Los peligros/The Hazards
Sarah Holland-Batt
Traducción de Gabriel Ventura
Vaso Roto, Madrid, 2018. 115 páginas.
Sarah Holland-Batt
Traducción de Gabriel Ventura
Vaso Roto, Madrid, 2018. 115 páginas.
Apabulla el currículum de la joven poeta australiana Sarah Holland-Batt (Southport, Queensland, 1982). Creció entre su país y Estados Unidos y ha vivido en Italia y Japón. Posee un título en Literatura, un MPhil en Inglés y un Máster en Filosofía por la Universidad de Queensland, además de un MFA en Poesía de la Universidad de Nueva York, donde disfrutó de una Beca Fulbright. Ha recibido otras: la MacDowell Colony, la Chateau de Lavigny, la Hawthornden, una de viaje Marten Bequest, así como las residencias de literatura Asialink y del Consejo de Australia en el BR Whiting Studio en Roma. Actualmente es profesora de Escritura Creativa en Queensland.
Tras su extraordinario
debut con Aria (2008), Los peligros (2015) ganó el Prime
Minister's Literary Award. Este libro nos presenta en España (gracias a una
ejemplar traducción que ha debido resultar costosa) una poesía lejana en todos
los sentidos, apenas representada aquí por la de Les Murray (Lumen, 2000).
Desde el primer verso del primer poema (“Siempre he amado la
vida traslúcida”), el lector observa la capacidad imaginativa de Holland-Batt (pues
lo inimaginable / como quiera ocurre”) y, lo que es más importante, la fuerza plástica
de su lenguaje. “Mis poemas son actos de pensamiento”, ha dicho. “Para mí,
escribir poesía es un proceso totalmente consciente y mis intenciones son
bastante transparentes para mí”. También para quienes se acercan a estos versos
elegantes y suntuosos que se deslizan con aparente facilidad, con fluidez, ante
los ojos sorprendidos de quien lee.
El cosmopolitismo, una de sus señas de identidad, que va de
lo local a lo universal (“Botany”), está respaldado por sus poemas. Los de una incansable
viajera que se mueve entre la atención y la perplejidad. Desde el “perfecto” pasado
(irlandés o australiano). Sin descartar lo histórico y hasta lo épico de los
primeros asentamientos. Desde la infancia y la familia (padre, abuelos), que se
detiene en el “verano eterno” de “La casa de las orquídeas”. Bajo una lluvia “oblicua”,
como la de Pessoa. A veces estos extensos poemas son tan abigarrados y espesos
como la exuberante vegetación tropical que describen (“el garabato púrpura de
la buganvilla”). Flores, plantas, árboles que nombra minuciosamente. Del mismo
modo que los animales, omnipresentes, como realidad y como metáfora, a lo largo
de la obra. Aunque ella se declara admiradora de Bishop y Glück (se celebra esa
sabia elección), en esta suerte de bestiario (léase la segunda parte) ve uno la
mano de Moore. Guacamayos, anguilas, periquitos, zarigüeyas, hormigas, gatos,
cangrejos, buitres…
Alguien ha mencionado la palabra “psicogeografía” y, en
efecto, el paisaje (“Guisantes del desierto”) y la visión interior se
entremezclan para expresar pensamientos y sentimientos. Lugares de su tierra
natal, ya se dijo, de América (Norte y Central: California, Costa Rica, La
Habana, etc.) y de Europa (a la que dedica la tercera parte) donde sitúa sus
experiencias: Berlín, Ravello, Roma (“Hoy quiero mirar y no ser”), Orvieto, etc.
Aunque no lo parezca, amorosas casi siempre: “Tenemos tan poco tiempo.
Deberíamos amar”. “Amor, amor, como una canción olvidada…” Sin perder por ello
el tono elegíaco y melancólico. “No termina la pena, nunca”. Ni la muerte.
Su poesía es inteligente y culta sin ambages. No poca,
ecfrástica: sobre obras de Goya (y su perro), Ingres, Hammershøi (“por encima
de todo / el amor por la luz”, que “nos sobrevive”), Vermeer, Freud (“ha
sobrevivido al sexo”), Hopper, Matisse (en Collioure)... No, “No terminan las
imágenes”, como titula uno de los mejores poemas del conjunto. Y musical: Bach,
Shumann, Brahms, Scarlatti… Está, además, con sutileza, llena de literatura:
Eliot (“Primavera: las Gracias”), Lowell (“La invención del éter”), Olds y
Simic (la primera, profesora suya en Nueva York, a los que agradece la lectura
de sus poemas inéditos)…
En la última parte, Holland-Batt torna aún más intimista (no
es en vano ese guiño a Cal Lowell) y
cierra magistralmente su libro con el poema que le da título.
Nota: Esta reseña apareció el pasado viernes 29 de junio en El Cultural.