su interés por el campo y la naturaleza. Con una abuela de carácter, una madre “recluida y enferma” y sirvientes aborígenes. Muerta la madre, se educa en la fortaleza de la abuela. Cuenta con la ayuda de su padre. Su decisión de ir a la universidad se fundamenta en su afán de independencia. Estudia Historia y Filosofía en Sídney. Al terminar, viaja por Europa. Estamos en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, en la que, ya en su país, colabora. En el 43 se traslada a Brisbane y pronto conoce al gran amor de su vida, el escritor y filósofo Jack Philip McKinney, un hombre separado, veterano de guerra y veinticuatro años mayor que ella. 
En 1946 publica su primer libro de poesía: La imagen en movimiento, que al parecer fue muy bien recibido tanto en Australia como en la metrópoli. Dos años más tarde ve la luz Las generaciones de los hombres, una crónica familiar. En el 50, la pareja se va a vivir a un cottage y nace su única hija, Meredith. A finales de esa década, enferma NcKinney. Se casan en el 62 y él muere en el 66, fecha en la que ella inicia una nueva etapa. Enseña literatura en la Universidad de Queensland (fue una importante ensayista literaria, una adelantada en los estudios de la literatura de su país, con trabajos sobre autores como Charles Harpur y Henry Lawson y obras como Inquietudes en la poesía australiana). Para entonces ya es una mujer con una fuerte conciencia política, defensora de las “antiquísimas tradiciones aborígenes” y de los derechos de los primeros pobladores de ese continente, algo que a la fuerza relaciona con la “herida colonial”. A esa lucha dedicará su libro El grito por los muertos. Sus canciones y sus mitos forman parte de su propia cultura y, en consecuencia, de su poesía. Ya que la mencionamos, digamos que su otra línea maestra, como anticipamos, se apoya en otra defensa, la de la naturaleza y el paisaje, de la flora y la fauna de su tierra natal. Fue una pionera del ecologismo australiano. No en vano fundó, a mediados de los sesenta, la Sociedad para la Preservación de la Vida Salvaje de Queensland y fue una de las defensoras de la Gran Barrera de Coral (de ahí su libro El campo coralino de batalla).
La muerte de su marido le impulsa a defender su legado intelectual. Sus ideas (condensadas en el libro La estructura del pensamiento moderno, Londres, 1971), nos explica el prologuista, son fundamentales para ella. Como su poesía lo fue para él, matiza. Ambos estaban, grosso modo, en contra de la técnica y a favor del “entusiasmo por la experiencia poética como manera de «habitar el mundo»“. Aquí Fernández Castillo (estudioso de la obra de José Ángel Valente), con gran sentido de la oportunidad, echa mano de un concepto del autor de Las palabras de la tribu, el del “lugar del canto” (lo que, en lo personal, me obliga a empatizar con esta poética de las antípodas), esto es, “un sentimiento del lugar ajeno a la noción de «patria» basado en la creación de un vínculo propio entre lo singular y lo universal. Poetizar -concluye- es así habitar un espacio, aprender a mirarlo”. Por eso esta poesía es mucho más que mera poesía paisajística, como veremos.
A finales de los setenta su poesía traspasa las fronteras nacionales y empieza a ser traducida fuera. En Estados Unidos, por ejemplo. Se suceden los reconocimientos y los viajes. En 2000 muere en Canberra. 
Se puede afirmar que hasta su llegada no hay en Australia un poeta, digamos, considerable. A la altura de la poesía de su tiempo. Famosa en vida, alcanzó el tratamiento de “poeta nacional”. Sus versos se leen en los libros de texto escolares. 
Así resume Fernández Castillo su aportación: “Reacia a derivas posmodernas y rupturas formales, la poesía de Wright persigue la precisión y la transparencia de la palabra que sea «lugar del canto», enclave desde el que reflexionar en torno al paisaje y al paisanaje australiano”. “Un vínculo con el lugar que no excluye (...) el conflicto”. Y añade el traductor: «La contemplación de la naturaleza en la poesía de Wright, si bien recurre a veces a interpretaciones simbólico-alegóricas más tradicionales, oscila entre el materialismo descarnado y la nostalgia de lo numinoso, de una perdida sacralidad natural que, esencial en las formas aborígenes de habitar el mundo, contrasta con el utilitarismo voluntarista de la modernidad occidental». 
Quien tan bien conoce su obra y con tanta lucidez la explica no podía errar en la selección de sus poemas para el debut de la australiana en el panorama lírico hispano. Los ordena en orden cronológico y proceden de los doce libros que publicó, entre ellos: Los dos fuegosPájarosCinco sentidosSombraViva Morada fantasma
El primero no podía ser más apropiado: “El surfista”. 
“Las hermanas” forma parte de una serie, podríamos decir, donde lo narrativo se mezcla con lo lírico y ello, a su vez, con la memoria familiar. La de su infancia y la vida cotidiana que llevó en una granja instalada en aquellos “remotos enclaves occidentales”. “El pasado perdido / se mueve entre las sombras ocres de la veranda”, leemos. Me refiero a poemas como “Eva a sus hijas” (una divertida fábula), “Recordando a una tía” (“La alabo por su orgullo y su silencio. / El arte habita en ambos”) o “Fotografía de boda, 1913”. 
Wrigth expone sus sentimientos y sus pensamientos a través de imágenes de la naturaleza, como en “Árbol de fuego en una cantera”. De ahí proceden sus símbolos: el río, las aves, la flor, los árboles... La serpiente (lo que puede dar de sí la piel de una encontrada en la cancela), las cigarras (“Nada turba ese mundo bajo el mundo”), las polillas, etc.
No es ajeno, según creo, esa manera de decir a la poesía romántica inglesa. Al menos al principio. La de Wordsworth, pongo por caso. 
El medio salvaje (en su sentido más genuino) no impide, sin embargo, que aflore la sensibilidad. Como en “Vid de wonga”. 
Se suceden los poemas: “Viaje en tren” (otro clásico oceánico, al menos para quienes vemos documentales de trenes), “Colinas baldías” y “Casa vieja” (de nuevo los antepasados, su épica menor, y la nostalgia por lo perdido). Y siempre la naturaleza, indómita y brutal. Los años de sequía. Y los de inundaciones. 
En “Aves” escribe: “El ser del ave es perfecto en el ave”. Y: “La conducta del ave siempre es correcta para el ave”. Y: “Mas yo vivo hostigada y herida por mi gente”. A ese encuentro entre lo animal y lo humano es a lo que antes me refería, siquiera en parte, al hablar de un lenguaje simbólico. 
“El hombre perdido” es uno de los mejores poemas del libro, elocuente y memorable: “Para llegar a la charca debes atravesar la selva / por el confuso verano de tinieblas / iluminado con antiguos, / tejido con veneno y espina”.
Wright procede desde la duda: “nunca muy claro lo que estoy diciendo // en la periferia de la verdad” (“Por precisión”)
“Paisajes” termina: “Ahora lloramos por alguien que no puede mirar los paisajes / que amó, y al fin conoce”.
“Tormenta” es un poema a la altura de la fuerza de la naturaleza que evoca. Su lenguaje, tan potente como el propio temporal. 
En “Pájaros extintos” menciona al citado Harpur: “En sus viejos diarios inéditos...”.
En “Cinco sentidos” constatamos que ella los ponía en todo cuanto abordaba. 
En “Alabanza a la tierra” afirma: “El escritor en el cuarto encendido, / ni es un solitario ni está solo”. Y sigue: “Mientras sea nuestro el mundo y nutra nuestra vida / a qué temer la eternidad”. “Escaso tiempo resta para amar / entre una ola calma y la violenta”. 
“Profundo miré, y vi”, es un verso pero también una poética. De la mirada. “Interacción” comienza: “Lo que hay dentro se hace alrededor”. Y sigue: “Soy ese grito solo, esa luz percibida, / su centro y su voz. Lo extraño es la palabra”. Y: “Al mundo lo rubrican las palabras. En ellas el amor, la luz”. 
“Sola esta vez” es un precioso poema de amor (“mi mano cobijada está en tu mano”). 
“Australia, 1970” ilustra su dura lucha. Termina: “pues nos destruye aquello que matamos”.
El espacio que media” es otro poema logrado: “mas no es Aquí y Allí lo mismo”.
“Dos tiempos del sueño” da cuenta de su amistad con Kath Walker o, mejor, con Oodgeroo Noonuccal, su “hermana” aborigen. “Soy descendiente de los conquistadores, / tú de los perseguidos”. Este extenso, melodioso poema bastaría para justificar la alta consideración de la poesía de Wright. (Deja deslizar dos versos que no tengo más remedio que copiar: “los editores suelen desengañar a los poetas” y “no confíes en nadie -ni siquiera en los poetas”.)
Otro tanto cabe decir de “Lamento por las palomas de paso” y de “Pintura” (“El tiempo nos confina en nuestra mente, / pero nos deja una ventana: el arte”) 
En “Viva” le basta una gota de agua para componer un sólido poema. 
“Lago en primavera”, el amor de nuevo, es un perfecto colofón para este florilegio que nos descubre una voz digna de ser leída.
El poema “Gracia” termina: “Quizás hubo una vez una palabra para ello. Llámalo gracia. / La he visto una o dos veces, en un rostro humano”. Puedo asegurar que uno también la ha vislumbrado en los versos de Judith Wright. Tan lejos, tan cerca.
  
Poemas escogidos
Judith Wright
Traducción de José Luis Fernández Castillo 
Pre-Textos, Valencia, 2020. 160 páginas 20.00 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista digital El Cuaderno. 

17.12.20

Profecías sobre 2020


En 2012 se publicó este artículo en el diario HOY, dentro del suplemento especial 'Extremadura, horizonte 2020', coordinado por Juan Domingo Fernández, subdirector entonces del periódico. Quince fuimos los convocados: José Antonio Monago, Antonio Sáenz de Miera, Julián Mora Aliseda, Ricardo Hernández Mogollón, Eduardo Naranjo, Jesús Moreno Ramos, Ángel Juanes Peces, Esteban Cortijo, Antonio J. Campesino, José J. Barriga Bravo, Víctor Chamorro, Eugenio Fuentes, Juan José Viola, 
el propio Juan Domingo y yo. Estamos a finales de 2020, ya saben. 

LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO

De temeraria cabe calificar la idea que han tenido en este periódico de abordar el posible horizonte de Extremadura allá por 2020. Sí, sólo ocho años nos separan de esa cifra redonda, pero en esta penosa encrucijada que vivimos, en medio de estos tiempos inciertos, turbulentos y difíciles en los que todo se tambalea, donde lo mismo te anuncian el fin del mundo que la desaparición de las autonomías, cuando nadie parece saber qué pasa y, menos aún, hacia dónde vamos, la osadía de vislumbrar el futuro de esta sociedad líquida es una operación a todas luces descabellada.
Se atribuía a los poetas la capacidad de adivinar el porvenir. “Esa sencilla anticipación de lo real, lo que en otro tiempo se llamó profecía”, en palabras de Juan Antonio González Iglesias, tuvo su momento álgido con el Romanticismo, ese movimiento que tanto distorsionó la imagen del escritor como ser susceptible de empresas formidables, dignas del genio. Poeta o no, sé que mis limitaciones son las del hombre corriente, las de un ser mortal y normal como cualquiera. Además, por carácter –que, recordó Cernuda, es destino–, siempre he abominado del futuro. “Porque el futuro es nunca, o fue sin darnos cuenta”, escribió uno a los veintipocos. Lo de hacer planes nunca ha sido lo mío, de ahí que esta tarea, aceptada con imprudente premeditación, se me antoje harto complicada. Si uno fuera economista…
A principio de los ochenta, recién estrenados democracia y Estatuto, esto era un erial. Vivíamos en medio de un flagrante atraso secular que la ausencia de bibliotecas y de otras infraestructuras no hacía sino empeorar. A algunos nos pareció necesario dejar a ratos los confortables escritorios y bajar a la calle para contribuir a que esa lamentable situación cambiara. De ese pasado venimos. Y para hablar de futuro la referencia a lo sucedido es insoslayable. Lo mismo que al presente. Por previsibles que nos pongamos. Quiero decir que nada de lo que ocurra en los próximos años dejará de tener relación con lo acontecido en los anteriores. El tiempo es lineal y sucesivo. Por eso conviene recordar que para que ese desolador y paupérrimo panorama cultural cambiara se tomaron medidas y se abordaron proyectos y que eso se hizo conjuntamente entre quienes tenían el poder de decisión, los políticos, y quienes eran capaces de generar propuestas, los creadores: escritores, músicos y artistas.
Es verdad que la dependencia de lo público en Extremadura es proverbial. La propia de un pueblo pobre que ha carecido a lo largo de su historia de casi todo, iniciativas y mecenas privados incluidos. Sin entrar en consideraciones sobre la perversión o bondad de esa circunstancia, la realidad ha sido y sigue siendo ésa, mal que nos pese. A pesar de esa anómala dependencia, soy de los que defienden que ha sido mucho lo que ha germinado de esa relación entre quienes tenían en su mano impulsar políticas culturales y quienes estaban dispuestos a que esta región dejara de ser el yermo que era, algo que conectaba con otras de nuestras tradicionales carencias. Fruto de esa colaboración, ideas que procedían de la sociedad civil, pero que sólo podían ser afrontadas, por su envergadura, desde la administración, vieron al fin la luz. La de que en cada pueblo hubiera una biblioteca, por ejemplo. Pero esa sensibilidad cultural que tuvo durante años el gobierno extremeño, parte sustancial del ideario del leído presidente Ibarra, se quebró al llegar al poder su sucesor, Fernández Vara. La elección de consejeras incompetentes hizo el resto. De ese declive venimos, una decadencia que ha ido acrecentándose con la llegada al gobierno del PP, que no se caracteriza por tener al frente a personas cultas, por muchas lenguas que chapurreen. A pesar del intachable perfil profesional de la actual consejera, la cultura se ha vuelto casi invisible, perjudicada, cómo no, por la famosa crisis económica, excusa perfecta para cualquier recorte, sobre todo en esta indefensa materia que bien poco afecta, por cierto, a los presupuestos. Y todo por esa siniestra concepción, tan de derechas, de la cultura como lujo, algo de lo que se puede prescindir porque en nada afecta a lo que le es consustancial y necesario al ser humano, que puede vivir perfectamente sin ella. De ahí el desinterés, la desidia. Ah, y en caso de haberla, que sea, por supuesto, del espectáculo.
¿Y el futuro? Más racional que imaginativo, más realista que utópico, más melancólico que optimista, a la vista de lo que sucede y pasa, uno sospecha que no pinta bien. No hace falta ser profeta para concluir que quien no siembra… Con proyectos como el de las Aulas Literarias –y su importante impronta educativa–, los Talleres de Relato y Poesía y el ambicioso Plan de Fomento de la Lectura –que puso en marcha, con la colaboración de la Fundación Sánchez-Ruipérez, el primer Observatorio del Libro y la Lectura de España, realizó campañas masivas de libros a un euro e impulsó los clubes de lectura– reducidos a la mínima expresión (cuando no en trance de desaparecer); tras la supresión de las Ayudas a la Edición y las Becas a la Creación, que tanto estimularon a escritores y editores (tan escasos); con una Editora Regional de Extremadura que subsiste a duras penas después de una trayectoria ejemplar acreditada por su magnífico catálogo, ¿qué se puede esperar? Eso por no hablar del MEIAC, la Filmoteca, el Festival de Teatro Clásico de Mérida, la Orquesta de Extremadura (salvados ambos por la campana) o, en fin, la Fundación Academia Europea de Yuste, emblemas de una forma de entender la cultura fundada en la excelencia.
Entre las lamentables desapariciones, los Premios Extremadura a la Creación. Con ellos se fue buena parte de nuestro crédito literario y artístico, de nuestra proyección nacional e internacional y, de paso, el premio de la crítica a las mejores obras del año creadas por autores extremeños.
Hubo un tiempo en que sabíamos que las cosas iban a mejor, que prosperábamos. Hoy sabemos que estamos mal y que, si nadie lo remedia, iremos a peor. Es cierto que resulta imposible torcer la normalización consolidada. Por eso nunca volveremos a ser la región anacrónica que fuimos, ajena a la hora del mundo, y menos en la época de Internet, los blogs, las redes sociales y la globalización. Por dejados que estemos, siempre habrá alguien que escriba un poema, componga una canción o pinte un cuadro. La nuestra es una cultura absuelta, parafraseando a Gonzalo Hidalgo Bayal. Con ayuda pública o sin ella. Ya no podrá ser, como aventuraba Julián Rodríguez, un inmigrante nacido o criado en Extremadura capaz de ofrecer una visión novedosa y distinta de esta tierra. Por el contrario, un emigrante extremeño, ahora que la gente vuelve a marcharse, podrá publicar su primer libro en Alemania o Estados Unidos. Es más, a este paso, en 2020 estará agotada la antigua polémica entre los de dentro y los de fuera: aquí quedaremos (o quedarán) dos o tres mientras el resto permanecerá lejos; en especial los jóvenes, destinatarios naturales de esos planes truncados. La fuga de cerebros (un decir) ya ha empezado. No sé, ya decía, lo que durarán iniciativas, en parte cercenadas, como la de las Aulas Literarias, que proporcionaba a los alumnos de secundaria y bachillerato la posibilidad de acercarse, en más de un sentido, a las obras de los escritores vivos más importantes del país, allí donde nunca llegan los programas de estudio.
Lo peor es que a falta de otras potencialidades, carentes de otros recursos, la imagen de Extremadura, su cualidad de marca, ganó prestigio y fundamento gracias al desarrollo cultural conseguido estos años atrás. Por sus escritores, por sus pintores, por sus músicos. Ya no éramos, ay, “los indios de la nación”.
Como cualquier optimista informado, no creo que estemos en 2020 a punto de inaugurar otro periodo tan trascendente como el que vivimos en torno al fin de siglo. O sí. Como diría la polaca Marta E. Cichocka, “el futuro todavía es futuro”. 

Nota: Ilustra esta reedición el cuadro "Campos de encinas" (circa 1968), de Godofredo Ortega Muñoz.

11.12.20

Lo superfluo, según Santamaría

Alberto Santamaría (
Torrelavega, 1976) es poeta y ensayista. Se doctoró en Filosofía por la Universidad de Salamanca, de la que es profesor en la Facultad de Bellas Artes.
Entre sus ensayos, El idilio americano. Ensayos sobre la estética de lo sublime; El poema envenenado. Tentativas sobre estética y poética; La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfoArte (es) propaganda; En los límites de lo posible; Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de sigloPolíticas de lo sensible. Líneas románticas y crítica cultural, publicado este mismo año. 
En El huésped esperado. Poesía reunida 2004-2016, agrupó sus libros anteriores (salvo el primero: El orden del mundo: cuaderno de Budapest), esto es: El hombre que salió de la tartaNotas de verano sobre ficciones del inviernoPequeños círculosInterior metafísico con galletas; y Yo, chatarra, etcétera
Tiene en su haber los premios Radio 3 de Poesía Joven, Vicente Núñez y Ciudad de Burgos. Editó durante años el blog cuaderno crítico
Lo superfluo y otros poemas, su nuevo libro, está editado, lo mismo que su poesía reunida, por La Bella Varsovia y la cubierta lleva una sugerente ilustración del japonés Taku Banai.
Se abre con un extenso epígrafe (que alude al apartamiento) de Ludwig Tieck, un hispanista alemán del Romanticismo que tradujo a su lengua materna El Quijote, autor de Lo superfluo (que aquí publicó, junto a "otras historias", Alfagüara en 1987). Hay otra cita, con un par de versos de Gil-Albert, lo que a uno siempre le alegra. 
La obra es breve. Veinticuatro poemas sin título (y sin puntos ni comas ni mayúsculas casi siempre) y dos con él (puntuados al clásico modo): "Alucinación en Salamanca (Lecciones para el hijo)" y una "Postdata": "Estar es todo [fragmento]".
Lo primero que se impone al leer es lo que señala con acierto la nota de la contracubierta (que normalmente redacta el propio autor): que este libro (que esta poesía, diría yo) "está escrito desde la mirada: una mirada que se analiza a sí misma, que recorre el territorio —esta obra tiene mucho de libro de paisaje— y lo atraviesa. La mirada de Alberto Santamaría propicia una búsqueda que no siempre da fruto en el hallazgo, sino que incide en el camino y el proceso; una mirada del descubrimiento tan cercano a lo religioso, y una mirada que reclama que la poesía atienda a aquello que pasa desapercibido". Sí, "la poesía se comprende también aquí como vislumbre y fogonazo". 
Como anotaciones de un diario (que suelen suceder por las tardes), como estampas que alguien fija en un cuaderno, entiende uno estos poemas propios de un poeta del pensamiento y, en consecuencia, complejos, aunque sin perder nunca esa claridad que procede de los sucesos de la vida cotidiana y familiar incluso (en "La legítima..." o "En la plaza..." del Mirto, un enclave salmantino), donde acecha lo sublime; de las pequeñas anécdotas y de las múltiples epifanías con las que se encuentra quien observa con la debida atención y detenimiento cuanto sucede y pasa. El tiempo: "Tiempo, esa es la piel / que nos ofreces: la venganza / de lo frágil que creemos / eterno". Mientras, "En la tarde, ciegos pájaros / atraviesan el cielo de Monfragüe". 
Poesía del pensamiento, se dijo, y del lenguaje, cabe matizar. Centrada en él, quiero decir, porque sin lenguaje no hay poesía, es obvio; al menos en rigor, no en sentido laxo. Un lenguaje retráctil. Elíptico. Minimalista en el sentido de que siempre pretender decir más con menos. Nada palabrero en suma. Sin la frialdad o el hermetismo, ya se explicó, que suele caracterizar a esta poética, en nuestra cercana tradición, de estirpe valentiana. Al fin y al cabo "he aquí una historia / real", dice, por más que se trate de ver "más allá de las cosas". "Como quien se asoma a la vida de otro / observo el lenguaje / crecer / hacia dentro". En un poema lo expresa muy bien: "La poesía / es / lenguaje / que al romperse // cruje".
Cabe añadir que, porque Santamaría es un poeta moderno, al escribir no tiene más remedio que verse al mismo tiempo a sí mismo escribiendo, como ha anotado con perspicacia otro poeta, Enrique Andrés Ruiz. Resulta inevitable ese ejercicio metapoético. La imagen del explorador, utilizada en uno de los poemas, podría servir para explicar su tarea. Una aventura. Allí leemos: "la tensa sombra / de lo que / por decir // nunca será dicho // la miseria // de quien no tiene / en su lengua / la palabra". Antes anotó: "la vida parece que dependa / incansablemente / de lo que no se escribe". 
No está de más decir que, entre versos (encabalgados, cortantes, delgados) y espacios en blanco (el silencio se impone), se deslizan aforismos, destellos de inteligencia: "la imaginación es una piedra en medio del desierto". O: "no hay placer / sin posibilidad / de desastre". Y hallazgos (morales) como este: "La verdad / no es más / que una melódica / adaptación a los hechos". O: "el viento / en el norte es un idioma / antiguo y amargo // que heredamos / sin pasión // como una alambrada". O este otro: "La belleza no sabe lo que quiere / y pesa como la fiebre" (que pertenece a un poema que relata un día de playa). 
Como es natural, los temas de estos poemas agudos e impactantes en su brevedad son los habituales en la poesía. La muerte, por ejemplo ("algún día este amor / que producimos / nada será / y eso / me aterra", "Por favor recuerda lo que aún / está por decir / la muerte / piel / que cada día / acoge / una forma de la que nada sabe / quien la nombra", "La muerte está conmigo, / padre / lo mismo que esas flores / raras // al llegar / a casa // todo sigue en orden // sin nosotros"). O el miedo: "¿Hasta dónde eres capaz / de medir el miedo / y su peso?". O la derrota: "Desesperar / tiene la forma / hueca / de un jarrón / en cuyo vacío / creemos hallar / el consuelo / del perdedor". Y añade: "Perder, eso es. / Perder". Por cierto, al vacío y a la nada se dedica algún poema (el de la página 33, por ejemplo). 
Tampoco faltan las referencias políticas, que podrían resumirse en estos versos con aire de pintada sesentayochista: "hoy / es el mañana / que ayer / nos prometían". En un poema dedicado a la cabra (animal y metáfora) leemos: "Nada nos gobierna / más que la pobreza / y esta pegajosa lujuria del petróleo". Sí, "ser cabra" para "separar / con mi lengua (...) el tiempo / del veneno, / la mentira / del amor". Y más amor: "aún hay amor / en lo que se resiste / a desaparecer". 
"Alucinación..." es un poema logrado e intenso que abrocha el libro a la perfección. Un diálogo con el padre. ¿La lección?: "No tengas miedo. Y si lo tienes / no lo conviertas / en trofeo". Lo dejó escrito "sin más" en su mono de trabajo. Y sigue: "El miedo es una distancia  / entre dos puntos / que se mide / con patas de cangrejo". Y: "He deseado para ti todo el bien / y me acompaña / la bondad del amor". Concluye: "Lo sé. / No tengas miedo / y si lo tienes / sé tú el trofeo". 
"Todo son imágenes", leemos en el poema final, ya en "Postdata". Y dos preguntas: "¿o acaso somos capaces de entender / que el desorden / es una forma de esperanza?", "¿Y la vida?". En efecto, "Todo recuerdo es una forma de aislar / la niebla". 
En la "Nota" final dice Santamaría que en los últimos cinco años, los que le ha llevado escribir este libro, no ha dejado de pensar que "la poesía no es más que una cosa que le hacemos a las palabras y que termina, en ocasiones, por ser una cosa que le hacemos a la realidad. Y ahí radica su fuerza o, al menos, eso creo". 

Lo superfluo y otros poemas
Alberto Santamaría
Córdoba, La Bella Varsovia, 2020. 64 páginas.10 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en El Cuaderno.