Francisco
Brines
Tusquets,
Barcelona, 2021. 64 páginas. 14 €
El
pasado 21 de mayo moría Francisco Brines en su casa de Elca (“donde transcurrió lo mejor de mi infancia, desde el
lugar donde me dispuse a contemplar con sosiego y temblor, la vida y que para
mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo”, “el lugar donde se han
cruzado todas mis edades”), unos días después de recibir
de manos del rey Felipe VI el Premio Cervantes 2020.
Su
poesía, reconocida con los máximos galardones, luce, única y distinguible, en medio
de una constelación de excelentes empresas poéticas concebidas por los miembros
del Grupo del 50, una generación sin duda extraordinaria.
Aunque su
obra estuviera cumplida, se sabía que el poeta estaba trabajando (durante los
últimos 25 años, desde que publicó La
última costa) en un libro futuro, éste, “que la editorial ha decidido
mantener de la forma más fiel posible el manuscrito como él lo dispuso”.
Con motivo de la concesión
del Cervantes, Pre-Textos publicó una antología personal titulada Desde Elca con siete poemas inéditos:
“Reencuentro”, “El último viaje”, “El testigo”, “El vaso quebrado”, “Las últimas
preguntas”, “Mi resumen” y “Donde muere la muerte”, el que da título a este
libro póstumo compuesto por veinticuatro poemas entre los cuales no figura “Las
últimas preguntas”, ignoro el porqué.
Al
comentar ese adelanto, señalamos que no iba a ser “un libro cualquiera”. Por el
rigor autocrítico que siempre mantuvo, con independencia de la edad. En efecto,
se ve que estamos ante un libro pensado y no sobrevenido, como a veces ocurre. En
la línea de lo que ocurrió, pongo por caso, con Fragmentos
de un libro futuro, de José Ángel Valente, compañero
suyo de promoción.
Pero no nos engañemos con la
muerte y las postrimerías. Brines tituló su poesía reunida (desde la primera
edición, de 1974) Ensayo de una
despedida, y en realidad eso ha escrito a lo largo del tiempo: una extensa elegía.
En “Brevedad de la vida”,
prosa poética (poco usual en él) que abre el volumen, leemos: “El vivir es un
principio del morir, ya el acabando”. Y: “La rosa es símbolo de tanta brevedad,
mas la rosa es consuelo, porque aroma”. ¿No era eso El otoño de las rosas?
Y: “el hombre sólo se cumple en el amor”. “La vocación más honda, la amorosa”.
Recuerda en “Mi resumen” su
epitafio: “Como si nada hubiera sucedido”, conciencia de la fugacidad de
cualquier existencia. Y a Luzbel (como en Insistencias en Luzbel), “el ángel más bello, / dueño de sí, / pues
supo renunciar a su Dios”. Y ya que lo menciono, la religiosa es una presencia
significativa. En un poema subtitulado “Último rezo”, leemos: “Oh, Dios, si
existes / o si fuiste”. Y en “El testigo”: “¿Quién pone en nuestra mente la
incógnita de Dios?”. (El poeta, no se olvide, depositó en el Instituto
Cervantes su libro inédito Dios hecho
viento, escrito en plena adolescencia, “fruto de su primera crisis
religiosa”.)
En el poema que nombra el libro, sobre la de su madre, advierte
que la muerte “en la vida tiene tan sólo su existencia”. Madre que reaparece
(“Me llegan oleadas de amor”) en “Un aire en la terraza”. Lo hímnico nunca
falta en la poesía elegíaca de Brines, que fue un gran vitalista. Lo dice en
“La suerte de la moneda”, una paradoja cierta, y se demuestra en un par de
poemas delicadamente eróticos, de celebración juvenil, playera y carnal: “Al
besarte, está naciendo el mundo / por primera vez”. Un mundo que es “luz de
mar” y “mañana sola de la infancia”. “Me regreso a la infancia”, dice en “La
manzana imaginada”: “Fue la manzana que resumió mi vida”.
La casa familiar, donde decidió retirarse, se rememora en
“Reencuentro” (“He regresado a Elca”), donde, feliz, “besa” de nuevo a sus
padres. Y la heredad de Oliva es protagonista de “Declaración de amor”: “Cuando
estoy ausente de esta casa / se suceden aquí los días para nadie”. “Tan
solitario yo”. Como en “Paréntesis cerrado”: “Soy huésped de la vida que no me
pertenece, / […] / sólo es mío el naufragio, / […] / mi exacta desnudez”.
Se aprecia a lo largo del
libro un gusto por la depuración juanramoniana, por la concisión y la palabra
exacta, y todo se expresa con un ritmo impecable, música callada que Brines,
gracias a su oído, domina. También un tono metafísico, acorde con el poeta
meditativo que es, propio de alguien que sabe a ciencia cierta que está
escribiendo sus últimas palabras. Y con qué serena emoción.
En “El testigo” leemos:
“Nada he sido. / Mi testigo, lector, pongo en tus manos”. Y más adelante: “Así
se va la vida, y vuelve luego, / y otra vez se disipa. / Yo sigo retrasando la
partida final”. Contra el “frío demente”. A punto de “El último viaje”, que
tanto tiene que ver con el poema final de La última costa, su libro
homónimo. “Me iba para siempre / de la vida que amé / como el don de un dios
bueno, / muy bueno e inexistente”. Termina: “Y que sea el Silencio”.
El poema final, “El vaso
quebrado”, dedicado a sus discípulos Marzal y Gallego, escrito a modo de
testamento, alude a que “hay veces que
el alma / se quiebra como un vaso”, pero antes de que “se rompa / y muera
(porque las cosas mueren / también)”, quiere “que dejes / las palabras
gastadas, bien lavadas, / en el fondo quebrado de tu alma, / y que, si pueden,
canten”. ¿Para qué otro fin existen?
Tres fueron las “fauces” del
poeta: “del animal que soy, / del Dios (que me abandona) / y estos restos de
espíritu y de carne / que se muerden”.
“El asombro que en la
adolescencia era para mí la poesía es ahora revelación”, dijo Brines. Algo “que
no viene de fuera, sino de mi interior secreto y oscurecido”. “La poesía no es
un espejo, es un desvelamiento. En ella nos hacemos a nosotros mismos. No
buscamos reconocernos en ella, sino conocernos”, concluye.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.