El próximo 4 de octubre estará en las librerías. Ya lo anuncian en las páginas de Planeta de Libros.
21.7.18
Novedad
El próximo 4 de octubre estará en las librerías. Ya lo anuncian en las páginas de Planeta de Libros.
20.7.18
Fábulas inversas
Como hemos comentado alguna vez, la publicación en Tusquets Editores de Paradoja del interventor marca un antes y un después en la carrera literaria de Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, Cáceres, 1950). Eso fue en 2004. Para entonces, Bayal ya había dado a la imprenta, en orden de aparición, las novelas Mísera fue, señora, la osadía, El cerco oblicuo, Campo de amapolas blancas y Amad a la dama, así como los libros de ensayo Camino de Jotán. La razón narrativa de Ferlosio y Equidistancias. También los relatos de La princesa y la muerte, que vio la luz en la preciosa colección La Gaveta, de la Editora Regional de Extremadura (entonces dirigida por Fernando T. Pérez González) en 2001 y que ahora recupera para su catálogo Tusquets, donde el extremeño ha publicado, además, las novelas El espíritu áspero, La sed de sal y Nemo, y los cuentos de Conversación.
Si esa feliz y azarosa circunstancia no se hubiera cruzado en el camino de Bayal, ese salto cualitativo a la primera división literaria, no sabemos qué hubiera pasado con su obra, aunque es más que probable que hubiera seguido escribiendo y, por añadidura, publicando en las mismas, modestas editoriales provinciales o minoritarias nacionales donde se dio a conocer como el narrador que es, uno de los más singulares y necesarios del panorama patrio, algo que han sabido reconocer los críticos y los lectores más avisados, amén de no pocos compañeros de trabajo, por más que el gremio de los escritores no se caracterice precisamente por su generosidad. Uno no sabe (o sí, conociendo cómo se cuecen esas cosas) por qué no tiene en su palmarés, que haberlo haylo, los premios Nacional y de la Crítica, como se preguntaba aquí atrás en Babelia Ernesto Ayala-Dip, pero puedo afirmar que la suya es una obra para los lectores y no para el público, lo que no obsta para creer, como dijo hace poco Luis Landero, que “sería un signo de esperanza de la buena salud literaria de los lectores españoles” si ocupara plaza en la lista de “los más vendidos”.
En el esclarecedor epílogo que ha puesto a esta nueva edición de La princesa y la muerte (ilustrada por Lucas Baró), titulado “¡O Ko-si! ¡O Ko-si!” (en chino, “¡Cuánta agua! ¡Cuánta agua!”), el autor explica la génesis de estos relatos escritos entre 1997 y 2001. Son fruto de su original invención (como destaca el citado Landero) y surgieron de las historias contadas a su hija Blanca, destinataria del conjunto, a lo largo de numerosos paseos vacacionales compartidos por la playa onubense de La Antilla. De ahí lo de “fábulas domésticas”. Antes de hilvanarlos, hubo años y paseos alrededor de otros cuentos procedentes de “la cultura popular occidental”. Por eso hay en éstos un aire clásico que los acerca a aquéllos, una amalgama de tópicos sabiamente dosificados que les aportan la solidez propia de lo indeleble.
Desde el principio, Bayal los denomina fábulas. Se acoge a su maestro Ferlosio, como tantas veces, para concluir que “el protagonista de la fábula es el universal”. Universal que “constituye en personaje un ser ya conocido para todo oyente”. Sus “procedimientos narrativos” quedarían fijados así: “en todas las fábulas estaría la princesa y en todas las fábulas rondaría la muerte (la muerte a secas, no su personificación)”.
El objetivo estaba claro: “subvertir el derecho narrativo clásico, anular la compensación moral de las fatigas, perturbar la lógica popular del desenlace”. Y aclara más: “siempre la trama o su revés se anticiparon al tema”. Y sigue: “nunca he ido del tema a la trama, que nunca (al menos, de modo consciente) me ha interesado el tema. Siempre he partido del personaje en situación”. Por su afición al juego de los números (un guiño hacia su hija, que ha dado en matemática) y a la Biblia, desvela en otra fábula por qué son veintiuna las seleccionadas. Si fueron siete los días de la creación, seis de ellos productivos, y el primer día el creador contó una y el segundo dos y así sucesivamente, a la postre contó veintiuna.
Porque son una suerte de variaciones sobre el mismo “procedimiento narrativo”, ya se dijo, la unidad está garantizada y el libro armado, nunca mejor dicho, como un artefacto literario cerrado y perfecto.
Según Fernando Aramburu, “La fluencia narrativa remeda la de los cuentos clásicos para niños; la prosa y la ausencia de moraleja final interpelan asimismo al público adulto”.
Tenía este lector una vaga idea de aquella lectura de hace diecisiete años. La nueva, en sentido estricto, es diferente. Acaso uno es también otro. Lo tenía por un título raro en la trayectoria bayaliana y, sin embargo, no he leído sino la prosa genuina que atraviesa todos sus empeños. Esa marca de la casa, el estilo, donde prima el lenguaje por encima de temas y tramas o viceversa. Con sus latines y todo (“Ubi rex, ibi lex”). Y en esta ocasión con giros en desuso (“en pos”, “sin vos”, “súpose”) que le aportan una pátina antigua.
Vuelve a comprobarse la importancia de la moral, de lo moral, otra de las señas de identidad de su razón narrativa. Gente que dice no, como Nemo. Ya se cumpla según la tradición cristiana, ya se subvierta, como ocurre con la plantilla habitual de este tipo de relatos donde no hay finales felices ni, por cierto, apenas aparecen animales, más allá de los caballos o del bestial dragón. Entre líneas, surge el afilado aforismo. Para decir lo que otros ya han dicho no ha escrito ni una sola línea Gonzalo Hidalgo Bayal.
Como en muchas de sus obras, en estas fábulas el territorio es áspero, tórrido, lóbrego y árido. Todos los personajes (el caballero, la princesa, el leñador, el mercader, el juglar) siguen “el hilo del destino”. Rige al azar. Los reyes tienen emociones, aunque la crueldad y el cumplimiento inexorable de la ley se impongan a la hora de tomar las decisiones. La maldad gobierna. La compasión persiste. El viaje es constante. A veces, sólo termina con la muerte. No falta el juglar para “inmortalizar la hazaña en verso heroico”. Es el papel que en este libro cumple el narrador, quien asimismo cree en la perduración a través de los textos, en “el secreto consuelo de las palabras interiores”. Como la mayoría de nosotros, los caballeros errantes son seres solitarios. Se advierte, en fin, de “los peligros del amor y de la incertidumbre de la muerte”.
Subrayo, para terminar, el puro placer de leer que este libro depara. En su más vieja y prestigiosa intención. En sus páginas se recuperan sensaciones perdidas, de cuando la inocencia de leer lo era todo. Celebro, como Luis Landero, “las gratas horas de soledad que uno pasa embelesado con estas historias”. Y este sí es un final feliz.
Nota. Esta reseña ha aparecido en el número 127 de la revista Turia.
16.7.18
Trapiello y Villalobos en EC
Y
Andrés Trapiello
Pre-Textos, Valencia, 2018. 112 páginas.
Andrés Trapiello
Pre-Textos, Valencia, 2018. 112 páginas.
Salvo el cuento y el teatro, Andrés Trapiello, leonés del
53, ha cultivado todos los géneros: la novela, el diario, el ensayo, la
crítica, el aforismo, la traducción, el artículo, etc. Es, además, editor (en
el doble sentido), pero, por encima de todo, poeta, algo que se aprecia a lo
largo y ancho de su extensísima obra. “La poesía es lo único que cuenta”, ha
manifestado.
Sus primeros libros de versos (Junto al agua, Las
tradiciones, La vida fácil y El mismo libro) se agruparon en el
volumen Las tradiciones. Llegaron
después, Acaso una verdad, Rama desnuda, Un sueño en otro y Segunda
oscuridad.
De Y explica: “Buena
parte de estos poemas se escribieron en una casa situada entre dos caminos.
Semejan la v de una horquilla. Desde
la terraza vemos cómo se juntan allá abajo, frente a nosotros, antes de
proseguir su curso formando una y”. “Es
homenaje únicamente a ese solitario rincón del campo extremeño”, añade.
Ajeno a vagos hermetismos, Trapiello reúne un puñado de
poemas, una suerte de variaciones, que sus lectores habituales no podrán
desligar ni de su larga trayectoria poética (de una coherencia significativa) ni
de su magna serie diarística Salón de pasos
perdidos. Allí, la presencia de Las Viñas es central. Aquí, otro tanto.
Pero vayamos por partes. De un lado, a la hora de explicar su poética, de tono
meditativo (léase “De paso”), conviene echar mano de dos títulos ya
mencionados, pues son más que eso: El
mismo libro y Las tradiciones. El
primero porque, ya se dijo, hay una continuidad esencial en toda su trayectoria
que da en un libro único, en su doble sentido. El segundo, porque condensa la
voluntad de entender la poesía como una suma o mezcla de tradiciones que, al
final, son una sola: la verdadera. Él bebe de los clásicos, sin duda, y no deja
de homenajearlos, ya sean occidentales u orientales, antiguos o modernos (JRJ,
Machado, Unamuno), siquiera sea porque la inspiración surge no pocas veces de
la lectura y Trapiello es un lector genuino.
Opta por la sencillez y por la cervantina “llaneza”, con el
propósito de dar a sus poemas la máxima luz y la mínima complejidad, en ese justo
punto donde el misterio toma la palabra.
La poesía, sostiene, es “el cultivo de la naturalidad”. De ahí que su
vocabulario esté gastado por el uso, aunque
emplee a veces anacronismos, hermosas palabras perdidas acordes a lo que se
quiere expresar. Una exactitud que le sirve para nombrar un pájaro o un árbol.
No sería la primera vez que se calificara esta poesía de “agropecuaria”.
En España, no se comprende bien que la modernidad nada tiene que ver, como asumió
la lírica anglosajona, con que su escenario sea la ciudad o el campo. En todo
caso, este “capricho extremeño” (título que adoptó para reunir algunas páginas
de sus diarios dedicadas a la casa del Pago), universal por principio, le sirve
para celebrar un paisaje preciso (por más que viaje en este libro a otros
lugares: Fuerteventura, París…) y un amor concreto, por M. Pues “que el amor /
es la más dulce y firme / servidumbre de paso”. Un amor extensible a su padre y
a su madre y, cómo no, a sus hijos. Todos ellos (“ya somos inexpugnables”)
pueblan esta angosta esquina de la tierra donde un solitario acompañado,
digamos, dialoga en la intimidad consigo mismo (“Pero aquí estoy a solas yo
conmigo”) y con cuanto le rodea. Alguien que al cabo canta, como la oropéndola,
en medio de una vida “que va por libre”, “labrada entre papeles”. La misma que
viviría nuevamente.
Jorge Villalobos
Hiperión, Madrid, 2018.
70 páginas.
Jorge Villalobos (Marbella, 1995) publicó en 2014 Mi voz, que te reclama y ha recibido este año el premio Ópera Prima
de los Premios Andalucía de la Crítica por La
ceniza de tu nombre. Con El desgarro
consiguió el XXXIII Premio de Poesía Hiperión.
Sí, esta es la historia de un desgarro. En el epígrafe inicial, de Javier
Fernández, se alude a un lenguaje “directo, seco” y, antes, a la necesidad de
contar, de hablar de algo. Ese “algo”, digámoslo pronto, es la muerte de la
madre del poeta, a la que ya dedicara el poema “Elegía a Carolina Portalés”.
Nuevas citas de Rilke, Vitale y Lee Masters inciden en el anuncio de lo
terrible. A partir de ahí, en “Fotografías”, cuarenta fragmentos en prosa (con
forma de columna) componen un poema único donde se nos narra lo ocurrido.
Pretende escribir, dice, “un poema humano, indefenso”. “Un libro sobre este
dolor”. “Cada palabra en carne viva”. Confiesa: “Necesité más de trece años
para decir que murió mi madre”. “Hablo del dolor, la verdad del dolor, el ahogo
de la pérdida”, dice. Porque “un hijo sin
su madre no es un hijo”.
Se cruzan, además, otras circunstancias en este lacerante relato vital, de
deliberado tono autobiográfico, que resalta el consuelo que puede proporcionar
la poesía y lo que ésta tiene de terapia. Así, la enfermedad que él mismo
padece en pleno duelo (truncándole una prometedora carrera deportiva como
nadador de élite): el Síndrome Guillain Barré. Y otras dolencias: el Alzheimer
de su abuelo (que luego padece su padre, otra figura central: “me veo a mí en
su lugar”), el cáncer de su tía, la leucemia de un amigo… Pero que nadie se
llame a engaño: el libro carece de patetismo, a pesar de la crudeza, de su
ineludible emotividad, de la constatación, ante semejante panorama, de que “a
veces querría haberme muerto”. Porque “el futuro fue un tipo de muerte”, su
“peor pesadilla”. Sin embargo, “Nada se pierde para siempre”. “Nada en esta
vida muere por completo, permanece en algún lugar de nosotros”. Por ejemplo, un
niño de seis años que juega con los suyos en la playa. Alguien que repite “no
te mueras”.
En “Deshabitado”, extenso poema final, leemos que “El dolor es un camino
hacia quienes perdimos”. “Escribo estos poemas en su memoria. Es mi homenaje”,
afirma. Aquí, “sólo la verdad”. No un libro, una casa, un hombre.
Nota: Las reseñas de Trapiello y Villalobos se publicaron en El Cultural el pasado día 13 de julio.
15.7.18
Poemas ingleses
Jordi Doce (Gijón, 1967), no hace falta recordarlo, es uno de los nombres mayores de la poesía española contemporánea. Y no sólo por su condición de poeta (su último libro, No estábamos allí, publicado por Pre-Textos, lo ha demostrado de sobra y por eso ha aspirado a nuestros premios más importantes), pues a esta hay que sumarle la de crítico y ensayista (acaba de aparecer una reunión de artículos, Curvas de nivel, que cartografía su formación literaria, sus gustos y disgustos, que es tanto como decir, teniendo en cuenta su elevado y exigente criterio, un mapa fiable de nuestro panorama lírico), así como la de traductor. A la poesía inglesa, precisamente, dedicaba dos capítulos del libro que acabo de citar, editado por La Isla de Siltolá.
Desde que se licenció en Filología Inglesa en la Universidad de Oviedo, se doctoró en Letras en la de Sheffield y fue lector en la de Oxford, no ha dejado de reflexionar sobre la literatura escrita en esa prolífica lengua y de verter al español a los poetas de esa inmensa tradición. De ese trabajo gustoso dan fe numerosos libros traducidos por él, de autores tan fundamentales como Hughes, Tomlinson, Eliot, Simic, Burnside, Carson, etc. Ya forman parte de la formación sentimental (esto es, poética) de más de una generación de vates tanto de uno como de otro lado del Atlántico.
Desde que se licenció en Filología Inglesa en la Universidad de Oviedo, se doctoró en Letras en la de Sheffield y fue lector en la de Oxford, no ha dejado de reflexionar sobre la literatura escrita en esa prolífica lengua y de verter al español a los poetas de esa inmensa tradición. De ese trabajo gustoso dan fe numerosos libros traducidos por él, de autores tan fundamentales como Hughes, Tomlinson, Eliot, Simic, Burnside, Carson, etc. Ya forman parte de la formación sentimental (esto es, poética) de más de una generación de vates tanto de uno como de otro lado del Atlántico.
La asturiana Trea publica ahora Libro de los otros. Se trata de una amplia muestra de poemas ingleses que corresponden, en su mayor parte, a poetas que usan ese idioma, nacidos en Gran Bretaña, Estados Unidos o Australia, si bien traslada unos pocos de otras lenguas (como los de Bei Dao), siempre a través del inglés. Lleva por subtítulo "Versiones comentadas". En efecto, cada poema lleva el precioso añadido de una nota que le hace no sólo más comprensible, sino también más personal y cercano. Hay mucha autobiografía en estas slevee notes. Es significativo lo que estos “créditos” aportan. Sobre todo, erudición y conocimiento. Y don de síntesis. Asombra a veces su rigor. Digno de un anglista profesional, cabe añadir. La categoría de su crítica puede compararse con la anglosajona, a la que no deja de homenajear. Pienso en Eliot, por ejemplo, y no porque pretenda exagerar. Estamos, en fin, ante un lector incisivo e inteligente que destila, cuando procede, ironía y humor. Alguien que facilita a los otros lectores la compleja, intensa tarea que supone leer poesía.
Los poemas escogidos no lo son porque sí. Quiero decir que, a pesar de que el propio gusto marque la elección, su sentido, digamos, de responsabilidad lectora consigue que la antología se convierta en paradigma de lo que la poesía inglesa contemporánea es y representa.
Estas versiones se han venido publicado en Perros en la playa, el blog de Doce, pero no cabe duda de que al leerlas, debidamente corregidas, en papel cobran otra vida; al menos para los seres analógicos, más honda e interesante.
Para encajar, nunca mejor dicho, los comentarios y los poemas en las páginas, el maquetista ha tenido que lograr ciertas filigranas tipográficas que a uno le parecen tan arriesgadas como efectivas, pero que no tienen por qué agradar a todos.
El gusto al que antes me refería, "más ecléctico que confuso", da para un amplio y variado florilegio ordenado alfabéticamente (por los apellidos de los concurrentes) en el que encontramos poemas y poetas conocidos, otros que no lo son tanto y hasta perfectos desconocidos, al menos para los más.
De los primeros podemos citar, entre otros, a Ashbery, Auden, Burnside, Auster, Carson, Dickinson, Donne, Eliot, Glück, Graves, Heaney, Hughes, Hill, Koch, Lawrence, Nabokov, O'Hara, Plath, Pound, Shakespeare, Simic, Spender, Strand, Thomas, Tomlinson, Williams o Yeats. Pero, insisto, hay más. Como Boyle, al que conoció a través de Eugenio Montejo; Duffy, Poeta Laureada; Feinstein, traductora de Ajmátova y Tsvetáyeva, biógrafa de Hughes; Gibbon, del que presenta "Oda: en una estación se servicio de 24 horas"; Graham, un exquisito poeta de la naturaleza; Hewitt, un descubrimiento; y Jeffers, Justice, Muir (con vida de novela), Rakosi, Redgrove ("En el huerto", excepcional), la centenaria Replansky, Romer, Smart, Tanning o Yang.
El fervor de Doce por la poesía inglesa se ve recompensado por este brillante ejercicio de literatura comparada que ningún lector de poesía que se precie debería perderse.
Libro de los otros
Jordi Doce
Ediciones Trea, Gijón, 2018. 432 páginas.
Nota. Esta reseña ha aparecido en el número 135 de la revista literaria Clarín.
Nota. Esta reseña ha aparecido en el número 135 de la revista literaria Clarín.
13.7.18
La poesía de Ana Ilce Gómez
Esto de la lectura de poesía es muy azaroso. Estaba entre los libros por leer. A la espera. Entonces encontré un comentario de Julián Rodríguez. En su muro de Facebook, donde escribe ahora un diario que no hay que perderse, más si tenemos en cuenta que el editor ha sometido, de momento, al narrador. Poco después, su hermano Javier publicaba en su periódico, El País, un artículo en defensa de esta poesía. Lo titulaba "Mujer difícil". Desde hace mucho tengo en alta estima las recomendaciones de los Rodríguez y confío en su criterio, así que fui sin dilación a por la Poesía reunida de Ana Ilce Gómez y, apenas abrí el libro, calculado prólogo de Sergio Ramírez mediante, me convertí en un rendido admirador de sus versos. Su editor, el pre-texto Manuel Borrás (al que escribí en cuanto terminé la lectura para agradecerle que lo hubiera incluido en su selecto catálogo y felicitarle por ello), me cuenta que esta poesía también fue para él "toda una revelación". Y añade: "La pena fue no haber llegado a tiempo para que viese en vida materializada esa edición de su poesía reunida, que, además, le hacía una ilusión inmensa. Qué le vamos a hacer". Ha prometido explicarme con detalle "esta hermosa historia con final triste". Por cierto, un inciso para expresar un deseo: que publique algún día, en su casa o en otra, sus memorias de editor. Merecerían la pena. Puede que esté en ello.
En Nicaragüa nació Gómez. En el 45. Un país de poetas (el inmenso Rubén Darío, Claribel Alegría, Ernesto Cardenal...), pero nada poético, a los hechos recientes me remito. Del dictador Somoza al dictador Ortega, del somocismo al sandinismo. Y ella allí. Lejos de todo y de casi todos. En la Comunidad Indígena de Maninbó, al norte. Tan discreta en la vida como en su poesía, que vienen a ser dos caras de la misma, de(s)preciada moneda. A eso le llamamos coherencia.
Su biografía es transparente, como sus versos, que nos atrapan por su misteriosa claridad. Escribió esta mujer (para que luego digan) poemas admirables. Sólo dos libros y un puñado de hermosos inéditos. No sé si acabará en el canon de la feraz poesía hispanoamericana (este volumen puede hacer mucho por ello), pero puedo asegurar que en el mío ya figura. Nunca es tarde. Ni importa haber descubierto otro Mediterráneo. Por suerte, abundan. Los de verdad, digo, no los de temporada. Por lo demás, mientras daba mi paseo matutino (qué remedio, el calor aprieta), pensaba: ¿qué diré de la poesía de Ana Ilce Gómez? Y me respondí: nada. ¿A quien le apetece que le destripen el argumento y el final de una buena película? Entren y lean. Me da que no van a arrepentirse.
Su biografía es transparente, como sus versos, que nos atrapan por su misteriosa claridad. Escribió esta mujer (para que luego digan) poemas admirables. Sólo dos libros y un puñado de hermosos inéditos. No sé si acabará en el canon de la feraz poesía hispanoamericana (este volumen puede hacer mucho por ello), pero puedo asegurar que en el mío ya figura. Nunca es tarde. Ni importa haber descubierto otro Mediterráneo. Por suerte, abundan. Los de verdad, digo, no los de temporada. Por lo demás, mientras daba mi paseo matutino (qué remedio, el calor aprieta), pensaba: ¿qué diré de la poesía de Ana Ilce Gómez? Y me respondí: nada. ¿A quien le apetece que le destripen el argumento y el final de una buena película? Entren y lean. Me da que no van a arrepentirse.
A UNA MESA
Esta mesa fue de mi abuelo.
Sobre ella más de una vez reclinó su cabeza
y durmió largas siestas
donde se mezclaban vía crucis tormentas
toques de queda
y mujeres furtivas que se marchaban a la nada.
Esta mesa fue de mi padre.
Sobre ella pintaba pájaros y vírgenes
y naturalezas vivas
y mi madre aplanchaba sobre ella
con la plancha de carbón.
¿Quién era más triste:
la plancha, el carbón o mi madre?
Mía también fue esta mesa
y sobre ella escribí un día estos versos
que nadie se atrevería a publicar.
Cada generación tiene su historia.
Cada sueño su raíz. Cada mesa es como
la palma de una mano. Sus líneas
nos pueden revelar en el momento preciso
de dónde proviene
la madera de los sueños
la nostalgia de las manos
o el lenguaje cifrado
del corazón.
De Las ceremonias del silencio (1989).
11.7.18
Poética rareza
Subir al origen. Antología comentada de poesía occidental no hispánica (1800-1941), del poeta, crítico y profesor José María Castrillón (Avilés, 1966) es mucho más que un mero florilegio. Es el libro, ante todo, de un consumado lector que nos presenta una selección de poemas significativos de un puñado de poetas que fundaron la Modernidad al final del Romanticismo. Todos nacieron antes de 1900. Por apuntar dos ideas que subraya Castrillón en su prólogo, son poetas que consagran lo subjetivo y que se apoyan, sobre todo, en el lenguaje. Entre ellos (son veintidós), anoto a mis preferidos en orden de aparición: Wordsworth, Novalis, Keats, Baudelaire, Dickinson, Rilke, Yeats, Cavafis, Pessoa, Eliot, Perse, Stevens, Montale y Ajmátova.
Tras una semblanza previa, tan personal como todo lo que concierne a esta obra, se muestran algunos poemas de cada autor que son previamente comentados. Tanto estos como las semblanzas están llenos de iluminaciones, de sutilezas, ya se dijo, propias de un lector que sabe bien de lo que habla. Al que no le importa introducir es esos textos la ficción narrativa, algo que aporta todavía más interés a este singular proyecto, aquilatado, piensa uno, a lo largo de los años.
La mayor parte de las veces, esos versos se han traducido expresamente para esta edición. De lenguas como el inglés, el francés, el ruso, el italiano y el alemán. Por personas tan solventes como Jordi Doce, Mario Domínguez Parra, Juan Andrés García Román, Tomás Sánchez Santiago o Juan Carlos Mestre. El propio Castrillón interviene en no pocas de las versiones. Otras veces echa mano de otras ya publicadas, como las de Stevens de Sánchez Robayna y Jiménez Heffernan, por ejemplo, o las de la flamante directora general del Libro, Olvido García Valdés, en el caso de la citada poeta de San Petersburgo.
La mayor parte de las veces, esos versos se han traducido expresamente para esta edición. De lenguas como el inglés, el francés, el ruso, el italiano y el alemán. Por personas tan solventes como Jordi Doce, Mario Domínguez Parra, Juan Andrés García Román, Tomás Sánchez Santiago o Juan Carlos Mestre. El propio Castrillón interviene en no pocas de las versiones. Otras veces echa mano de otras ya publicadas, como las de Stevens de Sánchez Robayna y Jiménez Heffernan, por ejemplo, o las de la flamante directora general del Libro, Olvido García Valdés, en el caso de la citada poeta de San Petersburgo.
Pero no acaba la cosa ahí. Después de los poemas de cada poeta se añade uno bajo el rótulo "Homenaje de la poesía hispánica". Se trata de un poema escrito por un contemporáneo, ya sea español o hispanoamericano, que recrea, digamos, la poética de aquél, lo que no deja de constituir una antología dentro de la otra antología. A ésta habría que sumar una tercera, la que Castrillón denomina precisamente "Otra antología" donde incluye semblanzas bibiobibliográficas de poetas que en muchos casos podrían haber formado parte de la primera y que, por lo demás, también están en el origen de la poética moderna occidental: Hölderlin, Williams, Frost, Ungaretti...
Una página web, titulada como el libro (tomado de un verso de Jovellanos), amplía la información del volumen y da noticia de los poetas elegidos, de los mencionados traductores o de las respectivas obras del conjunto. Al final, se condensa una práctica bibliografía básica.
No hace falta decir que hay un componente didáctico en este logrado empeño que busca "lectores no especializados". Para alumnos de Bachillerato o Filología, sí, pero también para poetas jóvenes que no se contenten con ser vulgares parapoetas. Y, en fin, para cualquier lector de poesía, conozca o no a estos autores y a sus obras. Cómo he disfrutado con los inteligentes comentarios del editor y cuánto de los versos de estos maestros perennes e indiscutibles a los que uno nunca se cansa de volver.
Trea vuelve a acertar. Estos asturianos...
Trea vuelve a acertar. Estos asturianos...
8.7.18
Un poema inédito
La habitación del fondo.
La más oscura.
Tal vez la más pequeña.
Al final de un pasillo
que huele en mi memoria
a tubería.
Y ella en el cuarto.
Menuda y enlutada.
Callada en el silencio.
Negra en lo negro.
Nos acercábamos con miedo
a saludarla.
Apenas si salía
de aquel angosto encierro
que a mí se me antojaba
injusto y triste.
Inés, mi bisabuela,
la madre de Ramón,
la abuela de Ramón,
que era mi padre.
Al besarla, pinchaba.
¿La escuchamos hablar
alguna vez?
Hoy, desde aquella silla
que se pierde en el tiempo
acaso pronuncia estas palabras.
Nota: Este poema ha aparecido en el número 127 de la revista TURIA, en el especial "Letras de España y Perú".
La ilustración es del pintor Vilhelm Hammershøi: el cuadro "Frederikke Hammershøi, the artist's mother" (1886).
La ilustración es del pintor Vilhelm Hammershøi: el cuadro "Frederikke Hammershøi, the artist's mother" (1886).
3.7.18
Sarah Holland-Batt en EC
Los peligros/The Hazards
Sarah Holland-Batt
Traducción de Gabriel Ventura
Vaso Roto, Madrid, 2018. 115 páginas.
Sarah Holland-Batt
Traducción de Gabriel Ventura
Vaso Roto, Madrid, 2018. 115 páginas.
Apabulla el currículum de la joven poeta australiana Sarah Holland-Batt (Southport, Queensland, 1982). Creció entre su país y Estados Unidos y ha vivido en Italia y Japón. Posee un título en Literatura, un MPhil en Inglés y un Máster en Filosofía por la Universidad de Queensland, además de un MFA en Poesía de la Universidad de Nueva York, donde disfrutó de una Beca Fulbright. Ha recibido otras: la MacDowell Colony, la Chateau de Lavigny, la Hawthornden, una de viaje Marten Bequest, así como las residencias de literatura Asialink y del Consejo de Australia en el BR Whiting Studio en Roma. Actualmente es profesora de Escritura Creativa en Queensland.
Tras su extraordinario
debut con Aria (2008), Los peligros (2015) ganó el Prime
Minister's Literary Award. Este libro nos presenta en España (gracias a una
ejemplar traducción que ha debido resultar costosa) una poesía lejana en todos
los sentidos, apenas representada aquí por la de Les Murray (Lumen, 2000).
Desde el primer verso del primer poema (“Siempre he amado la
vida traslúcida”), el lector observa la capacidad imaginativa de Holland-Batt (pues
lo inimaginable / como quiera ocurre”) y, lo que es más importante, la fuerza plástica
de su lenguaje. “Mis poemas son actos de pensamiento”, ha dicho. “Para mí,
escribir poesía es un proceso totalmente consciente y mis intenciones son
bastante transparentes para mí”. También para quienes se acercan a estos versos
elegantes y suntuosos que se deslizan con aparente facilidad, con fluidez, ante
los ojos sorprendidos de quien lee.
El cosmopolitismo, una de sus señas de identidad, que va de
lo local a lo universal (“Botany”), está respaldado por sus poemas. Los de una incansable
viajera que se mueve entre la atención y la perplejidad. Desde el “perfecto” pasado
(irlandés o australiano). Sin descartar lo histórico y hasta lo épico de los
primeros asentamientos. Desde la infancia y la familia (padre, abuelos), que se
detiene en el “verano eterno” de “La casa de las orquídeas”. Bajo una lluvia “oblicua”,
como la de Pessoa. A veces estos extensos poemas son tan abigarrados y espesos
como la exuberante vegetación tropical que describen (“el garabato púrpura de
la buganvilla”). Flores, plantas, árboles que nombra minuciosamente. Del mismo
modo que los animales, omnipresentes, como realidad y como metáfora, a lo largo
de la obra. Aunque ella se declara admiradora de Bishop y Glück (se celebra esa
sabia elección), en esta suerte de bestiario (léase la segunda parte) ve uno la
mano de Moore. Guacamayos, anguilas, periquitos, zarigüeyas, hormigas, gatos,
cangrejos, buitres…
Alguien ha mencionado la palabra “psicogeografía” y, en
efecto, el paisaje (“Guisantes del desierto”) y la visión interior se
entremezclan para expresar pensamientos y sentimientos. Lugares de su tierra
natal, ya se dijo, de América (Norte y Central: California, Costa Rica, La
Habana, etc.) y de Europa (a la que dedica la tercera parte) donde sitúa sus
experiencias: Berlín, Ravello, Roma (“Hoy quiero mirar y no ser”), Orvieto, etc.
Aunque no lo parezca, amorosas casi siempre: “Tenemos tan poco tiempo.
Deberíamos amar”. “Amor, amor, como una canción olvidada…” Sin perder por ello
el tono elegíaco y melancólico. “No termina la pena, nunca”. Ni la muerte.
Su poesía es inteligente y culta sin ambages. No poca,
ecfrástica: sobre obras de Goya (y su perro), Ingres, Hammershøi (“por encima
de todo / el amor por la luz”, que “nos sobrevive”), Vermeer, Freud (“ha
sobrevivido al sexo”), Hopper, Matisse (en Collioure)... No, “No terminan las
imágenes”, como titula uno de los mejores poemas del conjunto. Y musical: Bach,
Shumann, Brahms, Scarlatti… Está, además, con sutileza, llena de literatura:
Eliot (“Primavera: las Gracias”), Lowell (“La invención del éter”), Olds y
Simic (la primera, profesora suya en Nueva York, a los que agradece la lectura
de sus poemas inéditos)…
En la última parte, Holland-Batt torna aún más intimista (no
es en vano ese guiño a Cal Lowell) y
cierra magistralmente su libro con el poema que le da título.
Nota: Esta reseña apareció el pasado viernes 29 de junio en El Cultural.
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