30.4.21

Cosmopolita

Enrique J
uncosa nació en Palma en 1961. Es crítico de arte y comisario de exposiciones.  En, por ejemplo Tate Britain, de Londres; Hamburguer Banhoff, de Berlín; Musée des Beaux-Arts, de Nantes; Kunsthal de Rotterdam; Museo Guggenheim, de Bilbao; Fundació Joan Miró, de Barcelona; Whitechapel Art Gallery, de Londres; Fundaçao Gulbenkian, de Lisboa; Museo de Arte Moderna, de Rio de Janeiro; Astrup Fearnley Museet vor Moderne Kunst,de Oslo; Fundaçao Serralves, de Oporto; SMAK, de Gante; MAXXI, de Roma; o el Pabellón Español de la Bienal de Venecia. En la actualidad prepara una exposición de Miquel Barceló para el Museo Nacional de Osaka en Japón.
Fue director del Irish Museum of Modern Art de Dublín (labor por la que recibió la Orden del Mérito Civil concedida por el Gobierno de España), director adjunto del IVAM de Valencia y subdirector del Museo Reina Sofía de Madrid. Ha escrito sobre la obra de numerosos artistas, tanto nacionales como extranjeros. También literatura. Además de un libro de relatos, Los hedonistas, varios volúmenes de ensayo sobre arte contemporáneo (como Miquel Barceló o el sentimiento del tiempo y Las adicciones. Ensayos sobre arte contemporáneo) y la traducción de textos de Julian Barnes, Djuna Barnes y Colm Tóibín, es autor de los libros de poesía Amanecer zulú (1986), Pastoral con cebras (1990), Libro del océano (1991, ilustrado por Barceló), Peces de colores (1996), Las espirales naranja (2002), Bahía de las banderas (2007) y La destrucción del invierno (2013).
Vuelve ahora al catálogo de Pre-Textos, donde ya había publicado tres libros, con Estrella rota.
Si algo caracteriza la poesía de Juncosa es, a mi modo de leer, su cosmopolitismo. No es extraño si tenemos en cuenta que estamos ante un perfecto viajero que ha visitado no pocas partes del mundo y en algunas ha vivido. Uno de los epígrafes que abren el libro, de Elizabeth Bishop, dice: “Los puertos son necesidades, como sellos postales o jabón”. Se ve a las claras que se trata de alguien que “se ha movido o se mueve por muchos países y se muestra abierta a sus culturas y costumbres” (DRAE). Basta con leer no sólo los poemas sino también la “Nota final” que lo cierra. Allí da cuenta de que la mayor parte están escritos en sucesivos veranos pasados en la cántabra Pisueña, pero que otros fueron concebidos en Brasil, Italia, Marruecos y México, gracias a varios programas de residencias como el de la paradisíaca casa toscana de Beatrice Monti della Corte von Rezzori que acoge la Fondazione Santa Maddalena.
Ya en el primer poema afloran los lugares (en este caso, París) y el arte (el surrealismo de Breton). Podría hablarse de culturalismo (por el simple hecho de que Juncosa es un hombre culto), pero también de una indudable inclinación por la belleza lo que a veces significa decantarse por el lujo.
En “Líquenes”, segundo poema del libro, aparece la infancia y el niño que exploraba el mundo a través de los mapas. Los viajes.
No faltan en el libro poemas íntimos, propios de un afán autobiográfico. Así, “Pijamas de seda” (algo más que un juego frívolo) o “Adiós al amor”.
“Los cipreses” remiten a otra presencia habitual: la de Grecia: “Los recuerdo en Delfos”. “También en la Toscana”, sigue. Son símbolos de muerte, sí, pero también de “insatisfacción sexual”.
“Plantas carnívoras” es una ácida metáfora de los indeseables.
En “Invisible” leemos: “Pero nadie me ve. / Soy de un tiempo remoto”.
“Los títulos de W. S.” está dedicado a José Carlos Llop, más que un paisano, y juega con los rótulos de obras, tanto reales como hipotéticas, de un poeta fundamental para Juncosa: el norteamericano Wallace Stevens. Ya advierte en la mencionada nota que hay intertextualidad (con versos de Gorostiza, Lezama Lima o William Carlos Wiliams), veladas citas de escritores como el autor de Las auroras de otoño.
En “Días felices”, uno de los poemas más logrados y extensos del libro, se aprecia el tono diarístico que se distingue en diferentes poemas. Anotaciones de lo que ve y siente el viajero. La mirada, no hace falta subrayarlo, es fundamental en esta poesía de matices y sutilezas, fuerte en su fragilidad. Poesía de atmósferas que son, en realidad, estados de ánimo. “El mundo era triste / y expectante”, escribe.
“Thanatos” es un poema que impresiona, donde, como en otros, utiliza el juego tipográfico con sencillez y sin alardes. La delgadez de los versos, siempre cortos, acentúa un minimalismo en absoluto hermético donde la sugerencia es ley.
“Teoría de los naufragios” es uno de mis preferidos. Los jardines (ingleses a ser posible: “son los que más me gustan / por parecer silvestres, / falsamente descuidados”). Y “una  isla solitaria”.
“Alba” tiene como motivo la pintura, en este caso del napolitano Francesco Clemente. “Que yo veo el alba y el día claro”, dice a modo de estribillo.
“El espejo de obsidiana” o “Playa escondida” nos trasladan a México.
De pronto, “Tánger”: “Kif, colt y tés de azúcar”. “Alguien que huye / y se esconde”. La vida como si fuera una película.
“Estatua helenística”, dedicado muy a propósito a Juan Antonio González Iglesias, nos devuelve a la Grecia clásica: “La belleza de la verdad / será entonces un nuevo canon / que ha perdurado hasta nosotros”, concluye. Griego es también “Los adoradores del nombre”: “¿Es nombrar / mágico? / Si cambia un nombre, / ¿el mundo se transforma?”.
En “Terremoto”, otra constante: el deseo, la sensualidad, el amor. Como en “WhatsApps”.
En “La saxífraga” apunta una poética: “Prefiero a los poetas / americanos, / del norte al sur, / por encima de todos los otros”. Al escribir “Hartford” remite de nuevo a Stevens, que vivió y murió en esa ciudad de Connecticut.
“Bocaina de Minas” está dedicado a la artista Janaina Tschäpe, en cuya hacienda (en la brasileña Minas Gerais) se alojó Juncosa durante un mes. “El mundo es verde / y la tierra roja”, leemos. “Las estrellas distintas”. Evoca “la lectura en las hamacas”. Plantas y animales en un mundo “incomunicado e incognito”. El de los tucanes, pongo por caso, al que dedica un hermoso poema.
Por sorpresa, un soneto: “El cuerpo toma el control”. Y otra vez el deseo.
También por sorpresa, incluso para él mismo, “Nostalgia del paraíso”: “Este es el primer poema / que escribo sobre Mallorca, / lugar en el que nací”. El cosmopolita toma conciencia de sus raíces. De su paisaje. Estamos ante un autorretrato que se desplaza hacia lo narrativo, evidente en otras partes del libro.
Para compensar, “Bucólica y antibucólica”. El mar Mediterráneo, el verano mallorquín, el buceo. Al leerlo uno piensa en Barceló y su mundo acuático. “Algunas noches, / sin embargo, / el deseo es una metrópolis”.
La cruda realidad se impone en “Hablar con la muerte”: “No juego al ajedrez con ella / como en la película / de Ingmar Bergman. / Soy empero su peón”. Luego alude a sus enfermedades y termina: “Sí, ahora hablo con la muerte / cada día  y cada noche. / Tal vez por ello / tengo tantas ganas / de vivir”.
“El futurismo ruso en Arezzo” nos muestra al experto en arte que visita esa ciudad italiana (de la que habla en su informe de la Fondazione Santa Maddalena) y en la que se encuentra con pinturas vanguardista en un mercadillo, pero también con Piero della Francesca. Por seguir con el tema, en “El artista iletrado” destapa la ironía.
Cierra el libro “Hoy”, una “versión” de un poema de James Schuyler (de la Escuela de Nueva York, como Ashbery, Koch y O’Hara), fechado el 26 de julio de 1965,  y que parece suyo; muy propio de su particular universo, quiero decir. El microcosmos de un genuino poeta cosmopolita.
 
Estrella rota
Enrique Juncosa
Pre-Textos, Valencia, 2021. 80 páginas. 16 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.