4.11.18

Aramburu lee "El cuarto del siroco"



Fernando Aramburu

Gabriel Sanz

Hace tiempo que la calle Atocha ofrece a los viandantes la ocasión de vivir una intensa experiencia antipoética. Pongamos por caso una hora lorquiana de un día laborable, las cinco de la tarde, da igual por cuál de las dos aceras uno transite o intente transitar. Puede que el visitante llegado de víspera a Madrid dude si la calle está en obras o si una brigada de operarios está ampliando los destrozos de una batalla.
Eran, pues, las cinco de la tarde de un día reciente. Luchaban en la susodicha calle no la paloma y el leopardo, sino la cuchara de las excavadoras y el asfalto, a la par que el viento no se llevaba los algodones, sino unas tolvaneras espesas y blancuzcas que causaban en el gaznate, al menos en el mío, un picor calificable con un antónimo cualquiera de gozoso.
Una orquesta de martillos neumáticos, repartidos en distintos puntos de la calle, interpretaba para mortificación perdurable de los vecinos una rapsodia de estrépitos. Olía a goma quemada. Brotaban chispas de la sierra circular con la que un obrero acuclillado en una zanja cortaba una barra roñosa. Una fealdad agresiva gobernaba aquel antijardín, en medio de la antitarde polvorienta, mientras en la calzada sembrada de cicatrices bullía un zurriburri de vehículos embebidos en coral disputa de bocinas.
Recorrida la calle Atocha en sentido descendente, me acogí con prisa desesperada al Real Jardín Botánico. Necesitaba a toda costa una dosis reparadora de soledad y silencio, con el añadido ornamental de algún que otro gorrión. Hallé un banco de piedra al amparo de un seto. Los árboles en rededor ya estaban otoñando y no me resultaba difícil desoír el murmullo del tráfago urbano, ¿dónde?, más allá de la verja escondida tras la vegetación. Extraje de mi mochila el último libro de Álvaro ValverdeEl cuarto del siroco (Tusquets, 2018), y me abismé con afán de refugio en la lectura de los cuidadosos y tranquilos poemas de una figura señera de nuestra poesía contemporánea.
Álvaro Valverde justifica el título de su libro en una nota inicial. Lo adoptó tras la lectura de un pasaje narrativo del escritor Leonardo Sciascia, según el cual en las antiguas casas patricias de Sicilia las familias de alta alcurnia acostumbraban guarecerse en una llamada stanza dello scirocco los días en que arreciaba este viento procedente del desierto de África. Confieso que me es grata la idea, compatible con otras, de la poesía como aposento seguro y retiro del ruido mundanal. Constato entre apenado e inquieto que sopla mucho el siroco en la vida pública española de nuestros días. La calle Atocha, en su estado de obras actual, con el suelo levantado, el retumbo incesante y el polvo, me da la metáfora de un país en un momento particularmente desapacible de su historia.
La lectura en el Botánico de sucesivos poemas de Álvaro Valverde me llevó a uno titulado Árida vida. En dicho poema, el mismo poeta a quien yo leía se nos muestra a su vez como lector, durante una tarde en la que "el campo invita a un dulce sentimiento del otoño", de otro poeta, Giacomo Leopardi (1798-1837). Me complació sobremanera la imaginada vinculación de los hombres de épocas diversas a través de un ejercicio mejorador de la calidad personal como es la poesía.
Celebro que esa imposición de la edad llamada escepticismo me haya dejado unas pocas y espero que doctas convicciones. Una de ellas sugiere que la poesía constituye una necesidad básica del ser humano. Cuestión aparte es dónde la busque cada cual; pero considero un hecho fácilmente demostrable que todos la buscan, muchos sin darse cuenta, otros muchos obligados al arduo esfuerzo de superar el obstáculo no pequeño de su tosquedad. El que una minoría acuda a buscarla en los libros de poemas acaso no sea más que una singularidad cultural de nuestro tiempo. En el pasado, la recitación, hoy sustituida por la música popular, llenaba plazas y recintos. Por otro lado, quienes frecuentan los tales libros de poemas habrán comprobado en más de una ocasión que muchos de ellos por desgracia no contienen un gramo de poesía. La idea de que esta es un género literario de comprensión reservada a los expertos ha obrado contra ella un efecto antipublicitario de primera magnitud.
Octavio Paz dictaminó que el poema es el lugar natural de la poesía, una especie de estuche que encierra una alhaja. Esta certidumbre, de la que discrepo, convierte la poesía en el resultado de practicar el lenguaje poético. El lector es tratado en tal caso como un consumidor pasivo. Se le permite a lo sumo ejercer de inspector que abre el libro o escucha la recitación y verifica que una manera específica de decir las cosas tiene el valor de un poema. Nada más falso que separar este valor de la experiencia de quien lo constata. No nos extrañe que durante demasiado tiempo la poesía haya sido concebida y estudiada principalmente como una posesión de los expertos capaces de descifrarla y no como lo que otros creemos que es, una vivencia de los hombres sensibles no limitada al hecho lingüístico. Es el paladar el que decide la calidad del vino y no la etiqueta de la botella. Ni el vino ni la poesía son nada en tanto no sean catados.
Creo que la poesía es una experiencia y no un objeto estático. Ni siquiera la considero condicionada por la preexistencia forzosa de un texto. La poesía necesita tanto de un suscitador como de una sensibilidad activadora. Lo primero puede, en efecto, cumplirlo un poema, pero también una secuencia de película, el sabor de las cerezas, la maestría de un saxofonista, un atardecer marino, acaso un gesto moral. En el ejercicio de la amistad se encierra a menudo una modalidad superior de la poesía que quizá no se halle en un soneto canónico, por mucha destreza que el versificador hubiese puesto en la tarea.
Ningún ser humano, letrado o no, se resigna de la mañana a la noche a lo feo, lo sucio, lo ruidoso, lo innoble. Esas y otras instancias negativas tienen su reverso en el valor poético, que es justamente la experiencia personal de la belleza, la armonía, la profundidad de pensamiento, la justicia. Da igual si uno lo expresa mediante unas décimas excelsas o con una simple exclamación sentimental.
Ahora bien, no debemos ser tan ingenuos como para obviar que el gusto, si no se educa, si no se cultiva, nos negará innumerables matices de la comprensión y del deleite. Por eso es una lástima que las autoridades educativas subestimen a menudo la formación humanística de los jóvenes en favor de las exigencias utilitaristas del mercado laboral. "Mi jardín es de todos", escribe Álvaro Valverde en su libro. Yo visité ese jardín y salí de él serenamente emocionado.

Publicado en El Mundo el 4 de noviembre de 2018.